Luis Rubio
Quizá el factor más sobresaliente e impresionante del proceso político que se sigue contra el presidente Clinton es la ligereza con que sus detractores hablan de la renuncia de un presidente. Como si la renuncia o el cambio de la parte más visible y representativa de un Estado -el jefe de gobierno y del Estado- fuese algo irrelevante y libre de consecuencias, aun en países tan fuertemente institucionalizados como los Estados Unidos. Esa ligereza tiene un paralelo evidente con el simplismo con que nuestros «transitólogos» han venido hablando del proceso de apertura política y eventual alternancia de partidos en el gobierno mexicano a nivel federal. De acuerdo a su visión, todo lo que México tenía que hacer era consensar y aprobar una legislación electoral equitativa y adecuada para que todas las piezas del sistema político fueran cayendo solas en su lugar. La realidad ha probado ser mucho menos amistosa que la prescripción.
La remoción de un presidente es un tema extraordinariamente delicado. Aunque prácticamente todas las naciones tienen procedimientos establecidos para tal circunstancia, así como para determinar el mérito de emprender ese camino, la realidad es que se trata de un curso de acción que muy pocos países han adoptado. No es para menos. El jefe de un gobierno es usualmente la pieza nodal de todo sistema político, aun y cuando su poder se encuentre severamente acotado, como ocurre en las verdaderas democracias. Es decir, aun cuando muy pocos presidentes en el mundo gozan de las extraordinarias facultades y poderes que han caracterizado a la presidencia mexicana, el hecho de juzgar y/o remover a la cabeza de un gobierno entraña un proceso traumático incluso en circunstancias estables y tranquilas.
De hecho, la transmisión del poder de un gobierno a otro luego de un proceso electoral (o del cambio en la correlación de fuerzas en un sistema parlamentario) son momentos clave para cualquier sistema político. En ese proceso se generan tensiones, se producen nuevos acomodos de fuerzas políticas, se generan ganadores y perdedores y, en general, se ponen a prueba todos los mecanismos de estabilidad. Cuando un país entra en un proceso de esta naturaleza – que va de las campañas electorales a las elecciones y de éstas al cambio de gobierno- somete al sistema político a una dura prueba. Mucho más cuando se trata de un proceso traumático como el que ha capturado la atención del mundo en Washington en las últimas semanas.
La razón por la que Estados Unidos puede darse el lujo de emprender un juicio político de altos vuelos es porque cuenta con un sistema político extraordinariamente maduro; es decir, cuenta con instituciones probadas a lo largo de dos siglos lo que le otorga una enorme fortaleza al sistema político. Aún así, un juicio político entraña, como hemos podido apreciar, fuertes tensiones que no dejan de crear enormes riesgos potenciales. Si esas tensiones y riesgos se producen en un país que lleva más de cien procesos electorales ininterrumpidos a nivel federal a lo largo de más de doscientos años, ¿qué podremos decir de un país que apenas está entrando en su primera o segunda elección presidencial verdaderamente competitiva?.
La presidencia mexicana es, nadie lo puede dudar, el meollo del sistema político. Por décadas, todo en el país se ha movido al ritmo del tambor presidencial. Aunque el organigrama formal del gobierno mexicano no es esencialmente distinto al de países verdaderamente democráticos, la realidad es que, desde Porfirio Díaz, la institución central del sistema político ha sido la presidencia, en tanto que los otros poderes federales -el legislativo y el judicial-, así como los locales, han servido a los objetivos e intereses del ejecutivo. Si bien la centralidad de la presidencia ha venido disminuyendo en buena medida por la decisión y disposición del presidente Zedillo de promover el fortalecimiento de los otros poderes, es más que evidente que estamos muy lejos de contar con un sistema político moderno, caracterizado por pesos y contrapesos efectivos, un poder judicial no sólo independiente, sino también eficaz y, en general, de las instituciones políticas modernas que permitan garantizar la estabilidad del poder y la continuidad del gobierno. Para nadie es secreto que uno de los mayores factores de incertidumbre en la actualidad -que se manifiesta en diversas formas, pero es particularmente notorio en la drástica disminución de la inversión privada y de las elevadísimas tasas reales de interés- es la ausencia de garantías a la estabilidad política y continuidad económica. Es decir, es patente la incertidumbre que existe en la mente de los mexicanos sobre la estabilidad del poder, la continuidad del gobierno y sobre sus políticas esenciales.
Si uno acepta que la presidencia es la piedra de toque del sistema político mexicano, cualquier cambio en ésta entraña enormes riesgos, al igual que oportunidades. Los «transitólogos» que limitaban su visión de la transformación y modernización del sistema político a la aprobación de una ley electoral equitativa y consensualmente aprobada se estaban empeñando en ver todas las oportunidades, pero en negar la existencia de riesgos. El problema de esa manera de ver al mundo es que confunde el todo con una de sus partes. Las elecciones no son más que uno de los componentes de un sistema político. Las elecciones sirven para determinar quién -persona y partido- va a gobernar el país, pero no para determinar la forma en que el país se va a gobernar. Nuestro problema medular en la actualidad se resume precisamente en la enorme incertidumbre que produce la falta de acuerdos sobre la forma de gobernarnos, sobre lo que debe preservarse entre un gobierno y otro y lo que es susceptible de modificación periódica.
Puesto en otros términos, la aprobación de la legislación electoral en 1996 y 1997 constituyó apenas el primer escalón de un largo proceso de transformación política que no ha avanzado mayor cosa. En lugar de construir instituciones para garantizar la transición de un sistema político centrado alrededor de la persona del presidente a uno sustentado en reglas y procedimientos para la distribución del poder, en pesos y contrapesos efectivos y en la definición explícita de los derechos ciudadanos, nos hemos pasado los últimos años destruyendo lo que existía sin desarrollar nada a cambio. Los priístas se han abocado a proteger sus intereses, a cerrar espacios, a enquistarse y a impedir el desarrollo de nuevas instituciones. Quizá nada ilustra más la ceguera de los priístas que su negativa a reformar la ley orgánica del Congreso, pero la ofuscación que caracteriza su proceso de nominación del candidato presidencial es igualmente efusiva. Los panistas han sido incapaces de proponer y construir un nuevo marco institucional que contribuya a encaminar al país hacia el fortalecimiento de un sistema político democrático y moderno. Incapaces de ofrecer una alternativa, los panistas han perdido la iniciativa política (y moral), al grado en que hoy son incapaces de explicar la naturaleza de sus acciones en años pasados, sobre todo su cooperación legislativa con el gobierno. El PRD ha apostado todo al colapso de la economía y del sistema político actual. En lugar de convertirse en el partido capaz de inclinar el equilibrio político en una dirección u otra a fin de afianzar un proceso de cambio político certero, la radicalización del PRD ha sido un factor decisivo en la generación de incertidumbre y parálisis.
Pero, en última instancia, los partidos no han hecho más que responder a los incentivos que tienen frente a ellos. En ausencia de un claro y fuerte liderazgo gubernamental hacia una transformación política integral, los partidos inevitablemente se han abocado a nutrir y mantener a sus bases políticas tradicionales y a guiarse por una racionalidad política obtusa y muy limitada. El resultado está a la vista: si bien comenzamos a adoptar algunas formas democráticas, la democracia en México no está siendo construida ni desarrollada. Esto es producto de la parálisis gubernamental, pero también -y prominentemente- del simplismo con que se ha concebido la modernización política del país. Tratándose de un cambio de brutal envergadura, un proceso de esta naturaleza tiene que ser construido paso a paso; la aprobación de una legislación electoral moderna era un paso necesario en ese proceso, pero dista mucho de haber sido suficiente. Lo menos que se puede decir del momento actual es que nuestras insuficientes instituciones políticas no pueden garantizar una transición política exitosa. Urge abandonar la ligereza con que éste y otros temas han sido abordados y aprovechar los meses que quedan de aquí al próximo cambio de gobierno, a fines del 2000, para cambiar esta realidad.
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