Luis Rubio
La única razón por la cual es necesario llevar a cabo un ajuste de la economía es que las circunstancias en que ésta opera han cambiado drásticamente. Con el cambio en el valor del peso contra el dólar, la economía tiene que ajustarse a la elevación de precios que viene implícita en los insumos y productos de importación y en los aumentos de costos para las empresas. Todo esto provoca un fuerte aumento en los precios al público, por lo que es imperativo contener su crecimiento antes de que éste se convierta en una escalada incontrolable. En este sentido, el principal propósito del ajuste que persigue el programa de choque anunciado por el gobierno la semana pasada es el de evitar que caigamos en una espiral inflacionaria. Nadie puede estar en contra de esto, ya que la inflación es un cáncer que acaba no sólo con el ahorro, sino también con la tranquilidad social. Pero los críticos del programa tienen razón en un punto fundamental: para que pueda ser exitoso el ajuste, es imperativo que el programa también se oriente a crear las condiciones para que la economía experimente un rápido crecimiento una vez recobrada la estabilidad. Eso ni lo contempla el programa ni parece ser fuente de la menor preocupación dentro del gobierno. Peor aun, el gobierno, al menos hasta ahora, va directamente en contra de las preferencias actuales de la mayoría de los mexicanos.
La instrumentación de un programa de choque inevitablemente suscita ataques, quejas, dislocaciones y terribles situaciones personales para muchísima gente. Es por ello que un programa de esta naturaleza no puede ni debe ser de largo plazo. Lo clave de un programa de choque es que éste sea intenso y rápido para que se logre extirpar la inflación y, con ello, lograr una nueva estabilidad económica. En este sentido, el programa de choque es tanto inevitable como indispensable. Por necesario e inevitable que sea, sin embargo, eso no implica que el programa adoptado sea el mejor, el idóneo o el único posible. Su principal objetivo es el de controlar la inflación y eso es bueno en sí mismo. Si no se adopta un plan paralelo de desarrollo económico, sin embargo, el programa nada hará para impedir que volvamos a experimentar, una vez estabilizada la economía, tasas de crecimiento mínimas en términos per capita, acompañadas de una irrisoria creación de empleos nuevos. En franco contraste con el ámbito político -en el que hay una clara estrategia de desarrollo, de cambios y de tiempos- no existe un programa de desarrollo para la economía ni parece existir conciencia alguna de la urgencia de plantearlo. En este sentido, por necesario que sea, el programa de choque no es más que una respuesta burocrática al problema que enfrentamos y no hace nada por resolver los problemas de fondo del país.
Hay muchas razones para pensar que no sólo no hay un programa de desarrollo económico, sino que hay fuerzas muy poderosas en contra de que éste se presente. Entre el primer grupo de cosas hay los siguientes ejemplos que no agotan el tema, pero si ilustran el problema. Mientras que los gobiernos de países como Taiwan, Singapur y Corea se han pasado décadas buscando oportunidades para que sus empresas exporten y vendan sus productos, aquí resulta que el gobierno parte de la premisa de que esa no es su función, por lo que, además, cobra por los deficientes servicios que ofrece en este sentido: es decir, hace llover sobre mojado. Si comparamos a las empresas mexicanas con las taiwanesas o coreanas, es difícil esperar que les vaya igual a las dos. Es igualmente significativo que Secofi persiga controlar los precios, algo que resultó exitoso en los años del pacto, pero pretenda que los aumentos en los precios de los insumos provistos por empresas como Pemex y CFE no tienen incidencia sobre los costos de las empresas industriales, o bien, que pueden ser absorbidos mediante míticos aumentos en la productividad.
Por otra parte se encuentran grupos, sobre todo dentro del gobierno, que abogan por soluciones absurdas que reflejan más la desesperación y la incompetencia que hemos visto en los últimos meses, que una visión de largo plazo, como podría ser un control de cambios, aun a sabiendas de que esas políticas son muy atractivas en el corto plazo, pero terriblemente onerosas inmediatamente después. Una moratoria o un control de cambios son medidas defensivas que sólo pueden resultar de la incapacidad de un gobierno de tomar la iniciativa en el manejo de la economía y, de este modo, atacar el fondo de los problemas, en lugar de pretender que, enfrentando los síntomas, van a lograr que los problemas desaparezcan por sí mismos. Además, y quizá mucho más importante, medidas extremas como esas contrastan francamente con lo que la población prefiere y demanda en este momento.
Si uno observa la encuesta realizada por el diario Reforma y publicada el pasado domingo sobre el programa de choque, es muy interesante encontrar que, aunque, como era esperable, la abrumadora mayoría de la población rechaza el programa, 59% cree que el gobierno tiene que sacrificarse más y que sobre éste debe recaer el peso del ajuste. Todavía más interesante es que, quizá por primera vez en décadas, sólo el 20% de la población piensa que los empresarios deben ser los que paguen el precio del ajuste, como en buena medida implica el programa actual. Esto a mí me dice que, en forma abrumadora, los mexicanos han llegado a la conclusión de que nuestros problemas nada tienen que ver con la retórica del pasado que atribuía a los empresarios, a los sacadólares, a los voraces sindicatos, etcétera, la culpa de la crisis, sino que la depositan directamente en las manos del gobierno.
De igual forma en que los mercados estuvieron indicando, por interminables semanas y meses, primero, que hacía falta un programa económico y, después, que el programa económico del gobierno era inadecuado, esta encuesta demuestra que los mexicanos demandan una transformación radical del gobierno y del sector público, y que los ciudadanos ya no están dispuestos a tolerar un gobierno ineficiente, que dispendie los recursos nacionales, que tolere una inseguridad permanente de la ciudadanía y que pretende que tiene la capacidad de continuar con la rectoría económica de la nación o que puede ser un administrador confiable de la economía, cuando la evidencia en contra es abrumadora. En suma, los mexicanos están diciendo, con toda claridad, que la estructura y operación actual del gobierno no corresponden a la realidad de un país con una sociedad en rápida transición política y una economía abierta y demandante de soluciones oportunas, creativas y efectivas.
La última década de reforma fue un buen comienzo para transformar al país, pero, como demuestra la crisis actual, fue terriblemente insuficiente. Lo preocupante del momento actual es no sólo que se está abandonando ese camino, sino que se perfilan supuestas soluciones que son radicalmente opuestas al camino que requiere el país y que apoya la mayoría de la población. Lo crítico ahora es crear las condiciones para que la economía se reactive tan pronto el ajuste haya sido logrado en su integridad. Para ello, es imperativo reconocer qué es lo que provocó la crisis en la que nos encontramos porque, de otra manera, sería imposible actuar acertadamente. El programa de choque anunciado por el gobierno sugiere que tal reconocimiento, con su consecuente aprendizaje, no existe. En el plan de choque, el gobierno todavía no reconoce los efectos perniciosos de los monopolios públicos y privados sobre el desempeño de la economía y sobre el empleo, ni se ha percatado que el sistema financiero requiere una reconcepción radical. Más importante, el programa confirma que el gobierno no se ve a sí mismo como un promotor del crecimiento futuro, sino como un defensor del status quo. O cambia con gran rapidez esa actitud y el gobierno se pone al frente de las demandas sociales o noventa millones de mexicanos que ya no parecen dispuestos a mantener el status quo se encargarán de cambiarlo.