Luis Rubio
El choque de dos trenes que anticipaban muchos observadores no se dió en 1994, pero bien podría darse este año, aunque de una manera novedosa. Además, se daría de una manera imprevista y novedosa en nuestro medio, ya que el verdadero conflicto que enfrenta el país surge no de los temas que estaban de por medio antes de las elecciones pasadas, sino del choque que produce la urgencia de restructurar a la economía para lograr el crecimiento a las tasas que requerimos y que no se ha alcanzado en varios años, y la impostergable institucionalización del sistema político. Lo político dispersa las decisiones -como debe ser-, mientras que la crisis económica requiere respuestas directas, centralizadas y determinantes. Durante 1995 vamos a enfrentar la complejidad de dos procesos contradictorios en lo económico y en lo político. La interrogante es si será posible salir airoso en los dos.
Por el lado económico, al menos conceptualmente, la situación es muy simple de definir. La devaluación dislocó al sistema de pagos, evidenció las limitaciones reales a la independencia del Banco de México, multiplicó el costo de la deuda de muchas empresas y generó una enorme desconfianza entre los mexicanos y los extranjeros que invertían en el país. El programa de ajuste a las nuevas realidades que ha lanzado el gobierno es, según la mayoría de los economistas, viable y factible ahora que existe un paquete de apoyo financiero que garantiza a todos los acreedores del exterior su dinero en caso de que las cosas no salgan bien internamente. Puesto en términos coloquiales, el gobierno cuenta ahora con suficientes canicas para que ninguno de sus posibles contrincantes pueda ganarle. En este sentido, lo importante ahora es asegurar que el programa logre tres cosas: primero, estabilizar a la economía con gran rapidez, eliminando, en el plazo más corto posible, la inflación que la devaluación genera por el aumento de los costos de los productos importados; segundo, reforzar a los bancos mexicanos por medio de fuertes infusiones de capital, asegurando la estabilidad y solvencia del sistema financiero; y, tercero, atacar todas las causas estructurales que llevaron a la crisis y que, seguramente, son las mismas que han impedido que la economía lograra elevadas tasas de crecimiento en los años recientes.
Los tres objetivos del programa económico parecerían bastante obvios. Sin embargo, la enorme cantidad de factores que están en juego hace mucho más difícil su consecución. En primer término, el problema de confianza no ha sido resuelto. La diversidad de posturas, propuestas y acciones que surgen del gobierno muestra mucho trabajo pero no una claridad de dirección, que es precisamente lo que reconstruiría la confianza. Muchos de los debates que tienen lugar en el ámbito económico concentran sus fuerzas en los cambios que requeriría el banco central para poder cumplir con su mandato en forma exitosa. Por el lado estructural, el programa no ataca (porque no es un programa de desarrollo económico, sino de estabilización), el del extraordinariamente insuficiente ahorro interno, ni los problemas relativos a la ausencia de competencia, o a las garantías necesarias para procurar la inversión productiva mexicana y del exterior y al excesivo burocratismo que todavía domina en el país. Por todo esto, aunque el programa económico va a poder estabilizar a la economía en un plazo muy corto, en su estado de conceptualización actual, no podrá reactivarla.
Si la problemática económica es por demás difícil, la política es extraordinariamente compleja. El gobierno replanteó, en forma casi radical, el esquema político que dominó a lo largo de las últimas décadas. Como diseño básico, el gobierno federal ha propuesto la creación de espacios en los cuales la actividad política es tanto legal como légítima, pero a la vez ha establecido límites muy claros a esos espacios: cualquiera que rebase esos parámetros será sujeto de las consecuencias previstas en la ley y, de ser exitoso el esquema, sus acciones perderían toda legitimidad. Como esquema político, se trata de una concepción que empata directamente con las necesidades del momento actual, donde conviven fuerzas políticas moderadas que persiguen la transformación pacífica del sistema político, con facciones radicales, en casi todos los partidos, que intentan imponer sus términos e intereses al proceso político.
La arquitectura política que el gobierno ha planteado podrá funcionar en la medida en que logre fortalecer a los elementos moderados de cada partido, a la vez que debilitar a los más radicales. En el proceso, sin embargo, correrá varios riesgos, algunos de ellos sin duda muy severos. Desde mi perspectiva, hay cuatro riesgos centrales que no pueden ser despreciados. Primero está el problema del control de los elementos más radicales de los diversos partidos, control que, para que gane credibilidad el esquema político general, tendrá que ser ejercido en forma imparcial, decisiva y absoluta, al amparo inexorable de la legalidad. En la medida en que se somenta a la ley a quien la transgreda, sea quien sea, el proceso político avanzará; en la medida en que se perdone a unos y se castigue a otros, el esquema fracasará. Este tema será tanto más importante en la medida en que surjan manifestaciones violentas por parte de esos elementos radicales. De hecho, es evidente que existe una campaña muy bien orquestada para impedir que el gobierno gobierne, tal y como ocurrió después de casi todas las elecciones estatales de los últimos años.
El segundo riesgo se deriva de la contracción económica por la que atravesamos. Mientras más profunda y larga, mayor será el desempleo y, por lo tanto, la inconformidad social. De la misma manera, mientras menos clara y convincente sea la línea de acción económica gubernamental, menor será la credibilidad del ajuste económico y, por lo tanto, mayor todavía el descontento. Un mayor descontento se podría manifestar de diversas maneras, ninguna de las cuales es ajena a nuestra experiencia de la última década. El riesgo ahora, sin embargo, se multiplica por el proceso de cambio político que estamos viviendo (que reduce la capacidad del gobierno de contener por la fuerza estas manifestaciones), así como por la gran diversidad de potenciales nuevos liderazgos que podrían aflorar. El peor escenario resultaría así de la combinación de políticos radicales inconformes intentando formar coaliciones alrededor de viejos esquemas populistas, a la vez que alientan la ingobernabilidad como estrategia consciente de cambio político no institucional.
El tercer riesgo se deriva del debate intelectual que ha sobrecogido al país y que tiene que ver con la reprobación general del modelo de desarrollo económico que, con mayor o menor ortodoxia, se ha venido siguiendo a lo largo de la última década. La embestida ha sido permanente, pero ahora ha adquirido características distintas porque los detractores de la reforma sienten una legitimidad, producto de la devaluación, de la que antes carecían. El riesgo aquí no es, desde luego, el debate, sino el que llegara a desatar un rechazo social incontenible a la estabilización de la economía, lo que nos podría llevar con gran rapidez a escenarios de hiperinflación como los que caracterizaron a algunos de nuestros vecinos como Argentina o Brasil, destruyéndose con eso toda viabilidad económica y política.
Finalmente, el cuarto riesgo resume a todos los demás. El sistema político se abre y se descentraliza o, más puntualmente, se orienta hacia el reconocimiento del hecho que el país se ha descentralizado en forma muy acelerada y se persigue institucionalizarlo para darle viabilidad y eliminar la violencia que lo caracterizó en 1994. Esto implica que continuarán desmoronándose las estructuras corporativas centralizadas y, con ello, los controles que se ejercían sobre la población. La descentralización abre espacios y favorece la participación política, pero también disminuye la capacidad del gobierno de responder rápidamente y con determinación frente a crisis como la que atravesamos en la actualidad. La descentralización es muy buena porque disminuye el riesgo de caer en una crisis, pero, a la vez, es muy poco conducente a la resolución rápida de una crisis cuando ésta se presenta.
Este problema no es ajeno a todas las democracias modernas, pero es muy distinto para nosotros por dos razones. Ante todo, porque todavía no somos una democracia, por más que se hayan hecho enormes y muy exitosos esfuerzos en el ámbito electoral. Nos falta avanzar en terrenos como el de la justicia y la legalidad, la libertad de expresión, la responsabilidad ciudadana, etcétera, y a contracorriente por las acciones emprendidas para desbancar al poder legítimamente constituído. Por el otro lado, no contamos con las estructuras idóneas -sociales, políticas y económicas- para una sociedad que se descentraliza con gran rapidez. Es ahí donde es imperativo actuar para evitar que en lugar de avanzar hacia la democracia, caigamos en una situación de caos. Lo urgente es crear instituciones independientes -económicas y políticas- en los diversos ámbitos, que permitan recobrar la confianza de la población y de los inversionistas, asegurando con ello la viabilidad del país. A final de cuentas, las vicisitudes del momento actual revelan la contradicción inherente entre los dos caminos simultáneos de reforma que se están siguiendo, en lo político y en lo económico, lo que arrroja una interrogante elemental: ¿será posible ser exitoso en ambos frentes?