¿Año de pactos?

Luis Rubio

 1999 será la última oportunidad para que los partidos definan las reglas del juego de la sucesión presidencial. Los acuerdos contenidos en la reforma electoral de 1996 y 1997 establecieron los cimientos para que los mexicanos podamos contar con un proceso electoral limpio y respetado por todos. Pero esos acuerdos resolvieron sólo la mitad de la ecuación: la del mecanismo a través del cual los mexicanos vamos a decidir quién habrá de gobernarnos. Lo que no ha quedado resuelto es la manera en que habrá de funcionar el gobierno emanado de esa elección o, lo que es lo mismo, las reglas de la transición misma. Es decir, la mayor fuente de conflicto político en la actualidad ya no reside en el proceso electoral, sino en la indefinición que hoy vivimos respecto a lo que es permanente y lo que puede ser cambiado en el proceso de gobierno. Si esa indefinición no se resuelve pronto, los próximos dos años se caracterizarán por una parálisis permanente en anticipación al mundo de lo desconocido que se instaurará el día posterior a la elección presidencial y con consecuencias para los años posteriores por la falta de inversión.

 

La idea de pactar una transición no es nueva. Además de los precedentes originados en España y, parcialmente, en Chile, que animan a muchos de los proponentes de un pacto, ya en 1994 el llamado Grupo San Angel había invitado a los entonces candidatos en contienda a que endosaran el documento intitulado Veinte Compromisos por la Democracia. En 1997 el presidente Zedillo  convocó a la definición de un conjunto de Políticas de Estado para garantizar la continuidad de la política económica y crear, con ello, una base de certidumbre para los ahorradores e inversionistas. Más recientemente, el presidente del PAN, Felipe Calderón, propuso la negociación de un pacto para la transición. Todas y cada una de estas convocatorias constituyen intentos por evitar una crisis en el año 2000, así como una invitación a definir los procedimientos que permitan la continuidad del gobierno a partir del día de la elección y hasta que quede asentado el nuevo gobierno.

 

Se trata de esfuerzos sin duda encomiables, pero todos adolecen de un problema central: el que ninguno quiera comprometerse a ellos a menos de que el resto lo haga (que es lo que los especialistas consideran un dilema típico de acción colectiva). Todos los partidos temen ser los primeros en firmar, con lo cual le generarían un viaje gratuito a los demás. Es decir, todos los partidos creen que ganan si todos participan pero que pierden si sólo algunos lo hacen. Dada la forma en que el PRD ha venido socavando a sus contrincantes, sobre todo al PAN, con el tema del Fobaproa, es natural que los partidos muestren una extraordinaria reticencia a comprometerse a cualquier cosa, así sea mínima. Ese es el problema de los partidos. El otro lado de la moneda es que los partidos no gozan de mayor credibilidad en la actualidad, lo que hace menos relevante el pacto de lo que podría parecer a primera vista.

 

En pocas palabras, nos encontramos encerrados en un círculo vicioso. El país requiere certidumbre, pero los que la tienen que crear no cuentan con capacidad o poder para hacerlo. Peor, no hay mayor consenso sobre los contenidos de esos supuestos acuerdos.  Para el presidente lo esencial es acordar la continuidad de la política económica, sobre todo la perseverancia en el mantenimiento de un conjunto de equilibrios elementales en materia fiscal, en la cuenta corriente de la balanza de pagos y en la apertura de la economía. Para el PAN lo esencial son temas como: la existencia de pesos y contrapesos, los equilibrios entre los poderes públicos y los distintos niveles de gobierno, y la definición de reglas en materia de la revisión de la cuenta pública (que es trascendental, pues esto reduciría la propensión a la revancha permanente, como viene ocurriendo en el Distrito Federal en la actualidad). El PRD no se ha manifestado sobre la idea de un pacto, pero sus miembros seguramente siguen con mucho cuidado el debate en la materia. A la fecha, su estrategia ha sido la de radicalizar el lenguaje y denunciar cualquier negociación, pero muchos de sus miembros más prominentes saben bien que no es suficiente querer el poder para alcanzarlo y, sobre todo que, para poder alcanzarlo, el partido y su candidato tendrán que convencer al electorado de los objetivos que perseguirían una vez en el poder. En este momento lo único que es obvio es que el PRD cree que le toca la silla nada más porque sí. Parecería evidente que el PRD, más que el PAN y el PRI, debería estar preocupado por pactar.

 

Aunque a muchos políticos les parezca increíble, sus actos y retórica tienen consecuencias en la sociedad. La retórica de muchos de los principales líderes del PRD, por ejemplo, ha tenido el efecto de generar la percepción de una crisis inevitable para el final del sexenio.  Muchos miembros de ese partido no sólo pronostican una crisis, sino que se regocijan ante la posibilidad de que se consume, bajo esa peculiar -y sumamente peligrosa-  noción de que si hay una crisis el PRD se beneficiaría. Para el PRD sería muy difícil abandonar la retórica radical, toda vez que el partido nació precisamente para oponerse a la política económica. Sin embargo, la paradoja de esta situación es que el partido que más podría beneficiarse de la existencia de un pacto sería precisamente el partido más reticente a endosarlo, el PRD, toda vez que, de comprometerse a una determinada línea de política económica, la incertidumbre en torno al probable manejo económico de un gobierno emanado del PRD disminuiría de inmediato.

 

La anticipación generalizada de una crisis para el final del sexenio está causando estragos en la economía ya desde ahora. Muchas inversiones seguramente se van a posponer y mucha gente dejará de adquirir casas o bienes durables como refrigeradores o televisores simplemente porque la expectativa de una posible crisis lleva a los humanos a volverse en extremo conservadores. Todo esto casi garantiza que no habrá crisis en el año 2000, pero también asegura que la economía va a crecer mucho menos y que se van a generar menos empleos de lo que de otra manera hubiera sido posible. En cierta forma, en lugar de crisis acabaremos teniendo una parálisis en las inversiones y en el ahorro, pero también en las actitudes de la población. Todo mundo estará a la espera de lo que vaya a pasar en ese día mítico de julio del 2000 y en los meses posteriores.

 

Quienes propugnan por un pacto lo hacen porque están seguros de que es posible remontar el escenario de parálisis que parece comenzar a enraizarse. Hay dos interrogantes al respecto. Una es qué debería contener el supuesto pacto y la otra es quién tendría que convocarlo. Aunque las respuestas podrían parecer evidentes, ninguna de las dos preguntas es fácil de resolver. El contenido del pacto evidentemente tendría que incluir elementos tanto económicos como políticos. Un país no se construye ni de pura política ni de pura economía, sino de la combinación de las dos. A la fecha, el PAN no ha querido involucrarse en la temática económica en buena medida porque el PRD la ha desacreditado en forma gratuita. Por su parte, el gobierno (¿y el PRI?) ha evadido la temática política, toda vez que no quiere minar a ninguno de los intereses que son parte integral de su partido. Lo que es evidente es que no tendremos pacto alguno si éste no contiene acuerdos básicos y trascendentes tanto en el ámbito económico como en el de la construcción de los pilares de un sistema político moderno que acabe, de una vez por todas, con las fuentes que le otorgan al PRI un poder extraordinario (más allá de lo electoral).

 

Pero la discusión sobre los contenidos de un potencial pacto no debe distraernos sobre el otro factor elemental: los convocantes. Por definición, un pacto tiene que ser entre élites, pues se trata de obligar a los gobernantes actuales y futuros a que establezcan límites a su ámbito de acción. Se trata, en una palabra, de que los aspirantes al poder acepten, y se autoimpongan, límites en caso de llegar al poder. En este sentido, el pacto tendría que ser producto de un acuerdo entre los partidos políticos, con la activa participación de otros poderes relevantes en la sociedad mexicana, como podrían ser los sindicatos, las cámaras empresariales, la Iglesia y demás. Dado el extraordinario nivel de incredulidad que actualmente caracteriza al país, un pacto de élites es indispensable no sólo para dar continuidad a la vida cotidiana del país, sino también para reducir la incertidumbre y comenzar a fortalecer nuestras debilitadas instituciones. Evidentemente, para que funcione, un pacto tiene no sólo que satisfacer a la población en su contenido, sino también en la certidumbre que genera. En la actualidad, todos los naturales pactantes gozan de extraordinaria ilegitimidad. Más vale que comencemos a cambiar esa realidad.