Que hacer

Luis Rubio

La crisis por la que atraviesa el país se agrava día a día. El gobierno ha venido ofreciendo paliativos aislados en el ámbito económico y ha logrado algunos avances significativos en el ámbito político, aunque muy pocos de éstos han sido visibles por los avatares de una mala comunicación. El deterioro general, sin embargo, es mayor que los avances en buena medida porque sigue ausente un sentido de dirección que permita a todos los mexicanos compartir un objetivo de recuperación económica y de desarrollo político. La lentitud con que han avanzado las propuestas gubernamentales ha causado profundas rupturas en la sociedad mexicana y la pregunta es si será posible encontrar ese objetivo común antes de que le país se parta en pedazos.

Quizá es paradójico que esta crisis económica se haya presentado justamente cuando el país enfrenta las consecuencias de un proceso de rápido cambio político que ha tenido lugar por default, sin dirección alguna, sin que nadie lo haya conducido y, por lo tanto, sin que nadie lo pueda controlar. De esta manera, las viejas estructuras e instituciones políticas que mantenían un efectivo control político al servicio del gobierno, fueron desapareciendo a lo largo de la última década, al punto en que el gobierno tiene muy pocos instrumentos para gobernar, al menos en el sentido tradicional del término. Las añoranzas de los dinosaurios y su deseo por retornar a un mundo de fantasía y privilegios es no sólo inaceptable para un número cada vez mayor de mexicanos, sino que es simplemente imposible. El sistema político se puede deteriorar mucho más y puede desinstitucionalizarse todavía más, pero eso no va a restaurar los privilegios de que unos gozaron por décadas a costa de los demás. Si a ese deterioro le sumamos la incapacidad para comunicar los objetivos y los logros -que ha habido muchos, algunos muy notorios como el de esta semana y otros menos visibles, pero no menos importantes- del gobierno en el ámbito político, el resultado es un mayor deterioro, un creciente número de acciones orquestadas contra el gobierno y una división entre los mexicanos respecto a las soluciones deseables o posibles en el momento actual.

El hecho tangible es que ya no existen los instrumentos de acción en manos del gobierno que antes permitían decidir y actuar sin más. Ahora el gobierno, para poder gobernar, tiene que proponer y convencer a la población en lugar de pretender que sus programas, propósitos y afirmaciones sean aceptados y creídos como si fueran un dogma divino por el sólo hecho de provenir del gobierno. Peor aún, la ausencia de estructuras institucionales fuertes que contengan las presiones políticas y las encaucen por la vía electoral y judicial hace que cualquier error gubernamental, o cualquier acción que sea percibida como un desatino por parte de cualquier grupo social, partidista o político tenga la posibilidad de una respuesta potencialmente violenta.

La crisis política por la que atravesamos hubiese ocurrido con crisis económica o sin ella, con un presidente o con otro. Sin embargo, la crisis económica amenaza con destruir al país y eso demanda acciones inmediatas que garanticen la estabilización pronta de la economía. Sin ello, la problemática política se agudizará y el país entrará en una espiral inflacionaria que destruirá todo vestigio de estabilidad, lo cual sólo puede beneficiar a los intereses más mezquinos.

Qué hacer con la economía parece ser el tema de profundas diferencias dentro del gobierno y entre distintos grupos de la sociedad y el gobierno. La diferencia medular entre los distintos esquemas y planes es una ya vieja en el debate sobre política en México: quién debe pagar el costo de una crisis que ha sido, en buena medida, auto-inflingida. En la práctica, esta diferencia implica que no hay un acuerdo sobre si el costo del ajuste debe pagarse con recortes severos en el gasto público o con incrementos igualmente severos en los impuestos. Aunque uno puede preferir una u otra vertiente, o alguna combinación de ellas, es fundamental observar las posibles consecuencias de seguir uno u otro camino.

En el momento actual, si siguiéramos a la deriva, pretendiendo que es factible no reducir drásticamente el gasto público, es muy probable que ocurrieran dos cosas. Por una parte, que llegaran a la insolvencia prácticamente todos los bancos y una gran parte de las empresas. Por otra parte, que en aras de salvar a los bancos y las empresas, entráramos en la hiperinflación. Obviamente este no es un camino halagüeño ni particularmente atractivo. Los expertos proponen diversas alternativas, pero todas ellas parten de la necesidad de diseñar un programa de recuperación económica que persiga eliminar la liquidez excesiva que hay en el mercado financiero (y algunos sugieren que es mejor hacer esto a través del depósito obligatorio en el Banco de México de la captación bancaria incremental -el llamado encaje- en lugar de elevar las tasas de interés hasta el cielo), y restructurar al gobierno en su conjunto para eliminar todo lo prescindible y someter de inmediato a la competencia a los monopolios gubernamentales y privados. Si nos fuéramos por este camino, se podrían generar fuentes de crecimiento económico muy importantes, que no requerirían de cantidades relevantes de divisas y que tendrían un efecto inmediato sobre el empleo y la producción, como sería la construcción masiva de vivienda de interés social. Si además se buscara recuperar la confianza de ahorradores e inversionistas, se podrían traer muchas más divisas para lograr una rápida reactivación.

El punto importante no es el derecho de autoría del mejor plan económico, sino que no existen razones técnicas que impiden la recuperación de la economía. El problema reside en que no existe un plan económico, ni se ha hecho lo más mínimo por convencer a la población de los méritos de las acciones y planteamientos gubernamentales que ha habido hasta la fecha. Lograr ese convencimiento va a requerir cuatro cosas. Primero un plan coherente e integral que tenga posibilidad de lograr una recuperación relativamente rápida de la economía, a la vez que se minimizan las víctimas en el sector bancario e industrial y, por lo tanto, en el empleo. Segundo, una política cambiaria que parta de dos principios ampliamente sustentados por la mayoría de los mexicanos: a) que se desarrolle un sistema institucional que garantice un manejo no discrecional del tipo de cambio a fin de evitar devaluaciones súbitas y monumentales; y b) que exista la opción de poseer y ahorrar dólares a fin de evitar fugas de capital y alteraciones sistemáticas de la actividad económica. Tercero, una comunicación efectiva y clara sobre lo que el gobierno se propone lograr, cómo se va a hacer y quién va a hacer qué. Cuarto, para afianzar ese convencimiento, tienen que hacerse nuevos nombramientos a nivel de gabinete, incorporando a personas cuya experiencia e historia profesional le confiera una garantía a la población de que se hará todo lo necesario, en los ámbitos político y económico, para dejar de dar tumbos y recobrar el camino del desarollo. En ausencia de esas cuatro condiciones, el país no tiene más futuro que la obscuridad.