Energi¦üa y capital poli¦ütico

Energi¦üa y capital poli¦ütico

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\par }\pard \qr\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {\fs24 Luis Rubio

\par }\pard \qj\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {\fs24

\par Lo m\"e1s parad\"f3jico -y encomiable- del planteamiento de modernizaci\"f3n, reestructuraci\"f3n y privatizaci\"f3n parcial m\"e1s grande y ambicioso de la administraci\"f3n del presidente Zedillo es que su \"e9xito va a depender \"edntegramente de alg

\"fan gobierno futuro. La iniciativa enviada por el Ejecutivo al Congreso plantea, con cuidado y buen fundamento anal\"edtico, una transformaci\"f3n de la estructura de la industria el\"e9ctrica del pa\"eds que va mucho m\"e1s all\"e1

de la mera privatizaci\"f3n de algunos de sus componentes. Como buena muestra tanto de la honestidad pol\"edtica y personal del presidente, la iniciativa expresamente proh\"edbe cualquier cambio en lo que resta de su administraci\"f3

n. De esta forma, el presidente se propone sentar las bases conceptuales y legales de la industria sin aspirar al beneficio econ\"f3mico o pol\"edtico que de ella espera se derive. Lo

que no es evidente, sin embargo, es que la iniciativa, en su estado actual, vaya a hacer una mayor diferencia.

\par

\par El objetivo expreso de las reformas propuestas por el presidente es el de modernizar la estructura de la industria el\"e9ctrica y establecer un s\"f3lido marco de referencia legal para hacer posible el crecimiento de la inversi\"f3

n privada tanto en la producci\"f3n como en la distribuci\"f3n regional de la electricidad. La transmisi\"f3n de la energ\"eda a lo largo y ancho del pa\"eds, as\"ed como la supervisi\"f3n y regulaci\"f3n del sistema, quedar\"ed

an en manos del gobierno federal, a trav\"e9s de una entidad constituida expresamente para ese prop\"f3sito. Adem\"e1s, se crear\"eda un mecanismo para que los usuarios de la energ\"eda pudieran comprarla directamente a los productores, con lo que

se generar\"eda un mercado competitivo, obligando a todos los involucrados a reducir costos, elevar sus niveles de eficiencia y encontrar nuevas formas de innovar. Las grandes presas generadoras de electricidad, la planta nuclear as\"ed

como otros activos pol\"edticamente sensibles, quedar\"edan bajo el control gubernamental.

\par

\par En su presentaci\"f3n, el gobierno presenta una s\"f3lida y convincente argumentaci\"f3n de por qu\"e9 un mercado abierto y competitivo es m\"e1s productivo y eficiente que uno cerrado y monopolizado por el gobierno. Explica c\"f3mo la liberalizaci\"f3

n de la industria, y la privatizaci\"f3n de algunos de sus componentes actuales podr\"edan, en el largo plazo, traducirse en factores promotores de la competitividad del sector industrial y, por lo tanto, redundar en beneficios para la econom\"ed

a en su conjunto. El documento presentado ante el Congreso describe la manera en que diversas naciones -desde Argentina hasta el Reino Unido- han liberalizado y privatizado sus respectivas industrias y explica las semejanzas y diferencias

de su proyecto con los de esos pa\"edses. La parte m\"e1s d\"e9bil de su presentaci\"f3n, ir\"f3nicamente, reside en su argumento m\"e1s ostensible: el de la escasez de recursos p\"fablicos para financiar la expansi\"f3

n anual que el sector requiere. Sin embargo, la enorme fortaleza del proyecto es su propuesta de reorganizar al sector el\"e9ctrico para abrir opciones sin mayores prisas.

\par

\par Independientemente de la composici\"f3n actual del Congreso, la iniciativa presidencial le presenta a los partidos y a los pol\"edticos dilemas muy particulares que van m\"e1s all\"e1 de las l\"edneas de ruptura pol\"edtica o ideol\"f3

gica tradicionales. Para comenzar, la mayor fuente de apoyo para la iniciativa proviene del sindicato de la Comisi\"f3n Federal de Electricidad, el SUTERM. En un pa\"eds donde la mayor parte de l

as privatizaciones han sido repudiadas por los sindicatos, el apoyo de esta organizaci\"f3n sindical tiene un enorme significado.

\par

\par Lo peculiar de la industria el\"e9ctrica en el pa\"eds es que, comparada con otros sectores privatizados en los \"faltimos a\"f1os -como la telefon\"ed

a y el acero-, la CFE es altamente eficiente. De acuerdo a comparaciones internacionales, la eficiencia de la CFE es aproximadamente del 75% de la norteamericana en la producci\"f3n y del 50% en la distribuci\"f3n. Dado el hecho de que en M\"e9

xico se ha invertido m\"e1s o menos la mitad, en t\"e9rminos proporcionales, en la distribuci\"f3n de la energ\"eda que en Estados Unidos y que el costo del capital es much\"edsimo mayor, el desempe\"f1

o de la industria es, de hecho, excepcional. Desde esta perspectiva, no es sorprendente que el sindicato apoye la iniciativa decididamente: a pesar de la corrupci\"f3

n que permea a todas las empresas y sindicatos de empresas gubernamentales -en donde es particularmente notorio el Sindicato Mexicano de Electricistas de Luz y Fuerza del Centro, la empresa distribuidora del centro del pa\"eds-, los n\"fa

meros demuestran fehacientemente que el SUTERM ha sido un activo excepcional para la industria.

\par

\par Pero el verdadero tema de fondo que ser\"e1 determinante en el \"e9xito o fracaso del proyecto gubernamental se encuentra en otro lado. Aunque la producci\"f3n de electricidad ha crecido a un ritmo de aproximadamente 6% por d\"e9

cadas, las continuas devaluaciones y la inflaci\"f3n han distorsionado el desempe\"f1o financiero de la CFE, como el de todas las empresas del pa\"ed

s. Pero, a diferencia de otras empresas, que regularmente ajustan sus precios con velocidad, las de la CFE se han quedado rezagadas, en buena medida porque el gobierno siempre ha creido que le puede esconder a la poblaci\"f3

n las consecuencias de las devaluaciones. Por ello, si las tarifas fueran lo suficientemente elevadas como para cubrir el costo marginal de producci\"f3n, no habr\"eda raz\"f3n alguna para que el crecimiento no siguiera su ritmo hist\"f3

rico, aun manteniendo subsidiadas las de los consumidores menores. De lo anterior no cabe m\"e1s que una interrogante: si el gobierno est\"e1 dispuesto a subir las tarifas al nivel necesario para promover la inversi\"f3n, \"bfpara qu\"e9

exponerse a todo el fuego de una confrontaci\"f3n pol\"edtica ideol\"f3gica con una propuesta tan modesta de privatizaci\"f3n? Y, por otro lado, si el gobierno no est\"e1 dispuesto a elevar las tarifas, \"bfqu\"e9

inversionista en su sano juicio va a aceptar participar en la industria?

\par

\par Ciertamente, la privatizaci\"f3n de las plantas actualmente existentes y de las redes de distribuci\"f3n regional se convertir\"eda en una fuente inmediata de fondos para una administraci\"f3n carente de recursos. Con mayores recursos, el gobierno podr

\"eda asignar fondos a programas sociales o a otros m\"e1s urgentes. Pero, aun en las mejores circunstancias, la venta de los activos gubernamentales en la industria traer\"eda fondos de una sola vez, sin posibilidad de ingreso alguno en el futuro. Adem

\"e1s, con las tarifas actuales, el monto de esos fondos ser\"eda irrisorio. Por lo tanto, si el gobierno est\"e1 dispuesto a pagar el precio pol\"edtico de elevar las tarifas, no habr\"eda necesidad de privatizar. La conclusi\"f3n obvia es que el prop

\"f3sito \"faltimo de la iniciativa no es de car\"e1cter esencialmente financiero.

\par

\par El gobierno parece tener dos objetivos: uno es el de impulsar la modernizaci\"f3n de la industria. El otro es mucho m\"e1s de orden pol\"edtico. Su prop\"f3

sito modernizador es transparente: aunque limitada en sus alcances, la iniciativa efectivamente persigue generar un mercado competitivo que permita reducir dr\"e1sticamente los costos de producci\"f3n, transmisi\"f3n y distribuci\"f3n de la energ\"ed

a y derivar beneficios que son imposibles dentro de una estructura monop\"f3lica y burocr\"e1tica. Por otro lado, al proponer s\"f3lo una liberalizaci\"f3n parcial, en contraste con pa\"edses como Argentina e Inglaterra, el gobierno est\"e1

apostando a que podr\"e1 articular una estructura regulatoria apropiada para un mercado h\"edbrido -p\"fablico-privado-, algo que no ha probado ser exitosa en ninguna parte, sobre todo sin una entidad regulatoria verdaderamente fuerte e independiente.

\par

\par Por su parte, el objetivo pol\"edtico que parece perseguir el gobierno no es menos importante. Pr\"e1cticamente todas las plantas generadoras de electricidad que han sido construidas en la \"faltima d\"e9cada son producto de esquemas de inversi\"f3

n privada que le venden la totalidad de la producci\"f3n a la CFE a un precio prestablecido. Estas plantas, junto con algunas otras que operan bajo el r\"e9gimen de autogeneraci\"f3n, previsiblemente van a convertirse en la principal fuente de energ\"ed

a en el pa\"eds en el curso de la pr\"f3xima d\"e9cada. Sin embargo, a pesar del impresionante crecimiento de este tipo de plantas, su fundamentaci\"f3n jur\"eddica es endeble. Por lo tanto, aun si la iniciativa gubernamental se estanca porque el pr\"f3xi

mo gobierno decide no instrumentarla, el hecho de que exista una ley apropiada que legitime y legalice a este sector cr\"edtico de la industria va a constituir un paso trascendental para asegurar el suministro en el futuro.

\par

\par El mayor valor de la iniciativa presidencial reside en el hecho de que este gobierno no busca salir beneficiado con sus resultados. Es claro que el presidente no persigue beneficios pol\"edticos para su administraci\"f3

n, lo que le confiere una enorme autoridad moral en la negociaci\"f3n con el Congreso. Sin embargo, eso no garantiza una f\"e1cil aprobaci\"f3n. Aunque el PAN probablemente estar\"eda dispuesto a votar a favor, es previsible que en esta ocasi\"f3

n busque saldar cuentas con el gobierno por acciones legislativas pasadas. De la oposici\"f3n del PRD nadie puede dudar. Adem\"e1s, el SME, sin duda va a hacer lo posible por descarrilar la iniciativa. Los miembros del PRI sin duda estar\"e1

n renuentes, pero la postura del SUTERM ser\"e1 invaluable para que la apoyen. Por donde uno le vea, la llave est\"e1 en manos del PAN.

\par

\par Si la historia del Fobaproa sirve como referente para ilustrar lo que viene en el Congreso, podemos anticipar que habr\"e1 una fuerte confrontaci\"f3n, sobre todo porque el gobierno probablemente ser\"e1 incapaz de articular una fuerte coalici\"f3

n de entrada. El PRD y el SME se desvivir\"e1n por proteger a todos los intereses creados del mundo y por socavar no s\"f3lo la iniciativa espec\"edfica, sino todo recurso de modernizaci\"f3n del pa\"eds. A la luz de lo anticipable, es evidente que habr

\"e1 una buena y desgastante confrontaci\"f3n. Todo en aras de una modesta iniciativa cuyo \"e9xito depender\"e1 de lo que alg\"fan gobierno futuro decida hacer. Y, por si no fuera obvio, ning\"fan gobierno en la historia, en ning\"fan pa\"ed

s, ha podido imponer su agenda sobre sus sucesores. En estas circunstancias, s\"f3lo la responsabilidad del presidente explica su disposici\"f3n a emplear tanto capital pol\"edtico en una iniciativa trascendental, pero de dudoso valor pol\"edtico.

\par FIN DE ARTICULO.

\par

\par

Lo esencial y lo secundario

Lo esencial y lo secundario

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\par }\pard \qr\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {\fs24 Luis Rubio

\par }\pard \qj\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {\fs24

\par La democracia avanza y prolifera en el pa\"eds, al menos en cuanto a la competencia pol\"edtica que se hace cada vez m\"e1s patente -y p\"fablica- en todos los \"e1

mbitos institucionales, partidistas y regionales. Esto constituye un gran avance porque, luego de a\"f1os de procesos pol\"edticos ocultos, luchas intestinas, violencia pol\"edtica y una total ausencia de transparencia, la pol\"ed

tica mexicana comienza a ser p\"fablica y objeto de debate abierto o, al menos, mucho m\"e1s abierto. Estos avances sin duda reflejan un \"e9xito importante en uno de los temas m\"e1s disputados de los \"faltimos a\"f1os, e

l mecanismo de acceso al poder. La contraparte es que la diversidad pol\"edtica, la competencia pre-electoral, las zancadillas y la proliferaci\"f3

n de partidos tiende a elevar el nivel de incertidumbre para los mexicanos comunes y corrientes. La ausencia de un

camino claro y suscrito por todos los partidos y potenciales candidatos respecto a lo que es cambiante y a lo que debe ser permanente en la pol\"edtica y econom\"eda del pa\"eds tiene la consecuencia de atemorizar a la poblaci\"f3n. Y una poblaci\"f3

n atemorizada se torna cautelosa, desconfiada y conservadora, lo que implica par\"e1lisis econ\"f3mica y, por lo tanto, un creciente rezago en lo que de verdad importa: la creaci\"f3n de riqueza y la generaci\"f3n de empleos.

\par

\par El problema que enfrentamos no reside en el hecho de que estemos comenzando a hacer pininos en la democracia, sino en la enorme disputa que subyace toda la vida pol\"edtica. La dispersi\"f3n pol\"edtica, la desaparici\"f3n del gran coordinador de la pol

\"edtica nacional, los incentivos que promueven la radicalizaci\"f3n de posiciones y lenguaje son todos consecuencia de un proceso de cambio pol\"edtico que apenas, y con gran dificultad, dio el primer paso hacia la democracia pero se estanc\"f3 ah\"ed

. Las elecciones no son, como han venido insistiendo innumerables promotores de la democracia, una condici\"f3n suficiente para lograr ese sistema pol\"edtico, por m\"e1

s que sean obviamente un componente necesario del mismo. De esta forma, ahora que todos los partidos y potenciales candidatos se han embarcado, o est\"e1n por embarcarse, en el proceso de intentar obtener la candidatura de su (o, en muchos casos, de alg

\"fan) partido pol\"edtico, resultan mucho m\"e1s patentes y evidentes las carencias que los logros. De no cambiar este rumbo, parece m\"e1s que obvio que la polarizaci\"f3n y el encono se van a acentuar minuto a minuto.

\par

\par Nuestros problemas son dos: uno reside en las carencias de nuestra democracia en su estado actual y el otro tiene que ver con los incentivos perversos que caracterizan al sistema pol\"edtico en su conjunto y que no hacen sino profundizar las diferen

cias y premiar el radicalismo. Ambos problemas reflejan el abrupto e incierto camino que ha caracterizado a la pol\"edtica mexicana. Es decir, los avances que se han dado, con la exclusiva excepci\"f3n de la reforma electoral m\"e1

s reciente, fueron producto no de una visi\"f3n de largo plazo, de una estrategia de cambio pol\"edtico o de un proceso de negociaci\"f3n civilizado, sino de luchas pol\"edticas interminables, disputas no institucionales, violencia pol\"ed

tica, cesiones de espacios con frecuencia en forma ilegal y arreglos legislativos sin transparencia, dise\"f1ados m\"e1s para salir del paso que para darle viabilidad pol\"edtica de largo plazo al pa\"eds. Dados estos antecedentes, nadie deber\"ed

a estar sorprendido de la enorme complejidad del momento actual, de la incertidumbre que agobia y afecta a todos los mexicanos y de los riesgos que entra\"f1a el camino que estamos siguiendo.

\par

\par A final de cuentas, la democracia no es m\"e1s que un conjunto de mecanismos a trav\"e9s de los cuales una sociedad toma decisiones. Desde esta perspectiva, la

democracia mexicana obviamente no ha logrado su cometido. Es patente la dificultad, con frecuencia imposibilidad, de tomar decisiones y es imposible no reconocer el hecho de que los procesos pol\"edticos premian la radicalizaci\"f3

n de los participantes en lugar de promover consensos, arreglos entre las partes, decisiones cr\"edticas en el plano legislativo y pol\"edtico y una competencia pol\"ed

tica respetuosa y transparente. Es tentador el argumento de que el problema reside en la ausencia de un presidente conductor, organizador y dispuesto a negociar con todos los actores pol\"ed

ticos. Sin duda esa ausencia ha tenido un fuerte impacto en el devenir pol\"edtico del pa\"eds. Pero el argumento opuesto demuestra que el problema es mucho m\"e1s serio y profundo: si en el 2000 llegara a

l poder un presidente dispuesto a conducir, organizar y negociar se encontrar\"eda con que la ausencia de visi\"f3n y estrategia a lo largo de los \"faltimos treinta a\"f1os ha sembrado toda clase de obst\"e1

culos que no pueden ser resueltos por un individuo iluminado y experimentado en las artes pol\"edticas.

\par

\par El proceso de transformaci\"f3n pol\"edtica va a tener que proseguir, llegue quien llegue a la presidencia, incluso si retornan al poder los grupos m\"e1s duros del pri\"edsmo recalcitrante, por la simple raz\"f3n de que el status q

uo es intolerable para todos los mexicanos, de todos los puntos geogr\"e1ficos y pol\"edticos del pa\"eds. Evidentemente los alcances de la transformaci\"f3n pol\"edtica que de hecho prosiga y su naturaleza misma podr\"ed

a ser muy distinta, dependiendo de la filosof\"eda, visi\"f3n e intereses que represente o dominen al pr\"f3ximo presidente y partido en el poder. Pero es pr\"e1

cticamente imposible contemplar un escenario de inmovilismo. Por supuesto que existe un serio riesgo de experimentar un retroceso pol\"edtico, pero el costo de ese camino ser\"eda brutal, toda vez que la poblaci\"f3n no lo tolerar\"eda -por m\"e1

s que el prestigio de nuestra democracia ande por los suelos-, pero m\"e1s importante, porque ese camino dar\"eda al traste con cualquier perspectiva de avance econ\"f3mico que es, todos lo sabemos, el punto nodal del futuro del pa\"eds.

\par

\par No cabe la menor duda que una persistente incapacidad para atender los problemas esenciales del pa\"eds -empleo, pobreza, creaci\"f3n de riqueza, seguridad p\"fablica- puede llevar a destruir la incipiente e incompleta demo

cracia, sin que eso llevara a resolver los problemas de esencia. En cierta forma, estamos atrapados entre dos imperativos: uno que obliga a resolver problemas esenciales para la poblaci\"f3n y que es clave para reducir las brutales tensiones pol\"ed

ticas, y otro que exige construir una estructura pol\"edtica institucional capaz de dar cabida, en forma ordenada y consensual, a las diversas fuerzas pol\"ed

ticas e intereses en la sociedad. Es decir, por un lado requerimos aislar los temas de esencia de las disputas pol\"edticas cotidianas y por el otro se requiere una nueva arquitectura pol\"ed

tica, instrumentada a partir de negociaciones, desarrollos institucionales y una alteraci\"f3n radical de los incentivos que en la actualidad promueven la discordia y el enfrentamiento.

\par

\par La ausencia de la visi\"f3n para construir una nueva arquitectura pol\"edtica y de la capacidad para articularla e instrumentarla en la actualidad nos lleva a un dilema muy espec\"edfico: si queremos evitar que el pa\"eds se congele, que la poblaci\"f3

n se atemorice y que la econom\"eda corra el riesgo de sufrir una crisis m\"e1s, no tenemos m\"e1s alternativa que la de comenzar a aislar los temas de esencia de los temas de leg\"edtima disputa pol\"edtica.

\par

\par Los temas de esencia son todos aquellos que afectan la vida cotidiana de la poblaci\"f3n: la econom\"eda, la seguridad, el empleo, la pobreza, la legalidad y as\"ed sucesivamente. Ning\"fan partido o candidato podr\"ed

a negar la trascendencia de acordar lo elemental sobre estos factores a fin de sustraerlos del debate pol\"edtico. En su esencia, los mexicanos requerimos avances sustantivos en cinco frentes que hoy son totalmente inciertos: la direcci\"f3

n que va a seguir la econom\"eda, el estado de derecho, el combate a la pobreza, la seguridad p\"fablica y el r\"e9gimen de propiedad. Nadie en su sano juicio puede objetar la importancia de llegar a consensos en estas materias a la brevedad posible.

\par

\par Nos encontramos en un punto crucial de la evoluci\"f3n del pa\"eds. La disputa por el poder arrecia, los candidatos, sobre todo en el frente pri\"edsta se multiplican y la diversidad de posturas e intereses se agudiza. Todo esto no es s\"f3

lo bueno, sino que deber\"eda ser aplaudido. Pero siempre y cuando lo que est\"e9 de por medio sea s\"f3lo aquello que no afecta las certidumbres b\"e1sicas, en el corto plazo, de la poblaci\"f3n. Es decir, tenemos que evitar una nueva crisis y, m\"e1

s importante en este momento, la par\"e1lisis que genera la percepci\"f3n de que pueda haber una crisis como resultado de las disputas pol\"edticas de los pr\"f3ximos quince meses. En el largo plazo lo m\"e1s trascendental, para bien o para mal, ser\"e1

la arquitectura pol\"edtica que se construya en los pr\"f3ximos a\"f1os, pues de ah\"ed derivar\"e1 la capacidad de desarrollo integral que logre el pa\"ed

s. Pero en el corto plazo lo esencial es eliminar la incertidumbre y suscribir acuerdos sobre los factores esenciales de la vida de la poblaci\"f3n. Es tiempo de articular un consenso sobre lo esencial para hacer posible lo importante.

\par Fin de articulo

\par

Una difícil transición

Luis Rubio

 Quizá el factor más sobresaliente e impresionante del proceso político que se sigue contra el presidente Clinton es la ligereza con que sus detractores hablan de la renuncia de un presidente. Como si la renuncia o el cambio de la parte más visible y representativa de un Estado -el jefe de gobierno y del Estado- fuese algo irrelevante y libre de consecuencias, aun en países tan fuertemente institucionalizados como los Estados Unidos. Esa ligereza tiene un paralelo evidente con el simplismo con que nuestros «transitólogos» han venido hablando del proceso de apertura política y eventual alternancia de partidos en el gobierno mexicano a nivel federal.  De acuerdo a su visión, todo lo que México tenía que hacer era consensar y aprobar una legislación electoral equitativa y adecuada para que todas las piezas del sistema político fueran cayendo solas en su lugar. La realidad ha probado ser mucho menos amistosa que la prescripción.

 

La remoción de un presidente es un tema extraordinariamente delicado.  Aunque prácticamente todas las naciones tienen procedimientos establecidos para tal circunstancia, así como para determinar el mérito de emprender ese camino, la realidad es que se trata de un curso de acción que muy pocos países han adoptado.  No es para menos. El jefe de un gobierno es usualmente la pieza nodal de todo sistema político, aun y cuando su poder se encuentre severamente acotado, como ocurre en las verdaderas democracias.  Es decir, aun cuando muy pocos presidentes en el mundo gozan de las extraordinarias facultades  y poderes que han caracterizado a la presidencia mexicana, el hecho de juzgar y/o remover a la cabeza de un gobierno entraña un proceso traumático incluso en circunstancias  estables y tranquilas.

 

De hecho, la transmisión del poder de un gobierno a otro luego de un proceso electoral (o del cambio en la correlación de fuerzas en un sistema parlamentario) son momentos clave para cualquier sistema político.  En ese proceso se generan tensiones, se producen nuevos acomodos de fuerzas políticas, se generan ganadores y perdedores y, en general, se ponen a prueba todos los mecanismos de estabilidad.  Cuando un país entra en un proceso de esta naturaleza – que va de las campañas electorales a las elecciones y de éstas al cambio de gobierno- somete al sistema político a una dura prueba.  Mucho más cuando se trata de un proceso traumático como el que ha capturado la atención del mundo en Washington en las últimas semanas.

 

La razón por la que Estados Unidos puede darse el lujo de emprender un juicio político de altos vuelos es porque cuenta con un sistema político extraordinariamente maduro; es decir, cuenta con instituciones probadas a lo largo de dos siglos lo que le otorga una enorme fortaleza al sistema político.  Aún así, un juicio político entraña, como hemos podido apreciar, fuertes tensiones que no dejan de crear enormes riesgos potenciales.  Si esas tensiones y riesgos se producen en un país que lleva más de cien procesos electorales ininterrumpidos a nivel federal a lo largo de más de doscientos años, ¿qué podremos decir de un país que apenas está entrando en su primera o segunda elección presidencial verdaderamente competitiva?.

 

La presidencia mexicana es, nadie lo puede dudar, el meollo del sistema político.  Por décadas, todo en el país se ha movido al ritmo del tambor presidencial. Aunque el organigrama formal del gobierno mexicano no es esencialmente distinto al de países verdaderamente democráticos, la realidad es que, desde Porfirio Díaz, la institución central del sistema político ha sido la presidencia, en tanto que los otros poderes federales -el legislativo y el judicial-, así como los locales, han servido a los objetivos e intereses del ejecutivo.  Si bien la centralidad de la presidencia ha venido disminuyendo en buena medida por la decisión y disposición del presidente Zedillo de promover el fortalecimiento de los otros poderes, es más que evidente que estamos muy lejos de contar con un sistema político moderno, caracterizado por pesos y contrapesos efectivos, un poder judicial no sólo independiente, sino también eficaz y, en general, de las instituciones políticas modernas que permitan garantizar la estabilidad del poder y la continuidad del gobierno. Para nadie es secreto que uno de los mayores factores de incertidumbre en la actualidad -que se manifiesta en diversas formas, pero es particularmente notorio en la drástica disminución de la inversión privada y de las elevadísimas tasas reales de interés- es la ausencia de garantías a la estabilidad política y continuidad económica. Es decir, es patente la incertidumbre que existe en la mente de los mexicanos sobre la estabilidad del poder, la continuidad del gobierno y sobre sus políticas esenciales.

 

Si uno acepta que la presidencia es la piedra de toque del sistema político mexicano, cualquier cambio en ésta entraña enormes riesgos, al igual que oportunidades.  Los «transitólogos» que limitaban su visión de la transformación y modernización del sistema político a la aprobación de una ley electoral equitativa y consensualmente aprobada se estaban empeñando en ver todas las oportunidades, pero en negar la existencia de riesgos.  El problema de esa manera de ver al mundo es que confunde el todo con una de sus partes. Las elecciones no son más que uno de los componentes de un sistema político. Las elecciones sirven para determinar quién -persona y partido- va a gobernar el país, pero no para determinar la forma en que el país se va a gobernar.  Nuestro problema medular en la actualidad se resume precisamente en la enorme incertidumbre que produce la falta de acuerdos sobre la forma de gobernarnos, sobre lo que debe preservarse entre un gobierno y otro y lo que es susceptible de modificación periódica.

 

Puesto en otros términos, la aprobación de la legislación electoral en 1996 y 1997 constituyó apenas el primer escalón de un largo proceso de transformación política que no ha avanzado mayor cosa.  En lugar de construir instituciones para garantizar la transición de un sistema político centrado alrededor de la persona del presidente a uno sustentado en reglas y procedimientos para la distribución del poder, en pesos y contrapesos efectivos y en la definición explícita de los derechos ciudadanos, nos hemos pasado los últimos años destruyendo lo que existía sin desarrollar nada a cambio.  Los priístas se han abocado a proteger sus intereses, a cerrar espacios, a enquistarse y a impedir el desarrollo de nuevas instituciones.  Quizá nada ilustra más la ceguera de los priístas que su negativa a reformar la ley orgánica del Congreso, pero la ofuscación que caracteriza su proceso de nominación del candidato presidencial es igualmente efusiva.  Los panistas han sido incapaces de proponer y construir un nuevo marco institucional que contribuya a encaminar al país hacia el fortalecimiento de un sistema político democrático y moderno. Incapaces de ofrecer una alternativa, los panistas han perdido la iniciativa política (y moral), al grado en que hoy son incapaces de explicar la naturaleza de sus acciones en años pasados, sobre todo su cooperación legislativa con el gobierno.  El PRD ha apostado todo al colapso de la economía y del sistema político actual.  En lugar de convertirse en el partido capaz de inclinar el equilibrio político en una dirección u otra a fin de afianzar un proceso de cambio político certero, la radicalización del PRD ha sido un factor decisivo en la generación de incertidumbre y parálisis.

 

Pero, en última instancia, los partidos no han hecho más que responder a los incentivos que tienen frente a ellos.  En ausencia de un claro y fuerte liderazgo gubernamental hacia una transformación política integral, los partidos inevitablemente se han abocado a nutrir y mantener a sus bases políticas tradicionales y a guiarse por una racionalidad política obtusa y muy limitada.  El resultado está a la vista: si bien comenzamos a adoptar algunas formas democráticas, la democracia en México no está siendo construida ni desarrollada.  Esto es producto de la parálisis gubernamental, pero también -y prominentemente- del simplismo con que se ha concebido la modernización política del país.  Tratándose de un cambio de brutal envergadura, un proceso de esta naturaleza tiene que ser construido paso a paso; la aprobación de una legislación electoral moderna era un paso necesario en ese proceso, pero dista mucho de haber sido suficiente. Lo menos que se puede decir del momento actual es que nuestras insuficientes instituciones políticas no pueden garantizar una transición política exitosa.  Urge abandonar la ligereza con que éste y otros temas han sido abordados y aprovechar los meses que quedan de aquí al próximo cambio de gobierno, a fines del 2000, para cambiar esta realidad.

 

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Patear al pesebre

 Luis Rubio

Valiente manera de unificar al país. La nueva Ley de Ingresos, que se aprobó a duras penas el penúltimo día del año pasado, no hace sino complicar la vida de los empresarios, desincentivar la inversión y reducir todavía más la transparencia en la actividad económica. El resultado era anticipable: no hay mexicano que no esté enojado con el gobierno. Más útil habría sido unificar a toda la población detrás de objetivos muy concretos y específicos en que virtualmente todos los partidos políticos pudieran coincidir, como las exportaciones y la inversión extranjera. Pero siempre es mejor la salida fácil y eso es lo que se hizo ahora, con un enorme costo para la economía del país, porque se trata de un paquete fiscal que drásticamente disminuye la competitividad del país.

 

La nueva Ley de Ingresos adolece de toda clase de males, muchos de los cuales han sido planteados y analizados por una gran diversidad de especialistas y observadores. Pero el peor de estos males no se encuentra incluido en alguno de los incisos de la propia ley, sino en la pobre visión que la anima.  La nueva ley constituye un revés a más de diez años de relativa consistencia, en términos generales, en la política fiscal. Se echan por la borda conceptos que ya habían pasado a formar parte del escenario empresarial y que habían cobrado arraigo, constituyéndose en modelos a seguir por un cada vez mayor número de empresas.  Lo que existía antes estaba lejos de ser perfecto; de hecho, la Ley de Ingresos previa era ya obsoleta pero, en perspectiva, al menos tenía dos virtudes muy simples: primero, la ley era al menos mínimamente consistente y, segundo, después de varios años de aplicación, las empresas ya habían hecho suyos los incentivos que ahí existían, como el que promovía la consolidación de grupos empresariales. La nueva ley está llena de contradicciones, abandona los incentivos que ya existían y no tiene consistencia alguna; su objetivo único es el de recaudar más, independientemente de las consecuencias. En lugar de ir para adelante nos lleva para atrás. Por ello, el cuestionamiento que surge de la nueva ley es si el gobierno sabe a dónde quiere llevar al país.

 

La nueva ley desincentiva la inversión, introduce enormes distorsiones a la actividad industrial, recrea un fuerte sesgo antiexportador, favorece el crecimiento de los precios y, por si lo anterior no fuera poco, introduce un nuevo elemento de burocratización en el pago de impuestos. Parecería difícil que un gobierno pudiera lograr todas estas cosas en una sola ley, pero eso es lo que el ejecutivo propuso y lo que la mayoría de los diputados aprobaron. Algunos ejemplos ilustran lo anterior.

 

Primero que nada, la nueva ley fiscal retorna al uso de los aranceles como fuente de ingresos fiscales. Una de las razones por las cuales se había abandonado este instrumento como mecanismo de recaudación de impuestos era que, aunque pudiese parecer paradójico, los aranceles reducen el atractivo de exportar. Uno puede observar cómo, en los años posteriores a la instrumentación de los diversos acuerdos comerciales que ha suscrito el país, hasta los empresarios más proteccionistas comenzaron a demandar la disminución de aranceles, pues muy pronto reconocieron que éstos servían más para reducir competitividad que para elevarla. Es decir, lo que conviene a las empresas que se modernizan y comienzan a exportar es gozar de los mismos costos que sus competidores. Cuando los aranceles hacen más caros los insumos de un empresario mexicano, su competitividad disminuye.

 

La nueva ley eleva los aranceles, con lo que se promueve exactamente lo opuesto de lo que sería deseable para el país y que, uno supondría, es precisamente lo que el gobierno debería avanzar. La nueva ley eleva los costos de las importaciones, afectando con ello los precios, reduciendo el atractivo de exportar, generando presiones salariales (porque los aranceles protegen más a los productores), reviviendo el debate sobre las facultades del Congreso en materia de aranceles y, en suma, disminuyendo la competitividad del sector más dinámico de la economía mexicana. Afortunadamente los aranceles sólo afectan a las importaciones de países con quienes no tenemos acuerdos comerciales, lo que reduce sus más nefastas consecuencias. Aun así, la ley va a tener el efecto de concentrar todavía más nuestro comercio con Estados Unidos y asustar a otros socios comerciales, como Europa, con quienes no tenemos acuerdos de comercio ya establecidos.

 

Segundo, la nueva ley reduce el incentivo a la inversión. La nueva ley elimina el recurso a la depreciación acelerada que contenía la vieja ley (que era muy favorable porque permitía que las empresas descontaran de sus impuestos cualquier peso de inversión adicional que realizaran -es decir, en el margen). La nueva ley disminuye drásticamente el incentivo a invertir porque permite la depreciación de la inversión que realice la empresa, pero solo en promedio. El tema parece arcaico y de importancia sólo para contadores, pero la implicación es enorme, pues ahora el costo de invertir será tan alto que muchos analistas económicos estiman que la inversión privada podría disminuir en más de veinte por ciento. Esto implica que habrá menor innovación tecnológica, que no se renovará la maquinaria con la velocidad deseable y que, en suma, las empresas retrasarán todavía más su modernización. Es decir, encima de los demás problemas que ya de por sí tenemos, a la Secretaría de Hacienda se le ocurre ahora castigar la inversión.

 

Tercero, el cambio en las reglas de consolidación de los balances de las empresas en un mismo grupo empresarial es otro tema que parece arcaico pero que es igualmente trascendental. Hasta diciembre pasado, las diversas empresas de un mismo grupo empresarial podían integrar sus balances y pagar impuestos exclusivamente sobre las utilidades netas. Es decir, los balances de las empresas que ganaban mucho dinero y las que perdían se integraban en un mismo estado financiero. Esto permitía que los grupos empresariales tuvieran la posibilidad de crear nuevos proyectos empresariales, realizar nuevas inversiones y competir en igualdad de circunstancias con grupos empresariales del exterior, lo que facilitaba su crecimiento, reducía el riesgo de cada inversión individual y promovía la conformación de grupos industriales grandes y fuertes. Muchas empresas chicas comenzaban a adoptar este mismo modelo, reconociendo las ventajas que ofrecía.

 

La nueva ley reduce el beneficio de la consolidación al 60%. El argumento de la SHCP es doble. Por una parte que el mecanismo sólo lo utilizaban las empresas grandes y por la otra que había muchos abusos. Ambos argumentos son plausibles, pero en cualquier caso son absurdos. Para comenzar, ningún empresario pierde dinero a propósito. La idea de consolidar tenía el objetivo de crear empresas fuertes a la vez que se propiciaba el crecimiento de la inversión productiva. El hecho de que la mayoría de los beneficiarios fueran empresas grandes denota la vitalidad y creciente competitividad con que se desempeñan esas empresas y la lentitud con que otras han podido crecer en los últimos años. La ley propone, en una palabra, debilitar a las empresas grandes y exitosas sin hacer nada por las medianas y pequeñas. Sumado este esquema al lenguaje de confrontación entre ricos y pobres que emplearon los funcionarios de la SHCP, nos encontramos con que la retórica y los conceptos populistas han penetrado hasta ese resquicio de un gobierno que, en las palabras al menos, defiende el desarrollo económico a partir de la inversión privada.

 

La insuficiencia de la recaudación fiscal es visible a todas luces. Pero su causa se encuentra menos en las leyes y diversidad de impuestos que en la incapacidad para cobrarlos. Si uno contabiliza el total de la producción del país y le resta las actividades que tienen tasa cero de IVA o están exentas del impuesto (como alimentos, medicinas, inversiones y exportaciones menos importaciones), resulta que la recaudación por ese concepto podría llegar a ser del doble de lo que ha presupuestado la SHCP. Es decir, la propia Secretaría reconoce su incompetencia e incapacidad para cobrar una enorme porción de los impuestos que en teoría se causan, por concepto de IVA. Puesto en otros términos, sin modificar lo que existía, el gobierno pudo haber incrementado sustancialmente la base de contribuyentes y, por tanto, la recaudación.  Lo fácil, como se puede apreciar en la nueva Ley de Ingresos, es cargarle la mano al causante cautivo y a todos los que cumplen con sus obligaciones fiscales. Lo necesario es una ley que eleve sistemáticamente la competitividad del país a la vez que expande la base de contribuyentes e incrementa sensiblemente los ingresos fiscales.

 

Además de sus obvias fallas, la nueva ley evidenció la total falta de adecuación entre el congreso y el gobierno. Los diputados fueron literalmente obligados a votar por una reforma torpe e inadecuada, la que no tenían capacidad de analizar como hubiera sido deseable.  Es imperativo profesionalizar al congreso por medio de la reelección de diputados y el fortalecimiento de sus cuerpos de análisis, además de iniciar el proceso de discusión y evaluación del presupuesto meses antes.  Lo que hoy tenemos, por parte del ejecutivo y del congreso, simplemente no funciona. Y peor, como este caso demuestra, las consecuencias del proceso actual pueden ser por demás perniciosas. Destruir la competitividad de lo poco que sí funciona en la economía es una forma un tanto burda de pretender gobernar al país.

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La oposicio¦ün y el PRI hacia el 2000

La oposicio¦ün y el PRI hacia el 2000

Luis Rubio

La historia del año 2000 todavía no está escrita. De hecho, las disputas dentro del PRI y entre los partidos y candidatos potenciales de la oposición apenas comienzan. Por lo pronto, lo que parece claro es que hay dos candidatos prácticamente definidos en los principales partidos de oposición, al menos tres precandidatos serios en el PRI y la posibilidad de que obtengan registro tres o cuatro nuevos partidos políticos que, aunque pequeños, traen con ellos el ímpetu de políticos ambiciosos y experimentados, lo que sin duda incorporará un nuevo elemento de ruido y efervesencia en la política nacional. Lo irónico es que estos nuevos partidos van a tener un enorme impacto en la historia que se escriba en las próximas elecciones federales del 2000.

Hay dos componentes cruciales que irán dando forma al escenario que se construya de aquí al mes de julio del 2000, y de ahí en adelante. Por el lado de los partidos de oposición al PRI la característica -y riesgo- fundamental es el de la fragmentación. Los partidos proliferan, los candidatos potenciales se multiplican y las disputas potenciales se agudizan. Si uno extrapola la historia pasada del país y del PRI, mientras más se fragmenta la oposición, mejor para el PRI. Una oposición excesivamente dividida y fragmentada fácilmente permitiría que el PRI ganara con un porcentaje bajísimo de los votos.

El otro componente del escenario que va conformándose para el 2000 tiene que ver con el PRI. Para los expertos en las teorías de la conspiración, todo lo que ocurre dentro del PRI es siempre producto de una administración maquiavélica que todo lo organiza, supervisa y anticipa. Si ese esquema alguna vez fue real, es más que evidente que está lejos de operar en la actualidad. Hoy en día el PRI experimenta una lucha intestina de profundas dimensiones que, aunque seguramente reminiscente de pasado, se caracteriza por una diferencia medular: hoy en día no existe ese gran elector que dominaba el proceso, imponía disciplina y cobraba facturas y favores a diestra y siniestra. En adición a lo anterior hoy domina al PRI un sentido de desesperación y temor y un ánimo de venganza que fácilmente podría alterar el proceso de selección de un candidato, creando situaciones inéditas en el PRI. Puesto en otros términos, la división del PRI ya no es un escenario inimaginable.

La conjunción de estos dos factores -la fragmentación dentro de la oposición y el potencial de división dentro del PRI- va a determinar lo que ocurra en el 2000. Quizá lo más importante es que ni el PRI ni los partidos de la oposición van a definir por sí mismos el devenir del país: será la conjunción de ambos procesos la que lo defina.

La dinámica dentro del PRI es quizá la más violenta. Dentro del PRI hay un candidato cada vez más obvio y prominente, promovido desde el gobierno. Francisco Labastida es sin duda el candidato del gobierno, candidato que ha logrado conciliar los puntos de vista e intereses internos que se manifiestan dentro del gabinete. Entiende la dinámica que anima a los economistas del gobierno, pero no goza de la confianza de los sectores más duros y dinosáuricos del partido ni de mayor popularidad entre la sociedad. Como su predecesor en su puesto actual, su mayor vulnerabilidad reside en que cualquier día lo sorprendan con una matanza o algo similar, como la sucedida en Acteal. Por lo anterior, más que querer permanecer en su puesto para fortalecerse cada vez más, como hubieran preferido sus predecesores en sexenios anteriores, lo que le urge es reducir su enorme vulnerabilidad. Cuenta con el apoyo del aparato gubernamental, cuya fuerza, cuando bien estructurada y empleada, puede ser todo menos despreciable.

Pero en contraste con el pasado, hay por lo menos otros dos candidatos con gran potencial en el PRI. Manuel Bartlett ha ido construyendo una plataforma política que rompe con muchos de los cartabones tradicionales. Se ha dedicado a establecer una base de credibilidad a partir de su gestión gubernamental en Puebla, misma que tiene un fuerte componente de confrontación con la oposición, particularmente con el PAN. Su planteamiento es mucho más moderno y menos dinosáurico de lo que con frecuencia se le atribuye, pero eso no le quita los pasivos del pasado con que carga. Por una parte muestra un profundo desprecio por la oposición, mismo que está perfectamente empatado por el odio que ésta le profesa. Mucho de esto proviene del pasado, pero mucho refleja prejuicios, preconcepciones y, sobre todo, los dogmas -que ambas partes cargan- de un paradigma político que ya no se aplica, ni se va a aplicar en el futuro, a la realidad del país. Por otra parte, y trascendental, Bartlett carga con el sambenito de las acusaciones que le ha hecho la agencia antidrogas norteamericana. Verídicas o falsas, esas acusaciones fácilmente podrían llevar a que este candidato fuese nominado el narco candidato por la prensa estadounidense, lo que de inmediato pondría en un brete su candidatura y al país en su conjunto.

Roberto Madrazo es sin duda el candidato de los grupos más duros y dinosáuricos del partido. Si bien puede ser no más que una ficha de negociación para esos grupos, la candidatura demuestra la fuerza que están dispuestos a articular esos intereses. Sus activos personales son mucho menores que los de sus dos competidores personales, pero sus apoyos -en términos de recursos, redes, relaciones y capacidad política- más que compensar esas deficiencias. Lo menos que se puede decir de los candidatos, y del PRI en general, es que la temperatura, los golpes bajos y no tan bajos no pueden más que ascender.

La suma de lo anterior es que el PRI va que vuela a una confrontación interna. Dos de los precandidatos formaron parte de la administración que persiguió o marginó a muchos de los priístas duros más prominentes en los ochenta. Después de esa experiencia, es poco probable que los duros estén dispuestos a ceder, a menos de que logren garantías e impunidad absolutas. Esto constituye un ingrediente casi inevitable para un choque interno en el partido. Obviamente la característica medular del PRI, y que lo diferencia en forma absoluta de los partidos de oposición, es su pragmatismo. Los priístas están perfectamente conscientes de los riesgos de perder la presidencia, por lo cual su objetivo es no sólo mantener (muchos de ellos dirían recuperar) la presidencia, sino también recuperar la mayoría en el congreso.

Pero las diferencias entre los priístas no se pueden menospreciar. De por medio van intereses, egos, vanidades, pertenencia a grupos e, incrementalmente, el desprecio que unos tienen por la capacidad de los otros. Este tipo de disputa ha sido una característica histórica del PRI, con la cual ha sabido lidiar generalmente bien, por lo que no es imposible que el conflicto bien pueda evitarse, dejando al partido con un candidato de unidad. Pero, en ausencia de un gran elector capaz de conciliar intereses, imponer disciplina y articular una candidatura única, esto va a ser mucho más dificil que en cualquier época previa. La división del PRI no es un escenario imposible ni descartable, lo que abre una verdadera oportunidad para la oposición.

Pero la oposición sólo tendrá una oportunidad si no se divide en exceso. Independientemente de los impedimentos legales a las coaliciones, la nominación de un candidato de unidad entre el PAN y el PRD parece imposible. El PRD tiene dueño y no va a ceder su corona. Las disputas entre ambos partidos en estos dos años de cogobierno en el congreso y el discurso radical y antipanista del presidente del PRD hacen prácticamente imposible pensar que el PAN cedería la candidatura al PRD o viceversa. Salvo que el PRD abandone a su candidato vitalicio, un candidato de unidad es imposible y sin ese candidato el atractivo del PRD disminuye drásticamente. Además, las encuestas muestran que el voto ideológico o duro de ambos partidos tiene como segunda preferencia al PRI antes que al PAN o al PRD, según sea el caso. El beneficiario de un escenario de unidad podría ser, paradójicamente, el PRI.

Más importante para el devenir de la oposición -y del país- es lo que ocurra con los partidos chicos -el PT y el Partido Verde y, sobre todo, con los partidos que adquieran nuevo registro en los próximos meses, particularmente aquellos lidereados por Manuel Camacho, Dante Delgado y Gilberto Rincón Gallardo. De no alterarse la tradicional propensión a que la vanidad (y racionalidad individual) domine a las decisiones de la oposición en el país, lo que es anticipable es una nueva proliferación de candidatos. No se puede disminuir, además, que en una lógica estríctamente individual, lo que más conviene a los partidos chicos es contar con candiatos propios a la presidencia que sean ruidosos y cautivadores bajo el entendido de que el apoyo a un candidato presidencial usualmente genera votos para el conjunto del partido. Pero la proliferación de candidatos fragmenta el voto opositor, abriéndole la puerta grande al PRI. La paradoja de lo anterior es que lo que es bueno para los partidos chicos -más votos y más curules- es benéfico para el candidato presidencial del PRI. Pero sin curules, los partidos chicos no existen. Por ello, la forma en que se resuelvan estos dilemas va determinar mucho de lo que ocurra en el 2000.

En todos los países existe un porcentaje relativamente elevado del electorado que vota sistemáticamente por un mismo partido. En México ese grupo, según las encuestas, ha disminuido en los últimos años y se coloca alrededor del 50% a 60% del electorado. Esto quiere decir que el 40% a 50% restante va a decidir lo que pase en el 2000 y va a determinar mucho de la historia futura del país. Además, esta enorme porción del electorado se siente desamparada, sin sentido de dirección y sin claridad para el futuro. La causa de la volatilidad es más que evidente.

Los partidos y sus candidatos van a tener la propensión a criticar lo que existe y describir su Nirvana personal para el futuro. Lo más probable es que quien pueda ofrecer seguridades y garantías de un futuro claro, de un sentido de dirección y, sobre todo, de esperanza, gane a buena parte de este electorado volátil. Nuestro problema de fondo es la enorme incertidumbre que produce la dispersión de posturas de los partidos y candidatos sobre los temas que importan a la población, sobre todo con relación a la economía, la seguridad pública y, en general, el futuro. A diferencia de los políticos, la población sólo pide saber para dónde.

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Las causas del enojo popular

Las causas del enojo popular

Luis Rubio

La indignación popular contra el gobierno que se hizo manifiesta en el pasado mes de diciembre no es producto de la casualidad. Tampoco es resultado de la política económica en sí misma, ni de un diseño maquiavélico de los partidos de oposición. La indignación es producto de una percepción no muy equivocada de que los costos de la crisis y el ajuste de los últimos años no han sido igualmente distribuidos entre la sociedad y el gobierno. El gobierno ha sido totalmente incapaz de explicar la motivación de sus acciones o de convencer a la población de la bondad de sus objetivos, con lo que ha ido aumentando este sentimiento de indignación. A menos de dos años del cambio de gobierno más esperado de la historia, todavía es tiempo de revertir el tiempo vilmente desperdiciado.

El deterioro en los niveles de vida de los mexicanos es no sólo plausible, sino lacerante. Literalmente todas las familias mexicanas, de todos los niveles económicos, han visto cómo se erosionan no sólo sus ahorros e ingresos, sino también sus aspiraciones y expectativas. Las familias más pobres, que nunca han tenido ingresos significativos, han perdido toda esperanza de lograrlos. Las familias más pudientes han visto mermadas sus expectativas y, si bien no tienen problema alguno de subsistencia, han visto transformada su realidad económica y familiar. La gran mayoría de los mexicanos, que se concentra entre los dos grupos sociales anteriores, ha visto pulverizadas sus expectativas, destruidos sus ahorros y, en muchísimos casos, perdida la oportunidad de adquirir el más básico de los activos ansiados por toda familia, una casa pagada y saldada. Es rara la familia en la que no hay desempleados o personas que no encuentran empleo. Los niveles de vida de todos los mexicanos se han deteriorado de una manera trágica y eso sin contar con la creciente inseguridad pública que reduce todavía más la calidad de vida de toda la población.

Algo semejante ha ocurrido con las empresas. Hoy en día hay dos tipos de empresas en el país: las que han hecho cambios radicales en su estructura y modo de operar y las que no han hecho nada. Las empresas que se han transformado han hecho esfuerzos verdaderamente ejemplares por elevar sus niveles de productividad, por reducir sus costos, por abrir nuevos mercados, por eliminar gastos suntuarios y, en una palabra, por tornarse competitivas en un ambiente nacional e internacional extraordinariamente difícil. Estas empresas han tenido que transformarse completamente y lo han hecho en medio de una contracción brutal del mercado nacional (baste recordar la contracción de aproximadamente 15% que experimentó el mercado interno en 1995 y más el consumo, mismo que no se recuperó sino hasta el año pasado) y de una creciente competitividad proveniente de sus principales rivales internacionales, sobre todo después de las devaluaciones que sufrieron las monedas de las economías del sudeste asiático. De todas estas empresas, las que en este proceso aprendieron a exportar han logrado salir adelante y comenzado a ofrecerle al país la que es, literalmente, la única fuente de esperanza para el futuro. Las que se transformaron pero no exportan han quedado un paso atrás: al menos han logrado sobrevivir.

El problema son las empresas que no se han transformado ni han aprendido a competir, ni se han dado cuenta de que el futuro va a ser radicalmente distinto al pasado. Todas esas empresas no han dado los pasos cruciales para sobrevivir y, confiadamente, comenzar a construir una salida exitosa para el futuro. Sin un cambio radical, esas empresas no sobrevivirán ni podrán mantener, ya no digamos crear, las fuentes de empleo que los mexicanos demandan de manera desesperada. En realidad, estas empresas se han comportando como el gobierno, como si el ajuste a las nuevas realidades fuese algo opcional.

El deterioro de la economía familiar y empresarial es patente. Pero ésta no es la primera vez que ocurre algo así. El país ha pasado por muchas crisis a lo largo de las últimas décadas y, aunque todas indudablemente deterioraron la imagen del gobierno, ninguna había tenido el efecto de desacreditarlo de una manera tan brutal como la actual. La pregunta es por qué. Mis hipótesis, en buena manera complementarias, son dos. Una es que el gobierno comenzó dándose un tiro en su propio zapato y la otra es que el sufrimiento que ha experimentado la población no ha sido compartido por el gobierno y todo mundo lo sabe.

La primera hipótesis parece tan obvia que no debería ser necesario esbozarla. Sin embargo, por su manera de actuar, es evidente que el gobierno todavía no la reconoce a cabalidad. La devaluación de 1994 fue tan traumática para la nueva administración, que no encontró mejor salida que la de culpar al gobierno anterior de la devaluación misma y de todos los males que la precedieron y que la acompañaron. En el camino no sólo desacreditó, con o sin razón y justificación, a los individuos responsables del manejo económico y político del sexenio pasado, sino que acabó con la legitimidad de toda la política económica. Es decir, en lugar de limitar sus ataques y críticas a las personas del gobierno anterior, el gobierno actual acabó por minar la credibilidad de toda la estrategia de apertura económica, de manejo austero de las finanzas públicas y de privatización y liberalización de la economía. En otras palabras, el gobierno actual, que en lo esencial comparte la noción de que la liberalización económica es el vehículo adecuado para reconstruir a la economía, la desacreditó y acabó haciéndose harakiri. El gobierno mismo ha sido su peor enemigo.

La otra hipótesis es que el sufrimiento que ha experimentado la población no ha sido compartido por el gobierno. Todos los mexicanos han tenido que ajustar sus niveles de vida, excepto el gobierno. El gasto corriente gubernamental no ha disminuido como porcentaje del PIB, lo que implica que el gobierno y sus funcionarios no han tenido que realizar ajuste alguno en sus prebendas, privilegios y gastos. Hay empresas paraestatales que, en el meollo del debate presupuestal del mes pasado -en el que el gobierno se distinguió por afirmar que los recortes habían llegado hasta el hueso- se dieron el lujo de comprar centenares de vehículos último modelo para sus desgastados funcionarios. Lo que es peor, todos los dolorosos recortes que han sido realizados en los últimos meses lo han sido para la población, pero no para la burocracia, pues se refieren a inversiones que dejaron de realizarse y que hubieran tenido por beneficiarios a mexicanos comunes y corrientes. En cambio, el gasto corriente del gobierno no ha dejado de aumentar, el número de burócratas ha crecido y, al parejo, han aumentado las regulaciones y restricciones que no tienen otro efecto que el de obstaculizar el desarrollo de legítimas actividades empresariales, que son las únicas capaces de generar riqueza y empleos productivos y, por lo tanto, perdurables.

El contraste no sería tan terrible y preocupante si lo único que estuviera de por medio fuera el gasto corriente del gobierno. La realidad es que, por encima del gasto gubernamental, se encuentra la pila de errores que se han venido acumulando, con un costo aterrador para el país y los mexicanos. Los imperdonables errores en que incurrieron los funcionarios gubernamentales en el llamado rescate bancario, que hicieron que su costo, calculado en sus inicios en algunos miles de millones de dólares (incluyendo en ese monto la totalidad de los fraudes bancarios), se convirtiera en una bola de nieve de más de sesenta mil millones de dólares. La tardanza en reconocer el tamaño de la deuda y del problema- del Fobaproa, por citar el ejemplo más obvio y costoso, harán que, para fin de este año, el fondo acumule pasivos equiparables al total de la deuda externa que el país ha venido contratando en casi doscientos años de vida independiente. Y peor, esa cifra no incluye el basurero colectivo de todos los errores financieros de la última década en que se ha convertido NAFINSA. A la arrogancia en el manejo de las finanzas públicas se viene a sumar el costo de errores garrafales e inconfesables.

Frente a la lacerante caída en los niveles de vida de los mexicanos y la creciente disponibilidad de información y acceso a los asuntos públicos, incluidos los errores gubernamentales, es fácil explicar la indignación popular contra el gobierno. Es indudable que las campañas del PRD han ayudado a desacreditar al gobierno y a la política económica, pero esas campañas han prendido por la incapacidad gubernamental para organizarse, defenderse, ofrecer resultados y convencer a la población.

La iniciativa de ley de ingresos para este año ofreció la ventana más generosa a la problemática que padecemos. El gobierno pudo haber planteado el dilema real que enfrenta el país en términos muy simples: la caída de los precios del petróleo nos ha hecho más pobres y eso exige que todo mundo -gobierno y población- coopere para salvar este momento de emergencia. Ningún mexicano razonable se hubiera resistido a un llamado como ese. En lugar de eso, lo que el gobierno hizo fue unificar a todos los mexicanos en su contra, realmente sin necesidad. El reloj político avanza sin cesar, pero la crisis que el gobierno se empeña tanto en evitar, la está provocando minuto a minuto.

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¿Año de pactos?

Luis Rubio

 1999 será la última oportunidad para que los partidos definan las reglas del juego de la sucesión presidencial. Los acuerdos contenidos en la reforma electoral de 1996 y 1997 establecieron los cimientos para que los mexicanos podamos contar con un proceso electoral limpio y respetado por todos. Pero esos acuerdos resolvieron sólo la mitad de la ecuación: la del mecanismo a través del cual los mexicanos vamos a decidir quién habrá de gobernarnos. Lo que no ha quedado resuelto es la manera en que habrá de funcionar el gobierno emanado de esa elección o, lo que es lo mismo, las reglas de la transición misma. Es decir, la mayor fuente de conflicto político en la actualidad ya no reside en el proceso electoral, sino en la indefinición que hoy vivimos respecto a lo que es permanente y lo que puede ser cambiado en el proceso de gobierno. Si esa indefinición no se resuelve pronto, los próximos dos años se caracterizarán por una parálisis permanente en anticipación al mundo de lo desconocido que se instaurará el día posterior a la elección presidencial y con consecuencias para los años posteriores por la falta de inversión.

 

La idea de pactar una transición no es nueva. Además de los precedentes originados en España y, parcialmente, en Chile, que animan a muchos de los proponentes de un pacto, ya en 1994 el llamado Grupo San Angel había invitado a los entonces candidatos en contienda a que endosaran el documento intitulado Veinte Compromisos por la Democracia. En 1997 el presidente Zedillo  convocó a la definición de un conjunto de Políticas de Estado para garantizar la continuidad de la política económica y crear, con ello, una base de certidumbre para los ahorradores e inversionistas. Más recientemente, el presidente del PAN, Felipe Calderón, propuso la negociación de un pacto para la transición. Todas y cada una de estas convocatorias constituyen intentos por evitar una crisis en el año 2000, así como una invitación a definir los procedimientos que permitan la continuidad del gobierno a partir del día de la elección y hasta que quede asentado el nuevo gobierno.

 

Se trata de esfuerzos sin duda encomiables, pero todos adolecen de un problema central: el que ninguno quiera comprometerse a ellos a menos de que el resto lo haga (que es lo que los especialistas consideran un dilema típico de acción colectiva). Todos los partidos temen ser los primeros en firmar, con lo cual le generarían un viaje gratuito a los demás. Es decir, todos los partidos creen que ganan si todos participan pero que pierden si sólo algunos lo hacen. Dada la forma en que el PRD ha venido socavando a sus contrincantes, sobre todo al PAN, con el tema del Fobaproa, es natural que los partidos muestren una extraordinaria reticencia a comprometerse a cualquier cosa, así sea mínima. Ese es el problema de los partidos. El otro lado de la moneda es que los partidos no gozan de mayor credibilidad en la actualidad, lo que hace menos relevante el pacto de lo que podría parecer a primera vista.

 

En pocas palabras, nos encontramos encerrados en un círculo vicioso. El país requiere certidumbre, pero los que la tienen que crear no cuentan con capacidad o poder para hacerlo. Peor, no hay mayor consenso sobre los contenidos de esos supuestos acuerdos.  Para el presidente lo esencial es acordar la continuidad de la política económica, sobre todo la perseverancia en el mantenimiento de un conjunto de equilibrios elementales en materia fiscal, en la cuenta corriente de la balanza de pagos y en la apertura de la economía. Para el PAN lo esencial son temas como: la existencia de pesos y contrapesos, los equilibrios entre los poderes públicos y los distintos niveles de gobierno, y la definición de reglas en materia de la revisión de la cuenta pública (que es trascendental, pues esto reduciría la propensión a la revancha permanente, como viene ocurriendo en el Distrito Federal en la actualidad). El PRD no se ha manifestado sobre la idea de un pacto, pero sus miembros seguramente siguen con mucho cuidado el debate en la materia. A la fecha, su estrategia ha sido la de radicalizar el lenguaje y denunciar cualquier negociación, pero muchos de sus miembros más prominentes saben bien que no es suficiente querer el poder para alcanzarlo y, sobre todo que, para poder alcanzarlo, el partido y su candidato tendrán que convencer al electorado de los objetivos que perseguirían una vez en el poder. En este momento lo único que es obvio es que el PRD cree que le toca la silla nada más porque sí. Parecería evidente que el PRD, más que el PAN y el PRI, debería estar preocupado por pactar.

 

Aunque a muchos políticos les parezca increíble, sus actos y retórica tienen consecuencias en la sociedad. La retórica de muchos de los principales líderes del PRD, por ejemplo, ha tenido el efecto de generar la percepción de una crisis inevitable para el final del sexenio.  Muchos miembros de ese partido no sólo pronostican una crisis, sino que se regocijan ante la posibilidad de que se consume, bajo esa peculiar -y sumamente peligrosa-  noción de que si hay una crisis el PRD se beneficiaría. Para el PRD sería muy difícil abandonar la retórica radical, toda vez que el partido nació precisamente para oponerse a la política económica. Sin embargo, la paradoja de esta situación es que el partido que más podría beneficiarse de la existencia de un pacto sería precisamente el partido más reticente a endosarlo, el PRD, toda vez que, de comprometerse a una determinada línea de política económica, la incertidumbre en torno al probable manejo económico de un gobierno emanado del PRD disminuiría de inmediato.

 

La anticipación generalizada de una crisis para el final del sexenio está causando estragos en la economía ya desde ahora. Muchas inversiones seguramente se van a posponer y mucha gente dejará de adquirir casas o bienes durables como refrigeradores o televisores simplemente porque la expectativa de una posible crisis lleva a los humanos a volverse en extremo conservadores. Todo esto casi garantiza que no habrá crisis en el año 2000, pero también asegura que la economía va a crecer mucho menos y que se van a generar menos empleos de lo que de otra manera hubiera sido posible. En cierta forma, en lugar de crisis acabaremos teniendo una parálisis en las inversiones y en el ahorro, pero también en las actitudes de la población. Todo mundo estará a la espera de lo que vaya a pasar en ese día mítico de julio del 2000 y en los meses posteriores.

 

Quienes propugnan por un pacto lo hacen porque están seguros de que es posible remontar el escenario de parálisis que parece comenzar a enraizarse. Hay dos interrogantes al respecto. Una es qué debería contener el supuesto pacto y la otra es quién tendría que convocarlo. Aunque las respuestas podrían parecer evidentes, ninguna de las dos preguntas es fácil de resolver. El contenido del pacto evidentemente tendría que incluir elementos tanto económicos como políticos. Un país no se construye ni de pura política ni de pura economía, sino de la combinación de las dos. A la fecha, el PAN no ha querido involucrarse en la temática económica en buena medida porque el PRD la ha desacreditado en forma gratuita. Por su parte, el gobierno (¿y el PRI?) ha evadido la temática política, toda vez que no quiere minar a ninguno de los intereses que son parte integral de su partido. Lo que es evidente es que no tendremos pacto alguno si éste no contiene acuerdos básicos y trascendentes tanto en el ámbito económico como en el de la construcción de los pilares de un sistema político moderno que acabe, de una vez por todas, con las fuentes que le otorgan al PRI un poder extraordinario (más allá de lo electoral).

 

Pero la discusión sobre los contenidos de un potencial pacto no debe distraernos sobre el otro factor elemental: los convocantes. Por definición, un pacto tiene que ser entre élites, pues se trata de obligar a los gobernantes actuales y futuros a que establezcan límites a su ámbito de acción. Se trata, en una palabra, de que los aspirantes al poder acepten, y se autoimpongan, límites en caso de llegar al poder. En este sentido, el pacto tendría que ser producto de un acuerdo entre los partidos políticos, con la activa participación de otros poderes relevantes en la sociedad mexicana, como podrían ser los sindicatos, las cámaras empresariales, la Iglesia y demás. Dado el extraordinario nivel de incredulidad que actualmente caracteriza al país, un pacto de élites es indispensable no sólo para dar continuidad a la vida cotidiana del país, sino también para reducir la incertidumbre y comenzar a fortalecer nuestras debilitadas instituciones. Evidentemente, para que funcione, un pacto tiene no sólo que satisfacer a la población en su contenido, sino también en la certidumbre que genera. En la actualidad, todos los naturales pactantes gozan de extraordinaria ilegitimidad. Más vale que comencemos a cambiar esa realidad.

Incongruencias

La creciente competencia política que experimenta el país ha comenzado a remover muchos de los vicios y tendencias paralizantes que por décadas caracterizaron al sistema político. El otro lado de la misma moneda es que el crecimiento de la competencia política también está evidenciando todas las contradicciones que caracterizan al sistema. En la medida en que se desmantelan los diversos componentes de la vieja presidencia propensa a la autocracia, van emergiendo las incongruencias, los obstáculos y las debilidades del sistema en su conjunto. Esto implica que los riesgos también crecen y se hacen cada vez mayores. Es tiempo de atenderlos.

 

Las incongruencias son patentes en todos los ámbitos, pero no son culpa de los actores políticos actuales. El viejo sistema tenía su propia lógica y todos sus componentes cuadraban entre sí. Evidentemente no era un sistema democrático, pero existían diversos mecanismos de participación que dieron forma a las estructuras partidistas, al sindicalismo oficial, a las peculiares formas de comportamiento de los poderes judicial y legislativo y, en general, a la relación sociedad-gobierno. El elemento central de toda esta estructura era la presidencia de la República, alrededor de la cual giraban todos los grupos, intereses e instituciones de la política mexicana. Bueno o malo, el viejo sistema tenía una racionalidad de la que se derivaban relaciones, comportamientos y organizaciones no sólo dentro del gobierno, sino de la sociedad en general.

 

Toda esa estructura se ha colapsado. En el curso de las últimas dos décadas experimentamos un proceso gradual, en ocasiones violento, de cambio político que se manifiesta en todos los campos, pero es particularmente notorio en tres puntos muy específicos: la erosión de la presidencia, la legalización plena de  procesos electorales competitivos y equitativos y el crecimiento del PAN y del PRD como partidos gobernantes en estados y municipios en diversas localidades del país. A lo anterior se suma la decisión expresa del presidente Zedillo de abandonar cotos de poder tradicionalmente explotados a ultranza desde la presidencia. Es decir, el sistema político tradicional se ha desmoronado en los últimos años.

 

Pero el desmoronamiento del viejo sistema político no ha venido acompañado del desarrollo de nuevas estructuras políticas e institucionales. De hecho, quizá uno de los mayores vicios del proceso de cambio político en que vivimos es que nunca hubo un rompimiento entre el viejo sistema y la nueva realidad. A diferencia de transiciones políticas como la de España y, en menor medida, las de Chile o Argentina, en México no ha habido un quiebre definitivo entre el viejo régimen y el del presente y futuro, que todavía está en ciernes. La muerte de Francisco Franco constituyó un hito absoluto, perfectamente identificable en la política española. Aunque evidentemente la muerte de la cabeza del viejo régimen no entrañaba la destrucción total de ese sistema, el simbolismo de su desaparición fue incontenible. Ningún español, político o no, podía afirmar que el mundo posterior a Franco seguía siendo el mismo.

 

El caso de México es muy distinto. Ninguna persona razonable podría afirmar que la presidencia actual en México es semejante a la que caracterizó al país en los sesenta. Sin embargo, nadie puede afirmar que el régimen de los sesenta ha sido plenamente substituido por un sistema político democrático, representativo y, mucho menos, funcional. Si bien el poder real de la presidencia ha disminuido en forma extraordinaria y el de la sociedad ha crecido en forma también significativa, la realidad es que la mayor parte de las organizaciones, instituciones y estructuras políticas, incluyendo a las partidistas, siguen siendo prácticamente idénticas a las de antaño. Esto genera incongruencias y obstáculos que impiden el desarrollo del país.

 

Algunos ejemplos son muestra más que fehaciente de lo anterior.  El primero de ellos tiene que ver con lo problemático que resulta la forma en que se estructuran (o conforman) los liderazgos de los partidos de oposición. En todos los países caracterizados por partidos políticos fuertes, el liderazgo de los partidos se encuentra en el poder legislativo. De esta manera, la voz del liderazgo y la voz del partido es una y la misma. En México nos encontramos con el absurdo de que ese liderazgo está dividido: por un lado está el líder del grupo parlamentario de cada partido en el Congreso y, por otro, el líder nacional del mismo. Esto lleva a confusiones y contradicciones permanentes. Por ejemplo, lo común es que sean los presidentes de los partidos quienes negocien con el gobierno en materia política y legislativa; sin embargo, son los diputados quienes tienen que votar. Los presidentes de los partidos se pueden comprometer a una determinada política, pero son los líderes de la bancada quienes tienen que hacer cumplir el compromiso. Con la mayor frecuencia, la visión y objetivos de unos y otros son contradictorios. La solución evidente sería que los presidentes de los partidos fuesen legisladores; sin embargo, uno de los componentes del viejo sistema político, la no reelección, lo impide. El actual presidente del PAN fue diputado en la legislatura anterior, pero no lo es ahora por ese obstáculo. Se trata de un impedimento mayúsculo -además de torpe e innecesario- al desarrollo político, a la estabilidad y a la democratización del país.

 

La no reelección de los legisladores causa toda clase de vicios. Dicen los políticos que aspiran a la democracia; sin embargo, los intereses que avanzan con gran frecuencia son los propios o los de sus líderes partidistas. Al día de hoy son los partidos -y no los electores- quienes determinan la carrera política de los individuos. Una vez que pasa la elección de un diputado o senador, su relación con la población desaparece, pues ésta no tiene la menor posibilidad de influir sobre su desempeño y desarrollo futuros. De haber reelección, los diputados y senadores tendrían que volverse plenamente responsivos y responsables ante sus electores, pues son éstos los que los premiarán o castigarán en la siguiente elección. Sin reelección, la noción de que los diputados son representantes del pueblo es simplemente absurda.

 

Una de las actividades más rentables que desarrolló el PRI a lo largo de las décadas fue lo que llamaban “gestoría”. El partido contaba con oficinas dedicadas a ayudarle a ciudadanos específicos a resolver problemas burocráticos. Este era un mecanismo que le permitía al partido cumplir al menos alguna de las funciones de representación que los ciudadanos de países democráticos como Inglaterra, Estados Unidos y Alemania dan por hecho. Con los cambios políticos de los últimos años, esa gestoría se ha debilitado y ninguno de los partidos distintos al PRI parece haberla desarrollado con mayor interés. Las viejas estructuras nos siguen dominando.

 

Un vicio particularmente estridente en la actualidad es el que se ha creado como resultado de una relación entre poderes (ejecutivo-legislativo) poco definida y muy conflictiva. A pesar de que la mayoría legislativa está controlada por partidos distintos al PRI, la burocracia federal sigue impidiendo que el Congreso cumpla con muchas de sus funciones. Se le niega información, se le imponen condiciones, se le limitan recursos. Las disparidades en poder real, capacidad analítica y disponibilidad de información entre el poder legislativo y el ejecutivo son abismales. Esta situación que la burocracia del ejecutivo con frecuencia festeja, se traduce en una política de denuncia por parte de los partidos de oposición. En lugar de ser corresponsables de sus decisiones, los diputados lógicamente se dedican a abusar del lenguaje y a crear un clima de crisis permanente.

 

Las incongruencias entre las aspiraciones de democracia que enarbolan los partidos políticos y la realidad son patentes para todo aquél que las quiera ver. Quizá lo más grave de estas incongruencias es que no estamos avanzando en el terreno de la construcción de un sistema político funcional y representativo, sino en el del desmantelamiento de lo que existía. La pregunta es con qué nos quedaremos cuando se alcance ese fin inexorable.

Fin de articulo

 

ARTICULO PARA PUBLICARSE EL 3 DE ENERO DE 1999

¿Año de pactos?

Luis Rubio

 

1999 será la última oportunidad para que los partidos definan las reglas del juego de la sucesión presidencial. Los acuerdos contenidos en la reforma electoral de 1996 y 1997 establecieron los cimientos para que los mexicanos podamos contar con un proceso electoral limpio y respetado por todos. Pero esos acuerdos resolvieron sólo la mitad de la ecuación: la del mecanismo a través del cual los mexicanos vamos a decidir quién habrá de gobernarnos. Lo que no ha quedado resuelto es la manera en que habrá de funcionar el gobierno emanado de esa elección o, lo que es lo mismo, las reglas de la transición misma. Es decir, la mayor fuente de conflicto político en la actualidad ya no reside en el proceso electoral, sino en la indefinición que hoy vivimos respecto a lo que es permanente y lo que puede ser cambiado en el proceso de gobierno. Si esa indefinición no se resuelve pronto, los próximos dos años se caracterizarán por una parálisis permanente en anticipación al mundo de lo desconocido que se instaurará el día posterior a la elección presidencial y con consecuencias para los años posteriores por la falta de inversión.

 

La idea de pactar una transición no es nueva. Además de los precedentes originados en España y, parcialmente, en Chile, que animan a muchos de los proponentes de un pacto, ya en 1994 el llamado Grupo San Angel había invitado a los entonces candidatos en contienda a que endosaran el documento intitulado Veinte Compromisos por la Democracia. En 1997 el presidente Zedillo  convocó a la definición de un conjunto de Políticas de Estado para garantizar la continuidad de la política económica y crear, con ello, una base de certidumbre para los ahorradores e inversionistas. Más recientemente, el presidente del PAN, Felipe Calderón, propuso la negociación de un pacto para la transición. Todas y cada una de estas convocatorias constituyen intentos por evitar una crisis en el año 2000, así como una invitación a definir los procedimientos que permitan la continuidad del gobierno a partir del día de la elección y hasta que quede asentado el nuevo gobierno.

 

Se trata de esfuerzos sin duda encomiables, pero todos adolecen de un problema central: el que ninguno quiera comprometerse a ellos a menos de que el resto lo haga (que es lo que los especialistas consideran un dilema típico de acción colectiva). Todos los partidos temen ser los primeros en firmar, con lo cual le generarían un viaje gratuito a los demás. Es decir, todos los partidos creen que ganan si todos participan pero que pierden si sólo algunos lo hacen. Dada la forma en que el PRD ha venido socavando a sus contrincantes, sobre todo al PAN, con el tema del Fobaproa, es natural que los partidos muestren una extraordinaria reticencia a comprometerse a cualquier cosa, así sea mínima. Ese es el problema de los partidos. El otro lado de la moneda es que los partidos no gozan de mayor credibilidad en la actualidad, lo que hace menos relevante el pacto de lo que podría parecer a primera vista.

 

En pocas palabras, nos encontramos encerrados en un círculo vicioso. El país requiere certidumbre, pero los que la tienen que crear no cuentan con capacidad o poder para hacerlo. Peor, no hay mayor consenso sobre los contenidos de esos supuestos acuerdos.  Para el presidente lo esencial es acordar la continuidad de la política económica, sobre todo la perseverancia en el mantenimiento de un conjunto de equilibrios elementales en materia fiscal, en la cuenta corriente de la balanza de pagos y en la apertura de la economía. Para el PAN lo esencial son temas como: la existencia de pesos y contrapesos, los equilibrios entre los poderes públicos y los distintos niveles de gobierno, y la definición de reglas en materia de la revisión de la cuenta pública (que es trascendental, pues esto reduciría la propensión a la revancha permanente, como viene ocurriendo en el Distrito Federal en la actualidad). El PRD no se ha manifestado sobre la idea de un pacto, pero sus miembros seguramente siguen con mucho cuidado el debate en la materia. A la fecha, su estrategia ha sido la de radicalizar el lenguaje y denunciar cualquier negociación, pero muchos de sus miembros más prominentes saben bien que no es suficiente querer el poder para alcanzarlo y, sobre todo que, para poder alcanzarlo, el partido y su candidato tendrán que convencer al electorado de los objetivos que perseguirían una vez en el poder. En este momento lo único que es obvio es que el PRD cree que le toca la silla nada más porque sí. Parecería evidente que el PRD, más que el PAN y el PRI, debería estar preocupado por pactar.

 

Aunque a muchos políticos les parezca increíble, sus actos y retórica tienen consecuencias en la sociedad. La retórica de muchos de los principales líderes del PRD, por ejemplo, ha tenido el efecto de generar la percepción de una crisis inevitable para el final del sexenio.  Muchos miembros de ese partido no sólo pronostican una crisis, sino que se regocijan ante la posibilidad de que se consume, bajo esa peculiar -y sumamente peligrosa-  noción de que si hay una crisis el PRD se beneficiaría. Para el PRD sería muy difícil abandonar la retórica radical, toda vez que el partido nació precisamente para oponerse a la política económica. Sin embargo, la paradoja de esta situación es que el partido que más podría beneficiarse de la existencia de un pacto sería precisamente el partido más reticente a endosarlo, el PRD, toda vez que, de comprometerse a una determinada línea de política económica, la incertidumbre en torno al probable manejo económico de un gobierno emanado del PRD disminuiría de inmediato.

 

La anticipación generalizada de una crisis para el final del sexenio está causando estragos en la economía ya desde ahora. Muchas inversiones seguramente se van a posponer y mucha gente dejará de adquirir casas o bienes durables como refrigeradores o televisores simplemente porque la expectativa de una posible crisis lleva a los humanos a volverse en extremo conservadores. Todo esto casi garantiza que no habrá crisis en el año 2000, pero también asegura que la economía va a crecer mucho menos y que se van a generar menos empleos de lo que de otra manera hubiera sido posible. En cierta forma, en lugar de crisis acabaremos teniendo una parálisis en las inversiones y en el ahorro, pero también en las actitudes de la población. Todo mundo estará a la espera de lo que vaya a pasar en ese día mítico de julio del 2000 y en los meses posteriores.

 

Quienes propugnan por un pacto lo hacen porque están seguros de que es posible remontar el escenario de parálisis que parece comenzar a enraizarse. Hay dos interrogantes al respecto. Una es qué debería contener el supuesto pacto y la otra es quién tendría que convocarlo. Aunque las respuestas podrían parecer evidentes, ninguna de las dos preguntas es fácil de resolver. El contenido del pacto evidentemente tendría que incluir elementos tanto económicos como políticos. Un país no se construye ni de pura política ni de pura economía, sino de la combinación de las dos. A la fecha, el PAN no ha querido involucrarse en la temática económica en buena medida porque el PRD la ha desacreditado en forma gratuita. Por su parte, el gobierno (¿y el PRI?) ha evadido la temática política, toda vez que no quiere minar a ninguno de los intereses que son parte integral de su partido. Lo que es evidente es que no tendremos pacto alguno si éste no contiene acuerdos básicos y trascendentes tanto en el ámbito económico como en el de la construcción de los pilares de un sistema político moderno que acabe, de una vez por todas, con las fuentes que le otorgan al PRI un poder extraordinario (más allá de lo electoral).

 

Pero la discusión sobre los contenidos de un potencial pacto no debe distraernos sobre el otro factor elemental: los convocantes. Por definición, un pacto tiene que ser entre élites, pues se trata de obligar a los gobernantes actuales y futuros a que establezcan límites a su ámbito de acción. Se trata, en una palabra, de que los aspirantes al poder acepten, y se autoimpongan, límites en caso de llegar al poder. En este sentido, el pacto tendría que ser producto de un acuerdo entre los partidos políticos, con la activa participación de otros poderes relevantes en la sociedad mexicana, como podrían ser los sindicatos, las cámaras empresariales, la Iglesia y demás. Dado el extraordinario nivel de incredulidad que actualmente caracteriza al país, un pacto de élites es indispensable no sólo para dar continuidad a la vida cotidiana del país, sino también para reducir la incertidumbre y comenzar a fortalecer nuestras debilitadas instituciones. Evidentemente, para que funcione, un pacto tiene no sólo que satisfacer a la población en su contenido, sino también en la certidumbre que genera. En la actualidad, todos los naturales pactantes gozan de extraordinaria ilegitimidad. Más vale que comencemos a cambiar esa realidad.

FIN DE ARTICULO

Enormes vulnerabilidades

Es muy agradable compararnos con países como España y Chile cuando hablamos de procesos exitosos de cambio político. Pero esas comparaciones son, desafortunadamente, engañosas. Mucho más productivo, y ciertamente realista, sería compararnos con países mucho más semejantes al nuestro, como lo son Rusia y Sudáfrica. Estos países experimentan procesos complejos de transición tanto política como económica que guardan mucha más semejanza con lo que ocurre en México de lo que quizá nos gustaría admitir. Pero también es importante notar que las vulnerabilidades y fortalezas de cada uno de los tres países son muy distintas, lo que nos debería invitar a apalancarnos en nuestras ventajas para sobrepasar las enormes desventajas que todavía nos obstaculizan el camino a la consolidación tanto política como económica.

 

Las comparaciones son odiosas reza el dicho popular, pero en ocasiones son útiles por la información y lecciones que pueden arrojar: Rusia, Sudáfrica y México son tres países que comenzaron procesos de transformación política y económica más o menos en la misma época, cada uno por sus propias razones. No es casualidad, sin embargo, que las tres naciones hayan enfrentado la necesidad de actuar casi al mismo tiempo. Las profundas transformaciones que habían tenido lugar en el ámbito internacional trastocaron las premisas y los sustentos sobre las que habían edificado sus sistemas políticos y económicos, no quedándoles mas alternativa que la reforma.  En efecto, a partir de los años setenta Rusia, Sudáfrica y México se encontraron con que sus economías comenzaban a estancarse y a ser crecientemente incapaces de satisfacer las demandas de sus respectivas poblaciones.  Se encontraron con que lo que había resultado funcional dejaba de serlo. Los gobiernos mexicanos de la época respondieron con la fórmula del endeudamiento externo para paliar las dificultades -lo que ciertamente surtió efecto en el corto plazo-, pero a un enorme costo que debió pagarse una década después, (con tasas negativas de crecimiento, desempleo, decreciente capacidad de consumo y niveles de inflación fuera de control).

 

Sucesivos gobiernos mexicanos intentaron adecuar la realidad mexicana a las cambiantes realidades económicas, tecnológicas, productivas y comerciales del mundo. Pero la lógica de las reformas que inició el gobierno mexicano a mediados de los ochenta entrañaba una profunda contradicción de origen que todavía no ha sido resuelta. Comenzando con el gobierno de Miguel de la Madrid, y siguiendo con los de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, las reformas que se han instrumentado a lo largo de los últimos quince años partían del reconocimiento de que el mundo había cambiado, que la economía no se recuperaría por sí misma y que la única posibilidad de crear empleos y elevar los niveles de ingreso de la población residía en una profunda transformación del aparato productivo. En todo ello los últimos tres gobiernos no sólo han sido acertados en su diagnóstico, sino también empeñosos en avanzar reformas que eran -y siguen siendo- indispensables, impostergables y, en todo caso, como lo demuestran Rusia y Sudáfrica, inevitables. Pero el propósito ulterior de estos tres gobiernos, aunque con distinta intensidad y convicción, no sólo era el de lograr una exitosa recuperación económica, sino también mantener el status quo político.

 

En este último punto yace una de las principales contradicciones del proceso de reforma de estos lustros. Contrario a lo que suponen muchos críticos de las reformas económicas, la lógica gubernamental al llevarlas a cabo era esencialmente política. Se perseguía la modernización de la economía no como un fin en si mismo, sino para evitar cambios en la estructura política del país y asegurar el mantenimiento del PRI en el poder. En este concepto básico no hay absolutamente nada criticable ni falta alguna de racionalidad.  Sin embargo, en la práctica,  muchas de las reformas que eran necesarias acabaron siendo descartadas, otras tantas se llevaron a la práctica en forma parcial y, por lo mismo, insuficiente y otras se ejecutaron mal porque el criterio central de todas estas reformas -y la contradicción inherente al proceso- era mantener intacto los  intereses priístas más importantes.

 

Rusia y Sudáfrica enfrentaron retos idénticos pero los resolvieron a su manera. Sin embargo, en los tres casos el resultado fue muy parecido: los tres gobiernos evitaron afectar intereses cercanos a sus afectos o intereses sólo para acabar minando por completo al sistema en su conjunto. El fin de la Unión Soviética habla por sí mismo: la incapacidad total para adecuar la economía a las realidades internacionales acabó destruyendo uno de los imperios más temidos, autoritarios y arbitrarios de la historia moderna. En Sudáfrica la crisis llegó a tal nivel que el gobierno blanco optó por negociar una airosa retirada, facilitando con ello una transición política impecable en las formas aunque, como en México, carente de un sólido sustento institucional que le dé continuidad y certidumbre.

 

Cada una de estas tres naciones ha intentado reconstruir sus estructuras políticas y económicas a su manera. En algunos casos ha habido negociaciones entre partidos, intereses particulares y grupos representativos de la sociedad para construir una plataforma de consensos, en tanto que en otros ha habido reformas en ocasiones negociadas y en otras impuestas desde arriba. Sudáfrica creó una comisión de la verdad para tratar de exorcisar el pasado, en tanto que la súbita liberalización de la expresión ha hecho lo propio en Rusia y parcialmente en México. Una rápida comparación de lo logrado en varios años de cambios políticos en las tres naciones muestra que, sin lugar a dudas, México es el que se ha rezagado. A pesar de avances sustantivos, nadie podría negar que, de los tres países, sólo el sistema político mexicano sigue siendo esencialmente el mismo.

 

En lo económico, cada país ha hecho lo suyo para intentar acelerar el paso en la transformación económica. Pero, en este ámbito, los avances que México ha logrado son incomparablemente superiores a los alcanzados por las otras dos naciones. Los últimos meses de turbulencias económicas afectaron a las tres naciones por igual, pero ninguna de las otras dos ha logrado desarrollar anclas sólidas de cambio económico que México ya tiene en pleno funcionamiento, primordialmente el Tratado de Libre Comercio.

 

La crisis financiera rusa de los últimos meses se produjo como resultado de una aguda crisis de confianza. Aunque las características específicas de esa situación no han estado presentes en México, otras son igualmente patentes en nuestro caso. Los operadores en los mercados financieros perdieron toda confianza en la economía rusa cuando se presentaron cuatro circunstancias: a) evidencia de un sistema político sumamente débil, en el que el gobierno era incapaz de tomar decisiones y llevarlas a la práctica a través de leyes emitidas por el poder legislativo; b) ausencia de transparencia en la administración de las empresas colocadas en el mercado de valores; c) inexistencia de un sistema judicial que hiciera cumplir contratos y, en general, la letra de la ley; y d) una enorme deuda de corto plazo en moneda extranjera, con ingresos irrisorios en divisas. Sin ser excesivamente críticos, nadie puede de manera razonable negar que los primeros dos factores son idénticos en México, en tanto que el tercero, en el caso de los bancos mexicanos, es muy parecido.

 

Sin embargo, México tiene profundas diferencias con Rusia. Entre otras cosas que comparten, ambos países tienen una amplia base industrial que se ha rezagado, que no es competitiva y que, seguramente, será incapaz de adecuarse a la competencia que hoy es parte integral de la inevitable realidad. Pero México, a diferencia de Rusia, cuenta con un ultramoderno sector industrial que compite exitosamente con los mejores del mundo. Ciertamente, el sector moderno de la industria mexicana está hoy lejos de ser capaz de proveer los empleos y oportunidades que requiere la sociedad mexicana o de substituir a la vieja planta industrial que se rehusa o que no tiene ninguna posibilidad de modernizarse, pero es, sin duda, una fuente de fortaleza extraordinaria, sobre todo cuando se le compara con lo que no existe en los otros dos países.

 

La mayor parte de los segmentos exitosos de la economía mexicana está vinculada, directa o indirectamente, al comercio exterior, a la economía global y, con gran frecuencia, al TLC. Este instrumento no lo es todo, ni es mágico o una panacea, pero constituye un pilar trascendental para el desarrollo económico del país. Nadie puede albergar la menor duda de que el éxito económico del país va a requerir muchas otras anclas y pilares de la importancia y trascendencia del TLC, pero mientras no tengamos otros pájaros en mano, más vale que protejamos, mantengamos y nutramos adecuadamente al que hoy ya tenemos.

El TLC y la economía

Está de moda culpar al TLC de todos los males de la economía. Al TLC se le atribuye la creciente depauperización de una parte importante de la población, el desempleo que afecta a millones de mexicanos y el profundo deterioro que ha sufrido la planta industrial, sobre todo aquella localizada en el centro geográfico del país. La realidad, sin embargo, es exactamente la opuesta. Lo único que verdaderamente funciona de la economía mexicana es aquella parte que está vinculada con el TLC o que se ha modernizado en línea con el tratado. Sin el TLC la economía mexicana estaría en crisis y los niveles de pobreza y desempleo serían abrumadores.

 

Gracias al TLC la economía mexicana, en su conjunto, ha logrado revertir las tendencias negativas de décadas de aislamiento, lo que se ha traducido en una prosperidad incipiente. La razón de esto no es casual. El TLC entraña dos características que hacen posible la reanudación del crecimiento económico: la apertura del mercado norteamericano y canadiense y la garantía que éste ofrece a la inversión. Gracias al TLC México se ha convertido en uno de los países más atractivos para invertir y producir bienes, particularmente aquellos destinados al mercado de nuestros dos vecinos al norte. Antes del TLC, en la relación comercial con Estados Unidos predominaba el tema legal: durante la década de los ochenta el número de conflictos comerciales se multiplicó, llegándose a acumular centenares de disputas. A partir de la entrada en vigor del TLC el comercio total entre las dos naciones ha hecho explosión y los conflictos han disminuido drásticamente. La propensión frecuente de los productores norteamericanos a escudarse tras acusaciones de dumping ha desaparecido casi del todo, razón por la cual centenares de empresas estadounidenses, canadienses, europeas y asiáticas se han instalado en México para aquí manufacturar los productos que luego exportan a otros mercados: desde automóviles y autopartes hasta una amplia gama de productos electrónicos, metal mecánicos, químicos, papel, acero, etcétera. El TLC ofrece una garantía de acceso al mayor mercado del mundo para cualquier producto que satisfaga los requisitos formales acordados en el documento. Aunque los mexicanos no nos demos cuenta, ser un productor privilegiado de bienes para el mercado norteamericano es algo que todo el mundo nos envidia.

 

La garantía de acceso al mercado estadounidense y la protección política y legal que el TLC le otorga a la inversión representan un imán sumamente poderoso para la instalación de empresas en el país. Aunque algunas de esas inversiones tienen las características de una maquiladora (que, en todo caso, genera muchos empleos bien remunerados), la gran mayoría de ellas se distingue por la sofisticación de su maquinaria y por la complejidad de sus operaciones. De hecho, hay varios casos de empresas y plantas localizadas en México, operadas por trabajadores mexicanos, que ostentan niveles de productividad superiores a los de plantas similares en Estados Unidos o Asia. Es decir, los trabajadores mexicanos han demostrado ser tan capaces o más que cualquiera en el mundo. Esto último es tanto más impresionante cuando recordamos que esos trabajadores mexicanos con frecuencia tienen niveles de educación, en calidad y profundidad, muy inferiores, y un historial de acceso a servicios de salud e infraestructura en general, que son infinitamente menos sofisticados y modernos que sus contrapartes en países como Corea, Taiwán o Estados Unidos, por no hablar de Europa. En sentido contrario a lo que argumentan muchos críticos del TLC, el acuerdo ha abierto oportunidades antes impensables  para el desarrollo de empresarios y trabajadores mexicanos.

 

Además del viejo chauvinismo que seguramente se esconde detrás de las críticas al TLC, hay una razón muy específica por la cual se le culpa de nuestros males económicos. La planta productiva mexicana vivió por decádas del gasto del gobierno, de los subsidios gubernamentales y de la protección que las empresas recibían por parte del gobierno para no tener que competir con importaciones del exterior. La gran mayoría de los empresarios mexicanos se acostumbró a no tener que molestarse por manufacturar productos de buena calidad, por elevar su productividad o por ofrecer bienes o servicios al consumidor mexicano a un precio razonable. El empresario prototípico adquirió maquinaria vieja, de tercera o cuarta mano, y jamás se preocupó por el consumidor. Todavía el día de hoy, a más de doce años de iniciada la apertura a las importaciones, hay millares de productos hechos en el país que no han cambiado ni un ápice y que siguen siendo de pésima calidad. Es decir, una gran parte de las empresas, en términos absolutos, no sólo no se ha modernizado, sino que ni siquiera se ha percatado de la necesidad de hacerlo.

 

La verdad es que por varias décadas, mismas en que la economía estuvo cerrada, no era difícil llegar a ser un empresario exitoso en México. Por lustros, el gobierno protegió a los empresarios, prohibiendo toda -o casi toda- importación. Esto le permitió a millares de empresarios prosperar, independientemente de la eficiencia o productividad de sus empresas. En adición a lo anterior, en los setenta, el gobierno acudió al gasto público como una manera de ampliar el mercado interno, circunstancia que facilitó el crecimiento de las empresas instaladas en el país. Tanto la protección como el gasto público hicieron crisis a principios de los ochenta. La protección de la industria impidió que se modernizara la planta productiva y la hizo incapaz de exportar. Por su parte, el excesivo gasto público (así como el endeudamiento externo de que éste vino acompañado) llevó a un crecimiento vertiginoso de los precios, al punto de llevar al gobierno mexicano a una virtual quiebra en 1982.

 

Muchos críticos del TLC, en la actualidad, argumentan que el gobierno debería fortalecer al mercado interno por la vía de un mayor gasto público y de una renovada protección a las importaciones. La idea suena muy atractiva, pero es profundamente falaz. El gasto público no puede resolver el problema económico del país esencialmente porque el problema tiene que ver con los niveles excesivamente bajos de productividad que existen en la vieja planta industrial del país. Aumentar el gasto público llevaría a que subieran los precios, pero no a que mejorara la situación de los empresarios (y sus obreros) que se han rezagado en el proceso de modernización industrial. Por su parte, elevar (todavía más) las barreras arancelarias y no arancelarias que de por sí persisten, sin duda ayudaría a que los empresarios rezagados vendieran más de sus productos. Pero eso dañaría al resto de la economía que ya compite con gran éxito. Es decir, elevar la protección para apoyar a los rezagados implicaría favorecer a quienes no han podido o no han querido modernizarse, a costa de todos los que han hecho ingentes esfuerzos por transformarse y ser exitosos. Un absurdo por donde se le vea.  Por lo anterior, el TLC es de los pocos mecanismos de protección con que contamos los mexicanos para limitar el renovado contubernio entre la burocracia y muchos industriales para reducir las opciones de los consumidores y elevar los precios, a través de normas y regulaciones del viejo estilo.

 

La economía creció siete por ciento en 1997. Esa tasa fue la mayor que se haya logrado en casi dos décadas. Para los mexicanos que tienen la suerte de estar vinculados con ese éxito, todos los argumentos orientados a renegociar el TLC son absolutamente ridículos. Pero para los empresarios y obreros que no se han modernizado, esos llamados son, naturalmente, muy atractivos. Pero el problema no se encuentra en la apertura -pues doce años de apertura no han llevado a la modernización de esas empresas- sino a la total incapacidad del país -el gobierno, los empresarios y los trabajadores- por crear condiciones para que se modernice la vieja planta industrial, para que se creen nuevas empresas y para se se recupere aquello que es valioso de la vieja industria y se deseche definitivamente el resto. Es decir, nuestro problema industrial no se refiere al comercio exterior ni al TLC, sino al rezago tecnológico y empresarial de nuestra industria.

 

Para resolver ese problema se requiere un sistema financiero funcional (que no tenemos), un sistema legal que facilite la quiebra o reestructuración de empresas endeudadas (que no tenemos) y un gobierno dispuesto a eliminar las enormes barreras y obstáculos que persisten a la  creación de nuevas empresas  y a la creación de empleos (que tampoco tenemos). Nadie, en México o en China, puede inventar empresarios o empleadores exitosos. Doce años de apertura y cuatro del TLC muestran que el potencial del empresariado mexicano es virtualmente infinito, pero también que sólo serán exitosos los empresarios que se ayuden a sí mismos.  Por su parte, el gobierno tiene que crear las condiciones para que el empresario se desarrrolle, pero sólo éste puede lograr el éxito.

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