Luis Rubio
Valiente manera de unificar al país. La nueva Ley de Ingresos, que se aprobó a duras penas el penúltimo día del año pasado, no hace sino complicar la vida de los empresarios, desincentivar la inversión y reducir todavía más la transparencia en la actividad económica. El resultado era anticipable: no hay mexicano que no esté enojado con el gobierno. Más útil habría sido unificar a toda la población detrás de objetivos muy concretos y específicos en que virtualmente todos los partidos políticos pudieran coincidir, como las exportaciones y la inversión extranjera. Pero siempre es mejor la salida fácil y eso es lo que se hizo ahora, con un enorme costo para la economía del país, porque se trata de un paquete fiscal que drásticamente disminuye la competitividad del país.
La nueva Ley de Ingresos adolece de toda clase de males, muchos de los cuales han sido planteados y analizados por una gran diversidad de especialistas y observadores. Pero el peor de estos males no se encuentra incluido en alguno de los incisos de la propia ley, sino en la pobre visión que la anima. La nueva ley constituye un revés a más de diez años de relativa consistencia, en términos generales, en la política fiscal. Se echan por la borda conceptos que ya habían pasado a formar parte del escenario empresarial y que habían cobrado arraigo, constituyéndose en modelos a seguir por un cada vez mayor número de empresas. Lo que existía antes estaba lejos de ser perfecto; de hecho, la Ley de Ingresos previa era ya obsoleta pero, en perspectiva, al menos tenía dos virtudes muy simples: primero, la ley era al menos mínimamente consistente y, segundo, después de varios años de aplicación, las empresas ya habían hecho suyos los incentivos que ahí existían, como el que promovía la consolidación de grupos empresariales. La nueva ley está llena de contradicciones, abandona los incentivos que ya existían y no tiene consistencia alguna; su objetivo único es el de recaudar más, independientemente de las consecuencias. En lugar de ir para adelante nos lleva para atrás. Por ello, el cuestionamiento que surge de la nueva ley es si el gobierno sabe a dónde quiere llevar al país.
La nueva ley desincentiva la inversión, introduce enormes distorsiones a la actividad industrial, recrea un fuerte sesgo antiexportador, favorece el crecimiento de los precios y, por si lo anterior no fuera poco, introduce un nuevo elemento de burocratización en el pago de impuestos. Parecería difícil que un gobierno pudiera lograr todas estas cosas en una sola ley, pero eso es lo que el ejecutivo propuso y lo que la mayoría de los diputados aprobaron. Algunos ejemplos ilustran lo anterior.
Primero que nada, la nueva ley fiscal retorna al uso de los aranceles como fuente de ingresos fiscales. Una de las razones por las cuales se había abandonado este instrumento como mecanismo de recaudación de impuestos era que, aunque pudiese parecer paradójico, los aranceles reducen el atractivo de exportar. Uno puede observar cómo, en los años posteriores a la instrumentación de los diversos acuerdos comerciales que ha suscrito el país, hasta los empresarios más proteccionistas comenzaron a demandar la disminución de aranceles, pues muy pronto reconocieron que éstos servían más para reducir competitividad que para elevarla. Es decir, lo que conviene a las empresas que se modernizan y comienzan a exportar es gozar de los mismos costos que sus competidores. Cuando los aranceles hacen más caros los insumos de un empresario mexicano, su competitividad disminuye.
La nueva ley eleva los aranceles, con lo que se promueve exactamente lo opuesto de lo que sería deseable para el país y que, uno supondría, es precisamente lo que el gobierno debería avanzar. La nueva ley eleva los costos de las importaciones, afectando con ello los precios, reduciendo el atractivo de exportar, generando presiones salariales (porque los aranceles protegen más a los productores), reviviendo el debate sobre las facultades del Congreso en materia de aranceles y, en suma, disminuyendo la competitividad del sector más dinámico de la economía mexicana. Afortunadamente los aranceles sólo afectan a las importaciones de países con quienes no tenemos acuerdos comerciales, lo que reduce sus más nefastas consecuencias. Aun así, la ley va a tener el efecto de concentrar todavía más nuestro comercio con Estados Unidos y asustar a otros socios comerciales, como Europa, con quienes no tenemos acuerdos de comercio ya establecidos.
Segundo, la nueva ley reduce el incentivo a la inversión. La nueva ley elimina el recurso a la depreciación acelerada que contenía la vieja ley (que era muy favorable porque permitía que las empresas descontaran de sus impuestos cualquier peso de inversión adicional que realizaran -es decir, en el margen). La nueva ley disminuye drásticamente el incentivo a invertir porque permite la depreciación de la inversión que realice la empresa, pero solo en promedio. El tema parece arcaico y de importancia sólo para contadores, pero la implicación es enorme, pues ahora el costo de invertir será tan alto que muchos analistas económicos estiman que la inversión privada podría disminuir en más de veinte por ciento. Esto implica que habrá menor innovación tecnológica, que no se renovará la maquinaria con la velocidad deseable y que, en suma, las empresas retrasarán todavía más su modernización. Es decir, encima de los demás problemas que ya de por sí tenemos, a la Secretaría de Hacienda se le ocurre ahora castigar la inversión.
Tercero, el cambio en las reglas de consolidación de los balances de las empresas en un mismo grupo empresarial es otro tema que parece arcaico pero que es igualmente trascendental. Hasta diciembre pasado, las diversas empresas de un mismo grupo empresarial podían integrar sus balances y pagar impuestos exclusivamente sobre las utilidades netas. Es decir, los balances de las empresas que ganaban mucho dinero y las que perdían se integraban en un mismo estado financiero. Esto permitía que los grupos empresariales tuvieran la posibilidad de crear nuevos proyectos empresariales, realizar nuevas inversiones y competir en igualdad de circunstancias con grupos empresariales del exterior, lo que facilitaba su crecimiento, reducía el riesgo de cada inversión individual y promovía la conformación de grupos industriales grandes y fuertes. Muchas empresas chicas comenzaban a adoptar este mismo modelo, reconociendo las ventajas que ofrecía.
La nueva ley reduce el beneficio de la consolidación al 60%. El argumento de la SHCP es doble. Por una parte que el mecanismo sólo lo utilizaban las empresas grandes y por la otra que había muchos abusos. Ambos argumentos son plausibles, pero en cualquier caso son absurdos. Para comenzar, ningún empresario pierde dinero a propósito. La idea de consolidar tenía el objetivo de crear empresas fuertes a la vez que se propiciaba el crecimiento de la inversión productiva. El hecho de que la mayoría de los beneficiarios fueran empresas grandes denota la vitalidad y creciente competitividad con que se desempeñan esas empresas y la lentitud con que otras han podido crecer en los últimos años. La ley propone, en una palabra, debilitar a las empresas grandes y exitosas sin hacer nada por las medianas y pequeñas. Sumado este esquema al lenguaje de confrontación entre ricos y pobres que emplearon los funcionarios de la SHCP, nos encontramos con que la retórica y los conceptos populistas han penetrado hasta ese resquicio de un gobierno que, en las palabras al menos, defiende el desarrollo económico a partir de la inversión privada.
La insuficiencia de la recaudación fiscal es visible a todas luces. Pero su causa se encuentra menos en las leyes y diversidad de impuestos que en la incapacidad para cobrarlos. Si uno contabiliza el total de la producción del país y le resta las actividades que tienen tasa cero de IVA o están exentas del impuesto (como alimentos, medicinas, inversiones y exportaciones menos importaciones), resulta que la recaudación por ese concepto podría llegar a ser del doble de lo que ha presupuestado la SHCP. Es decir, la propia Secretaría reconoce su incompetencia e incapacidad para cobrar una enorme porción de los impuestos que en teoría se causan, por concepto de IVA. Puesto en otros términos, sin modificar lo que existía, el gobierno pudo haber incrementado sustancialmente la base de contribuyentes y, por tanto, la recaudación. Lo fácil, como se puede apreciar en la nueva Ley de Ingresos, es cargarle la mano al causante cautivo y a todos los que cumplen con sus obligaciones fiscales. Lo necesario es una ley que eleve sistemáticamente la competitividad del país a la vez que expande la base de contribuyentes e incrementa sensiblemente los ingresos fiscales.
Además de sus obvias fallas, la nueva ley evidenció la total falta de adecuación entre el congreso y el gobierno. Los diputados fueron literalmente obligados a votar por una reforma torpe e inadecuada, la que no tenían capacidad de analizar como hubiera sido deseable. Es imperativo profesionalizar al congreso por medio de la reelección de diputados y el fortalecimiento de sus cuerpos de análisis, además de iniciar el proceso de discusión y evaluación del presupuesto meses antes. Lo que hoy tenemos, por parte del ejecutivo y del congreso, simplemente no funciona. Y peor, como este caso demuestra, las consecuencias del proceso actual pueden ser por demás perniciosas. Destruir la competitividad de lo poco que sí funciona en la economía es una forma un tanto burda de pretender gobernar al país.
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