Luis Rubio
Uno de los grandes riesgos que enfrentamos a lo largo de 1994 era el de caer en un círculo vicioso de violencia y descomposición política que arrastrara a todo el país hacia un caos. El deterioro acelerado del sistema político y la creciente desinstitucionalización del sistema político se habían convertido en males endémicos, reduciendo el incentivo de las diversas fuerzas y partidos políticos a participar en el proceso político dentro de los marcos legales e institucionales. El gobierno exacerbó esta situación al ignorar la ley y al recurrir a soluciones discrecionales, frecuentemente contradictorias entre sí, con lo que aceleró la descomposición. Lo urgente e imperativo en el sistema político era crear nuevas bases institucionales que permitiesen construir una nueva plataforma política para la interacción partidista, para la resolución de conflictos de toda índole y para la canalización de las demandas ciudadanas a través del sistema judicial. Esta semana presenciamos un acuerdo entre los cuatro principales partidos políticos orientado precisamente a crear nuevas instituciones políticas. La pregunta que todo mundo se hace es si podrá funcionar.
Evidentemente no hay una respuesta única a esa pregunta, pero sí hay muchas vertientes que se pueden explorar para anticipar el tipo de avenidas en las que el acuerdo podría derivar. Desde mi perspectiva, hay por lo menos cuatro temas que son clave para dilucidar los posibles efectos de este proceso. El primero tiene que ver con la dinámica de los propios partidos políticos y los temas que previsiblemente van a dominar la agenda de negociaciones que el acuerdo establece. El segundo tema se relaciona con el efecto que el acuerdo tendrá sobre los partidos mismos y, muy en particular, sobre los dos partidos que cuentan entre sus filas a un gran número de elementos radicales que podrían no sumarse al proceso institucional. El tercer tema se refiere a la forma en que este proceso está cambiando y va a cambiar la naturaleza del poder y, muy especialmente, al poder ejecutivo y al presidencialismo. Finalmente, el cuarto tema tiene que ver con los riesgos intrínsecos en este proceso, pero sobre todo con el riesgo de que las negociaciones que sigan se limiten a los temas que interesan a los partidos en detrimento de los que permitan construir una democracia.
Lo que viene en los próximos meses va a ser, además de peligroso, muy interesante de observar. En cierta forma, la política mexicana se va a convertir en un especie de laboratorio sobre temas de los que todo mundo ha hablado, pero que pocos han confrontado con algún viso de realidad. Es lógico esperar que los partidos políticos y un sinnúmero de observadores presenten una gran diversidad de ideas sobre el contenido de lo que el secretario de Gobernación llamó la «reforma electoral definitiva». Hasta ahora, llevamos décadas disputando el tema electoral, sin que jamás se llegara a negociar lo único que era importante en ese rubro, que es el poder. El gobierno actuaba en conjunción con el PRI, con el exclusivo propósito de ceder lo menos posible. Lógicamente, mientras continuara dominando esa visión, la política en México no tenía posibilidad alguna de pasar a las ligas mayores.
Lo que el gobierno ha hecho en esta ocasión es plantear una dinámica radicalmente distinta: el gobierno federal se define a sí mismo como el garante del proceso político en el país, independiente de todas las fuerzas y partidos políticos. El gobierno perfila una nueva función: garantiza el orden legal, asegura equidad de acceso y participación a todos los partidos políticos y supervisa que ninguno de éstos viole los principios legales y los acuerdos a los que lleguen los partidos en materia electoral o política. Es de esperarse que muchos de los asuntos electorales que antes parecían insalvables, resulten ahora fundamentalmente resolubles, toda vez que los incentivos y principios de acción para muchos de los actores, pero sobre todo los del gobierno, han cambiado en su esencia. De consolidarse este proceso, las implicaciones serían extraordinarias.
En primer lugar, los partidos políticos van a tener que ceñirse a los términos que establece la ley y los que se deriven de los acuerdos a que se llegue en el congreso. Esto implica que mucho del espíritu destructivo que caracterizaba a la interacción partidista va a desaparecer del espectro político. De la misma forma, sin embargo, los conflictos dentro de los partidos fácilmente podrían exacerbarse. Es de esperar que partidos como el PRI y el PRD, por razones muy distintas, vayan a entrar en procesos internos muy difíciles porque sus elementos más radicales van a hacer lo imposible porque fracase este proceso. Por el lado del PRD, la postura antigubernamental a ultranza es popular entre muchos perredistas tanto por razones ideológicas como porque genera apoyos entre diversos segmentos de la población, lo que reduce los incentivos para sumarse a un proceso institucional. El mesianismo de algunos de sus miembros prominentes va a ser un factor que podría crear problemas a lo largo del camino.
Si la dinámica dentro del PRD va a ser compleja, el proceso dentro del PRI podría ser violento. Los priístas han vivido acostumbrados a un mundo en el que gobierno y partido son una y la misma cosa, en que el propósito del sistema es derivar privilegios políticos y económicos para los priístas, a costa de todos los demás mexicanos. Muchos priístas, quizá la mayoría, desean fervientemente la construcción de un país mejor, han estado intentando no sólo ganar elecciones limpiamente, sino con legitimidad, y estarían dispuestos a reconstruir su partido y a convertirse en una fuerza positiva en el proceso político que empezamos a otear. El problema dentro del PRI vendría de aquellos priístas que creen que tienen derecho divino al poder y que no pueden ni deben cambiar nada en aras de un país mejor. Imposible saber qué tantos de estos hay o, más importante, qué tantos de estos estarían dispuestos a empuñar la violencia como argumento para impedir el éxito del acuerdo que se logró los pasados días. Lo que es seguro es que el gobierno tendrá que actuar para controlar cualquier posibilidad de que esos elementos reaccionarios y radicales (que, a final de cuentas, se identifican en su oposición al cambio) se salgan con la suya. Esta será, sin la menor duda, la tarea más difícil, pero también la más importante, del gobierno en los meses próximos.
A ningún mexicano le debe quedar la menor duda que, de ser exitoso este proceso, el mayor cambio va a tener lugar en el ámbito presidencial. Históricamente, la presidencia ha tenido características casi religiosas. Desde el tlatoani azteca, los mexicanos hemos visto a los presidentes y líderes como figuras casi por encima de los comunes mortales. El sistema priísta no hizo sino exacerbar esa figura, creando una estructura imponente por su poder e implicaciones. El acuerdo firmado el martes pasado trae implícitos dos cambios fundamentales. Primero, al desaparecer el vínculo automático PRI-gobierno, el presidente va a dejar de tener un poder por encima de lo que su trabajo justifica. Desaparecería lo que muchos han llamado «facultades metaconstitucionales», situación que nos llevaría a un sistema político semejante al de cualquier democracia, donde es posible la existencia de pesos y contrapesos efectivos. El segundo cambio que tendría lugar como resultado de este proceso es que se fortalecería la presidencia, pero no necesariamente la persona del presidente. Al disminuir la arbitrariedad y la discrecionalidad, entraríamos en una etapa donde la legalidad efectivamente podría convertirse en la regla del juego número uno del país. Es decir, se institucionalizaría el poder de la presidencia al adquirir características y funciones relativas al establecimiento de garantías para el proceso político, en tanto que el presidente sería más visible o menos dependiendo de su popularidad y personalidad. Esto que es ajeno para los mexicanos es lo común en otras latitudes. En otras palabras, empezaríamos a ser una democracia como las muchas que hay exitosas en el mundo.
Hay un punto final que no es menor. El proceso que está por inaugurarse va a involucrar principalmente a los partidos políticos, quienes presumiblemente se van a abocar al tema electoral, que es el que, lógicamente, más los atañe. El éxito de este proceso sin duda reduciría las tensiones políticas que hemos vivido y crearía un ambiente mucho más sano para el desarrollo del país, descalificando toda opción política fuera de la legalidad y de las instituciones establecidas. Subsiste el riesgo, sin embargo, de que acabemos con que lo único importante para la democracia es lo electoral, por importante que esto sea. Como diría Clausewitz, hay temas demasiado importantes para la democracia, como la libertad de expresión, los equilibrios de poderes, la legalidad, las garantías individuales, la protección de los derechos de las personas, etcétera, como para dejárselas a los demócratas. Es imperativo asegurar que estos temas se conviertan en parte intrínseca del proceso.
Transformar un sistema político desde sus entrañas, como este esquema claramente pretende, no es un asunto menor. Se trata de la remoción de estructuras, intereses, instituciones y grupos de poder, en aras de la construcción de un sistema político fundamentado en leyes e instituciones, que le dé permanencia y viablidad a la economía, a la sociedad y, por lo tanto, al país. Muchos de los beneficiarios del viejo orden, sin embargo, no van a aceptar los objetivos ni los medios diseñados para alcanzarlos. Los riesgos que implica este proceso son, por estas razones, mayúsculos, y no pueden ser despreciados. La labor gubernamental va a ser fundamental, sobre todo porque consistirá, paradójicamente, en desmantelar mucho de lo que lo hacía excepcionalmente fuerte. Con todo, difícil sería encontrar un mejor principio para la transformación política que tanto urge al país.