CONFIANZA EN LA ESQUIZOFRENIA

Luis Rubio

El discurso gubernamental dice una cosa. La ley dice otra, casi diametralmente opuesta. Además, subsisten importantes diferencias dentro de la administración sobre instrumentos básicos de la política económica. ¿Alguien en su sano juicio puede culpar a los agentes económicos porque osaron perturbarse por la manera en que se resolvió, al menos hasta el capítulo de esta semana, el tema de la privatización de las plantas petroquímicas?. Al margen de cuáles hayan podido ser los objetivos gubernamentales del esquema de asociación con Pemex con que el se pretendió finalizar la controversia sobre la petroquímica secundaria, el hecho es que los mexicanos no tienen idea de lo que el gobierno persigue. Al problema sustantivo, que es crítico para el desarrollo del país, se suma el de

comunicación, que agrava la percepción de incapacidad gubernamental.

El tema de la privatización de las empresas petroquímicas se había polarizado de una manera extrema. La rama petroquímica del sector privado mexicano se había sumado al sindicato petrolero y a la oposición de izquierda tanto del PRI como del PRD para derrotar la pretensión de una parte del gobierno de privatizar los complejos petroquímicos, comenzando con el de Cosoleacaque. Apoyando a

la Secretaría de Hacienda y a otras entidades gubernamentales se encontraba prácticamente todo el sector financiero, una amplia porción del sector privado y la promesa de inversiones multimillonarias en ampliaciones de plantas y en nuevas inversiones en ese y otros rubros por parte de empresas extranjeras. La mayoría de los que apoyaban la privatización veían menos a la petroquímica misma, que al simbolismo de la continuación del proceso de apertura y reforma de la economía. De la misma manera, quienes se oponían a cualquier cambio en el status quo esperaban que esa decisión inflingiera la primera gran derrota al proceso de reforma.

Dada la polarización de las posturas, era inevitable que cualquier cosa que hubiera hecho el gobierno se tradujera en la derrota de uno de los dos bandos. A nadie debió haber sorprendido que fuera precisamente esa la manera en que se interpretara en anuncio gubernamental de vender 49% a inversionistas privados, reteniendo el gobierno el 51% de las acciones. Cualquiera que sea o haya sido

el objetivo gubernamental, su anuncio logró convencer a los ahora derrotados de que el gobierno comienza a marcar una retirada en su propósito de construir una economía de mercado, máxime cuando la decisión sobre la petroquímica ocurrió sobre la espalda de la fallida privatización de la primera línea de ferrocarril. Ese es el único mensaje posible que se puede derivar de la manera en que se comportaron los mercados financieros.

Evidentemente nada en la realidad concreta se alteró por el hecho de que finalmente se definiera la política gubernamental en materia de la petroquímica. Lo que se modificó en forma dramática fue la percepción que se tiene de los objetivos que el gobierno persigue, así como de las oportunidades que son factibles en el futuro mediato. Las percepciones son importantes en todos los mercados, pero particularmente en el nuestro. La razón de esto tiene que ver esencialmente con la terrible esquizofrenia que existe entre lo que dicen las leyes y lo que el gobierno pretende lograr. Mientras que las leyes vigentes, comenzando por la Constitución, le confieren al gobierno la rectoría de la actividad económica y le otorgan el control y la definición misma de lo que es la propiedad privada, además de amplias facultades para fijar precios y regular mercados, el gobierno propone que sean los mercados los que rijan sobre la actividad económica. Es decir, el mismo gobierno que postula como premisa básica que en México exista un estado de derecho es el mismo que en su discurso económico se propone violar el espíritu y la letra de la ley y de la Constitución. Esta esquizofrenia no es nueva, pero explica cabalmente la razón por la cual existe una profunda desconfianza hacia el gobierno particularmente en materia económica.

La desconfianza tampoco es nueva en la economía mexicana. Las facultades expropiatorias con que cuenta el gobierno, a las que se suma la arbitrariedad con que éste actúa en forma cotidiana, son realidades con las que tienen que vivir los mexicanos y los inversionistas extranjeros todos los días del año. Por algunos años, unos y otros comenzaron a ver cambios significativos en la manera en que se conducía la economía, razón por la cual ese nivel de desconfianza comenzó a revertirse. Ese logro fue resultado de dos cosas: cambios en la realidad y cambios en las percepciones. Los cambios en la realidad fueron muy significativos: desde la apertura de la economía y la negociación del TLC, hasta la privatización de los bancos y la empresa telefónica. Por el lado de las percepciones, el gobierno anterior se esmeró por convencer a los mexicanos en general, y a los empresarios en lo particular, de las bondades de su propuesta económica. El éxito fue evidente para todos.

La crisis de 1994 dio al traste con las expectativas extraordinariamente favorables que se habían construido, a la vez que la propia crisis minó, cuando no desmanteló, algunos de los cambios reales que habían dado lugar al crecimiento de esas expectativas, particularmente con la virtual quiebra del sistema bancario. Las consecuencias de esa crisis son mucho más profundas de lo que la mayoría de los funcionarios gubernamentales supone. El costo de esa crisis no sólo se puede medir en términos del comportamiento de los mercados financieros y de la poca inversión que se ha materializado, sobre todo de mexicanos. Este costo se hace patente sobre todo en la reaparición de la desconfianza. Más allá de los grandes empresarios que hay en el país -y que tienen un interes natural en mantener el status quo-, la mayoría de los mexicanos y muchos de los más atractivos (potenciales) inversionistas del exterior han retornado a niveles de desconfianza descomunales. Peor, los niveles de desconfianza actuales son no sólo superiores a los que existían en los setenta y ochenta, sino que traen el efecto adicional de los fracasos en la reorientación de la economía que se dieron en los años pasados, además de la crisis del 94.

En este contexto, la petroquímica se había convertido en un símbolo de lo que el gobierno quería y sería capaz de hacer en el futuro. Al optar por no privatizar, se decidió por un camino específico, cerrando otras puertas y, lo que es peor, reforzando la profunda desconfianza que ya de por sí existe en el país. Es posible que el gobierno tenga excepcionales planes de desarrollo para el sector petroquímico y que estos sean saludables y políticamente viables, algo que una privatización directa de la petroquímica quizá ya no lo era. Sin embargo, mientras no se defina un marco legal que sea congruente con sus planes y no aprenda a comunicar sus objetivos, la esquizofrenia continuará, y la desconfianza seguirá siendo el factor central de nuestra incapacidad de alcanzar un desarrollo sostenido.