Es muy agradable compararnos con países como España y Chile cuando hablamos de procesos exitosos de cambio político. Pero esas comparaciones son, desafortunadamente, engañosas. Mucho más productivo, y ciertamente realista, sería compararnos con países mucho más semejantes al nuestro, como lo son Rusia y Sudáfrica. Estos países experimentan procesos complejos de transición tanto política como económica que guardan mucha más semejanza con lo que ocurre en México de lo que quizá nos gustaría admitir. Pero también es importante notar que las vulnerabilidades y fortalezas de cada uno de los tres países son muy distintas, lo que nos debería invitar a apalancarnos en nuestras ventajas para sobrepasar las enormes desventajas que todavía nos obstaculizan el camino a la consolidación tanto política como económica.
Las comparaciones son odiosas reza el dicho popular, pero en ocasiones son útiles por la información y lecciones que pueden arrojar: Rusia, Sudáfrica y México son tres países que comenzaron procesos de transformación política y económica más o menos en la misma época, cada uno por sus propias razones. No es casualidad, sin embargo, que las tres naciones hayan enfrentado la necesidad de actuar casi al mismo tiempo. Las profundas transformaciones que habían tenido lugar en el ámbito internacional trastocaron las premisas y los sustentos sobre las que habían edificado sus sistemas políticos y económicos, no quedándoles mas alternativa que la reforma. En efecto, a partir de los años setenta Rusia, Sudáfrica y México se encontraron con que sus economías comenzaban a estancarse y a ser crecientemente incapaces de satisfacer las demandas de sus respectivas poblaciones. Se encontraron con que lo que había resultado funcional dejaba de serlo. Los gobiernos mexicanos de la época respondieron con la fórmula del endeudamiento externo para paliar las dificultades -lo que ciertamente surtió efecto en el corto plazo-, pero a un enorme costo que debió pagarse una década después, (con tasas negativas de crecimiento, desempleo, decreciente capacidad de consumo y niveles de inflación fuera de control).
Sucesivos gobiernos mexicanos intentaron adecuar la realidad mexicana a las cambiantes realidades económicas, tecnológicas, productivas y comerciales del mundo. Pero la lógica de las reformas que inició el gobierno mexicano a mediados de los ochenta entrañaba una profunda contradicción de origen que todavía no ha sido resuelta. Comenzando con el gobierno de Miguel de la Madrid, y siguiendo con los de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, las reformas que se han instrumentado a lo largo de los últimos quince años partían del reconocimiento de que el mundo había cambiado, que la economía no se recuperaría por sí misma y que la única posibilidad de crear empleos y elevar los niveles de ingreso de la población residía en una profunda transformación del aparato productivo. En todo ello los últimos tres gobiernos no sólo han sido acertados en su diagnóstico, sino también empeñosos en avanzar reformas que eran -y siguen siendo- indispensables, impostergables y, en todo caso, como lo demuestran Rusia y Sudáfrica, inevitables. Pero el propósito ulterior de estos tres gobiernos, aunque con distinta intensidad y convicción, no sólo era el de lograr una exitosa recuperación económica, sino también mantener el status quo político.
En este último punto yace una de las principales contradicciones del proceso de reforma de estos lustros. Contrario a lo que suponen muchos críticos de las reformas económicas, la lógica gubernamental al llevarlas a cabo era esencialmente política. Se perseguía la modernización de la economía no como un fin en si mismo, sino para evitar cambios en la estructura política del país y asegurar el mantenimiento del PRI en el poder. En este concepto básico no hay absolutamente nada criticable ni falta alguna de racionalidad. Sin embargo, en la práctica, muchas de las reformas que eran necesarias acabaron siendo descartadas, otras tantas se llevaron a la práctica en forma parcial y, por lo mismo, insuficiente y otras se ejecutaron mal porque el criterio central de todas estas reformas -y la contradicción inherente al proceso- era mantener intacto los intereses priístas más importantes.
Rusia y Sudáfrica enfrentaron retos idénticos pero los resolvieron a su manera. Sin embargo, en los tres casos el resultado fue muy parecido: los tres gobiernos evitaron afectar intereses cercanos a sus afectos o intereses sólo para acabar minando por completo al sistema en su conjunto. El fin de la Unión Soviética habla por sí mismo: la incapacidad total para adecuar la economía a las realidades internacionales acabó destruyendo uno de los imperios más temidos, autoritarios y arbitrarios de la historia moderna. En Sudáfrica la crisis llegó a tal nivel que el gobierno blanco optó por negociar una airosa retirada, facilitando con ello una transición política impecable en las formas aunque, como en México, carente de un sólido sustento institucional que le dé continuidad y certidumbre.
Cada una de estas tres naciones ha intentado reconstruir sus estructuras políticas y económicas a su manera. En algunos casos ha habido negociaciones entre partidos, intereses particulares y grupos representativos de la sociedad para construir una plataforma de consensos, en tanto que en otros ha habido reformas en ocasiones negociadas y en otras impuestas desde arriba. Sudáfrica creó una comisión de la verdad para tratar de exorcisar el pasado, en tanto que la súbita liberalización de la expresión ha hecho lo propio en Rusia y parcialmente en México. Una rápida comparación de lo logrado en varios años de cambios políticos en las tres naciones muestra que, sin lugar a dudas, México es el que se ha rezagado. A pesar de avances sustantivos, nadie podría negar que, de los tres países, sólo el sistema político mexicano sigue siendo esencialmente el mismo.
En lo económico, cada país ha hecho lo suyo para intentar acelerar el paso en la transformación económica. Pero, en este ámbito, los avances que México ha logrado son incomparablemente superiores a los alcanzados por las otras dos naciones. Los últimos meses de turbulencias económicas afectaron a las tres naciones por igual, pero ninguna de las otras dos ha logrado desarrollar anclas sólidas de cambio económico que México ya tiene en pleno funcionamiento, primordialmente el Tratado de Libre Comercio.
La crisis financiera rusa de los últimos meses se produjo como resultado de una aguda crisis de confianza. Aunque las características específicas de esa situación no han estado presentes en México, otras son igualmente patentes en nuestro caso. Los operadores en los mercados financieros perdieron toda confianza en la economía rusa cuando se presentaron cuatro circunstancias: a) evidencia de un sistema político sumamente débil, en el que el gobierno era incapaz de tomar decisiones y llevarlas a la práctica a través de leyes emitidas por el poder legislativo; b) ausencia de transparencia en la administración de las empresas colocadas en el mercado de valores; c) inexistencia de un sistema judicial que hiciera cumplir contratos y, en general, la letra de la ley; y d) una enorme deuda de corto plazo en moneda extranjera, con ingresos irrisorios en divisas. Sin ser excesivamente críticos, nadie puede de manera razonable negar que los primeros dos factores son idénticos en México, en tanto que el tercero, en el caso de los bancos mexicanos, es muy parecido.
Sin embargo, México tiene profundas diferencias con Rusia. Entre otras cosas que comparten, ambos países tienen una amplia base industrial que se ha rezagado, que no es competitiva y que, seguramente, será incapaz de adecuarse a la competencia que hoy es parte integral de la inevitable realidad. Pero México, a diferencia de Rusia, cuenta con un ultramoderno sector industrial que compite exitosamente con los mejores del mundo. Ciertamente, el sector moderno de la industria mexicana está hoy lejos de ser capaz de proveer los empleos y oportunidades que requiere la sociedad mexicana o de substituir a la vieja planta industrial que se rehusa o que no tiene ninguna posibilidad de modernizarse, pero es, sin duda, una fuente de fortaleza extraordinaria, sobre todo cuando se le compara con lo que no existe en los otros dos países.
La mayor parte de los segmentos exitosos de la economía mexicana está vinculada, directa o indirectamente, al comercio exterior, a la economía global y, con gran frecuencia, al TLC. Este instrumento no lo es todo, ni es mágico o una panacea, pero constituye un pilar trascendental para el desarrollo económico del país. Nadie puede albergar la menor duda de que el éxito económico del país va a requerir muchas otras anclas y pilares de la importancia y trascendencia del TLC, pero mientras no tengamos otros pájaros en mano, más vale que protejamos, mantengamos y nutramos adecuadamente al que hoy ya tenemos.