Luis Rubio
El nuestro es un país de increíbles paradojas. Somos una cosa, pero decimos que somos otra; criticamos al gobierno, pero con frecuencia nos comportamos como él; pretendemos que buscamos fórmulas de desarrollo, pero nos empeñamos en preservar el subdesarrollo. Basta observar la manera en que como nación funcionamos en algunos ámbitos, para concluir que somos expertos en dar un paso para adelante y dos para atrás sin por ello reconocer que, en términos netos, hemos retrocedido y, peor aún, seguimos retrocediendo.
Nuestra historia es rica en toda clase de ironías. Dos que son particularmente relevantes en la actualidad son visibles en el enorme contraste que existe entre el discurso político y la realidad. Una de ellas tiene que ver con el federalismo y la otra con la democracia. Se trata de dos palabras para denotar conceptos que los mexicanos empleamos con singular ironía, a pesar de que en la práctica, ninguno de los dos existe, ni nunca nos hayamos puesto de acuerdo en qué quieren decir. Eso no nos ha impedido que hablemos de federalismo, que anunciemos que México es un país federal y que tengamos infinidad de leyes que le otorgan facultades a los estados y municipios, cuando en la realidad, que todos también conocemos, lo que de verdad pasa es que los conflictos se siguen resolviendo en la ciudad de México y los políticos, en general, se alinean a lo que ahí se decide. Aunque ciertamente el poder relativo del ejecutivo federal ubicado en la capital del país respecto a los estados ha disminuido, México sigue siendo un país enormemente centralizado. Vaya ironía.
En el caso de la democracia las ironías son interminables. Virtualmente no hay mexicano que no hable de democracia, aunque cada uno tiene una manera diferente de identificarla. Algunos la invocan para justificar su incapacidad para tomar e instrumentar decisiones. Otros, de los que con mayor fuerza la invocan, son quienes buscan avanzar sus posiciones políticas por medios nada democráticos. Las llamadas «concertacesiones», por ejemplo, son mecanismos que han empleado los políticos en los últimos años para intentar resolver disputas post-electorales. Evidentemente las concertacesiones no son ejercicios democráticos, pero han sido una manera efectiva de modificar los equilibrios de poder que antes dominaban los priístas. Pero no nos engañemos: se trata únicamente de instrumentos para alterar el balance de poder y no necesariamente una manera de avanzar en la construcción de la democracia. Lo más irónico de todo es que nos envolvemos en la bandera de la democracia para abogar por la utilización de los medios más antidemocráticos que alguna vez se inventaron, como son la componenda y el chantaje político.
Las ironías y paradojas son ubicuas en el país. En los últimos meses, el tema que más énfasis ha recibido por parte del gobierno ha sido el del ahorro interno. Además de discursos, debates y toda clase de promociones, ahora existe legislación en materia de pensiones y de seguridad social que, confía el gobierno, permitirán elevar el ahorro interno en el futuro mediato. Lo irónico del asunto es que el gobierno va a contracorriente con lo que ha venido pasando en el sector financiero en los últimos años. Yo me pregunto si no es paradójico, irónico y, sobre todo, absurdo el que se esté promoviendo el ahorro interno precisamente cuando los bancos se han dedicado a cancelar alrededor de veinte millones de cuentas de ahorro de sus sucursales en los últimos años. Es decir, mientras que el gobierno, correctamente, se dedica a promover una cultura del ahorro, los intermediarios se dedican a desestimularlo.
Algo parecido ocurre con la electricidad. Los precios de la electricidad eran más o menos iguales a los del resto del mundo antes de la devaluación de 1994. Ahora la electricidad es, en términos reales, mucho más barata en el país porque su precio no ha aumentado a la velocidad a la que se ha depreciado el tipo de cambio. Uno podría pensar que esto constituye una gran noticia, por el simple hecho de que hay por lo menos un ámbito en el cual los precios no han subido tanto. Pero si vemos el otro lado de la moneda, el asunto se vuelve paradójico. Por una parte, pudiera estar ocurriendo que el costo de producir la energía sea mayor que su precio de venta, algo nada descabellado si se considera que la energía se produce con petróleo o con gas, cuyos precios, otra vez en términos reales, han venido ascendiendo. En este caso somos todos los mexicanos los que acabamos pagando el subsidio oculto que entraña el precio actual de la energía eléctrica. Por otra parte, también ocurre que algunos de los exportadores más grandes, en la práctica, no exportan acero, aluminio o vidrio, sino electricidad barata. Es decir, se han vuelto competitivos para exportar no necesariamente porque sean muy eficientes en la producción, sino porque todos los demás mexicanos les estamos regalando, a través de nuestros impuestos, la electricidad. Se trata de una de esas paradojas que son terriblemente costosas e inequitativas.
En el debate en torno al modelo económico, si así se le puede llamar al conjunto de monólogos que han tenido lugar en los últimos meses, es patente el uso de términos que no guardan relación alguna con la realidad. Por el lado del gobierno se afirma que en México hay una economía de mercado y que son los mecanismos del mercado los que sirven para guiar el desarrollo económico. Yo me pregunto qué clase de mercado tenemos cuando: a) la principal empresa del país (Pemex) y la segunda (CFE) no están sujetas a las reglas del mercado y ni siquiera publican balances con contabilidad semejante a la del resto de las empresas del mundo; b) las empresas mexicanas de cierto tamaño para arriba nunca quiebran, incluso cuando sus pasivos son mayores que sus activos. O bien todas son sumamente exitosas, o todos vivimos en una gran ficción; y c) las prácticas regulatorias y monopólicas que en la realidad existen no permiten la creación fácil de nuevas empresas, no favorecen a los mejores empresarios sino a los mejor conectados y no castigan los errores empresariales, pero si penalizan la creación de empleos. Se admira a Chile, pero no se ha seguido su ejemplo en cuanto a liberalizar, desregular y sujetar a la economía a las leyes del mercado.
Por el lado de muchos de los críticos del modelo económico, al que llaman «neoliberal», whatever that means, todo el énfasis está en volver al pasado, en reconstruir la economía que nos llevó a las crisis de los setenta y ochenta y a privilegiar al gobierno como el salvador: a ese mismo gobierno que no le sabe poner precio a la electricidad, en beneficio de unos cuantos exportadores. En lugar de propugnar por el avance de los derechos de los consumidores y, en todo caso, de los ciudadanos, los críticos son igual de paradójicos que el gobierno: lo que sin darse cuenta proponen es menos empleos y menores ingresos pero, eso sí, más rollo gubernamental. Pero la máxima ironía reside en la oposición a ultranza a la privatización de cualquier cosa; eso sí, si de petroquímica se trata, vamos a hacer un fondito para que las acciones las adquieran los propios perredistas, encabezados por la viuda del general. Es decir, están contra el «neoliberalismo» sólo cuando no les conviene.
El país viviría sometido a menos ironías si en lugar de pretender ser lo que no somos simplemente reconocieramos lo que sí somos; si buscaramos que los programas gubernamentales ayudaran a que las personas mejoren sus habilidades, en lugar de apoyar a las empresas que los desemplearon y que se están muriendo; si nos dedicáramos a buscar puntos de convergencia en lugar de profundizar los que nos alejan; si unidos buscamos la consolidación de la economía y de la reforma electoral. En otras palabras, acabemos con las paradojas que nos impiden vernos a nosotros mismos tal cual somos y a la realidad de nuestro país como es, y dediquémonos a salir adelante con lo que somos y tenemos.