La creciente competencia política que experimenta el país ha comenzado a remover muchos de los vicios y tendencias paralizantes que por décadas caracterizaron al sistema político. El otro lado de la misma moneda es que el crecimiento de la competencia política también está evidenciando todas las contradicciones que caracterizan al sistema. En la medida en que se desmantelan los diversos componentes de la vieja presidencia propensa a la autocracia, van emergiendo las incongruencias, los obstáculos y las debilidades del sistema en su conjunto. Esto implica que los riesgos también crecen y se hacen cada vez mayores. Es tiempo de atenderlos.
Las incongruencias son patentes en todos los ámbitos, pero no son culpa de los actores políticos actuales. El viejo sistema tenía su propia lógica y todos sus componentes cuadraban entre sí. Evidentemente no era un sistema democrático, pero existían diversos mecanismos de participación que dieron forma a las estructuras partidistas, al sindicalismo oficial, a las peculiares formas de comportamiento de los poderes judicial y legislativo y, en general, a la relación sociedad-gobierno. El elemento central de toda esta estructura era la presidencia de la República, alrededor de la cual giraban todos los grupos, intereses e instituciones de la política mexicana. Bueno o malo, el viejo sistema tenía una racionalidad de la que se derivaban relaciones, comportamientos y organizaciones no sólo dentro del gobierno, sino de la sociedad en general.
Toda esa estructura se ha colapsado. En el curso de las últimas dos décadas experimentamos un proceso gradual, en ocasiones violento, de cambio político que se manifiesta en todos los campos, pero es particularmente notorio en tres puntos muy específicos: la erosión de la presidencia, la legalización plena de procesos electorales competitivos y equitativos y el crecimiento del PAN y del PRD como partidos gobernantes en estados y municipios en diversas localidades del país. A lo anterior se suma la decisión expresa del presidente Zedillo de abandonar cotos de poder tradicionalmente explotados a ultranza desde la presidencia. Es decir, el sistema político tradicional se ha desmoronado en los últimos años.
Pero el desmoronamiento del viejo sistema político no ha venido acompañado del desarrollo de nuevas estructuras políticas e institucionales. De hecho, quizá uno de los mayores vicios del proceso de cambio político en que vivimos es que nunca hubo un rompimiento entre el viejo sistema y la nueva realidad. A diferencia de transiciones políticas como la de España y, en menor medida, las de Chile o Argentina, en México no ha habido un quiebre definitivo entre el viejo régimen y el del presente y futuro, que todavía está en ciernes. La muerte de Francisco Franco constituyó un hito absoluto, perfectamente identificable en la política española. Aunque evidentemente la muerte de la cabeza del viejo régimen no entrañaba la destrucción total de ese sistema, el simbolismo de su desaparición fue incontenible. Ningún español, político o no, podía afirmar que el mundo posterior a Franco seguía siendo el mismo.
El caso de México es muy distinto. Ninguna persona razonable podría afirmar que la presidencia actual en México es semejante a la que caracterizó al país en los sesenta. Sin embargo, nadie puede afirmar que el régimen de los sesenta ha sido plenamente substituido por un sistema político democrático, representativo y, mucho menos, funcional. Si bien el poder real de la presidencia ha disminuido en forma extraordinaria y el de la sociedad ha crecido en forma también significativa, la realidad es que la mayor parte de las organizaciones, instituciones y estructuras políticas, incluyendo a las partidistas, siguen siendo prácticamente idénticas a las de antaño. Esto genera incongruencias y obstáculos que impiden el desarrollo del país.
Algunos ejemplos son muestra más que fehaciente de lo anterior. El primero de ellos tiene que ver con lo problemático que resulta la forma en que se estructuran (o conforman) los liderazgos de los partidos de oposición. En todos los países caracterizados por partidos políticos fuertes, el liderazgo de los partidos se encuentra en el poder legislativo. De esta manera, la voz del liderazgo y la voz del partido es una y la misma. En México nos encontramos con el absurdo de que ese liderazgo está dividido: por un lado está el líder del grupo parlamentario de cada partido en el Congreso y, por otro, el líder nacional del mismo. Esto lleva a confusiones y contradicciones permanentes. Por ejemplo, lo común es que sean los presidentes de los partidos quienes negocien con el gobierno en materia política y legislativa; sin embargo, son los diputados quienes tienen que votar. Los presidentes de los partidos se pueden comprometer a una determinada política, pero son los líderes de la bancada quienes tienen que hacer cumplir el compromiso. Con la mayor frecuencia, la visión y objetivos de unos y otros son contradictorios. La solución evidente sería que los presidentes de los partidos fuesen legisladores; sin embargo, uno de los componentes del viejo sistema político, la no reelección, lo impide. El actual presidente del PAN fue diputado en la legislatura anterior, pero no lo es ahora por ese obstáculo. Se trata de un impedimento mayúsculo -además de torpe e innecesario- al desarrollo político, a la estabilidad y a la democratización del país.
La no reelección de los legisladores causa toda clase de vicios. Dicen los políticos que aspiran a la democracia; sin embargo, los intereses que avanzan con gran frecuencia son los propios o los de sus líderes partidistas. Al día de hoy son los partidos -y no los electores- quienes determinan la carrera política de los individuos. Una vez que pasa la elección de un diputado o senador, su relación con la población desaparece, pues ésta no tiene la menor posibilidad de influir sobre su desempeño y desarrollo futuros. De haber reelección, los diputados y senadores tendrían que volverse plenamente responsivos y responsables ante sus electores, pues son éstos los que los premiarán o castigarán en la siguiente elección. Sin reelección, la noción de que los diputados son representantes del pueblo es simplemente absurda.
Una de las actividades más rentables que desarrolló el PRI a lo largo de las décadas fue lo que llamaban “gestoría”. El partido contaba con oficinas dedicadas a ayudarle a ciudadanos específicos a resolver problemas burocráticos. Este era un mecanismo que le permitía al partido cumplir al menos alguna de las funciones de representación que los ciudadanos de países democráticos como Inglaterra, Estados Unidos y Alemania dan por hecho. Con los cambios políticos de los últimos años, esa gestoría se ha debilitado y ninguno de los partidos distintos al PRI parece haberla desarrollado con mayor interés. Las viejas estructuras nos siguen dominando.
Un vicio particularmente estridente en la actualidad es el que se ha creado como resultado de una relación entre poderes (ejecutivo-legislativo) poco definida y muy conflictiva. A pesar de que la mayoría legislativa está controlada por partidos distintos al PRI, la burocracia federal sigue impidiendo que el Congreso cumpla con muchas de sus funciones. Se le niega información, se le imponen condiciones, se le limitan recursos. Las disparidades en poder real, capacidad analítica y disponibilidad de información entre el poder legislativo y el ejecutivo son abismales. Esta situación que la burocracia del ejecutivo con frecuencia festeja, se traduce en una política de denuncia por parte de los partidos de oposición. En lugar de ser corresponsables de sus decisiones, los diputados lógicamente se dedican a abusar del lenguaje y a crear un clima de crisis permanente.
Las incongruencias entre las aspiraciones de democracia que enarbolan los partidos políticos y la realidad son patentes para todo aquél que las quiera ver. Quizá lo más grave de estas incongruencias es que no estamos avanzando en el terreno de la construcción de un sistema político funcional y representativo, sino en el del desmantelamiento de lo que existía. La pregunta es con qué nos quedaremos cuando se alcance ese fin inexorable.
Fin de articulo
ARTICULO PARA PUBLICARSE EL 3 DE ENERO DE 1999
¿Año de pactos?
Luis Rubio
1999 será la última oportunidad para que los partidos definan las reglas del juego de la sucesión presidencial. Los acuerdos contenidos en la reforma electoral de 1996 y 1997 establecieron los cimientos para que los mexicanos podamos contar con un proceso electoral limpio y respetado por todos. Pero esos acuerdos resolvieron sólo la mitad de la ecuación: la del mecanismo a través del cual los mexicanos vamos a decidir quién habrá de gobernarnos. Lo que no ha quedado resuelto es la manera en que habrá de funcionar el gobierno emanado de esa elección o, lo que es lo mismo, las reglas de la transición misma. Es decir, la mayor fuente de conflicto político en la actualidad ya no reside en el proceso electoral, sino en la indefinición que hoy vivimos respecto a lo que es permanente y lo que puede ser cambiado en el proceso de gobierno. Si esa indefinición no se resuelve pronto, los próximos dos años se caracterizarán por una parálisis permanente en anticipación al mundo de lo desconocido que se instaurará el día posterior a la elección presidencial y con consecuencias para los años posteriores por la falta de inversión.
La idea de pactar una transición no es nueva. Además de los precedentes originados en España y, parcialmente, en Chile, que animan a muchos de los proponentes de un pacto, ya en 1994 el llamado Grupo San Angel había invitado a los entonces candidatos en contienda a que endosaran el documento intitulado Veinte Compromisos por la Democracia. En 1997 el presidente Zedillo convocó a la definición de un conjunto de Políticas de Estado para garantizar la continuidad de la política económica y crear, con ello, una base de certidumbre para los ahorradores e inversionistas. Más recientemente, el presidente del PAN, Felipe Calderón, propuso la negociación de un pacto para la transición. Todas y cada una de estas convocatorias constituyen intentos por evitar una crisis en el año 2000, así como una invitación a definir los procedimientos que permitan la continuidad del gobierno a partir del día de la elección y hasta que quede asentado el nuevo gobierno.
Se trata de esfuerzos sin duda encomiables, pero todos adolecen de un problema central: el que ninguno quiera comprometerse a ellos a menos de que el resto lo haga (que es lo que los especialistas consideran un dilema típico de acción colectiva). Todos los partidos temen ser los primeros en firmar, con lo cual le generarían un viaje gratuito a los demás. Es decir, todos los partidos creen que ganan si todos participan pero que pierden si sólo algunos lo hacen. Dada la forma en que el PRD ha venido socavando a sus contrincantes, sobre todo al PAN, con el tema del Fobaproa, es natural que los partidos muestren una extraordinaria reticencia a comprometerse a cualquier cosa, así sea mínima. Ese es el problema de los partidos. El otro lado de la moneda es que los partidos no gozan de mayor credibilidad en la actualidad, lo que hace menos relevante el pacto de lo que podría parecer a primera vista.
En pocas palabras, nos encontramos encerrados en un círculo vicioso. El país requiere certidumbre, pero los que la tienen que crear no cuentan con capacidad o poder para hacerlo. Peor, no hay mayor consenso sobre los contenidos de esos supuestos acuerdos. Para el presidente lo esencial es acordar la continuidad de la política económica, sobre todo la perseverancia en el mantenimiento de un conjunto de equilibrios elementales en materia fiscal, en la cuenta corriente de la balanza de pagos y en la apertura de la economía. Para el PAN lo esencial son temas como: la existencia de pesos y contrapesos, los equilibrios entre los poderes públicos y los distintos niveles de gobierno, y la definición de reglas en materia de la revisión de la cuenta pública (que es trascendental, pues esto reduciría la propensión a la revancha permanente, como viene ocurriendo en el Distrito Federal en la actualidad). El PRD no se ha manifestado sobre la idea de un pacto, pero sus miembros seguramente siguen con mucho cuidado el debate en la materia. A la fecha, su estrategia ha sido la de radicalizar el lenguaje y denunciar cualquier negociación, pero muchos de sus miembros más prominentes saben bien que no es suficiente querer el poder para alcanzarlo y, sobre todo que, para poder alcanzarlo, el partido y su candidato tendrán que convencer al electorado de los objetivos que perseguirían una vez en el poder. En este momento lo único que es obvio es que el PRD cree que le toca la silla nada más porque sí. Parecería evidente que el PRD, más que el PAN y el PRI, debería estar preocupado por pactar.
Aunque a muchos políticos les parezca increíble, sus actos y retórica tienen consecuencias en la sociedad. La retórica de muchos de los principales líderes del PRD, por ejemplo, ha tenido el efecto de generar la percepción de una crisis inevitable para el final del sexenio. Muchos miembros de ese partido no sólo pronostican una crisis, sino que se regocijan ante la posibilidad de que se consume, bajo esa peculiar -y sumamente peligrosa- noción de que si hay una crisis el PRD se beneficiaría. Para el PRD sería muy difícil abandonar la retórica radical, toda vez que el partido nació precisamente para oponerse a la política económica. Sin embargo, la paradoja de esta situación es que el partido que más podría beneficiarse de la existencia de un pacto sería precisamente el partido más reticente a endosarlo, el PRD, toda vez que, de comprometerse a una determinada línea de política económica, la incertidumbre en torno al probable manejo económico de un gobierno emanado del PRD disminuiría de inmediato.
La anticipación generalizada de una crisis para el final del sexenio está causando estragos en la economía ya desde ahora. Muchas inversiones seguramente se van a posponer y mucha gente dejará de adquirir casas o bienes durables como refrigeradores o televisores simplemente porque la expectativa de una posible crisis lleva a los humanos a volverse en extremo conservadores. Todo esto casi garantiza que no habrá crisis en el año 2000, pero también asegura que la economía va a crecer mucho menos y que se van a generar menos empleos de lo que de otra manera hubiera sido posible. En cierta forma, en lugar de crisis acabaremos teniendo una parálisis en las inversiones y en el ahorro, pero también en las actitudes de la población. Todo mundo estará a la espera de lo que vaya a pasar en ese día mítico de julio del 2000 y en los meses posteriores.
Quienes propugnan por un pacto lo hacen porque están seguros de que es posible remontar el escenario de parálisis que parece comenzar a enraizarse. Hay dos interrogantes al respecto. Una es qué debería contener el supuesto pacto y la otra es quién tendría que convocarlo. Aunque las respuestas podrían parecer evidentes, ninguna de las dos preguntas es fácil de resolver. El contenido del pacto evidentemente tendría que incluir elementos tanto económicos como políticos. Un país no se construye ni de pura política ni de pura economía, sino de la combinación de las dos. A la fecha, el PAN no ha querido involucrarse en la temática económica en buena medida porque el PRD la ha desacreditado en forma gratuita. Por su parte, el gobierno (¿y el PRI?) ha evadido la temática política, toda vez que no quiere minar a ninguno de los intereses que son parte integral de su partido. Lo que es evidente es que no tendremos pacto alguno si éste no contiene acuerdos básicos y trascendentes tanto en el ámbito económico como en el de la construcción de los pilares de un sistema político moderno que acabe, de una vez por todas, con las fuentes que le otorgan al PRI un poder extraordinario (más allá de lo electoral).
Pero la discusión sobre los contenidos de un potencial pacto no debe distraernos sobre el otro factor elemental: los convocantes. Por definición, un pacto tiene que ser entre élites, pues se trata de obligar a los gobernantes actuales y futuros a que establezcan límites a su ámbito de acción. Se trata, en una palabra, de que los aspirantes al poder acepten, y se autoimpongan, límites en caso de llegar al poder. En este sentido, el pacto tendría que ser producto de un acuerdo entre los partidos políticos, con la activa participación de otros poderes relevantes en la sociedad mexicana, como podrían ser los sindicatos, las cámaras empresariales, la Iglesia y demás. Dado el extraordinario nivel de incredulidad que actualmente caracteriza al país, un pacto de élites es indispensable no sólo para dar continuidad a la vida cotidiana del país, sino también para reducir la incertidumbre y comenzar a fortalecer nuestras debilitadas instituciones. Evidentemente, para que funcione, un pacto tiene no sólo que satisfacer a la población en su contenido, sino también en la certidumbre que genera. En la actualidad, todos los naturales pactantes gozan de extraordinaria ilegitimidad. Más vale que comencemos a cambiar esa realidad.
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