Crecer por obsesión

La única ventaja de las crisis es que obligan a repensar y a replantear la realidad en que nos encontramos. Antes de caer en una situación de crisis, todo parece inamovible porque cualquier cambio puede incluso desarticular estructuras que de otra manera se presentan como permanentes. La crisis por la que atraviesa el país en la actualidad puede llevar a que se redefinan funciones fundamentales de la sociedad, del gobierno, de la política y de la economía, o puede conducir a un intento por mantener el status quo, pretendiendo que nada ha ocurrido. En cierta forma, llevamos casi tres meses de pretender que el problema económico puede corregirse solo y que eso no va a tener repercusiones en el resto de la sociedad. Es tiempo de convertir a la crisis actual en el cimiento de un nuevo país.

 

La situación del país en el momento actual es muy peculiar. Tras varios años de una reforma económica muy profunda y ambiciosa, que vino acompañada de un desprecio casi sistemático por las demandas de transformación política, nos encontramos con que existe un proyecto integral, muy acabado, de reforma política, pero carecemos de un programa igualmente ambicioso y sólido en el plano económico. Uno podría argumentar que esta paradoja es irrelevante, que no es más que el signo de los tiempos: antes se profundizó el cambio de la estructura económica, en tanto que ahora se persigue crear una estructura política que responda a las demandas ciudadanas y a los requerimientos de una sociedad cada vez más diversificada y diversa. Como argumento, se trata de un planteamiento impecable. El problema es que es completamente falaz. Ningún país puede lograr una transformación política exitosa en ausencia de una economía viable y funcional. Como demostró el sexenio pasado, tampoco es posible lograr lo opuesto: construir una economía pujante en ausencia de una burocracia eficaz y honesta, de un sistema judicial efectivo y de mecanismos efectivos de pesos y contrapesos que limiten el daño que pudiese causar una decisión mal tomada por parte del poder legislativo o del poder ejecutivo. El gobierno tiene la obligación de enfrentar la problemática económica y de producir en programa que, por doloroso y difícil que pudiese ser, vuelva a poner en acción la economía al crear condiciones que la estabilicen y hagan posible una eventual recuperación.

 

El proceso de cambio político que estamos experimentando avanza poco a poco, ampliando los espacios de la sociedad y creando estructuras que, aunque muy tibias en la actualidad -como la reforma del poder judicial-, podrían acabar por convertirse en verdaderos pilares de la promoción y protección de los derechos individuales y, todavía más importante, en factores que no sólo limiten la acción y el abuso gubernamental, sino que efectivamente permitan exigir cuentas a los funcionarios públicos. Se trata, como evidencian estos ejemplos, de un cambio radical en la estructura política del país. Cada uno de estos cambios entraña una amenaza creciente para los diversos intereses que se benefician del status quo; algunos de éstos buscarán acomodo, como se hizo evidente hace unos días en que los más diversos políticos súbitamente sintieron la necesidad de apoyar a un régimen que, hasta ese momento, vitupereaban. Es lógico suponer, sin embargo, que no todos los viejos intereses del sistema van a sumarse al proceso de cambio e incluso que algunos estarán dispuestos a combatirlo.

 

En adición a lo anterior, el gobierno no sólo ha abierto una multiplicidad de frentes simultáneos, sino que, al menos hasta el jueves pasado, había sido incapaz de articular un programa económico viable y que recupere parte de la credibilidad perdida o, como mínimo, que disminuya drásticamente la incertidumbre que actualmente domina. Por estas razones, si bien los cambios que se han estado avanzando en el ámbito político previsiblemente van a transformar la calidad de vida de los mexicanos en el largo plazo, la crisis económica amenaza con destruirla en el futuro inmediato. No se puede seguir ignorando el colapso sistemático del peso y el miedo que se respira entre los mexicanos y de los mercados. Es imperativo que el gobierno tome la iniciativa y prosiga con un programa económico serio y sólido que permita la estabilización de los mercados antes de empezar a hacer cualquier otra cosa.

 

El programa económico que el gobierno ha formulado en estos días es un primer paso en la dirección de la necesaria estabilización de la economía, pero no mucho más que eso. Los principios que lo animan persiguen volver a crear condiciones de estabilidad económica y cambiaria que permitan reducir la incertidumbre y reactivar, al final del proceso, el crecimiento económico. Lamentablemente, la premisa de la que parte el programa es que la sociedad -y sobre todo los más pobres- tiene que cargar con el costo del ajuste, en lugar de que éste se haga a costa del gasto público y, principalmente, por medio de la privatización de empresas.Lo que el programa no hace es volcar a la economía y al conjunto de la sociedad en la dirección de una profunda restructuración. Ni siquiera responde en forma integral a la situación que se presenta en los mercados financieros y cambiarios, así como en el sector industrial. Es decir, el programa no es más que un primer paso que, aunque necesario, no hace nada por convertir a la crisis en una oportunidad.

 

La crisis por la que atravesamos se ha agudizado gravemente por la falta de dirección que ha venido padeciendo la sociedad a lo largo de estos meses, pero no surgió en el vacío. La realidad es que la reforma económica de los últimos años fue insuficiente e incompleta porque no liberalizó más que al sector industrial (y ni siquiera al conjunto de éste), sino que dejó una enorme porción de la economía bajo la protección de las prácticas monopólicas, de la ausencia de competencia y de la existencia de supuestos sectores estratégicos. El hecho es que se obligó al sector industrial a «ir a la guerra sin fusil» y con las manos atadas. Lo que ahora tenemos que preguntarnos es si es posible aprender esta lección fundamental y convertirla en la esencia de un nuevo proyecto de desarrollo que, construyendo sobre lo mucho que ya se avanzó en los últimos seis años, conduzca al país hacia un verdadero desarrollo económico.

 

Lo que quisiera proponer es que se requiere adoptar la noción de que es imperativo hacer todo lo necesario por crear las condiciones para que la economía mexicana rompa las ataduras que hoy en día la reprimen. Es necesario, en otras palabras, desarrollar una obsesión por el crecimiento económico, donde el gobierno se convierte en el principal promotor de la actividad económica en general, y de la producción en particular. En lugar de concebir al gobierno como una entidad imparcial, lo que propongo es que se convierta en un activo creador de condiciones que hacen posible el crecimiento económico, o, como probablemente deba ser en México, en el gran eliminador de impedimentos al crecimiento, llámense éstos burocratismos, regulaciones, monopolios, costosas y corruptas empresas paraestatales, ausencia de mecanismos de resolución de disputas o de situaciones de quiebra, etcétera. En esta faceta, el gobierno promovería la inversión privada -obviamente nacional y extranjera-, facilitaría el establecimiento de nuevas empresas por parte de nuevos inversionistas  -y la adquisición por parte de empresarios, nacionales y extranjeros, de aquellas que están excesivamente endeudadas-, sometería a la competencia a todos los monopolios -sin lo cual todo el proyecto acabaría siendo no mucho más que meros buenos deseos-, y promovería activamente tanto el desarrollo del mercado interno como del comercio exterior, convirtiendo al TLC y a otros vehículos semejantes en verdaderos instrumentos de desarrollo.

 

Un compromiso con la reactivación económica fácilmente podría convertirse en el fundamento de un proyecto de unidad nacional, donde obreros y empresarios  encontrarían en el gobierno a un socio promotor en lugar del impedimento cotidiano y sistemático a sus actividades que es y ha sido siempre. En términos políticos, el país gozaría de una unidad que le permitiría no sólo recobrar el terreno perdido, sino generar el ahorro suficiente para disminuir la profundidad de la crisis y hacer posible que de algo sirvan los atinados cambios políticos que están teniendo lugar en la actualidad. Sin algo así, seguir a la deriva será la más promisoria de nuestras realidades. Todo se puede hacer, pero primero  hay que hacer lo primero: estabilizar a la economía.