El ajuste es un instrumento no un objetivo

Luis Rubio

La única razón por la cual es necesario llevar a cabo un ajuste de la economía es que las circunstancias en que ésta opera han cambiado drásticamente. Con el cambio en el valor del peso contra el dólar, la economía tiene que ajustarse a la elevación de precios que viene implícita en los insumos y productos de importación y en los aumentos de costos para las empresas. Todo esto provoca un fuerte aumento en los precios al público, por lo que es imperativo contener su crecimiento antes de que éste se convierta en una escalada incontrolable. En este sentido, el principal propósito del ajuste que persigue el programa de choque anunciado por el gobierno la semana pasada es el de evitar que caigamos en una espiral inflacionaria. Nadie puede estar en contra de esto, ya que la inflación es un cáncer que acaba no sólo con el ahorro, sino también con la tranquilidad social. Pero los críticos del programa tienen razón en un punto fundamental: para que pueda ser exitoso el ajuste, es imperativo que el programa también se oriente a crear las condiciones para que la economía experimente un rápido crecimiento una vez recobrada la estabilidad. Eso ni lo contempla el programa ni parece ser fuente de la menor preocupación dentro del gobierno. Peor aun, el gobierno, al menos hasta ahora, va directamente en contra de las preferencias actuales de la mayoría de los mexicanos.

La instrumentación de un programa de choque inevitablemente suscita ataques, quejas, dislocaciones y terribles situaciones personales para muchísima gente. Es por ello que un programa de esta naturaleza no puede ni debe ser de largo plazo. Lo clave de un programa de choque es que éste sea intenso y rápido para que se logre extirpar la inflación y, con ello, lograr una nueva estabilidad económica. En este sentido, el programa de choque es tanto inevitable como indispensable. Por necesario e inevitable que sea, sin embargo, eso no implica que el programa adoptado sea el mejor, el idóneo o el único posible. Su principal objetivo es el de controlar la inflación y eso es bueno en sí mismo. Si no se adopta un plan paralelo de desarrollo económico, sin embargo, el programa nada hará para impedir que volvamos a experimentar, una vez estabilizada la economía, tasas de crecimiento mínimas en términos per capita, acompañadas de una irrisoria creación de empleos nuevos. En franco contraste con el ámbito político -en el que hay una clara estrategia de desarrollo, de cambios y de tiempos- no existe un programa de desarrollo para la economía ni parece existir conciencia alguna de la urgencia de plantearlo. En este sentido, por necesario que sea, el programa de choque no es más que una respuesta burocrática al problema que enfrentamos y no hace nada por resolver los problemas de fondo del país.

Hay muchas razones para pensar que no sólo no hay un programa de desarrollo económico, sino que hay fuerzas muy poderosas en contra de que éste se presente. Entre el primer grupo de cosas hay los siguientes ejemplos que no agotan el tema, pero si ilustran el problema. Mientras que los gobiernos de países como Taiwan, Singapur y Corea se han pasado décadas buscando oportunidades para que sus empresas exporten y vendan sus productos, aquí resulta que el gobierno parte de la premisa de que esa no es su función, por lo que, además, cobra por los deficientes servicios que ofrece en este sentido: es decir, hace llover sobre mojado. Si comparamos a las empresas mexicanas con las taiwanesas o coreanas, es difícil esperar que les vaya igual a las dos. Es igualmente significativo que Secofi persiga controlar los precios, algo que resultó exitoso en los años del pacto, pero pretenda que los aumentos en los precios de los insumos provistos por empresas como Pemex y CFE no tienen incidencia sobre los costos de las empresas industriales, o bien, que pueden ser absorbidos mediante míticos aumentos en la productividad.

Por otra parte se encuentran grupos, sobre todo dentro del gobierno, que abogan por soluciones absurdas que reflejan más la desesperación y la incompetencia que hemos visto en los últimos meses, que una visión de largo plazo, como podría ser un control de cambios, aun a sabiendas de que esas políticas son muy atractivas en el corto plazo, pero terriblemente onerosas inmediatamente después. Una moratoria o un control de cambios son medidas defensivas que sólo pueden resultar de la incapacidad de un gobierno de tomar la iniciativa en el manejo de la economía y, de este modo, atacar el fondo de los problemas, en lugar de pretender que, enfrentando los síntomas, van a lograr que los problemas desaparezcan por sí mismos. Además, y quizá mucho más importante, medidas extremas como esas contrastan francamente con lo que la población prefiere y demanda en este momento.

Si uno observa la encuesta realizada por el diario Reforma y publicada el pasado domingo sobre el programa de choque, es muy interesante encontrar que, aunque, como era esperable, la abrumadora mayoría de la población rechaza el programa, 59% cree que el gobierno tiene que sacrificarse más y que sobre éste debe recaer el peso del ajuste. Todavía más interesante es que, quizá por primera vez en décadas, sólo el 20% de la población piensa que los empresarios deben ser los que paguen el precio del ajuste, como en buena medida implica el programa actual. Esto a mí me dice que, en forma abrumadora, los mexicanos han llegado a la conclusión de que nuestros problemas nada tienen que ver con la retórica del pasado que atribuía a los empresarios, a los sacadólares, a los voraces sindicatos, etcétera, la culpa de la crisis, sino que la depositan directamente en las manos del gobierno.

De igual forma en que los mercados estuvieron indicando, por interminables semanas y meses, primero, que hacía falta un programa económico y, después, que el programa económico del gobierno era inadecuado, esta encuesta demuestra que los mexicanos demandan una transformación radical del gobierno y del sector público, y que los ciudadanos ya no están dispuestos a tolerar un gobierno ineficiente, que dispendie los recursos nacionales, que tolere una inseguridad permanente de la ciudadanía y que pretende que tiene la capacidad de continuar con la rectoría económica de la nación o que puede ser un administrador confiable de la economía, cuando la evidencia en contra es abrumadora. En suma, los mexicanos están diciendo, con toda claridad, que la estructura y operación actual del gobierno no corresponden a la realidad de un país con una sociedad en rápida transición política y una economía abierta y demandante de soluciones oportunas, creativas y efectivas.

La última década de reforma fue un buen comienzo para transformar al país, pero, como demuestra la crisis actual, fue terriblemente insuficiente. Lo preocupante del momento actual es no sólo que se está abandonando ese camino, sino que se perfilan supuestas soluciones que son radicalmente opuestas al camino que requiere el país y que apoya la mayoría de la población. Lo crítico ahora es crear las condiciones para que la economía se reactive tan pronto el ajuste haya sido logrado en su integridad. Para ello, es imperativo reconocer qué es lo que provocó la crisis en la que nos encontramos porque, de otra manera, sería imposible actuar acertadamente. El programa de choque anunciado por el gobierno sugiere que tal reconocimiento, con su consecuente aprendizaje, no existe. En el plan de choque, el gobierno todavía no reconoce los efectos perniciosos de los monopolios públicos y privados sobre el desempeño de la economía y sobre el empleo, ni se ha percatado que el sistema financiero requiere una reconcepción radical. Más importante, el programa confirma que el gobierno no se ve a sí mismo como un promotor del crecimiento futuro, sino como un defensor del status quo. O cambia con gran rapidez esa actitud y el gobierno se pone al frente de las demandas sociales o noventa millones de mexicanos que ya no parecen dispuestos a mantener el status quo se encargarán de cambiarlo.

 

Crecer por obsesión

La única ventaja de las crisis es que obligan a repensar y a replantear la realidad en que nos encontramos. Antes de caer en una situación de crisis, todo parece inamovible porque cualquier cambio puede incluso desarticular estructuras que de otra manera se presentan como permanentes. La crisis por la que atraviesa el país en la actualidad puede llevar a que se redefinan funciones fundamentales de la sociedad, del gobierno, de la política y de la economía, o puede conducir a un intento por mantener el status quo, pretendiendo que nada ha ocurrido. En cierta forma, llevamos casi tres meses de pretender que el problema económico puede corregirse solo y que eso no va a tener repercusiones en el resto de la sociedad. Es tiempo de convertir a la crisis actual en el cimiento de un nuevo país.

 

La situación del país en el momento actual es muy peculiar. Tras varios años de una reforma económica muy profunda y ambiciosa, que vino acompañada de un desprecio casi sistemático por las demandas de transformación política, nos encontramos con que existe un proyecto integral, muy acabado, de reforma política, pero carecemos de un programa igualmente ambicioso y sólido en el plano económico. Uno podría argumentar que esta paradoja es irrelevante, que no es más que el signo de los tiempos: antes se profundizó el cambio de la estructura económica, en tanto que ahora se persigue crear una estructura política que responda a las demandas ciudadanas y a los requerimientos de una sociedad cada vez más diversificada y diversa. Como argumento, se trata de un planteamiento impecable. El problema es que es completamente falaz. Ningún país puede lograr una transformación política exitosa en ausencia de una economía viable y funcional. Como demostró el sexenio pasado, tampoco es posible lograr lo opuesto: construir una economía pujante en ausencia de una burocracia eficaz y honesta, de un sistema judicial efectivo y de mecanismos efectivos de pesos y contrapesos que limiten el daño que pudiese causar una decisión mal tomada por parte del poder legislativo o del poder ejecutivo. El gobierno tiene la obligación de enfrentar la problemática económica y de producir en programa que, por doloroso y difícil que pudiese ser, vuelva a poner en acción la economía al crear condiciones que la estabilicen y hagan posible una eventual recuperación.

 

El proceso de cambio político que estamos experimentando avanza poco a poco, ampliando los espacios de la sociedad y creando estructuras que, aunque muy tibias en la actualidad -como la reforma del poder judicial-, podrían acabar por convertirse en verdaderos pilares de la promoción y protección de los derechos individuales y, todavía más importante, en factores que no sólo limiten la acción y el abuso gubernamental, sino que efectivamente permitan exigir cuentas a los funcionarios públicos. Se trata, como evidencian estos ejemplos, de un cambio radical en la estructura política del país. Cada uno de estos cambios entraña una amenaza creciente para los diversos intereses que se benefician del status quo; algunos de éstos buscarán acomodo, como se hizo evidente hace unos días en que los más diversos políticos súbitamente sintieron la necesidad de apoyar a un régimen que, hasta ese momento, vitupereaban. Es lógico suponer, sin embargo, que no todos los viejos intereses del sistema van a sumarse al proceso de cambio e incluso que algunos estarán dispuestos a combatirlo.

 

En adición a lo anterior, el gobierno no sólo ha abierto una multiplicidad de frentes simultáneos, sino que, al menos hasta el jueves pasado, había sido incapaz de articular un programa económico viable y que recupere parte de la credibilidad perdida o, como mínimo, que disminuya drásticamente la incertidumbre que actualmente domina. Por estas razones, si bien los cambios que se han estado avanzando en el ámbito político previsiblemente van a transformar la calidad de vida de los mexicanos en el largo plazo, la crisis económica amenaza con destruirla en el futuro inmediato. No se puede seguir ignorando el colapso sistemático del peso y el miedo que se respira entre los mexicanos y de los mercados. Es imperativo que el gobierno tome la iniciativa y prosiga con un programa económico serio y sólido que permita la estabilización de los mercados antes de empezar a hacer cualquier otra cosa.

 

El programa económico que el gobierno ha formulado en estos días es un primer paso en la dirección de la necesaria estabilización de la economía, pero no mucho más que eso. Los principios que lo animan persiguen volver a crear condiciones de estabilidad económica y cambiaria que permitan reducir la incertidumbre y reactivar, al final del proceso, el crecimiento económico. Lamentablemente, la premisa de la que parte el programa es que la sociedad -y sobre todo los más pobres- tiene que cargar con el costo del ajuste, en lugar de que éste se haga a costa del gasto público y, principalmente, por medio de la privatización de empresas.Lo que el programa no hace es volcar a la economía y al conjunto de la sociedad en la dirección de una profunda restructuración. Ni siquiera responde en forma integral a la situación que se presenta en los mercados financieros y cambiarios, así como en el sector industrial. Es decir, el programa no es más que un primer paso que, aunque necesario, no hace nada por convertir a la crisis en una oportunidad.

 

La crisis por la que atravesamos se ha agudizado gravemente por la falta de dirección que ha venido padeciendo la sociedad a lo largo de estos meses, pero no surgió en el vacío. La realidad es que la reforma económica de los últimos años fue insuficiente e incompleta porque no liberalizó más que al sector industrial (y ni siquiera al conjunto de éste), sino que dejó una enorme porción de la economía bajo la protección de las prácticas monopólicas, de la ausencia de competencia y de la existencia de supuestos sectores estratégicos. El hecho es que se obligó al sector industrial a «ir a la guerra sin fusil» y con las manos atadas. Lo que ahora tenemos que preguntarnos es si es posible aprender esta lección fundamental y convertirla en la esencia de un nuevo proyecto de desarrollo que, construyendo sobre lo mucho que ya se avanzó en los últimos seis años, conduzca al país hacia un verdadero desarrollo económico.

 

Lo que quisiera proponer es que se requiere adoptar la noción de que es imperativo hacer todo lo necesario por crear las condiciones para que la economía mexicana rompa las ataduras que hoy en día la reprimen. Es necesario, en otras palabras, desarrollar una obsesión por el crecimiento económico, donde el gobierno se convierte en el principal promotor de la actividad económica en general, y de la producción en particular. En lugar de concebir al gobierno como una entidad imparcial, lo que propongo es que se convierta en un activo creador de condiciones que hacen posible el crecimiento económico, o, como probablemente deba ser en México, en el gran eliminador de impedimentos al crecimiento, llámense éstos burocratismos, regulaciones, monopolios, costosas y corruptas empresas paraestatales, ausencia de mecanismos de resolución de disputas o de situaciones de quiebra, etcétera. En esta faceta, el gobierno promovería la inversión privada -obviamente nacional y extranjera-, facilitaría el establecimiento de nuevas empresas por parte de nuevos inversionistas  -y la adquisición por parte de empresarios, nacionales y extranjeros, de aquellas que están excesivamente endeudadas-, sometería a la competencia a todos los monopolios -sin lo cual todo el proyecto acabaría siendo no mucho más que meros buenos deseos-, y promovería activamente tanto el desarrollo del mercado interno como del comercio exterior, convirtiendo al TLC y a otros vehículos semejantes en verdaderos instrumentos de desarrollo.

 

Un compromiso con la reactivación económica fácilmente podría convertirse en el fundamento de un proyecto de unidad nacional, donde obreros y empresarios  encontrarían en el gobierno a un socio promotor en lugar del impedimento cotidiano y sistemático a sus actividades que es y ha sido siempre. En términos políticos, el país gozaría de una unidad que le permitiría no sólo recobrar el terreno perdido, sino generar el ahorro suficiente para disminuir la profundidad de la crisis y hacer posible que de algo sirvan los atinados cambios políticos que están teniendo lugar en la actualidad. Sin algo así, seguir a la deriva será la más promisoria de nuestras realidades. Todo se puede hacer, pero primero  hay que hacer lo primero: estabilizar a la economía.

Que hacer

Luis Rubio

La crisis por la que atraviesa el país se agrava día a día. El gobierno ha venido ofreciendo paliativos aislados en el ámbito económico y ha logrado algunos avances significativos en el ámbito político, aunque muy pocos de éstos han sido visibles por los avatares de una mala comunicación. El deterioro general, sin embargo, es mayor que los avances en buena medida porque sigue ausente un sentido de dirección que permita a todos los mexicanos compartir un objetivo de recuperación económica y de desarrollo político. La lentitud con que han avanzado las propuestas gubernamentales ha causado profundas rupturas en la sociedad mexicana y la pregunta es si será posible encontrar ese objetivo común antes de que le país se parta en pedazos.

Quizá es paradójico que esta crisis económica se haya presentado justamente cuando el país enfrenta las consecuencias de un proceso de rápido cambio político que ha tenido lugar por default, sin dirección alguna, sin que nadie lo haya conducido y, por lo tanto, sin que nadie lo pueda controlar. De esta manera, las viejas estructuras e instituciones políticas que mantenían un efectivo control político al servicio del gobierno, fueron desapareciendo a lo largo de la última década, al punto en que el gobierno tiene muy pocos instrumentos para gobernar, al menos en el sentido tradicional del término. Las añoranzas de los dinosaurios y su deseo por retornar a un mundo de fantasía y privilegios es no sólo inaceptable para un número cada vez mayor de mexicanos, sino que es simplemente imposible. El sistema político se puede deteriorar mucho más y puede desinstitucionalizarse todavía más, pero eso no va a restaurar los privilegios de que unos gozaron por décadas a costa de los demás. Si a ese deterioro le sumamos la incapacidad para comunicar los objetivos y los logros -que ha habido muchos, algunos muy notorios como el de esta semana y otros menos visibles, pero no menos importantes- del gobierno en el ámbito político, el resultado es un mayor deterioro, un creciente número de acciones orquestadas contra el gobierno y una división entre los mexicanos respecto a las soluciones deseables o posibles en el momento actual.

El hecho tangible es que ya no existen los instrumentos de acción en manos del gobierno que antes permitían decidir y actuar sin más. Ahora el gobierno, para poder gobernar, tiene que proponer y convencer a la población en lugar de pretender que sus programas, propósitos y afirmaciones sean aceptados y creídos como si fueran un dogma divino por el sólo hecho de provenir del gobierno. Peor aún, la ausencia de estructuras institucionales fuertes que contengan las presiones políticas y las encaucen por la vía electoral y judicial hace que cualquier error gubernamental, o cualquier acción que sea percibida como un desatino por parte de cualquier grupo social, partidista o político tenga la posibilidad de una respuesta potencialmente violenta.

La crisis política por la que atravesamos hubiese ocurrido con crisis económica o sin ella, con un presidente o con otro. Sin embargo, la crisis económica amenaza con destruir al país y eso demanda acciones inmediatas que garanticen la estabilización pronta de la economía. Sin ello, la problemática política se agudizará y el país entrará en una espiral inflacionaria que destruirá todo vestigio de estabilidad, lo cual sólo puede beneficiar a los intereses más mezquinos.

Qué hacer con la economía parece ser el tema de profundas diferencias dentro del gobierno y entre distintos grupos de la sociedad y el gobierno. La diferencia medular entre los distintos esquemas y planes es una ya vieja en el debate sobre política en México: quién debe pagar el costo de una crisis que ha sido, en buena medida, auto-inflingida. En la práctica, esta diferencia implica que no hay un acuerdo sobre si el costo del ajuste debe pagarse con recortes severos en el gasto público o con incrementos igualmente severos en los impuestos. Aunque uno puede preferir una u otra vertiente, o alguna combinación de ellas, es fundamental observar las posibles consecuencias de seguir uno u otro camino.

En el momento actual, si siguiéramos a la deriva, pretendiendo que es factible no reducir drásticamente el gasto público, es muy probable que ocurrieran dos cosas. Por una parte, que llegaran a la insolvencia prácticamente todos los bancos y una gran parte de las empresas. Por otra parte, que en aras de salvar a los bancos y las empresas, entráramos en la hiperinflación. Obviamente este no es un camino halagüeño ni particularmente atractivo. Los expertos proponen diversas alternativas, pero todas ellas parten de la necesidad de diseñar un programa de recuperación económica que persiga eliminar la liquidez excesiva que hay en el mercado financiero (y algunos sugieren que es mejor hacer esto a través del depósito obligatorio en el Banco de México de la captación bancaria incremental -el llamado encaje- en lugar de elevar las tasas de interés hasta el cielo), y restructurar al gobierno en su conjunto para eliminar todo lo prescindible y someter de inmediato a la competencia a los monopolios gubernamentales y privados. Si nos fuéramos por este camino, se podrían generar fuentes de crecimiento económico muy importantes, que no requerirían de cantidades relevantes de divisas y que tendrían un efecto inmediato sobre el empleo y la producción, como sería la construcción masiva de vivienda de interés social. Si además se buscara recuperar la confianza de ahorradores e inversionistas, se podrían traer muchas más divisas para lograr una rápida reactivación.

El punto importante no es el derecho de autoría del mejor plan económico, sino que no existen razones técnicas que impiden la recuperación de la economía. El problema reside en que no existe un plan económico, ni se ha hecho lo más mínimo por convencer a la población de los méritos de las acciones y planteamientos gubernamentales que ha habido hasta la fecha. Lograr ese convencimiento va a requerir cuatro cosas. Primero un plan coherente e integral que tenga posibilidad de lograr una recuperación relativamente rápida de la economía, a la vez que se minimizan las víctimas en el sector bancario e industrial y, por lo tanto, en el empleo. Segundo, una política cambiaria que parta de dos principios ampliamente sustentados por la mayoría de los mexicanos: a) que se desarrolle un sistema institucional que garantice un manejo no discrecional del tipo de cambio a fin de evitar devaluaciones súbitas y monumentales; y b) que exista la opción de poseer y ahorrar dólares a fin de evitar fugas de capital y alteraciones sistemáticas de la actividad económica. Tercero, una comunicación efectiva y clara sobre lo que el gobierno se propone lograr, cómo se va a hacer y quién va a hacer qué. Cuarto, para afianzar ese convencimiento, tienen que hacerse nuevos nombramientos a nivel de gabinete, incorporando a personas cuya experiencia e historia profesional le confiera una garantía a la población de que se hará todo lo necesario, en los ámbitos político y económico, para dejar de dar tumbos y recobrar el camino del desarollo. En ausencia de esas cuatro condiciones, el país no tiene más futuro que la obscuridad.

 

Otra salida

Luis Rubio

El fracaso del programa de salvamento anunciado el martes pasado no debió haber sorprendido a nadie porque el problema que persigue resolver no es de dinero sino de confianza. Por más que se consigan muchos miles de millones de dólares, la economía no va a empezar a funcionar hasta que no exista un programa económico convincente para los mexicanos y para los inversionistas. Lo que se logró esta semana fue confirmar que, una vez más, el diagnóstico gubernamental sobre el problema es errado y, por lo tanto, que mientras no cambie ese diagnóstico la economía seguirá estancada, con consecuencias potencialmente aterradoras.

En el presente estamos enfrentando problemas de tres órdenes distintos. Cada uno tiene su propia dinámica y su propio origen, por lo que, al mezclarse, no se logra sino confusión. El primer problema tiene que ver con las causas estructurales de la situación económica actual, tema que se refiere a las razones por las cuales la economía acabó por paralizarse (o nunca pudo llegar a despegar) a lo largo del sexenio pasado. El segundo problema tiene que ver con la ausencia de un programa serio, responsable y convincente para enfrentar el rápido deterioro que experimenta la economía, lo que ha causado la total ausencia de confianza y credibilidad entre ahorradores e inversionistas. Finalmente, el tercer problema tiene que ver con la ignorancia patente que ha demostrado el gobierno de los cambios que ha experimentado el mercado financiero internacional a lo largo de los últimos años, por lo que, sin percatarse de ello, amenaza con crear una nueva crisis financiera.

El primer gran problema en la actualidad reside en que no nos ponemos de acuerdo sobre las causas estructurales de la crisis actual. Mucho del debate y la discusión que ha tenido lugar se refiere más a los interminables intentos de identificar culpables que a entender qué es lo que causó el desajuste tan grande que experimenta la economía en la actualidad. Algunos culpan a la sobrevaluación del tipo de cambio, otros a los trágicos sucesos del año pasado; algunos culpan al Banco de México, otros a la Secretaría de Hacienda. Más allá de las circunstancias inmediatas que llevaron a la devaluación, sin embargo, todo mundo sabe que la economía mexicana -y particularmente la industria- venía experimentando grandes dificultades, en gran medida porque la apertura de los últimos años fue mal instrumentada. Esta crisis ha dejado claro que no se puede lograr una incorporación exitosa a la economía global si toda la economía no participa en el proceso. Es decir, fue un grave error someter a la competencia internacional exclusivamente al sector industrial, dejando protegidos a todos los demás sectores y actividades. Puesto en otras palabras, el costo de mantener la protección en sectores clave de la economía como los energéticos, la electricidad, las comunicaciones y la banca, es la crisis que ahora enfrentamos. Cualquier programa que se diseñe para enfrentar la problemática estructural tendrá que partir del reconocimiento de que sólo abriendo todos los sectores de la economía será posible lograr una recuperación real del empleo y de los ingresos de los mexicanos.

Una vez que hace explosión una crisis, lo crítico es mantener la credibilidad de la población por una parte, y la confianza del ahorrador y del inversionista, por la otra. Cuando se anunció la devaluación del peso, el gobierno no siguió esta receta elemental. Levamos más de dos meses desde la devaluación y la crisis se ha ido agravando en la medida en que pasan los días, porque no hay un programa claro y convincente de corrección económica que permita suponer (y creer) a los mexicanos que la crisis va a ser dura pero que tiene fin y, sobre todo, que habrá un futuro promisorio una vez que se rebase la fase de estabilización. Evidentemente existe un problema de dinero, sobre todo por los Tesobonos, pero ese no es el problema de fondo. Los tenedores de esos instrumentos y de todos los demás -acciones en bolsa, cetes, etcétera- gustosos renovarían sus inversiones si pensaran que el gobierno sabe lo que está haciendo y su objetivo fuera percibido como viable y realista. Por esa razón, es mucho más importante tener un buen programa económico que sea creible que mucho dinero. Por ello, lo que se anunció el martes pasado en Washington es altamente preocupante porque refleja que los gobiernos de ambos países no comprenden la verdadera problemática que enfrentamos.

Finalmente, el tercer gran problema es la ignorancia, que se ha hecho patente en los últimos dos meses, de cómo funciona el mercado de capitales, situación que ha estado presente tanto en el gobierno como en el patético caso que vimos la semana pasada de una empresa del sector privado. Los mercados de capital no dependen de un individuo, ni hay persona alguna que pueda imponer su decisión sobre los demás. El mercado opera sobre el principio de la información que ahí se recibe. Lo que ha ocurrido en los últimos dos meses es que la información surgida de México y relativa a México ha sido mala, tergiversada y, sobre todo, terriblemente mal comunicada. Se ha ignorado la importancia de esos mercados y la forma en que operan. Quizá un ejemplo de esa actitud -entre soberbia y desinformada- es el relativo a la iniciativa gubernamental para modificar la ley bancaria. El objetivo de ésta era el de facilitar la inversión de bancos extranjeros en los bancos mexicanos y con ello facilitar su capitalización luego de la crisis. Sin embargo, la iniciativa era totalmente incompatible con los criterios que privan en la comunidad financiera internacional, lo que, de entrada, disminuía sensiblemente el potencial de éxito de la medida. Si a eso le sumamos las absurdas limitaciones que a esta iniciativa le impusieron los diputados -anteponiendo un concepto de soberanía mal entendido al criterio elemental de la necesidad imperiosa que representa un funcionamiento eficiente del sistema financiero- el resultado es que no existe un vehículo legal apropiado para canalizar hacia los bancos nacionales el capital que indefectiblemente requerirán para que el sistema financiero mexicano recobre su viabilidad. Tenemos que aceptar que no es posible sustraerse de los mercados internacionales porque eso haría totalmente imposible el crecimiento económico futuro.

La situación económica es por demás compleja. La crisis ha desatado una situación de extrema incredulidad en la sociedad mexicana, a la que se suma la ya de por sí difícil transición política. Lo que es imperativo es empezar a resolver el problema económico de una vez por todas. Por ello, los esfuerzos gubernamentales deberían estar enfocados, primero, a diseñar un programa económico coherente e integral, que incluya por supuesto al banco central y cualquier nueva modalidad que éste pudiese adoptar y, una vez que ese programa exista, todas las baterías tendrán que enfocarse a convencer a la población y a los inversionistas de las bondades del programa y de su viabilidad. Para que ello sea posible, sin embargo, lo primero que hay que hacer es reconocer que el origen del problema no fue la corrida contra el peso, sino la problemática estructural que enfrenta la economía y la crisis de confianza que llevó a esa corrida. Sin ello, no habrá dinero suficiente para contener la avalancha.

En la encrucijada

Luis Rubio

El choque de dos trenes que anticipaban muchos observadores no se dió en 1994, pero bien podría darse este año, aunque de una manera novedosa. Además, se daría de una manera imprevista y novedosa en nuestro medio, ya que el verdadero conflicto que enfrenta el país surge no de los temas que estaban de por medio antes de las elecciones pasadas, sino del choque que produce la urgencia de restructurar a la economía para lograr el crecimiento a las tasas que requerimos y que no se ha alcanzado en varios años, y la impostergable institucionalización del sistema político. Lo político dispersa las decisiones -como debe ser-, mientras que la crisis económica requiere respuestas directas, centralizadas y determinantes. Durante 1995 vamos a enfrentar la complejidad de dos procesos contradictorios en lo económico y en lo político. La interrogante es si será posible salir airoso en los dos.

Por el lado económico, al menos conceptualmente, la situación es muy simple de definir. La devaluación dislocó al sistema de pagos, evidenció las limitaciones reales a la independencia del Banco de México, multiplicó el costo de la deuda de muchas empresas y generó una enorme desconfianza entre los mexicanos y los extranjeros que invertían en el país. El programa de ajuste a las nuevas realidades que ha lanzado el gobierno es, según la mayoría de los economistas, viable y factible ahora que existe un paquete de apoyo financiero que garantiza a todos los acreedores del exterior su dinero en caso de que las cosas no salgan bien internamente. Puesto en términos coloquiales, el gobierno cuenta ahora con suficientes canicas para que ninguno de sus posibles contrincantes pueda ganarle. En este sentido, lo importante ahora es asegurar que el programa logre tres cosas: primero, estabilizar a la economía con gran rapidez, eliminando, en el plazo más corto posible, la inflación que la devaluación genera por el aumento de los costos de los productos importados; segundo, reforzar a los bancos mexicanos por medio de fuertes infusiones de capital, asegurando la estabilidad y solvencia del sistema financiero; y, tercero, atacar todas las causas estructurales que llevaron a la crisis y que, seguramente, son las mismas que han impedido que la economía lograra elevadas tasas de crecimiento en los años recientes.

Los tres objetivos del programa económico parecerían bastante obvios. Sin embargo, la enorme cantidad de factores que están en juego hace mucho más difícil su consecución. En primer término, el problema de confianza no ha sido resuelto. La diversidad de posturas, propuestas y acciones que surgen del gobierno muestra mucho trabajo pero no una claridad de dirección, que es precisamente lo que reconstruiría la confianza. Muchos de los debates que tienen lugar en el ámbito económico concentran sus fuerzas en los cambios que requeriría el banco central para poder cumplir con su mandato en forma exitosa. Por el lado estructural, el programa no ataca (porque no es un programa de desarrollo económico, sino de estabilización), el del extraordinariamente insuficiente ahorro interno, ni los problemas relativos a la ausencia de competencia, o a las garantías necesarias para procurar la inversión productiva mexicana y del exterior y al excesivo burocratismo que todavía domina en el país. Por todo esto, aunque el programa económico va a poder estabilizar a la economía en un plazo muy corto, en su estado de conceptualización actual, no podrá reactivarla.

Si la problemática económica es por demás difícil, la política es extraordinariamente compleja. El gobierno replanteó, en forma casi radical, el esquema político que dominó a lo largo de las últimas décadas. Como diseño básico, el gobierno federal ha propuesto la creación de espacios en los cuales la actividad política es tanto legal como légítima, pero a la vez ha establecido límites muy claros a esos espacios: cualquiera que rebase esos parámetros será sujeto de las consecuencias previstas en la ley y, de ser exitoso el esquema, sus acciones perderían toda legitimidad. Como esquema político, se trata de una concepción que empata directamente con las necesidades del momento actual, donde conviven fuerzas políticas moderadas que persiguen la transformación pacífica del sistema político, con facciones radicales, en casi todos los partidos, que intentan imponer sus términos e intereses al proceso político.

La arquitectura política que el gobierno ha planteado podrá funcionar en la medida en que logre fortalecer a los elementos moderados de cada partido, a la vez que debilitar a los más radicales. En el proceso, sin embargo, correrá varios riesgos, algunos de ellos sin duda muy severos. Desde mi perspectiva, hay cuatro riesgos centrales que no pueden ser despreciados. Primero está el problema del control de los elementos más radicales de los diversos partidos, control que, para que gane credibilidad el esquema político general, tendrá que ser ejercido en forma imparcial, decisiva y absoluta, al amparo inexorable de la legalidad. En la medida en que se somenta a la ley a quien la transgreda, sea quien sea, el proceso político avanzará; en la medida en que se perdone a unos y se castigue a otros, el esquema fracasará. Este tema será tanto más importante en la medida en que surjan manifestaciones violentas por parte de esos elementos radicales. De hecho, es evidente que existe una campaña muy bien orquestada para impedir que el gobierno gobierne, tal y como ocurrió después de casi todas las elecciones estatales de los últimos años.

El segundo riesgo se deriva de la contracción económica por la que atravesamos. Mientras más profunda y larga, mayor será el desempleo y, por lo tanto, la inconformidad social. De la misma manera, mientras menos clara y convincente sea la línea de acción económica gubernamental, menor será la credibilidad del ajuste económico y, por lo tanto, mayor todavía el descontento. Un mayor descontento se podría manifestar de diversas maneras, ninguna de las cuales es ajena a nuestra experiencia de la última década. El riesgo ahora, sin embargo, se multiplica por el proceso de cambio político que estamos viviendo (que reduce la capacidad del gobierno de contener por la fuerza estas manifestaciones), así como por la gran diversidad de potenciales nuevos liderazgos que podrían aflorar. El peor escenario resultaría así de la combinación de políticos radicales inconformes intentando formar coaliciones alrededor de viejos esquemas populistas, a la vez que alientan la ingobernabilidad como estrategia consciente de cambio político no institucional.

El tercer riesgo se deriva del debate intelectual que ha sobrecogido al país y que tiene que ver con la reprobación general del modelo de desarrollo económico que, con mayor o menor ortodoxia, se ha venido siguiendo a lo largo de la última década. La embestida ha sido permanente, pero ahora ha adquirido características distintas porque los detractores de la reforma sienten una legitimidad, producto de la devaluación, de la que antes carecían. El riesgo aquí no es, desde luego, el debate, sino el que llegara a desatar un rechazo social incontenible a la estabilización de la economía, lo que nos podría llevar con gran rapidez a escenarios de hiperinflación como los que caracterizaron a algunos de nuestros vecinos como Argentina o Brasil, destruyéndose con eso toda viabilidad económica y política.

Finalmente, el cuarto riesgo resume a todos los demás. El sistema político se abre y se descentraliza o, más puntualmente, se orienta hacia el reconocimiento del hecho que el país se ha descentralizado en forma muy acelerada y se persigue institucionalizarlo para darle viabilidad y eliminar la violencia que lo caracterizó en 1994. Esto implica que continuarán desmoronándose las estructuras corporativas centralizadas y, con ello, los controles que se ejercían sobre la población. La descentralización abre espacios y favorece la participación política, pero también disminuye la capacidad del gobierno de responder rápidamente y con determinación frente a crisis como la que atravesamos en la actualidad. La descentralización es muy buena porque disminuye el riesgo de caer en una crisis, pero, a la vez, es muy poco conducente a la resolución rápida de una crisis cuando ésta se presenta.

Este problema no es ajeno a todas las democracias modernas, pero es muy distinto para nosotros por dos razones. Ante todo, porque todavía no somos una democracia, por más que se hayan hecho enormes y muy exitosos esfuerzos en el ámbito electoral. Nos falta avanzar en terrenos como el de la justicia y la legalidad, la libertad de expresión, la responsabilidad ciudadana, etcétera, y a contracorriente por las acciones emprendidas para desbancar al poder legítimamente constituído. Por el otro lado, no contamos con las estructuras idóneas -sociales, políticas y económicas- para una sociedad que se descentraliza con gran rapidez. Es ahí donde es imperativo actuar para evitar que en lugar de avanzar hacia la democracia, caigamos en una situación de caos. Lo urgente es crear instituciones independientes -económicas y políticas- en los diversos ámbitos, que permitan recobrar la confianza de la población y de los inversionistas, asegurando con ello la viabilidad del país. A final de cuentas, las vicisitudes del momento actual revelan la contradicción inherente entre los dos caminos simultáneos de reforma que se están siguiendo, en lo político y en lo económico, lo que arrroja una interrogante elemental: ¿será posible ser exitoso en ambos frentes?

 

Las fuentes de la desconfianza

Luis Rubio

La situación del país es por demás delicada. Nos encontramos ante una tesitura crucial que habrá de determinar si saldremos adelante o si nos estancaremos una vez más. Si bien existe un horizonte claro y definido en el ámbito político que poco a poco va ganando adeptos y reconocimiento, la crisis económica en que ha caído el país se ha ido profundizando en lugar de mejorar. La incredulidad y el escepticismo dominan, particularmente ante las contradicciones en la información gubernamental y, sobre todo, frente a la ausencia de una línea clara de acción en el ámbito económico -en franco contraste con el político- que todo mundo pueda identificar y hacer suya. La incredulidad y la desconfianza no son actitudes nuevas en nuestra historia. Lo que sí es nuevo es la carencia de respuestas o, al menos, de una evidencia palpable por el mexicano promedio de que existen intentos de contrarrestarlas.

Por décadas, si no es que siglos, el país ha vivido de muchas aspiraciones, pero pocas etapas de crecimiento sostenido que hayan permitido atacar los enormes rezagos sociales que nos caracterizan. A lo largo del tiempo, se han hecho toda clase de intentos por sentar las bases para un crecimiento de largo plazo, aunque han predominado las etapas de desperdicio, corrupción y explotación de los recursos e ingresos nacionales para fines privados. Frente a este bagaje, cualquier programa de gobierno podría parecer inadecuado y sería razonable esperar el escepticismo de la población. Por otra parte, sin embargo, las etapas en las que sí se ha logrado un crecimiento sostenido siempre se han caracterizado por una constante: la confianza de la población en la dirección que el gobierno le ha impreso a la economía. Sin esa credibilidad y confianza, el desarrollo es imposible.

A sabiendas de lo anterior, el momento actual es enigmático. El gobierno actual abrió el escenario con un plan de transformación política que era por demás innovador y atractivo para cualquier mexicano que ha vivido décadas bajo un sistema a veces más autoritario que otras, pero siempre restrictivo. No acababa de estrenarse cuando explotó la bomba de tiempo que había sido plantada meses antes, menos, en mi opinión, por irresponsabilidad que por una excesiva confianza del gobierno anterior en su capacidad por contener cualquier crisis. Pero la bomba económica explotó y cambio la realidad del país de un momento al otro. La devaluación tomó al gobierno por sorpresa y esa sorpresa llevó a actuar en forma equivocada, inconsistente y muy mal comunicada, lo que convirtió un problema financiero ciertamente resoluble, en una potencial hecatombe de escala internacional.

Frente a esta realidad, es perfectamente lógico que la población se sienta defraudada y que la mayoría de los mexicanos, así como de los millones de ahorradores e inversionistas que adquirieron valores y acciones del gobierno y de empresas mexicanas, haya perdido toda su confianza en la capacidad del gobierno de sacar al país del hoyo. Lo que no es tan evidente es porqué ocurrió semejante secuencia de errores, inacción y malas respuestas, que siguen teniendo lugar, aun ahora, muchos días después de que se conformó el paquete de rescate más imponente de la historia del mundo. Hay muchas especulaciones y pocas respuestas. Yo quisiera intentar las mías.

Me parece que hay dos temas distintos en la problemática actual. El primero tiene que ver con los errores que se fueron presentando luego de decidir que la única opción era la devaluación, en virtud del ataque especulativo contra el peso que, por razones fundamentalmente políticas, se suscitó desde finales de noviembre. El segundo se refiere al desorden que ha reinado en el gobierno, impidiendo recobrar el camino y, con ello, la confianza de la población.

Por el primer lado, más allá del error en la forma de devaluar -que llevó a defender una banda insostenible- y de no haber reunido fondos de apoyo en forma anticipada, quizá la mayor equivocación fue una que, en cierta forma, sigue cometiéndose: muy pocos, sobre todo en el gobierno, han comprendido qué tanto ha cambiado la naturaleza del sistema financiero mexicano en los últimos años. De hecho, lo que esta devaluación evidenció es que el sistema financiero mexicano se ha incorporado al mercado de capitales mundial, aunque esa integración haya sido ineficiente y a contrapelo de las tendencias internacionales, por las absurdas regulaciones que se diseñaron con el único objeto de vender caros los bancos cuando se privatizaron, y que ahora el Congreso revivió con las modificaciones que hizo a la legislación bancaria. Más importante, nuestros acreedores bancarios ya no son relevantes, pues fueron substituidos en los últimos años por fondos de inversión que representan a millones de pensionistas y ahorradores. Este cambio es monumental por dos razones: por una parte implica que una moratoria afecta no a unos cuantos banqueros, sino a decenas de millones de ahorradores individuales, lo que crea un ambiente de desconfianza que se multiplica por todo el mundo; y segundo, que una mala resolución de la crisis financiera podría llegar a cerrarle al país las puertas del sistema financiero internacional por décadas. No es casualidad que se haya armado un paquete de apoyo tan extraordinario: lo que estaba de por medio, para nosotros y para el mundo, era trascendental.

Si bien es posible explicar cómo un mundo nuevo, que muy pocos habían reconocido, pudo llevar a una debacle como la de las últimas seis semanas, es mucho más difícil entender los interminables desencuentros que han seguido y que persisten. Algunos ejemplos podrían ilustrar el fenómeno. Primero, el programa económico gubernamental, por bueno y adecuado que pudiese ser, no goza de credibilidad alguna, fundamentalmente porque nadie cree que las metas numéricas sean alcanzables. Segundo, porque los mensajes que se han enviado hacia fuera del país son distintos y, en ocasiones, contradictorios con los que se han emitido dentro del país. Tercero, porque no se ha explicado de una manera razonable qué es lo que se persigue ni qué es lo que se espera de cada uno de los mexicanos. Lógicamente, el gobierno se ha abocado a enfrentar los problemas urgentes -que son enormes y de gran complejidad, pero eso no lo exime de la necesidad definir los parámetros del desarrollo económico futuro -es decir, de empezar a dar forma a lo trascendente-, porque la población puede tolerar una restricción de cualquier índole si comparte el objetivo que se persigue, pero la va a repudiar si percibe que no se le toma en cuenta. En este sentido, la iniciativa política que ha logrado el gobierno bien podría ponerse en entredicho si no se logra un triunfo semejante en el ámbito económico.

Ciertamente, la información que requieren y las acciones que demandan los inversionistas y acreedores del exterior son distintas de las que demandan y esperan los mexicanos. Esto es natural, porque tienen objetivos e intereses distintos y, con frecuencia, contradictorios. Es lógico que a un herrero de Tingüidín le importe un bledo lo que quiera el obrero automotriz de Kentuky cuya pensión estaba invertida en Tesobonos y viceversa, pero también es evidente que ambos tienen derechos específicos que deben ser atendidos. La información que se ofrece a unos y a otros no tiene porqué ser contradictoria, pero sí tiene que ser distinta. Lo que no puede ser es que la información sea confusa, que se ignoren las diferencias entre unos y otros o, más grave, que se provean informaciones incompletas o contradictorias en un lugar y en el otro.

Quizá lo más grave del momento actual reside menos en las confusiones y contradicciones que en la ausencia de reconocimiento de la importancia del factor confianza. Nadie va a ahorrar, invertir o apoyar un programa de ajuste, en México o en el exterior, en tanto no se creen las condiciones para que se recupere la confianza en la capacidad del gobierno para manejar exitosamente la salida de la crisis que aflige al país. Por ello, hay más mexicanos esperando la apreciación del tipo de cambio para comprar dólares que los que lo están esperando para reanudar su vida normal. Eso es resultado de la extraordinaria desconfianza que prevalece en todos los ámbitos del país y que no ha sido enfrentada en forma congruente y razonable por parte del gobierno. La realidad objetiva de la economía, que parecía tan buena antes y ahora tan mala, no ha cambiado tanto. Lo que ha cambiado es la percepción de que se puede salir adelante. Si no se aborda el problema de la desconfianza, éste se va a desbordar, cancelando cualquier salida que de otra forma hubiese sido posible.

Vacas sagradas

Luis Rubio

Lo natural -y fácil- es atribuir la crisis actual a los cambios que tuvieron lugar a lo largo de los últimos años. Y, sin duda, muchos de estos cambios causaron enormes dislocaciones en la industria y en el país en general. Sin embargo, analizar qué es lo que no ha cambiado podría ser más útil para determinar las causas verdaderas de la problemática que hoy enfentamos. Sólo así será posible dilucidar cuál es el mejor camino hacia adelante, sobre todo ahora que la problemática financiera tiene visos de solución.

Si uno recuerda la crisis de 1982, su consecuencia principal, más allá de la devaluación y de la expropiación de los bancos, fue la profunda depresión en que sumió a la economía. Más importante que eso fue el hecho que la crisis de aquel momento evidenció el profundo abismo que nos separaba del resto del mundo y que, por varios años después de 1982 impidió una recuperación económica general. En este sentido, la reforma de la última década fue un intento -fundamentalmente exitoso, en mi opinión- de transformar a la economía en general, y a la industria en particular, para hacerla capaz de lograr elevadas tasas de crecimiento económico, mayores fuentes de empleo y, como resultado, un crecimiento general de los niveles de ingresos de los mexicanos.

Evidentemente no todos estos objetivos se han logrado y, en general, ni siquiera han empezado a ser realizables. Esto ha generado un ambiente de reprobación general a la reforma de la economía. Algunos se quejan -correctamente- de que el crecimiento ha sido excesivamente bajo, dadas las necesidades de la población; otros le atribuyen a la reforma toda clase de males, muchos de los cuales muy poco o nada tienen que ver con ésta, como la incapacidad de muchas empresas de competir con las importaciones. Es fácil culpar a la reforma de todos los males que enfrentamos, pero persistir en ese diagnóstico puede resultar también -y sobre todo- no sólo absurdo, sino contraproducente. Un mal diagnóstico, generalmente, termina en un mal remedio. La reforma perseguía adecuar a la economía mexicana a las nuevas realidades internacionales por la simple razón de que, como vimos en 1982, ya no se podía lograr el crecimiento económico en forma aislada del resto del mundo. Por esta razón, en lugar de plantear qué debe substituir a la reforma, la pregunta correcta -y la más importante- es ¿qué ha impedido que se creen las condiciones en el país para lograr la recuperación acelerada y sostenida que se proponía la reforma desde el principio?

De esta manera, en lugar de plantear qué cambió en los últimos años, quizá lo interesante sería dilucidar qué es lo que no cambió en los últimos años y que fue seguramente lo que nos llevó, una vez más, a una crisis potencialmente de enormes dimensiones. Plantear el problema de esta manera nos lleva directamente a los impedimentos que ha enfrentado la reforma para poder lograr los objetivos que se había trazado, y éstos pertenecen al reino de las vacas sagradas: todas las limitantes que nos hemos autoimpuesto y los mitos que hemos acabado por aceptar como preceptos inamovibles. En principio, es evidente que esta nueva crisis nos ha vuelto a demostrar que en tanto no eliminemos estas vacas sagradas y las tratemos como a cualquier otro tema o factor, el país seguirá dando tumbos. Las vacas sagradas tienen que dejar de serlo; ese es el mayor reto que tenemos frente a nosotros ahora.

¿Cuáles son las vacas sagradas? Las hay en todas partes, pero hay unas cuantas que son por demás evidentes: una es esa noción de que los mexicanos podemos hacer todo, lo podemos hacer mejor que todos y tenemos el capital necesario para lograrlo. Una segunda vaca sagrada es la que pretende que los mexicanos en general no somos capaces -ni tenemos derecho- de aumentar y desarrollar la riqueza nacional, en tanto que el gobierno tiene excepcional capacidad de hacerlo. Una tercera vaca sagrada tiene que ver con la función del gobierno en la promoción del desarrollo económico, que hasta la fecha ha consistido esencialmente en subsidiar a las empresas, en privatizar empresas paraestatales al más alto precio posible, o en decidir quién sí y quién no debe sujetarse a la competencia, tanto interna como externa.

Estas «vacas sagradas», y otras que persisten también, se pueden observar en todos los ámbitos. Algunos ejemplos demuestran la gravedad del problema. Hace unos días, por ejemplo, se modificó la ley bancaria; esa modificación era imperativa y urgente porque varios bancos están en una situación financiera desastrosa y requieren capitalizarse. La modificación ideal hubiese sido una que facilitara la capitalización de los bancos a través de la adquisición de paquetes accionarios por parte de personas o grupos de extranjeros dispuestos a tomar el control de esas instituciones financieras. Lo que obtuvimos fue la protección de una de las vacas sagradas: ningún extranjero podrá adquirir un paquete accionario de control en las instituciones bancarias más grandes. Esto implica que todo irá bien mientras no haya problemas con los bancos más grandes; si uno de esos entra en problemas, sin embargo, podríamos quedar en la muy peligrosa situación de verlo quebrar porque la ley impide que un extranjero lo capitalice. En otras palabras, la ley protege a un grupo de accionistas, creando la posibilidad de que el sistema financiero esté en problemas permanentes, impidiendo con ello que cumpla su propósito central que es el de desarrollar el ahorro y financiar la inversión. Al no destruir la vaca sagrada de la propiedad de mexicanos en el sector financiero, y no desarrollar medios eficaces para elevar el ahorro interno en forma drástica, se está condenando, al menos potencialmente, a todo el sector industrial y de servicios a no contar con un sistema financiero funcional y dinámico.

Una segunda vaca sagrada es la relativa a los llamados sectores estratégicos, noción que ha llevado a que actividades fundamentales para el desarrollo sean controladas por la burocracia, excluyendo a todos los demás mexicanos, como si fuesen ciudadanos de segunda categoría. Uno pensaría que si un sector es estratégico, lo menos que deberíamos hacer es favorecer y promover la inversión pública y privada en ese sector para desarrollarlo y generar una fuente adicional de riqueza para el país. La interpretación que ha prevalecido en el país, sin embargo, es exactamente la contraria: porque un sector o actividad es estratégica, su desarrollo debe limitarse al gobierno. El resultado ha sido que tenemos monstruos burocráticos y con frecuencia corruptos, en lugar de empresas exitosas y competitivas en sectores estratégicos como la electricidad y el petróleo. Todavía más increíble es que hemos logrado extender este principio a sectores como teléfonos y televisión, donde la noción de la competencia ha estado ausente, porque es el mismo gobierno el que avala sus prácticas monopólicas, independientemente de las consecuencias que esto causa.

Otra área en la que dominan las vacas sagradas es la relativa a la función del gobierno en la economía. Históricamente, el gobierno ha operado bajo el principio de que su función es la de liderear el desarrollo y, en muchos casos, llevarlo a cabo. De esta definición se derivó la propiedad de empresas estatales, los interminables subsidios al sector industrial, las absurdas limitantes a la inversión extranjera, la apertura al comercio de todo menos de los monopolios públicos, etcétera, etcétera. Aunque la reforma económica de los últimos años ha disminuido mucho de esto, la realidad es que ninguna de estas «vacas sagradas» ha desaparecido. Sigue habiendo empresas paraestatales, se sigue limitando la única fuente de capital y tecnología confiable en el largo plazo -la inversión extranjera-, se sigue protegiendo a algunos sectores y actividades, se siguen vulnerando los derechos de propiedad, persiste una burocratización interminable de la vida económica en general, se sigue subsidiando a algunas empresas y actividades (ahora bajo la modalidad de los bancos gubernamentales) y se sigue teniendo una administración politizada del tipo de cambio.

A uno le pueden gustar estas «vacas sagradas» o no. Ese es un derecho básico. Lo que es imperativo es reconocer cuáles son los costos de mantener esas distorsiones. Como hemos visto en esta nueva crisis, el hecho de que se hayan llevado a cabo algunos cambios en la estructura de la economía no implica que ya se hayan creado las condiciones para lograr una verdadera plataforma de crecimiento económico. La realidad nos ha demostrado, una vez más, que esas vacas sagradas son tan costosas que impiden una recuperación sostenida de la economía. Puesto de esta manera, no tengo duda que la mayoría de los mexicanos reconocerían las consecuencias de no actuar. Es tiempo de dejar de ver a todas esas vacas sagradas, a todos esos sectores, actividades y restricciones, como monumentos nacionales y empezar a verlos como oportunidades, como los mitos que son, como empresas productivas, etcétera, que, en su estado actual, no sólo no contribuyen al desarrollo, sino que lo impiden y llevan a estas crisis recurrentes.

Apertura excesiva o incompleta

Luis Rubio

En lugar de buscar las causas de nuestro problema actual, el debate ha tendido a buscar culpables y chivos expiatorios. En el proceso, hay un claro intento de descalificar a la política económica de los últimos años sin el menor cuidado analítico. El tema es crucial no para los libros de historia, sino porque del diagnóstico que se haga de los problemas que estamos enfrentando en la actualidad, dependerá la capacidad de lograr lo único que, a mi juicio, es importante: elevar los ingresos de los mexicanos. Hasta ahora ha habido un sinnúmero de impedimentos voluntarios e involuntarios para alcanzar ese propósito. La pregunta es si la sociedad mexicana está preparada para conciliar las decisiones y acciones que es necesario emprender para reactivar la economía en forma permanente con los mitos y fantasmas de nuestra historia y cultura política.

Yo postularía que estamos enfrentando el resultado de tres problemas distintos, cuya combinación resultó letal. El primer problema es de confianza; el segundo tiene que ver con la manera incompleta en que se hizo la apertura de la economía; y el tercero con las enormes trabas que subsisten para que se materialice la inversión productiva y se eleven los niveles de ahorro interno.

En primer término, tenemos frente a nosotros un profundo problema de credibilidad. Los mexicanos y los extranjeros que han invertido sus ahorros en México se sienten profundamente defraudados porque tienen la percepción de que todas las coordenadas que les hicieron creer que el país estaba finalmente encontrando su camino al desarrollo resultaron fallidas. La reacción lógica es la de perder toda su confianza en la capacidad del gobierno para restaurar la economía y salir adelante. El gobierno, por su parte, se ha abocado a atacar el problema financiero y económico, pero no lo suficiente como para restaurar esa confianza en el ámbito económico. Hay tres rubros en los que el gobierno ha sido mucho menos enfático y activo de lo que las circunstancias parecerían requerir. Primero, en crear un mecanismo absolutamente confiable -y despolitizado- para administrar el tipo de cambio, garantizando con ello que las crisis cambiarias dejen de ser el corazón de nuestra estabilidad política. Segundo, en tanto que, lógicamente, se ha dedicado una atención absoluta al problema financiero externo, sobre todo el relativo a los tesobonos, casi ninguna atención se ha puesto sobre el problema de los bancos en el país. Independientemente de que los bancos estuviesen en buen o en mal estado o de que los márgenes de intermediación fuesen excesivos, ninguna empresa puede funcionar con tasas de interés reales de cuarenta o cincuenta puntos porcentuales, lo que anticipa enormes riesgos para los bancos si las empresas dejen de servir sus deudas. Esto implica que estamos frente a un problema potencial de enormes magnitudes en el sector financiero, mismo que exige una atención directa e inmediata que no se ha dado. Nada hay más importante para la salud de una economía que un sistema financiero fuerte y estable. Finalmente, hay un sinnúmero de empresas altamente exportadoras -y, por lo tanto, intrínsecamente viables- que enfrentan problemas de crédito y que corren el riesgo de pasarse un año negociando con los bancos en lugar de dedicarse a lo que hacen bien y que al país le urge: exportar. Recuperar la confianza es posible si sólo se dedican los escasos recursos, sobre todo humanos, a resolver problemas que parecen pequeños pero que tienen implicaciones extraordinariamente importantes para el empleo e ingresos de los mexicanos.

Un segundo problema que enfrentamos en la actualidad se refiere a la forma en que se dio la apertura de la economía. Una manera de describir el problema es cuestionando si lo que tenemos es una economía cerrada con un sector industrial abierto o una economía abierta con un sistema financiero cerrado. De una o de otra forma, el tema de fondo es que se liberalizaron las importaciones en forma general para el sector manufacturero, obligándolo a hacerse eficiente, pero no se hizo lo mismo con el sector financiero, con las comunicaciones, con la industria automotriz, con los monopolios gubernamentales, etcétera. El hecho es que acabamos forzando a la industria a competir con todas las desventajas posibles: elevadísimo costo del crédito, una política de precios de Pemex y de CFE que sacó del mercado a muchas de las industrias dependientes de sus productos; monopolios y prácticas monopólicas a diestra y siniestra, etcétera. No es casual que la gran mayoría de las inversiones y exportaciones que se lograron en los últimos años se hayan concentrado en los sectores que están relativamente protegidos (como la industria automotriz) y en aquellos donde las prácticas monopólicas son la razón de ser de las empresas (como los bancos y Telmex). Muchas empresas nuevas quizá habrían podido instalarse de no tener frente a ellas obstáculos insalvables como los que prevalecen en la actualidad.

El tercer problema es que seguimos enfrentando enormes impedimentos a la inversión productiva y al ahorro. Por una razón u otra, la inversión que prosperó en los últimos años fue la financiera y no la directa, que es la que crea empleos, eleva la productividad y contribuye al crecimiento de los ingresos de la población. Al gobierno le importó muy poco la competencia en la economía y se dedicó a privatizar con el único objetivo de incrementar los ingresos gubernamentales. A los gobiernos estatales y municipales, con algunas excepciones notables, les pareció más importante crear regulaciones para favorecer a intereses locales que promover la inversión de grandes industrias en su localidad. A los responsables de la competencia fue más cómodo criticar las prácticas monopólicas que hacer algo al respecto. A los pocos empresarios y banqueros estatales que quedan les pareció más importante cobrar precios elevados por sus productos que buscar formas en las cuales se podía hacer prosperar a la industria, sin con ello incurrir en subsidios socialmente inaceptables. Por encima de todo, se siguió impidiendo el acceso de la inversión productiva en un sinnúmero de áreas, muchas de éstas las que mayor prosperidad le podrían traer al país. A los sindicatos les fue preferible beneficiarse de fondos como el Infonavit que elevar los fondos de ahorro de largo plazo como el SAR, a la vez que impiden la flexibilidad indispensable en el mercado laboral. Por una razón o por otra, el hecho es que hemos logrado obtener mucha menos inversión de la que el país requiere y mucha menos de la que podría estar disponible.

Hay múltiples razones para argumentar que la salida de esta crisis será considerablemente más fácil que la salida de otras crisis. Mucho se ha hecho en el país para crear las condiciones que hagan posible esa salida. Lo inmediato es, sin embargo, detectar las cosas que no han cambiado y que son precisamente las que impiden que salgamos adelante de una vez por todas. Los problemas de confianza, la apertura incompleta e insuficiente y el exceso de impedimentos a la inversión y al ahorro son quizá los más importantes en la actualidad y, por ello, deben ser atacados de frente y en forma definitiva. Una vez resueltos los de la apertura y de la inversión, sin embargo, los de confianza se resolverán en forma casi automática. Lo malo no es que subsistan fallas. Lo terrible es que sigamos manteniendo mitos que impiden subsanarlas.

Reinstitucionalizar a México

Luis Rubio

Uno de los grandes riesgos que enfrentamos a lo largo de 1994 era el de caer en un círculo vicioso de violencia y descomposición política que arrastrara a todo el país hacia un caos. El deterioro acelerado del sistema político y la creciente desinstitucionalización del sistema político se habían convertido en males endémicos, reduciendo el incentivo de las diversas fuerzas y partidos políticos a participar en el proceso político dentro de los marcos legales e institucionales. El gobierno exacerbó esta situación al ignorar la ley y al recurrir a soluciones discrecionales, frecuentemente contradictorias entre sí, con lo que aceleró la descomposición. Lo urgente e imperativo en el sistema político era crear nuevas bases institucionales que permitiesen construir una nueva plataforma política para la interacción partidista, para la resolución de conflictos de toda índole y para la canalización de las demandas ciudadanas a través del sistema judicial. Esta semana presenciamos un acuerdo entre los cuatro principales partidos políticos orientado precisamente a crear nuevas instituciones políticas. La pregunta que todo mundo se hace es si podrá funcionar.

Evidentemente no hay una respuesta única a esa pregunta, pero sí hay muchas vertientes que se pueden explorar para anticipar el tipo de avenidas en las que el acuerdo podría derivar. Desde mi perspectiva, hay por lo menos cuatro temas que son clave para dilucidar los posibles efectos de este proceso. El primero tiene que ver con la dinámica de los propios partidos políticos y los temas que previsiblemente van a dominar la agenda de negociaciones que el acuerdo establece. El segundo tema se relaciona con el efecto que el acuerdo tendrá sobre los partidos mismos y, muy en particular, sobre los dos partidos que cuentan entre sus filas a un gran número de elementos radicales que podrían no sumarse al proceso institucional. El tercer tema se refiere a la forma en que este proceso está cambiando y va a cambiar la naturaleza del poder y, muy especialmente, al poder ejecutivo y al presidencialismo. Finalmente, el cuarto tema tiene que ver con los riesgos intrínsecos en este proceso, pero sobre todo con el riesgo de que las negociaciones que sigan se limiten a los temas que interesan a los partidos en detrimento de los que permitan construir una democracia.

Lo que viene en los próximos meses va a ser, además de peligroso, muy interesante de observar. En cierta forma, la política mexicana se va a convertir en un especie de laboratorio sobre temas de los que todo mundo ha hablado, pero que pocos han confrontado con algún viso de realidad. Es lógico esperar que los partidos políticos y un sinnúmero de observadores presenten una gran diversidad de ideas sobre el contenido de lo que el secretario de Gobernación llamó la «reforma electoral definitiva». Hasta ahora, llevamos décadas disputando el tema electoral, sin que jamás se llegara a negociar lo único que era importante en ese rubro, que es el poder. El gobierno actuaba en conjunción con el PRI, con el exclusivo propósito de ceder lo menos posible. Lógicamente, mientras continuara dominando esa visión, la política en México no tenía posibilidad alguna de pasar a las ligas mayores.

Lo que el gobierno ha hecho en esta ocasión es plantear una dinámica radicalmente distinta: el gobierno federal se define a sí mismo como el garante del proceso político en el país, independiente de todas las fuerzas y partidos políticos. El gobierno perfila una nueva función: garantiza el orden legal, asegura equidad de acceso y participación a todos los partidos políticos y supervisa que ninguno de éstos viole los principios legales y los acuerdos a los que lleguen los partidos en materia electoral o política. Es de esperarse que muchos de los asuntos electorales que antes parecían insalvables, resulten ahora fundamentalmente resolubles, toda vez que los incentivos y principios de acción para muchos de los actores, pero sobre todo los del gobierno, han cambiado en su esencia. De consolidarse este proceso, las implicaciones serían extraordinarias.

En primer lugar, los partidos políticos van a tener que ceñirse a los términos que establece la ley y los que se deriven de los acuerdos a que se llegue en el congreso. Esto implica que mucho del espíritu destructivo que caracterizaba a la interacción partidista va a desaparecer del espectro político. De la misma forma, sin embargo, los conflictos dentro de los partidos fácilmente podrían exacerbarse. Es de esperar que partidos como el PRI y el PRD, por razones muy distintas, vayan a entrar en procesos internos muy difíciles porque sus elementos más radicales van a hacer lo imposible porque fracase este proceso. Por el lado del PRD, la postura antigubernamental a ultranza es popular entre muchos perredistas tanto por razones ideológicas como porque genera apoyos entre diversos segmentos de la población, lo que reduce los incentivos para sumarse a un proceso institucional. El mesianismo de algunos de sus miembros prominentes va a ser un factor que podría crear problemas a lo largo del camino.

Si la dinámica dentro del PRD va a ser compleja, el proceso dentro del PRI podría ser violento. Los priístas han vivido acostumbrados a un mundo en el que gobierno y partido son una y la misma cosa, en que el propósito del sistema es derivar privilegios políticos y económicos para los priístas, a costa de todos los demás mexicanos. Muchos priístas, quizá la mayoría, desean fervientemente la construcción de un país mejor, han estado intentando no sólo ganar elecciones limpiamente, sino con legitimidad, y estarían dispuestos a reconstruir su partido y a convertirse en una fuerza positiva en el proceso político que empezamos a otear. El problema dentro del PRI vendría de aquellos priístas que creen que tienen derecho divino al poder y que no pueden ni deben cambiar nada en aras de un país mejor. Imposible saber qué tantos de estos hay o, más importante, qué tantos de estos estarían dispuestos a empuñar la violencia como argumento para impedir el éxito del acuerdo que se logró los pasados días. Lo que es seguro es que el gobierno tendrá que actuar para controlar cualquier posibilidad de que esos elementos reaccionarios y radicales (que, a final de cuentas, se identifican en su oposición al cambio) se salgan con la suya. Esta será, sin la menor duda, la tarea más difícil, pero también la más importante, del gobierno en los meses próximos.

A ningún mexicano le debe quedar la menor duda que, de ser exitoso este proceso, el mayor cambio va a tener lugar en el ámbito presidencial. Históricamente, la presidencia ha tenido características casi religiosas. Desde el tlatoani azteca, los mexicanos hemos visto a los presidentes y líderes como figuras casi por encima de los comunes mortales. El sistema priísta no hizo sino exacerbar esa figura, creando una estructura imponente por su poder e implicaciones. El acuerdo firmado el martes pasado trae implícitos dos cambios fundamentales. Primero, al desaparecer el vínculo automático PRI-gobierno, el presidente va a dejar de tener un poder por encima de lo que su trabajo justifica. Desaparecería lo que muchos han llamado «facultades metaconstitucionales», situación que nos llevaría a un sistema político semejante al de cualquier democracia, donde es posible la existencia de pesos y contrapesos efectivos. El segundo cambio que tendría lugar como resultado de este proceso es que se fortalecería la presidencia, pero no necesariamente la persona del presidente. Al disminuir la arbitrariedad y la discrecionalidad, entraríamos en una etapa donde la legalidad efectivamente podría convertirse en la regla del juego número uno del país. Es decir, se institucionalizaría el poder de la presidencia al adquirir características y funciones relativas al establecimiento de garantías para el proceso político, en tanto que el presidente sería más visible o menos dependiendo de su popularidad y personalidad. Esto que es ajeno para los mexicanos es lo común en otras latitudes. En otras palabras, empezaríamos a ser una democracia como las muchas que hay exitosas en el mundo.

Hay un punto final que no es menor. El proceso que está por inaugurarse va a involucrar principalmente a los partidos políticos, quienes presumiblemente se van a abocar al tema electoral, que es el que, lógicamente, más los atañe. El éxito de este proceso sin duda reduciría las tensiones políticas que hemos vivido y crearía un ambiente mucho más sano para el desarrollo del país, descalificando toda opción política fuera de la legalidad y de las instituciones establecidas. Subsiste el riesgo, sin embargo, de que acabemos con que lo único importante para la democracia es lo electoral, por importante que esto sea. Como diría Clausewitz, hay temas demasiado importantes para la democracia, como la libertad de expresión, los equilibrios de poderes, la legalidad, las garantías individuales, la protección de los derechos de las personas, etcétera, como para dejárselas a los demócratas. Es imperativo asegurar que estos temas se conviertan en parte intrínseca del proceso.

Transformar un sistema político desde sus entrañas, como este esquema claramente pretende, no es un asunto menor. Se trata de la remoción de estructuras, intereses, instituciones y grupos de poder, en aras de la construcción de un sistema político fundamentado en leyes e instituciones, que le dé permanencia y viablidad a la economía, a la sociedad y, por lo tanto, al país. Muchos de los beneficiarios del viejo orden, sin embargo, no van a aceptar los objetivos ni los medios diseñados para alcanzarlos. Los riesgos que implica este proceso son, por estas razones, mayúsculos, y no pueden ser despreciados. La labor gubernamental va a ser fundamental, sobre todo porque consistirá, paradójicamente, en desmantelar mucho de lo que lo hacía excepcionalmente fuerte. Con todo, difícil sería encontrar un mejor principio para la transformación política que tanto urge al país.

 

Cambio político y crisis financiera

Luis Rubio

La agenda política del actual sexenio estaba saturada mucho antes de que se presentara la dislocación financiera que abruma al momento actual. Por años, se han venido presentando toda clase de diagnósticos, críticas y propuestas, además de levantamientos, huelgas de hambre, conflictos postelectorales, etcétera, etcétera, que no han hecho sino evidenciar la insostenible naturaleza del viejo esquema político. Desde la campaña electoral, la actual administración fue delineando una propuesta de reforma política que entrañaba profundas modificaciones a la estructura y naturaleza del sistema político tradicional, comenzando por la nominación de candidatos, uno de los nodos medulares del control político en el país. Ahora que la crisis financiera ha arreciado, es natural que las baterías gubernamentales se enfoquen hacia el problema de corto plazo. La problemática global, sin embargo, hace muy difícil aislar la situación política de la financiera, porque en el corazón de esta problemática se encuentra el factor confianza, el cual suma inevitablemente ambas situaciones. Tan importante es el tema y tan consciente de ello está la administración, que en el discurso que pronunció el presidente al finalizarse el acuerdo intersectorial, discurso que presumiblemente sería esencialmente económico, los temas políticos tuvieron un enorme peso. No hay duda, pues, que la agenda política irá avanzando. La pregunta es cómo.

Hay dos razones por las cuales la problemática política no puede ser dejada a un lado. La primera es que hay demasiados incendios -o situaciones potencialmente incendiarias- a lo largo y ancho del país. Temas de conflicto y dificultades no faltan: Chiapas, Tabasco, las elecciones que se aproximan en varios estados, las quejas -las legítimas y las que no lo son- de los partidos políticos, las críticas respecto a las acciones que el gobierno ha propuesto para encarar la problemática financiera, etcétera. Por todos lados hay potenciales infiernitos, si no es que infiernotes. La segunda razón por la cual la problemática política no puede ser pospuesta es que la única posible salida a la situación económica reside en lograr una unidad nacional detrás del gobierno, y esto sólo es alcanzable si se resuelven las grandes y pequeñas razones que generan los potenciales infiernitos a que me refería yo antes.

Pocas dudas hay que es imperativo lanzar una iniciativa política que empiece a transformar al sistema que se ha deteriorardo al punto de perder su representatividad y capacidad de transmisión de demandas. Dadas las características del sistema político y de los intereses que lo caracterizan, el proceso de cambio debe ser uno que transforme y no que meramente acelere el proceso de deterioro. Hace algunos meses (y años), la postura crítica más frecuente consistía en que el gobierno dejara de influir el proceso electoral, que las elecciones fuesen impecables y que el PRI y el gobierno se separaran. En lo fundamental, estas condiciones ya se han alcanzado, al menos a nivel federal; sin embargo, eso no ha impedido que el deterioro político continúe, sobre todo por dos razones. Primero, porque aún persisten las viejas estructuras y mañas a nivel estatal y municipal; y segundo, porque lo que se ha negociado hasta hoy han sido procedimientos y formas y no lo esencial, que es la distribución del poder. La conclusión inevitable de esto es que es necesaria una política gubernamental que establezca los principios de una nueva estructura política.

Hay dos maneras en las que el gobierno podría actuar. Una consistiría en establecer los parámetros dentro de los cuales se desenvolvería el proceso político, mucho más allá de lo electoral, que hasta ahora ha sido el principio y fin de la interacción política partidista. Los parámetros representarían límites a la acción política: todo lo que esté dentro de esos parámetros es legítimo además de legal; todo lo que está fuera es ilegítimo e ilegal. El gobierno no sólo permitiría la participación política dentro de esos parámetros, sino que la incentivaría al máximo, procurando toda la participación de los partidos de oposición. La contraparte sería que su acción sería implacable con todos los que se encuentren fuera de la legalidad. Con ello quedaría fincado un principio de reorganización política donde el gobierno se limita a establecer los canales, sin una concepción previa de cual sería la arquitectura de un nuevo sistema político. Su función consistiría en hacer posible el cambio político dentro de marcos institucionales claros y precisos.A pesar de lo anterior, no es evidente que ese esquema pudiese ser funcional en la actualidad. La incertidumbre que priva en la sociedad requiere de un liderazgo fuerte, en tanto que la violencia que arrecia en diversas partes demanda acciones claras y absolutamente conspicuas.

Por ello quizá la segunda manera en que el gobierno podría actuar es más apropiada a nuestra realidad actual. Esta alternativa implicaria cambiar la lógica integral del sistema político. La única cosa que nadie puede disputar en el momento actual es la legitimidad de origen del gobierno actual. Las elecciones del pasado 21 de agosto fueron contundentes en su resultado en más de un sentido. De esa legitimidad se pueden derivar diversas oportunidades que en este momento podrían hacer factible la conciliación entre el ajuste económico que se está iniciando -y los efectos sociales de que inevitablemente vendrá acompañado-, con una recuperación de la confianza y credibilidad de la población. En otras palabras, independientemente de las quejas y enojos de muchos mexicanos en las últimas semanas, nadie como el gobierno en la actualidad tiene los recursos y la legitimidad para plantear un nuevo esquema político para el futuro. A esa oportunidad es a la que, desde mi punto de vista, debe abocarse.

A la muerte de Franco en España, los españoles enfrentaban una ausencia total de dirección y, por ello, una gran incertidumbre. El gobierno de Adolfo Suárez pudo haberse mantenido en el poder hasta que concluyera su periodo, permitiendo diversas manifestaciones de participación política, pero sin mayor ambición. En lugar de eso, convocó a una reunión a todos los partidos y fuerzas políticas, a las cuales invitó a acordar un conjunto de «reglas del juego» sobre el modo de proceder y de actuar en el mundo de la política. El llamado «Pacto de la Moncloa» se convirtió así en el punto de referencia para el desarrollo político de la democracia española. Todos los partidos y fuerzas políticas acordaron cuáles serían los términos de la competencia política, cómo se distribuirían los beneficios políticos, cómo se repartiría el poder, cómo se resolverían las disputas entre las partes y, sobre todo, qué es legítimo y qué no.

Acordado algo como esto en México, todos los partidos y fuerzas políticas, incluyendo al gobierno, a los zapatistas, a los manifestantes aquí, en Tabasco y por doquier, sabrían con toda claridad qué se vale y qué no se vale. Las reglas serían de todos y todos serían responsables del resultado. Lo que antes era exclusivo de los priístas pasaría a ser derecho de todos los mexicanos y sus partidos. El gobierno adquiriría el liderazgo político que ha estado ausente a lo largo de la última década y el país entraría en un proceso de evolución política organizada, donde la responsabilidad de mantener la legalidad recaería sobre el gobierno, en tanto que el derecho de participación política se convertiría en un derecho efectivo y no en un mecanismo más de control político.

La suma de todo esto es muy simple: la crisis en que estamos inmersos es también una gran oportunidad. El problema financiero es muy serio, pero la recuperación de la credibilidad puede disminuirlo al punto de hacerlo irrelevante. La pregunta es cómo lograr esa recuperación. Ciertamente, una resolución de la problemática política no es una condición suficiente para que todos los mexicanos dejen de sentirse defraudados, pero el restablecimiento del orden institucional y la creación de un orden legal bien podrían convertirse en las anclas de la transformación del país.

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