Luis Rubio
Lo natural -y fácil- es atribuir la crisis actual a los cambios que tuvieron lugar a lo largo de los últimos años. Y, sin duda, muchos de estos cambios causaron enormes dislocaciones en la industria y en el país en general. Sin embargo, analizar qué es lo que no ha cambiado podría ser más útil para determinar las causas verdaderas de la problemática que hoy enfentamos. Sólo así será posible dilucidar cuál es el mejor camino hacia adelante, sobre todo ahora que la problemática financiera tiene visos de solución.
Si uno recuerda la crisis de 1982, su consecuencia principal, más allá de la devaluación y de la expropiación de los bancos, fue la profunda depresión en que sumió a la economía. Más importante que eso fue el hecho que la crisis de aquel momento evidenció el profundo abismo que nos separaba del resto del mundo y que, por varios años después de 1982 impidió una recuperación económica general. En este sentido, la reforma de la última década fue un intento -fundamentalmente exitoso, en mi opinión- de transformar a la economía en general, y a la industria en particular, para hacerla capaz de lograr elevadas tasas de crecimiento económico, mayores fuentes de empleo y, como resultado, un crecimiento general de los niveles de ingresos de los mexicanos.
Evidentemente no todos estos objetivos se han logrado y, en general, ni siquiera han empezado a ser realizables. Esto ha generado un ambiente de reprobación general a la reforma de la economía. Algunos se quejan -correctamente- de que el crecimiento ha sido excesivamente bajo, dadas las necesidades de la población; otros le atribuyen a la reforma toda clase de males, muchos de los cuales muy poco o nada tienen que ver con ésta, como la incapacidad de muchas empresas de competir con las importaciones. Es fácil culpar a la reforma de todos los males que enfrentamos, pero persistir en ese diagnóstico puede resultar también -y sobre todo- no sólo absurdo, sino contraproducente. Un mal diagnóstico, generalmente, termina en un mal remedio. La reforma perseguía adecuar a la economía mexicana a las nuevas realidades internacionales por la simple razón de que, como vimos en 1982, ya no se podía lograr el crecimiento económico en forma aislada del resto del mundo. Por esta razón, en lugar de plantear qué debe substituir a la reforma, la pregunta correcta -y la más importante- es ¿qué ha impedido que se creen las condiciones en el país para lograr la recuperación acelerada y sostenida que se proponía la reforma desde el principio?
De esta manera, en lugar de plantear qué cambió en los últimos años, quizá lo interesante sería dilucidar qué es lo que no cambió en los últimos años y que fue seguramente lo que nos llevó, una vez más, a una crisis potencialmente de enormes dimensiones. Plantear el problema de esta manera nos lleva directamente a los impedimentos que ha enfrentado la reforma para poder lograr los objetivos que se había trazado, y éstos pertenecen al reino de las vacas sagradas: todas las limitantes que nos hemos autoimpuesto y los mitos que hemos acabado por aceptar como preceptos inamovibles. En principio, es evidente que esta nueva crisis nos ha vuelto a demostrar que en tanto no eliminemos estas vacas sagradas y las tratemos como a cualquier otro tema o factor, el país seguirá dando tumbos. Las vacas sagradas tienen que dejar de serlo; ese es el mayor reto que tenemos frente a nosotros ahora.
¿Cuáles son las vacas sagradas? Las hay en todas partes, pero hay unas cuantas que son por demás evidentes: una es esa noción de que los mexicanos podemos hacer todo, lo podemos hacer mejor que todos y tenemos el capital necesario para lograrlo. Una segunda vaca sagrada es la que pretende que los mexicanos en general no somos capaces -ni tenemos derecho- de aumentar y desarrollar la riqueza nacional, en tanto que el gobierno tiene excepcional capacidad de hacerlo. Una tercera vaca sagrada tiene que ver con la función del gobierno en la promoción del desarrollo económico, que hasta la fecha ha consistido esencialmente en subsidiar a las empresas, en privatizar empresas paraestatales al más alto precio posible, o en decidir quién sí y quién no debe sujetarse a la competencia, tanto interna como externa.
Estas «vacas sagradas», y otras que persisten también, se pueden observar en todos los ámbitos. Algunos ejemplos demuestran la gravedad del problema. Hace unos días, por ejemplo, se modificó la ley bancaria; esa modificación era imperativa y urgente porque varios bancos están en una situación financiera desastrosa y requieren capitalizarse. La modificación ideal hubiese sido una que facilitara la capitalización de los bancos a través de la adquisición de paquetes accionarios por parte de personas o grupos de extranjeros dispuestos a tomar el control de esas instituciones financieras. Lo que obtuvimos fue la protección de una de las vacas sagradas: ningún extranjero podrá adquirir un paquete accionario de control en las instituciones bancarias más grandes. Esto implica que todo irá bien mientras no haya problemas con los bancos más grandes; si uno de esos entra en problemas, sin embargo, podríamos quedar en la muy peligrosa situación de verlo quebrar porque la ley impide que un extranjero lo capitalice. En otras palabras, la ley protege a un grupo de accionistas, creando la posibilidad de que el sistema financiero esté en problemas permanentes, impidiendo con ello que cumpla su propósito central que es el de desarrollar el ahorro y financiar la inversión. Al no destruir la vaca sagrada de la propiedad de mexicanos en el sector financiero, y no desarrollar medios eficaces para elevar el ahorro interno en forma drástica, se está condenando, al menos potencialmente, a todo el sector industrial y de servicios a no contar con un sistema financiero funcional y dinámico.
Una segunda vaca sagrada es la relativa a los llamados sectores estratégicos, noción que ha llevado a que actividades fundamentales para el desarrollo sean controladas por la burocracia, excluyendo a todos los demás mexicanos, como si fuesen ciudadanos de segunda categoría. Uno pensaría que si un sector es estratégico, lo menos que deberíamos hacer es favorecer y promover la inversión pública y privada en ese sector para desarrollarlo y generar una fuente adicional de riqueza para el país. La interpretación que ha prevalecido en el país, sin embargo, es exactamente la contraria: porque un sector o actividad es estratégica, su desarrollo debe limitarse al gobierno. El resultado ha sido que tenemos monstruos burocráticos y con frecuencia corruptos, en lugar de empresas exitosas y competitivas en sectores estratégicos como la electricidad y el petróleo. Todavía más increíble es que hemos logrado extender este principio a sectores como teléfonos y televisión, donde la noción de la competencia ha estado ausente, porque es el mismo gobierno el que avala sus prácticas monopólicas, independientemente de las consecuencias que esto causa.
Otra área en la que dominan las vacas sagradas es la relativa a la función del gobierno en la economía. Históricamente, el gobierno ha operado bajo el principio de que su función es la de liderear el desarrollo y, en muchos casos, llevarlo a cabo. De esta definición se derivó la propiedad de empresas estatales, los interminables subsidios al sector industrial, las absurdas limitantes a la inversión extranjera, la apertura al comercio de todo menos de los monopolios públicos, etcétera, etcétera. Aunque la reforma económica de los últimos años ha disminuido mucho de esto, la realidad es que ninguna de estas «vacas sagradas» ha desaparecido. Sigue habiendo empresas paraestatales, se sigue limitando la única fuente de capital y tecnología confiable en el largo plazo -la inversión extranjera-, se sigue protegiendo a algunos sectores y actividades, se siguen vulnerando los derechos de propiedad, persiste una burocratización interminable de la vida económica en general, se sigue subsidiando a algunas empresas y actividades (ahora bajo la modalidad de los bancos gubernamentales) y se sigue teniendo una administración politizada del tipo de cambio.
A uno le pueden gustar estas «vacas sagradas» o no. Ese es un derecho básico. Lo que es imperativo es reconocer cuáles son los costos de mantener esas distorsiones. Como hemos visto en esta nueva crisis, el hecho de que se hayan llevado a cabo algunos cambios en la estructura de la economía no implica que ya se hayan creado las condiciones para lograr una verdadera plataforma de crecimiento económico. La realidad nos ha demostrado, una vez más, que esas vacas sagradas son tan costosas que impiden una recuperación sostenida de la economía. Puesto de esta manera, no tengo duda que la mayoría de los mexicanos reconocerían las consecuencias de no actuar. Es tiempo de dejar de ver a todas esas vacas sagradas, a todos esos sectores, actividades y restricciones, como monumentos nacionales y empezar a verlos como oportunidades, como los mitos que son, como empresas productivas, etcétera, que, en su estado actual, no sólo no contribuyen al desarrollo, sino que lo impiden y llevan a estas crisis recurrentes.