Economía para qué

La política económica permite elevar los ingresos y los niveles de vida de la población o no cumple su cometido. Este es, en síntesis, el propósito de cualquier estrategia de desarrollo económico. Lo importante no es la infraestructura ni la macroeconomía, las inversiones o las tasas de inflación. Lo que cuenta es el resultado final, medido en términos del beneficio que deriva la población después de que todas esas variables han sido computadas. Bajo esta medida, la política económica de los últimos lustros dista mucho de haber logrado su objetivo medular, aunque es evidente que sus avances son significativos, sobre todo en algunas partes del país. Ciertamente, ninguna estrategia de política económica puede ser exitosa si no se le da tiempo al tiempo. Pero la pregunta que deberíamos hacernos los mexicanos es si la estrategia general de la política económica es la equivocada o si la falla se encuentra en la manera en que ésta ha sido instrumentada.

 

Llevamos años de disputar la bondad de la política económica de los últimos tres lustros. Pero la disputa es cada vez menos pragmática o analítica y cada vez más ideológica. Lo que importa, según parece exhibir el debate público, es demostrar quién tiene la razón y no el logro del objetivo elemental de la actividad económica. Unos critican y se oponen a la política económica por el mero hecho de que ésta no satisface sus preferencias políticas o ideológicas, en tanto que otros la defienden a rajatabla, como si los beneficios fluyeran de manera obvia y natural para todos. Pero si uno escarba un poco más, si uno observa la realidad más profunda, la que de verdad cuenta, es bastante evidente que ésta ha cambiado de manera radical. Si bien sobreviven algunos empresarios y muchos políticos que todavía suspiran por un mundo fácil, libre de importaciones y generoso en subsidios, la mayoría de los empresarios y de los partidos políticos ya reconoce que la globalización de la economía es un hecho que no puede ser ignorado y, más importante, que no va a desaparecer porque uno cierre los ojos.

 

Sin embargo, aunque exista reconocimiento del hecho de que la globalización es una realidad indisputable y de que el país va a progresar sólo en la medida en que la asumamos como tal, no hay consenso sobre cómo enfrentarla. Típicamente, quienes apoyan la política económica, aun cuando desprueben la gestión gubernamental, ven en la globalización una oportunidad para el desarrollo del país, por lo que promueven una rápida inserción en su dinámica a través de exportaciones, importaciones, inversión extranjera, internet y demás.  Por ello demandan esfuerzos mucho más intensos por desregular y privatizar, así como por transformar el sistema educativo del país y, en esa medida, elevar la eficiencia y productividad, e insisten en la absoluta transparencia del actuar gubernamental y de las reglas del juego. Su prioridad es el largo plazo, a lo cual supeditan los costos inmediatos del cambio. Para este grupo, las oportunidades no esperan, por lo que cada día que se retrasa la aprobación de diversas iniciativas de ley o que se posponen decisiones de privatizar o invertir, de introducir una mayor competencia o de mejorar el entorno institucional para la actividad económica, se da  un paso atrás en la posibilidad de lograr un desarrollo económico sano que produzca empleos e ingresos para todos los mexicanos.

 

Por su parte, quienes reprueban la política económica no necesariamente rechazan la globalización, pero la ven más como una amenaza. Reconocen que el mundo del pasado ya no es posible, pero eso no les impide intentar preservar algunos de los instrumentos gubernamentales de intervención económica así como beneficios, privilegios y trofeos que en esa época se cosecharon. Proponen una mayor equidad en el desarrollo económico y convocan a un nuevo pacto social que redistribuya los beneficios, evite los extremos de pobreza y riqueza y garantice un mínimo de bienestar. Su prioridad se encuentra en el corto plazo, a través de cambios graduales que garanticen la viabilidad socio política del proceso. Para este grupo, el gobierno debe mantener sus instrumentos de acción política y social, y emplearlos para proteger a los que menos tienen y asegurar que los beneficios se distribuyan más rápidamente.

 

Hasta hace unos años la mayoría de los mexicanos parecía aceptar que la única manera de avanzar era a través de un curso más o menos intermedio entre estas dos posturas. Un curso en el que se perseguían los objetivos de transformación económica, mientras se asistía a los más desprotegidos. Es decir, se había logrado conformar un consenso, al menos tentativo, respecto a la orientación de la política económica. La crisis económica de 1995 dio al traste con ese virtual consenso y, desde entonces, no ha habido ni siquiera la intención de volverlo a forjar. Es por eso que la confrontación de posturas es tan preocupante. No sólo no existe consenso, sino que el clima político es de creciente confrontación. La intolerancia se ha convertido en la norma en lugar de ser la excepción. Peor, en lugar de ver a la población como la razón de ser del gobierno y el objetivo último de la política económica, los actores políticos se mueven como si lo único importante fuera ganar el punto del momento. Lo peculiar del caso es que las diferencias de substancia entre los candidatos tienden a ser mucho menores de lo que su retórica sugiere.

 

Las disputas políticas en torno a la economía han tomado una gran diversidad de vertientes. Algunos disputan la esencia de la política económica, en tanto que otros critican algunos de sus componentes. Los tiempos electorales son siempre propicios para exacerbar los ánimos y para polarizar cualquier postura. Sin embargo, son pocos los mexicanos que rechazan de manera tajante la noción general de que la economía mexicana sólo puede prosperar en la medida en que ésta se torne más competitiva y de que se facilite el acceso de toda la población a los beneficios del desarrollo. En un sentido amplio, la abrumadora mayoría de las disputas no son sobre la esencia sino sobre los detalles específicos. Quienes tienen que trabajar para vivir suelen ser más flexibles que quienes dominan el arte de la retórica.

 

Pero no hay la menor duda que muchas de las fallas de la política económica de estos años residen precisamente en errores elementales de concepción, muchas veces producto de objetivos políticos o económicos ulteriores, distintos a los objetivos que debían perseguir las reformas mismas. En efecto, el número de desaciertos y errores en los que se ha incurrido a la hora de instrumentar la política económica a lo largo de estos años ha sido literalmente infinito. Por ejemplo, muchas de las privatizaciones, sobre todo aquellas que se realizaron en sectores en los que no existía competencia efectiva en el momento de privatizar, resultaron catastróficas.

 

Pero ninguno de los errores o fallas niega la necesidad de llevar a cabo una profunda transformación de la economía. Es importante recordar que las reformas a la economía se iniciaron a mediados de los ochenta, en uno de los momentos más críticos y caóticos de la economía mexicana, luego de que el gobierno prácticamente se había colapsado con su virtual quiebra en 1982. La economía se había estancado, el país bordeaba la hiperinflación, la recesión pendía como amenaza permanente y la deuda externa anulaba cualquier posibilidad de recuperación sostenida. Las reformas se lanzan, en ese contexto, como la única alternativa al caos de aquel momento. Evidentemente los resultados de esas reformas todavía no favorecen a todos los mexicanos, pero el dinamismo de al menos una gran porción de la economía mexicana ciertamente muestra que existen opciones y oportunidades que hace quince años parecían imposibles.  En este sentido, nadie puede dudar que la reforma de la economía mexicana es algo indispensable e ineludible, aun a pesar de los errores del pasado. En todo caso, la lección principal de los últimos años es que hay que crear un entorno institucional apropiado para que las reformas puedan ser exitosas. La ausencia de ese marco institucional llevó a que muchas de las reformas gubernamentales fracasaran o que resultaran ser mucho menos favorables de lo que prometían. No hay duda que sin reformas, sin instrumentos de mercado, sin derechos de propiedad bien definidos y sin un entorno de competencia cabal en el mercado interno, el desarrollo del país seguirá estancado.

 

Pero el problema de fondo no reside en tal o cual reforma, sino en los principios que orientan la estrategia general de desarrollo. La preguna importante es ¿cómo vamos a poder romper el círculo vicioso de la desigualdad, la pobreza o el estancamiento en que vive una enorme proporción de los mexicanos en el contexto de la globalización que caracteriza al mundo? La política económica debe abocarse precisamente a enfrentar ese reto. Desde esa perspectiva, lo importante no es el instrumento o el vehículo específico, sino la orientación general de la estrategia de desarrollo. Ante todo, esto entraña un conjunto de definiciones filosóficas que, a la fecha, nadie ha querido tomar a conciencia. Por décadas, la política económica giró en torno a la noción de que el centro de gravedad del desarrollo eran los productores, es decir, los empresarios, fueran éstos públicos o privados. Esta noción justificó la protección de la planta industrial –el modelo de economía cerrada- por muchos años. La apertura de la economía entraña, al menos en concepto, un rompimiento con esa concepción fundamental. En una economía abierta en la que se persigue la competitividad, el centro de gravedad reside en el individuo, en el consumidor que ahora, sin barreras impuestas a la importación de bienes, puede decidir lo que más le conviene y, por lo tanto, forzar a los productores a servir sus intereses y no al revés. En México, sin embargo, no hemos acabado de definirnos. Pervive un conjunto de acciones, regulaciones y prioridades gubernamentales que privilegian a los productores –el paradigma de una economía cerrada-, mientras que existe un conjunto de políticas, leyes e instituciones que enarbolan el principio de que el consumidor es rey. Mientras no acabemos por definir este entuerto, la estrategia de desarrollo seguirá a la deriva o, lo que es lo mismo, seguiremos adoleciendo de una estrategia de desarrollo. Sin estrategia de desarrollo, seguirán dominando los contrastes de crecimiento y estancamiento, pobreza y riqueza, desarrollo y subdesarrollo que caracterizan al país en la actualidad.

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La economía que sí puede avanzar

Los empresarios son sin duda la clave del desarrollo económico. Vilipendiados por décadas, los empresarios son hoy reconocidos como la esencia del desarrollo de la economía. Las campañas de los diversos candidatos a la presidencia no sólo no denostan a los empresarios, sino que muestran un indisputado reconocimiento a la importancia de su labor. Lamentablemente, no tenemos suficientes empresarios. La pregunta es por qué.

 

La industria mexicana de los últimos cincuenta años prosperó fundamentalmente gracias al apoyo gubernamental. Esos apoyos venían en la forma de protección respecto a la competencia vía importaciones, subsidios y créditos fiscales, así como jugosos contratos gubernamentales. Los empresarios de entonces no tenían que medir sus fuerzas frente a los consumidores, fuesen estos familias u otras empresas. El consumidor no tenía más remedio que consumir lo que estaba disponible o, en algunos casos, recurrir al contrabando. En la mayoría de los casos, la industria mexicana se hubiera podido comparar mejor con los “empresarios” soviéticos, que con los pujantes industriales que en la misma época comenzaban a nacer en la región del sudeste asiático, en Europa o Estados Unidos. El hecho es que la empresa mexicana de los cuarenta, cincuenta y sesenta, con muchas honrosas excepciones, no tenía el menor interés de satisfacer a su cliente nominal, el consumidor de sus productos, sino al burócrata que le hacía rentable el changarro.

 

En los setenta, los empresarios sufrieron un injustificado embate. El gobierno, en el mejor de los espíritus de revancha populista, se abocó a destruir la credibilidad de los empresarios, sin jamás pensar en el consumidor. Como el mexicano común y corriente no hacía (¿hace?) diferencia en términos electorales, no había razón alguna para pensar en sus intereses o deseos. La burocracia de la etapa populista de esta era sabía bien que la mejor manera de resolver los problemas del país era tomando control de las empresas grandes y haciéndole difícil la vida a las chicas. Por doce años, entre 1970 y 1982, el país vivió una época de ataques permanentes a los empresarios, de políticas regulatorias orientadas a hacer quebrar las empresas para que el gobierno luego viniera a “salvarlas” (y, por supuesto, a corromperlas) y de una inflación que acabó por destruir la economía familiar. En lugar de atacar las fuentes principales del estancamiento económico del país –el entorno regulatorio de las empresas, los intereses creados en el magisterio que impiden el desarrollo de la educación, los monopolios (entonces gubernamentales, hoy en muchos casos privados) que obstaculizan el crecimiento de la inversión y, en general, la inestabilidad institucional, la ausencia de certidumbre en las políticas públicas y la carencia de un Estado de derecho- aquellos gobiernos prefirieron desarrollar una fantástica mitología sobre el desarrollo burocrático, el bienestar que la corrupción podría traer consigo y lo positivo que sería para el país el que toda la industria “básica”, como el acero, los ferrocarriles, la electricidad, la telefonía y demás, estuviesen en manos del gobierno. Las locuras de aquellos gobiernos se han ido desmantelando poco a poco, pero no así el legado mitológico.

 

Hoy en día, una buena parte de la prensa y la intelectualidad en general no dejan de reproducir las imagenes desarrolladas en aquella época desastrosa para el desarrollo del país. Para ese segmento, todo lo que puedan hacer las personas por sí mismas implica que el virus neoliberal ya avanzó en exceso. Lo mejor es que “alguien más” haga las cosas. Sin embargo, esos grupos típicamente denostan al gobierno, lo que seguramente implica que, o bien se consideran a sí mismos más capaces de administrar la producción, el empleo y la generación de riqueza, o suponen que un marciano lo podría hacer mejor. Afortunadamente esa no es la visión que hoy presentan los candidatos a la presidencia. Todos ellos parecen reconocer que el empleo y la riqueza no pueden divorciarse de los empleadores y la inversión. En ese sentido, reconocen que lo crucial para el desarrollo económico se encuentra en la creación de más empresas, en la atracción de más inversión y en el consecuente desarrollo de un mayor número de fuentes de empleo.

 

Pero el reconocimiento de la necesidad de un mayor número de empresarios e inversiones no va de la mano con sus planteamientos a la fecha. Si bien los candidatos reconocen la necesidad de crear condiciones atractivas para el desarrollo de empresas, muchos de ellos parecen seguir imaginando un mundo en el que el gobierno es el que decide qué empresas, dónde se instalarán y cómo van a progresar. Es decir, ha habido un enorme avance en el reconocimiento de al menos una fuente de solución potencial al problema económico del país, pero no de la dinámica que lo hace funcionar. El gobierno reconoce que son los empresarios quienes tienen que invertir y administrar la actividad económica, pero sus funcionarios, al menos varios de los candidatos, no han llegado a entender que la economía moderna funciona sobre la base de una multitud de decisiones individuales que interactúan cotidianamente y no de una decisión centralizada en el gobierno o en alguna empresa grande. En la mente de la mayoría de los candidatos subsiste la noción de que existe un mercado interno, distinto del mercado externo o global. La realidad es que las empresas no tienen más remedio que operar bajo la noción de que hay un solo mercado y que, en ese sentido, la diferencia entre el mercado interno y el externo es un mero artificio burocrático.

 

Pero el artificio del mercado interno es extraordinariamente poderoso porque le permite a la burocracia, y a muchos de sus exponentes políticos, ahora en la forma de candidatos, albergar la expectativa de que no tiene que cambiar nada para proseguir con el (sub)desarrollo del país. Es decir, desde un punto de vista burocrático, es amenazante la noción de que ya no existe una diferencia entre el mercado interno y el internacional, pues aceptarlo implicaría que un funcionario ya no tendrá la posibilidad de manipular la actividad económica a su antojo. Puesto en otros términos, la idea de que hay un mercado interno evita tener que reconocer la realidad interna de la economía mexicana, que es  la de una infinidad de prácticas monopólicas, de abuso burocrático, de corrupción, de obstáculos regulatorios y burocráticos a la instalación y operación de empresas y, en general, de aceptar lo inevitable -que el “mercado interno” no se recupera porque no se han eliminado los impedimentos a su integración al mercado internacional- los candidatos y los aspirantes a puestos burocráticos ya no verían tan atractiva la chamba a que aspiran.

 

Pero el problema para el país es enorme. La ausencia de empresarios en cantidad suficiente para desarrollar al país no es producto de la casualidad, sino de la ausencia de oportunidades. Si uno observa que muchos de los mexicanos que emigran hacia nuestro vecino país al norte son precisamente los más emprendedores, no es difícil ir un paso hacia adelante para ver que muchos empresarios potenciales también emigran, otros nunca logran desarrollarse y otros más se paralizan en la telaraña de intereses que teje y protege la burocracia y el gobierno. En la mayoría de los casos la protección que otorgan los funcionarios a diversas empresas, sectores o actividades sin duda es bien intencionada, pero el resultado es que todos los demás pierden. Cada vez que el gobierno actúa de una manera que protege a una empresa, crea un entorno de incertidumbre para todos los demás. De esta manera, la protección de uno acaba teniendo un enorme costo que no es fácil reconocer en el momento. Cada decisión arbitraria, así sea buena, implica el desconocimiento de los derechos de propiedad de los demás y la total incertidumbre sobre la vigencia de las leyes y reglamentos.

 

La economía mexicana atraviesa una fase terriblemente compleja e incierta de su historia, etapa que no es particularmente distinta a la que vivió la economía chilena en los setenta y ochenta, la norteamericana en los ochenta o la japonesa en la actualidad. En todos esos casos, la vieja industria, forjada al amparo de un esquema operativo en el que no existía competencia -en unos casos porque así funcionaba el mundo y en otros por privilegio burocrático- , comenzó a enfrentar terribles dificultades para sobrevivir. Al igual que muchas empresas mexicanas en los últimos años, la industria vieja, la que no supo como modernizarse, la que no gozó del privilegio de contar con una auténtica y competente visión empresarial, fue encontrando que simplemente no podía sobrevivir. En algunos casos la muerte fue fácil mientras que en otros ésta estuvo llena de vicisitudes, pero el fin de los que no supieron adaptarse fue el mismo en todos los casos. No se necesita ser vidente para saber que eso mismo le ocurriría a muchos de los monstruos paraestatales de tener que competir abiertamente en el mercado.

 

El hecho es que hay un empresariado que ha logrado salir adelante de una manera literalmente espectacular. Tanto el que sobrevivido,  como el que ha nacido bajo las nuevas reglas del juego y el que ha logrado convertir el pasado en la plataforma para el desarrollo para el país, constituyen las principales razones de optimismo para el futuro de la economía mexicana. Es verdaderamente trascendente que los candidatos finalmente así lo reconozcan, pero es lamentable que no se percaten que su éxito no es producto de la casualidad, sino del hecho de que, efectivamente, la abrumadora mayoría de esos empresarios vive no de ese hipotético (e idílico) mercado interno, sino de la brutal competencia de los mercados internacionales, del desarrollo de mejores productos, de la innovación y de la creatividad. Todos éstos son atributos que surgen no de la burocracia, sino de la existencia de reglas claras y transparentes, así como de una relativa ausencia de obstáculos a su actividad. No es casualidad que esos empresarios operen bajo reglas como las establecidas por el TLC. Ahí, para nuestra fortuna, la burocracia no tiene mucho que decir.

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El fantasma de Fobaproa-otra vez

Luis Rubio

El único factor políticamente relevante del Fobaproa es el costo fiscal que el salvamento del ahorro bancario representa. Todo el resto, desde las famosas listas de supuestos créditos fraudulentos que han venido contaminando el ambiente político, hasta la pirotecnia que vienen jugando los diversos actores en este absurdo drama, son meras distracciones. Hay buenas (y obviamente muy jugosas) razones para que los partidos políticos exploten los errores, las omisiones, los abusos y las desviaciones de fondos que pudiesen haber estado presentes en todo el proceso de rescato bancario. Pero ninguno tiene la trascendencia del costo fiscal, pues es este elemento el que va a afectar negativamente las tasas de crecimiento de la economía y, por lo tanto, los niveles de vida de la población en las próximas décadas. Es ahí donde nuestros supuestos representantes deberían poner su acuciosa mirada.

El Fobaproa fue un programa diseñado para proteger el ahorro bancario. Todos los recursos empleados por el gobierno para salvar a los bancos fueron, en realidad, destinados a proteger el ahorro; o, puesto en otros términos, de no haber existido algún programa de este tipo, el público habría perdido buena parte de su ahorro, pues fueron precisamente esos recursos los que los bancos prestaron y, más tarde, perdieron cuando se apilaron los créditos incobrables. Nadie puede tener la menor duda de que ese rescate bancario dista mucho de haber sido la operación más limpia, eficaz, inteligente y apropiada que la humanidad ha visto en su historia, pero ese hecho, aunque de por sí lamentable, no debería permitir que se tergiversen los datos y la historia al punto de llegar a una situación de confusión generalizada en la que cada actor tiende la cortina de humo que más le conviene.

El PRD ha venido demandando que se publiquen las listas de créditos y acreditados que acabaron en el Fobaproa. Desafortunadamente su demanda está mal enfocada, pues no es ahí donde se encuentra el problema. Las famosas listas, elaboradas por el auditor canadiense Michael Mackey, quien fue contratado por los diputados para evaluar el salvamento bancario e identificar las irregularidades que ahí se pudieran haber presentado, no sirven para nada. El listado contiene los nombres de un altísimo porcentaje de personas y empresas que tenían créditos vigentes cuando explotó la crisis económica en 1995. La crisis elevó las tasas de interés de una manera dramática, lo que a su vez incrementó brutalmente los pagos que se tenían que efectuar en relación a esos créditos. Muchísimos acreditados dejaron de pagar, total o parcialmente, sus créditos. Por supuesto que la enorme mayoría fue gente honesta que simplemente no pudo pagar lo adeudado a las nuevas tasas, en tanto que otros, los vivales, aprovecharon el río revuelto para no pagar a pesar de sí poder hacerlo. En cualquier caso, la manera como las autoridades enfrentaron el problema resultó mucho peor que la enfermedad: en lugar de subsidiar a los deudores para que continuaran el pago de sus obligaciones y, de esa manera, mantuvieran vigente la relación acreedor-acreditado, se dedicaron a comprar cartera con criterios casuísticos, sin informar con veracidad a la opinión pública, subsidiando así directamente a los bancos y destruyendo la esencia de cualquier sistema financiero: la confianza. Salvaron el ahorro público pero a un costo fiscal e institucional verdaderamente monumental.

El costo fiscal, que es fácilmente cuantificable, es el que es de interés público, pues es ahí donde se encuentra un verdadero escollo para el futuro de la economía mexicana. Por la manera en que se llevó a cabo la operación de rescate bancario, las listas de acreditados no dicen, no pueden decir, absolutamente nada. Dado que la crisis de 1995 y su manejo llevó a la quiebra a prácticamente todo el sistema bancario y de que la manera en que se salvó a los bancos fue mediante el intercambio de cartera por fondos públicos, el Fobaproa acabó saturado de todos los créditos que existían en los bancos, tanto los créditos buenos como los créditos malos. De hecho, para ilustrar la verdadera naturaleza de la problemática, no sobra recordar que la única subasta de créditos que llevó a cabo el Fobaproa fue de puros créditos al corriente, es decir, de créditos cuyos beneficiarios seguían pagando en forma regular. Como los bancos transfirieron cartera al Fobaproa a cambio del subsidio, los acreditados nunca supieron si sus créditos seguían en el banco o si habían sido transferidos al Fobaproa. En este sentido, las listas que tanto se invocan en estos días incluyen tanto a personas y empresas honorables como a los vivales que abusaron de la oportunidad. El problema es que no hay manera objetiva de distinguir entre unos y otros.

En su informe, el auditor Mackey llegó a la conclusión de que del total de créditos contenidos en el Fobaproa había un número de transacciones (por un monto de 7.2 billones de dólares) que eran reportables por las irregularidades que mostraban. Algunas de esas transacciones eran, según Mackey, potencialmente ilegales. La encomienda del señor Mackey era la de evaluar cómo se había llevado a cabo el proceso de salvamento bancario para determinar si había habido irregularidades. Su conclusión fue que no se siguieron las normas más elementales, ni las reglas del propio Fobaproa, y que hubiera sido mejor conducir el salvamento de una manera distinta, con lo que el costo fiscal pudo haber sido substancilmente menor. Los 7.2 billones de dólares no es una cifra despreciable, pero no tiene comparación alguna con los 80 billones de dólares que el rescate costó originalmente. De la lectura de ese informe no es difícil inferir que el costo fiscal se multiplicó de una manera dramática por la torpeza con que fue realizado el salvamento, más que por la existencia de fraudes o abusos por parte de acreditados y banqueros.

En este sentido es claro que el problema del Fobaproa no se encuentra en las listas de deudores, pues esas listas no dicen absolutamente nada útil para los diputados ni para los mexicanos en general. Mucho más importante y productivo, en términos tanto políticos como económicos, sería que nuestros dilectos diputados se adentraran en el análisis de los procesos de adquicisión y transferencia de cartera pues es ahí donde se encuentran las operaciones que el señor Mackey determinó como reportables o ilegales. Ese camino sería mucho más productivo por dos razones muy evidentes: primero que nada, porque el tema de fondo es el costo fiscal y, por definición, ningún particular, así fuera banquero o acreditado podía decidir sobre el uso de los recursos fiscales, pues esa era facultad exclusiva de la autoridad. Y segundo, porque la mayor parte de las irregularidades que pudiese haber habido en el ámbito de los propios créditos ya prescribió, más no así lo relacionado con el manejo de los recursos fiscales.

A través del Fobaproa, el fisco transfirió recursos multimillonarios a los bancos a cambio de cartera bancaria, parte de la cual era buena, parte mala y parte fraudulenta. En los casos en que el gobierno tomó control de un banco, como ocurrió con las instituciones que quebraron y cuyos propietarios huyeron, la totalidad de la cartera fue transferida al Fobaproa. Exceptuado el caso de esas instituciones, ninguno de los acreditados, los honestos y los ladrones, tiene manera de saber si su cartera acabó en el Fobaproa o si sigue en manos del banco original. Sin embargo, las autoridades que concibieron y llevaron a cabo el rescate bancario y que fueron tomando todas las decisiones pertinentes al respecto saben perfectamente qué compraron, a quién le entregaron cuánto dinero y qué criterios se siguieron en cada caso. Ahí no puede haber cortinas de humo.

Quizá el factor más importante en todo el affaire Fobaproa sea el que los beneficiarios directos del rescate bancario fueron los ahorradores. Al recibir esos fondos fiscales, los bancos pudieron desaparecer o mantenerse a flote, pero siguieron siendo solventes frente a sus acreedores, entre los que se encuentran los millones de mexicanos que ahí depositaron sus ahorros. Pero este punto es central: los usuarios del crédito no se beneficiaron de los recursos del Fobaproa. Es perfectamente factible que muchos de los acreditados hayan aprovechado la confusión que causó la crisis, y la pésima ejecución del programa de rescate bancario, y hayan dejado de pagar sus créditos a pesar de contar con la posibilidad de hacerlo. Es sabido que muchos empresarios removieron maquinaria de sus fábricas, desaparecieron sus inventarios, cambiaron de razón social y cometieron toda clase de tropelías para no pagar. Pero en todos esos casos el estafado debió ser el banco y no el fisco. Sin duda, todos los acreditados que no pagaron sus créditos abusaron, pero eso nada tuvo que ver con el Fobaproa. En todo caso, el pésimo manejo del Fobaproa creó excepcionales incentivos para que se multiplicaran los vivales.

Esta realidad no crea escándalo, pero no por eso deja de ser una realidad. Sin embargo, de lo que se trata, obviamente, es de escandalizar, no de cumplir con el servicio que la labor legislativa exige.Todavía peor, los enardecidos diputados que con tanta vehemencia (y una extraordinaria dosis de retórica y demagogia) reclaman la publicación de las listas, han hecho una nítida distinción entre los atracadores de sombrero blanco y los atracadores de sombrero negro. Dentro de la implacable lógica maniquea del PRD, unos son abusivos, defraudadores y criminales, en tanto que los otros son víctimas inocentes de la crisis. Unos son criminales y los otros son mexicanos ejemplares. Los malos son los que no son miembros del PRD. Los buenos son los barzonistas. Ambos, sin embargo, son igualmente acreditados que no han cumplido con su respectivos compromisos: ninguno ha pagado un quinto de sus deudas, pero los barzonistas, a través de la manipulación, han logrado que nadie se atreva a tocarlos. Ambos fueron rescatados por el Fobaproa y ambos son parte integrante y prominente de las famosas listas. La legalidad en pleno.

Al final del día, el problema es la ausencia total de transparencia, tanto por parte del gobierno por quienes invocan las listas. Ni los banqueros ladrones ni los acreditados abusivos podían crear el fenómeno del Fobaproa. Si tuviéramos una situación de transparencia, el escándalo no estaría en las listas de acreditados, sino en la negligencia que hizo posible este monstruo.

 

Por fin -nuevo o viejo PRI

Luis Rubio

Con gran diligencia, el PRI está abandonando lo único que le funcionó bien en los últimos años: el método de elección de candidatos. Con la vuelta al pasado, a las listas, al palomeo y a los candidatos de unidad, el partido corre el riesgo de volver a su anquilosamiento y, con ello, al fin del virtual monopolio del poder que ha ejercido por décadas. Desde una perspectiva ciudadana, el problema del PRI no reside en la manera en que elige a sus candidatos, sino en el hecho de que está abandonando hasta la pretensión de ser un partido representativo. La etiqueta de nuevo PRI le duró unos cuantos meses. La pregunta es si la restauración del viejo PRI va a venir acompañada de renovados intentos por imponer un carro completo, al precio que sea.

La noción del nuevo PRI se amparaba en la transformación del proceso de selección de sus candidatos. En lugar del dedazo, en Chihuahua el PRI inauguró el recurso a elecciones primarias como vehículo para nominar a un candidato que gozara de plena legitimidad y, con ello, una oportunidad real de llegar a la gubernatura. A la sazón, el PRI era oposición en Chihuahua, así que cualquier método era bueno para recobrar la gubernatura que ese partido había perdido seis años antes. Y dicho y hecho: la elección primaria en ese estado fue un éxito rotundo que no sólo le permitió al PRI lograr su objetivo inmediato, sino que el método se convirtió en un modelo para el resto del país. Poco a poco, diversos estados fueron adoptando mecanismos de elección interna para la nominación de su candidato. Algunos lo hicieron con gran apertura y transparencia, en tanto que otros hicieron todo lo posible por disfrazar el tradicional dedazo de elección primaria. Sea como fuere, el PRI logró inaugurar un mecanismo de legitimación que funcionó en un buen número de instancias; de hecho, donde hubo elección primaria al PRI le fue bien y viceversa, en prácticamente en todos los estados en que le fue mal su candidato éste había sido producto de la imposición desde arriba.

El nuevo mecanismo de nominación, y el zenit del nuevo PRI, llegó con la elección del candidato a la presidencia de ese partido. Luego de años de padecer las críticas de los partidos de oposición por la imposición con que elegía candidato ese partido, súbitamente el PRI parecía renacer el siete de noviembre pasado. Su candidato fue nominado por medio de un proceso electoral que resultó contundente tanto por la mecánica que se siguió como por el abultado número de participantes en la elección. En contraste, tanto el PAN como el PRD acabaron nominando a un solo candidato que había emergido sin mayor oposición ni competencia. Todo sugería que el PRI había encontrado, una vez más, la fuente de la eterna juventud. La elección primaria se volvería el nuevo mantra del partido que lleva más décadas en el poder que ninguno otro en el mundo.

Pero tan pronto tuvieron candidato a la presidencia a los priístas se les olvidó la razón de sus éxitos recientes. Ninguno de los candidatos más recientes a gubernaturas (Chiapas, Morelos, Guanajuato y Tabasco) ha sido elegido mediante un mecanismo competitivo. Algo similar ha ocurrido con el ejercicio de preparación de las famosas listas de candidatos al congreso y al senado: se ha tratado del más vergonzoso ejemplo de abuso, imposición, negociación y ausencia total de transparencia. Súbitamente, el nuevo PRI es absolutamente indistinguible del viejo PRI. La pregunta es si esto hace alguna diferencia.

El problema es que lo que haga o deje de hacer el PRI en su vida interna tiene enormes repercusiones en la vida política nacional. A final de cuentas, ha sido el desorden dentro del PRI el que ha sido responsable de las crisis recurrentes que ha vivido el país desde 1968 en adelante. La cerrazón que llevó a la terminación violenta del movimiento estudiantil en 1968 respondía esencialmente a la noción (muy priísta, por cierto) de que nadie tiene derecho a retar el poder o la legitimidad del gobierno postrevolucionario. Las crisis económicas de 1976 a 1994 fueron todas producto de un gasto gubernamental excesivo, muy superior a sus ingresos, orientado a tratar de apaciguar intereses diversos. El gasto se empleaba no para promover el desarrollo de la economía en el largo plazo o para acelerar el ritmo de su crecimiento, lo que hubiera implicado invertir en infraestructura o mejorar la calidad de la educación o la seguridad pública, por citar algunos ejemplos por demás evidentes, sino para satisfacer las demandas de grupos políticos específicos e intentar evitar con ello alteraciones al orden establecido. Por casi tres décadas, el gobierno se abocó a tratar de evitar una crisis política a través de mecanismos que aseguraban una crisis económica misma que, inevitablemente, acababa entrañando enormes costos tanto políticos como de legitimidad. A nadie debería sorprender la profunda crisis de legitimidad que afecta al PRI.

El (aparente) fin del dedazo no ocurrió por casualidad. Desde el inicio del sexenio actual, el presidente Zedillo planteó la necesidad de modificar el mecanismo de sucesión del candidato. Cualquiera que hubiera sido su motivación en ese momento, de lo que no cabe la menor duda es que el hecho de que el candidato a sucederlo surgiera de un mecanismo de elección abierta alteró la esencia del sistema político postrevolucionario. El sistema político se afianzó en los años treinta con el intercambio implícito de lealtad al presidente y al sistema por parte de los miembros del partido (cuyo nombre entonces era Partido Nacional Revolucionario), a cambio de beneficios, en la forma de acceso a la corrupción y a puestos públicos. La lealtad era un valor extraordinario pues, en la práctica, le confería al presidente facultades esencialmente ilimitadas para hacer lo que le diera la gana a lo largo de su sexenio. El dedazo se convertía así en el mecanismo de control último del sistema político, pues por medio de éste el presidente podía premiar o castigar a cualquiera de sus colaboradores. Dado el enorme poder implícito en el mecanismo, es lógico que nadie le creyera al presidente Zedillo que abdicaría a esa facultad tradicional de la presidencia mexicana. Sin embargo, una vez que la nominación se dio por un mecanismo distinto al de la imposición cruda y primitiva, resulta patético observar todos los intentos que están teniendo lugar por recobrar los vicios del sistema de antaño. Los priístas de verdad parecen no entender el dilema en que se encuentran.

Dos cambios de profunda relevancia en el ámbito político tuvieron lugar en este sexenio. El primero fue el de conceder la plena autonomía al Instituto Federal Electoral y de su entidad hermana, el Tribunal Federal Electoral. Esta acción iba encaminada a cancelar una de las fuentes más agrias (y vergonzosas) de conflicto político, particularmente con los partidos de oposición. Aunque muchos de los priístas estiman que la independencia del IFE y del TRIFE constituye una concesión extraordinaria (y excesiva, dicen muchos de ellos), la mayor de las ironías es que el único partido que se puede beneficiar directamente de este a acción es el propio PRI, toda vez que, de ganar el PAN o el PRD, nadie dudaría del resultado, mientras que si ganara el PRI, por su historia y actitudes, la incredulidad sería mayúscula. El beneficiario de la modernización del IFE es el PRI, razón por la cual sería de elemental congruencia que este partido abandonara su política de poner permanentemente en entredicho la legitimidad del proceso, del IFE y del TRIFE.

El otro cambio de orden político que experimentó el país en este sexenio es precisamente el que tiene que ver con el proceso de nominación del candidato del PRI a la presidencia. Con el fin del dedazo, la naturaleza entera del PRI pasó a un plano distinto. La competencia en los procesos que siguieron la mecánica de una elección primaria fue abierta y razonablemente transparente, lo que ha hecho que los conflictos entre los priístas ya no pasen por el gran árbitro, sino que se diriman a través de un mecanismo institucional con igual acceso para todos. La adopción de un mecanismo de nominación de candidatos dentro del PRI que no pasa por el presidente puso de cabeza todos los preceptos del sistema tradicional y abrió múltiples válvulas de escape que bien podrían reducir las tensiones y conflictos entre los priístas y, con ello, disminuir la ola de violencia que el mecanismo anterior estaba generando, como evidenció el año de 1994. De institucionalizarse el nuevo mecanismo de nominación, el PRI podría haberse fortalecido y, como parecía indicar el resultado de la elección primaria para su candidato a la presidencia, cobrar nuevos bríos aún frente a la difícil competencia electoral que en este momento enfrenta.

Pero la realidad actual del PRI es otra. Las nominaciones de candidatos al senado y al congreso están siguiendo la lógica arbitraria de antaño y los enojos y resentimientos crecen por doquier. Las batallas que se vislumbran en ese mismo plano en estados como Tabasco muestran que el PRI no sólo no ha aprendido de sus fracasos, sino que, paradójicamente, sin siquiera puede aprender de sus éxitos. La arbitrariedad con que se están manejando las nominaciones de candidatos en todos los niveles sugiere que el viejo PRI está mucho más cerca de la superficie de lo que cualquiera de sus detractores hubiera imaginado. Este hecho sin duda va a dar vuelo a todos los críticos del PRI que ya comienzan a anticipar un plan de fraude electoral en próximo dos de julio. De una o de otra manera, el PRI no la tiene fácil: su creciente dependencia del voto verde no ayuda a su credibilidad, mientras que la disidencia interna, toda ella auto inflingida, va a fortalecer a su oposición.

En Chihuahua el PRI inventó las primarias porque no tenía nada que perder. Su riesgo era cero. A nivel nacional, sin embargo, como el PRI nunca ha perdido, la percepción de riesgo es minúscula, lo que da vuelo a la tradicional arbitrariedad. Irónicamente, ni los mismos príístas que demandaban el fin del dedazo parecen comprender la profundidad del cambio que ha tenido lugar. No hay duda que el PRI tuvo mejor brújula en meses pasados que en la actualidad.

 

Cero a la ignorancia

Luis Rubio

La noción de resolver los problemas de la criminalidad por medio de los programas conocidos como cero tolerancia es sumamente seductora. Quizá por ello muchos de los candidatos desde Cuauhtémoc Cárdenas cuando aspiraba a gobernar la ciudad de México hasta Francisco Labastida en la actualidad- se dejan llevar por el canto de las sirenas. Es absolutamente cierto que esos programas han tenido un impacto no sólo positivo, sino incluso dramático, sobre la criminalidad en diversas ciudades de Estados Unidos, pero la noción de que las circunstancias de allá son aplicables a México es simplemente absurda. Aquí tenemos que comenzar por sentar los cimientos de una administración pública radicalmente distinta a la que hoy caracteriza al país. Sin ello, la siguiente camada de candidatos, en el 2006, seguirá retornando a soluciones que, en nuestro contexto, son demasiado fáciles.

El origen del programa de cero tolerancia que con tanto éxito se instumentó en la ciudad de Nueva York se remonta a un concepto elaborado en 1982 por George kelling y James Q. Wilson a partir de una metáfora muy simple pero por ello tanto más poderosa. Kelling y Wilson observaron que algunos edificios tenían íntegras todas sus ventanas, mientras que otros las tenían todas destruidas. Su principal observación fue que lo típico era encontrar los dos extremos: o todas las ventanas completas o todas las ventanas rotas, pero no unas rotas y otras íntegras. Las observaciones de estos autores, reunidas en un artículo intitulado ventanas rotas, les llevaron a afirmar que cuando el propietario de un edificio no hace nada cuando una ventana se rompe, al poco tiempo alguien se encargará de romper las demás; es decir, que el hecho de descuidar las cosas simples lleva a que los problemas se compliquen de una manera incontenible. Extrapolando sus observaciones, los autores llegaron a concluir que lo mismo ocurría con la criminalidad: cuando se toleran pequeñas violaciones, la población desde el ciudadano más respetuoso hasta el criminal más violento- se acostumbra a que la ley no importa y a ignorar los pequeños delitos, lo que eventualmente lleva a que se cometan delitos mucho más graves.

El primer programa de cero tolerancia buscó aplicar estos principios al funcionamiento de las policías en la ciudad de Nueva York. El principio era muy simple: no se toleraría ni la menor transgresión a las regulaciones establecidas comenzando por cosas tan aparentemente innocuas como cruzar la calle fuera de las esquinas o tirar basura en la calle- de tal suerte que la sociedad escarmentara y nadie se atreviera a cometer delitos violentos. Cuidando las cosas pequeñas, argumentaba el entonces comisionado de policía, se evitan los problemas grandes. Y dicho y hecho, poco a poco los índices de criminalidad descendieron hasta virtualmente eliminarlos. El éxito ha sido tan inmenso que innumerables ciudades norteamericanas copiaron el modelo, muchas de ellas con todavía más éxito. Todo mundo ha querido asociarse a lo que funciona y este modelo parece a prueba de fuego, por lo que no sorprende que nuestros candidatos también quieran hacerlo suyo, y no sólo en México. El impacto ha sido tan amplio que varias otras naciones han intentado la misma faena, pero sin el mismo resultado.

Hay tres circunstancias que explican el éxito en ciudades como Boston y Nueva York que hacen difícil su adaptación a México: el profesionalismo de las policías; la calidad de los servicios públicos, el otro lado de la cero tolerancia; y la solidez del poder judicial. Estos tres factores hacen toda la diferencia porque impiden que sea posible instrumentar un programa de cero tolerancia. Veamos.

Para comenzar, el problema central de la inseguridad pública en México reside en la impunidad que caracteriza tanto a los criminales como a los responsables de la seguridad. La abrumadora mayoría de los crímenes quedan impunes ya sea porque no se detiene a los delincuentes o porque los criminales controlan al sistema. Es decir, el sistema es tan deficiente que la abrumadora mayoría de los delincuentes jamás es procesado. La impunidad es prácticamente total. Pero, además, buena parte de los delincuentes son miembros de las corporaciones policiacas que son responsables de la seguridad pública o bien son protegidos de éstas. Es decir, todo el sistema es corrupto desde su raíz. No es casualidad que la proporción de actos criminales que se denuncian sea cada vez menor. En contraste, aunque en algunas ciudades de Estados Unidos la corrupción o la eficiencia policiaca pudiese ser elevada, el entorno general en que operan los cuerpos policiacos es uno de eficiencia generalizada. Mientras que la norma en México es de corrupción e impunidad, la norma policiaca allá es de eficacia en el combate a la delincuencia. Los casos de ineficiancia y corrupción son inmediatamente distinguibles, como lo fue el caso de Nueva York. Atacarlos resulta fácil de comprender, fácil de llevar a la práctica y fácil de lograr que todo mundo se adapte. Como cambiarle un vidrio a un edificio.

La segunda razón por la cual un programa de cero tolerancia es inviable en nuestro país, al menos en este momento, es que la cero tolerancia es, o debe ser, parte de una concepción integral. Es decir, en la práctica, no es posible pretender que pueden convivir un régimen de intolerancia hacia la criminalidad pero de tolerancia hacia la mala administración pública. ¿Cómo hacer compatible la inexistencia de alcantarillado o la mala calidad del pavimento con la intolerancia en materia de delincuencia? Por supuesto que una cosa y la otra nada tienen que ver, pero no se puede esperar que la población tolere una pésima calidad de vida en unos ámbitos con la intolerancia policiaca en otros. Ambas son componentes integrales de un mismo todo. Pero aún si los mexicanos aceptáramos la mediocridad en la provisión de los servicios públicos a cambio de la seguridad pública, un programa de cero tolerancia implicaría que a las policías que existen se les dotaría de poderes adicionales para decidir cuándo una persona comenzando por los ciudadanos comunes y corrientes- está delinquiendo y cuándo no. Es decir, un programa de esa naturaleza implicaría transferir facultades de decisión sobre nuestra seguridad a quienes con frecuencia son los criminales o, en el mejor de los casos, a quienes han probado una total y absoluta incompetencia para atacar y vencer la impunidad, la corrupción y la inseguridad.

Finalmente, un programa de cero tolerancia requiere de un sistema judicial limpio, transparente y que goza de absoluta credibilidad. Sin embargo, el desempeño de las procuradurías de justicia, a nivel tanto federal como estatal, de las policías judiciales y de los juzgados, deja mucho que desear. Lo menos que se puede decir de la abrumadora mayoría de los componentes de este sistema es que su principal característica es una de absoluta incompetencia. No cabe la menor duda que algo se ha avanzado con la reforma de la Suprema Corte de Justicia, pero tanto los tribunales como la mayoría de las procuradurías son corruptas, protectoras de la impunidad general y, en todo caso, carentes de personal profesional y competente para llevar a cabo sus funciones. Es sintomático que la procuración de justicia en el país depende íntegramente de los procuradores en lo individual: en lugar de existir instituciones desarrolladas con capacidad de investigar los delitos y avanzar la causa de la justicia, el desempeño de cada procuraduría depende de los individuos que acompañan a cada procurador en lo peronal. Algunos procuradores son fervientes creyentes de la legalidad y tratan de hacer algo en ese mar de corrupción, mientras que otros simplemente navegan ahí. Algo semejante ocurre con los tribunales y juzgados. Independientemente de las causas de la podredumbre que caracteriza al sector, el hecho de que estamos lejos de contar con un sistema judicial competente y capaz de administrar un programa de cero tolerancia.

No cabe la menor duda de que lo ideal sería poder llegar al punto en que pudiese ser instrumentado un programa de cero tolerancia, pero estamos muy lejos de ello. Ser intolerantes con la delincuencia es una necesidad imperiosa, pero otorgarle poderes a los delincuentes o, en todo caso, a una bola de incompetentes, para que nos potejan de sí mismos constituye un insulto a la inteligencia de los mexicanos. La delincuencia es un fenómeno creciente que prolifera en este mundo de impunidad que nos caracteriza. Mientras no se rompa ese círculo vicioso, el combate a la delincuencia va a tener que depender de elementos más básicos, como la limpieza de las policías, el fortalecimiento de los jueces y tribunales, la profesionalización de las procuradurías y así sucesivamente. No es con más penas y más facultades discrecionales como vamos a acabar con la delincuencia.

Quizá la lección más importante que se deriva del progama cero tolerancia en Nueva York y otras ciudades es que los norteamericanos están acostumbrados a vivir en un entorno caracterizado por la existencia plena de un Estado de derecho. Lo viven y lo transpiran a todas horas del día: desde que transitan en sus coches por las calles, cuya circulación está regida por reglamentos y códigos que se hacen cumplir, hasta el cumplimiento de los contratos civiles y mercantiles en todos sus ámbitos y la protección de los derechos individuales que no sólo está consagrada en la ley, sino que el sistema judicial los hace cumplir a cabalidad. Para una población acostumbrada a vivir en la legalidad en el conjunto de sus vidas, la inseguridad pública resulta ser una excepción, una aberración. Lo fácil es introducir un programa de cero tolerancia a cualquier desviación respecto a la norma general; en el caso de ciudades como Nueva York eso implica desterrar la inseguridad pública. En el nuestro la cero tolerancia implicaría extender la norma, es decir, la corrupción y la impunidad, a todas las áreas de nuestra existencia. Desafortundamente, para nosotros la cero tolerancia no es solución.

 

El tongo de Taesa

Luis Rubio

Taesa era una línea subsidiada y mal administrada, que op

Más allá de la UNAM

La política educativa hace una enorme diferencia en el desarrollo de un país. Si bien esta afirmación siempre ha sido cierta, nunca había sido tan trascendente como la es ahora, en la era de la información. El conocimiento se ha transformado en el factor crucial de éxito económico; mucho más importante, la globalización, potenciada y entrelazada con la nueva economía de la información, permite «saltar etapas» de desarrollo y romper con las divisiones sociales que la era industrial había acentuado y que, en nuestro caso, jamás se cerraron. Muchos países, sobre todo en la región asiática, hace mucho que comprendieron la esencia de estas ecuaciones. Desafortunadamente, como bien ilustra la política educativa en general y el reciente conflicto en la UNAM, en México no sólo no estamos enfocando esa nueva realidad, sino que ni siquiera hemos reconocido su trascendencia.

 

Todo mundo sabe que el crecimiento económico es un componente indispensable para avanzar hacia el desarrollo. Una buena estrategia económica debería permitir, además, que el crecimiento abriera espacios para que nuevos empresarios pudieran participar en la actividad económica, favoreciendo con ello un círculo virtuoso de mayor crecimiento, movilidad social y una cada vez mejor distribución del ingreso. Si bien hay un consenso casi universal respecto a estas relaciones elementales, es evidente que no existe un reconocimiento similar sobre las fuentes de crecimiento futuro.

 

Hace ciento cincuenta años, por ejemplo, las economías industriales se desarrollaron a partir de la expansión de los ferrocarriles y de industrias que, como el acero, hoy se consideran «básicas». Más adelante, ya en este siglo, las manufacturas se convirtieron en punteras del crecimiento económico y las últimas décadas se han caracterizado por un espectacular crecimiento en los servicios, lo que los ha colocado en la punta de la actividad económica. Hoy en día vemos al Internet, la tecnología y, en general, la información como  las “industrias” del futuro mediato. Cada una de estas olas requirió habilidades distintas por parte de los trabajadores y empresarios; los que lograron una exitosa transición de una a otra fueron aquellos que tuvieron las habilidades apropiadas para anticipar lo que vendría en una nueva etapa. Si uno observa cada una de ellas, resulta patente que, a lo largo del tiempo, las habilidades que se requerían para ser exitoso pasaron de la fuerza física necesaria para tender vías o forjar el hierro, al conocimiento como elemento esencial para desarrollar software o para hacer funcionar una línea de producción digitalizada.

 

Si bien nadie sabe exactamente qué industrias y con qué características van a ser relevantes en las próximas décadas, nadie puede dudar que el conocimiento va a ser el ingrediente esencial. Mayores conocimientos generales, pericia en las matemáticas, capacidad de resolución de problemas complejos y un buen conocimiento del lenguaje serán factores indispensables para el desarrollo de las personas y las economías en el futuro. Si esto es tan obvio la pregunta es por qué vamos tan lento en este camino. Llevamos años  de escuchar discursos gubernamentales sobre la famosa «reforma» educativa, pero los resultados siguen siendo magros. Un enorme número de maestros no tiene un comando suficiente del lenguaje y de las matemáticas como para poder salir adelante por sí mismos en esta nueva era intensiva en conocimiento: ¿cómo podemos esperar entonces que sus alumnos, formados bajo el peso de esas limitaciones, vayan a tener las habilidades necesarias para romper con los enormes obstáculos que ya de por sí impone la pobreza y la desigualdad de origen? Hay ecuaciones tan obvias que no requieren mayor discusión. No dudo que las reformas a la política educativa hayan sido bien intencionadas, pero resulta evidente que más horas en la escuela, la mera descentralización financiera de la actividad educativa y algunos (con frecuencia fallidos y desarticulados) intentos por evaluar la capacidad de los maestros no van a acabar con la pésima calidad de la educación, medida por sus resultados. Ciertamente, no a la velocidad que el país requiere para salir adelante.

 

Los temas de discusión a lo largo del conflicto de la UNAM nos vuelven a confirmar que el país no está avanzando en la dirección correcta, si es que éste se mueve en alguna dirección.  La realidad habla por sí misma: uno de los temas más fervientemente enarbolados y defendidos por los paristas es el del pase automático. Argumentan que éste es el único medio a través del cual se puede garantizar que miles de estudiantes tengan acceso a la educación superior. Y tienen razón: la exigencia de un mínimo de calidad llevaría a la exclusión de miles de jóvenes que han sufrido los lastres y las carencias de nuestro sistema educativo.  El pase automático ha sido una manera de tapar  el sol con un dedo,  de crear una realidad virtual en la que se simula que todo está bien. En este sentido, el conflicto de la UNAM pone al descubierto toda la problemática educativa no resuelta a nivel de primaria y secundaria. Mientras estos problemas no se atiendan y resuelvan, el conflicto de fondo de la UNAM seguirá siendo irresoluble y el futuro del país será poco prometedor.

 

Esta patética realidad es tanto más preocupante cuando uno observa lo que han estado haciendo otros países. Por décadas, por ejemplo, los países del sudeste asiático han puesto todo el énfasis en las políticas educativas como elemento central del desarrollo económico y, en particular, de una mejor distribución del ingreso. Ahora que la actividad económica se orienta cada vez más hacia la información, desde el uso de computadoras para manejar procesos productivos hasta el desarrollo de complejos programas de software para hacerlas funcionar, esos países están extraordinariamente posicionados,  para liderear, una vez más, al mundo en las próximas décadas.

 

De hecho, si uno observa el desempeño económico del mundo en general en las últimas décadas, destaca que el crecimiento haya sido particularmente notable en aquellas regiones que invirtieron en la educación. Si bien las políticas generales –reglas del juego, certidumbre en las políticas gubernamentales, disponibilidad de infraestructura, etc.- fueron centrales al desarrollo de países como Corea, Taiwán, Tailandia y demás, la educación los distingue de una manera especial. En los cincuenta, por ejemplo, los coreanos reconocieron que su país no contaba con mayores ventajas naturales que les permitieran desarrollar su economía; de ese reconocimiento surgió la decisión de convertir a la educación –al capital humano- en su principal ventaja comparativa. En esa época, el producto per cápita de los coreanos era la mitad del de los mexicanos; hoy en día es más de tres veces superior. Las políticas educativas de aquellos países fueron medulares para el desarrollo económico, sobre todo por su énfasis en las matemáticas, el lenguaje y el inglés. El inglés fue una materia particularmente controvertida, pero la decisión de fortalecerla en los programas de estudio les ha generado enormes inversiones y exportaciones, en otras palabras, se ha traducido en numerosas oportunidades de desarrollo.

 

Mientras que nosotros nos dormimos y no quisimos reconocer la relevancia de lo que acontecía en esa región del mundo, otros países que también perdieron la primera ola de crecimiento en la postguerra, como India, comenzaron a actuar pensando en el futuro. Como Corea, Taiwán y los otros tigres asiáticos, pero veinte años después, el gobierno de la India decidió reconstruir su política educativa. Además de invertir en elevar los niveles de calificación de su planta docente, la construcción de escuelas y además, optó por transformar su sistema universitario de raíz. Enfatizó las carreras técnicas, sobre todo las ingenierías, privilegió la enseñanza de las matemáticas y desarrolló un sistema estrictamente meritocrático para el avance académico. Hoy en día, se gradúan más ingenieros de las universidades de ese país que de las de cualquier otro del mundo. Sin duda, el que India tenga la segunda población más grande del mundo explica parte de este logro. Pero el hecho de que ese país tenga hoy el récord internacional en la creación de nuevas empresas tecnológicas y de ingeniería es lo verdaderamente significativo. Es decir, el logro de ese país no sólo es cuantitativo, sino también cualitativo.

 

La política educativa hace una enorme diferencia para el crecimiento económico. Pero también hace una enorme diferencia para el desarrollo de una sociedad. Mientras que hoy en día todos los países en desarrollo compiten por las inversiones industriales que emigran de países más desarrollados, no todos compiten por las mismas inversiones específicas. No es lo mismo construir cajas de velocidades que cocer prendas de vestir; no es igual desarrollar software para una computadora que ensamblar televisiones. Además, las actividades que entrañan un mayor valor agregado emplean a más gente y pagan mejores sueldos, en tanto que las actividades mecánicas son típicamente más dependientes del uso de las habilidades físicas que de la capacidad intelectual, lo que se acaba reflejando en el nivel salarial. Por ello, mientras que todos los países que compiten con el nuestro pueden desear atraer, por ejemplo, inversiones en la industria automotriz, no todos consiguen  hacerlo, ni  logran la misma calidad de empleos. La educación es un factor trascendental en este proceso: mientras otras naciones preparen mejor a su gente, las mejores oportunidades se irán para allá.

 

Esta ecuación es tan simple que no debería requerir mayor discusión. Sin embargo, en México todavía es un tema de disputa nacional. El conflicto en la UNAM reveló que hay un desacuerdo fundamental en la sociedad mexicana respecto a estas vinculaciones elementales y, más importante, que no existe un liderazgo gubernamental capaz de orientar el problema en la dirección requerida. Más preocupante, los actores directamente involucrados en el proceso educativo parecen soslayar, e incluso contraponerse, a cualquier noción de cambio.  Otra vez, la UNAM nos ofrece un botón de muestra: aunque gran parte de la comunidad universitaria reprobó los medios y la dinámica del conflicto, comparte muchos de los planteamientos avanzados por los paristas. Lo mismo ocurre en el caso de los sindicatos magisteriales, que si bien han aceptado, siempre a regañadientes, algunos cambios en la política educativa de antaño, en lo fundamental han rechazado toda reforma sustantiva. Estos dos hechos nos ponen exactamente en la línea opuesta de los países asiáticos: a contrapelo de los llamados tigres, que apostaron su futuro apoyándose fuertemente en la educación primaria, y muy atrás de la India, que al fortalecer la educación técnica, en particular las ingenierías, está comprando su boleto al desarrollo.

 

Por supuesto que nada está escrito sobre el futuro de la economía mundial, pero hay algunas apuestas que son razonablemente seguras. La educación es sin duda una de ellas. La pregunta es si el gobierno seguirá comportándose como los paristas, que se niegan a admitir la realidad, o si acabará reconociendo que sin educación no hay nada, excepto problemas y la certeza de una mayor inequidad.

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Jugando al cartel

Luis Rubio

El riesgo del ascenso excesivo en los precios del petróleo es enorme porque éste puede traer como consecuencia precios muy bajos en el futuro y, lo que es peor, por periodos largos. Esa es la característica esencial de cualquier mercado: cuando el precio de un bien sube, todos los productores potenciales aumentan su producción para aprovechar los precios del momento, lo que eventualmente lleva, primero, a que se estabilice y después a que disminuya el precio; y, viceversa, cuando los precios bajan, los productores retraen sus inversiones o disminuyen su producción, lo que estabiliza el precio una vez más. Esta ha sido la historia de la economía desde que el hombre la conoce, incluyendo el comportamiento del precio del petróleo en 1973 y 1979, y no hay razón para pensar que en esta ocasión vaya a ser diferente.

Desde nuestra perspectiva como país exportador de petróleo, es evidente que los elevados precios del petróleo constituyen una inesperada bonanza. A final de cuentas, precios más elevados implican un mayor ingreso, mayores oportunidades de inversión, reservas más altas en el banco central y una mayor estabilidad económica. El problema es que, como pudimos constatar a mediados de los ochenta y más recientemente en 1998, esas circunstancias difícilmente son sostenibles. De serlo, los países más ricos del mundo no serían los europeos, Japón o Estados Unidos, sino Arabia Saudita y Venezuela. Sin embargo, no hay que ser muy inteligente para comprender que los países verdaderamente ricos no son los que explotan sus recursos naturales, sino aquellos que transforman materias primas o ideas en bienes elaborados, servicios y otros satisfactores. Los recursos naturales constituyen una fuente potencial de riqueza, pero sus precios tienden a ser volátiles (y decrecientes).

A mediados de los ochenta, cuando cayeron los precios del petróleo, y con ellos la euforia de la era populista, los mexicanos nos hicimos muy conscientes del tema petrolero. En esa época, los precios pasaron de cerca de treinta dólares por barril a alrededor de quince y, unos años después, a menos de diez. Todos sabíamos que unos cuantos dólares más en el precio del barril implicaban un respiro, mientras que un descenso entrañaba un nuevo apretón. La mayoría de los periódicos incluía el precio del barril en un lugar prominente de su primera plana. A nadie le quedaba la menor duda de que el precio del petróleo era fundamental para el funcionamiento de la economía. Con el pasar del tiempo, sin embargo, las exportaciones no petroleras crecieron, sobre todo a partir de la entrada en vigor el TLC, con lo que el petróleo gradualmente disminuyó su importancia relativa dentro del PIB y, sobre todo, en la balanza comercial. Hoy en día, el petróleo difícilmente llega a ser el 10% de nuestras exportaciones, mientras que al inicio de los ochenta representaba más del 85%. La economía mexicana dejó de estar petrolizada.

No así las finanzas gubernamentales, cuyo ingreso depende todavía en algo así como el 15% de la suerte que corra el precio del crudo (porque el resto es IVA sobre gasolinas que se cobra de cualquier manera). En 1998, como todos los mexicanos pudimos apreciar en nuestro bolsillo, la caída de los precios internacionales del crudo se tradujo en una significativa pérdida de ingresos para el gobierno, que no tuvo más remedio que reducir su gasto e incrementar sus ingresos. Mientras que la gasolina disminuía en precio en casi todo el mundo, los mexicanos tuvimos que sufrir un alza que llevó el precio de los combustibles a niveles récord. Así como la economía se despetrolizó, sería deseable que algo semejante ocurriera con el ingreso fiscal: en países exportadores de petróleo, pero con economías más estables, como Noruega e Inglaterra, por ejemplo, el ingreso petrolero se concentra en fondos de inversión independientes del gasto fiscal corriente, para emplearse en el desarrollo de infraestructura u otros programas de largo plazo. En México todo se va al gasto corriente.

En esta ocasión, el gobierno mexicano optó por otro camino. Ante la caída del precio del crudo, el gobierno no sólo se dedicó a reducir su gasto y elevar el precio de sus productos y servicios, sino que también orquestó una serie de acuerdos con algunos de los principales productores de crudo en el mundo, particularmente Arabia Saudita y Venezuela, para reducir la producción y, con ello, elevar los precios. El acuerdo resultó tan exitoso que los precios comenzaron a incrementarse al grado en que el año de 1999 fue uno de jauja fiscal para el gobierno mexicano. Pero ese cártel que fue tan exitoso ahora corre el riesgo de caer en el otro extremo.

Los precios del crudo de referencia (el West Texas Intermediate) rebasaron la marca de los treinta dólares (que obviamente, por la erosión inflacionaria, no son los treinta dólares de hace veinte años), creando un virtual pánico en los países consumidores. Japón ha amenazado con vender crudo de su reserva estratégica y el gobierno estadounidense, cuya población ha visto subir el precio de la gasolina en más de cincuenta por ciento en menos de dos meses, está experimentando una creciente presión por avanzar en la misma dirección. La respuesta de nuestras autoridades ha sido inverosímil: en la fantasía gubernamental, el cártel tiene la capacidad de imponer un determinado precio al mercado petrolero mundial. Sólo en ese mundo de fantasía cabe la declaración del Secretario de Energía en el sentido de que México no admitirá que países distintos a los productores aumenten la oferta. Por supuesto, los mexicanos podemos estar seguros de que el gobierno japonés, a quien se refería el funcionario mexicano cuando se dio el lujo de hacer tal afirmación, va a actuar en consonancia con los intereses de los países productores de petróleo en perjuicio de sus propios ciudadanos e industria.

La realidad es que a nosotros tampoco nos convienen precios tan elevados del petróleo. No nos conviene ni como productores de petróleo, ni como exportadores de bienes manufacturados. Por el lado del petróleo, el problema es que todos los mecanismos artificiales que se emplean para alterar el funcionamiento natural de los mercados, como son los acuerdos entre productores, también llamados cárteles, tienen una debilidad intrínseca. Los intereses de los integrantes de un cártel no son necesariamente los mismos. El interés del mayor productor de petróleo del mundo, Arabia Saudita, por ejemplo, no es el de maximizar al ingreso inmediato, sino el de mantener precios estables y ligeramente crecientes en el tiempo. Por ello, ese país no puede permitir precios tan altos del crudo por un periodo prolongado de tiempo, porque eso terminaría por incentivar la producción de combustibles alternativos. Por contra, otros países, como Venezuela, pueden ver en los precios actuales del petróleo una forma de lograr un ingreso adicional inmediato para amortiguar su crisis. Si la lógica de unos y la de los otros se suma, los excesivos precios del momento pueden llevar a que todos los interesados actúen provocando un desplome en el precio, con un enorme perjuicio para nosotros. Pero el otro lado de la ecuación no es menos importante. De seguir los precios en su nivel actual, nuestros principales socios comerciales, comenzando por Estados Unidos, podrían verse obligados a iniciar la venta de algunos millones de barriles de su propia reserva estratégica, lo que igual podría servir para estabilizar el precio que para tumbarlo. También podría ocurrir que los esfuerzos de nuestras autoridades resulten exitosos y el precio del crudo empiece a disminuir sin colapsarse, o que los intereses cruzados de todos los participantes en el proceso lleven a una catástrofe fiscal para el gobierno mexicano.

La combinación de un invierno más frío de lo común y de la asombrosa disciplina de los miembros del nuevo cártel nos ha permitido lograr un beneficio fiscal inesperado. El presupuesto fiscal para el año 2000 se conformó sobre la base de un precio del petróleo de 16.50 dólares por barril; dado que en este momento la mezcla mexicana comanda un precio promedio de casi 26 dólares, el ingreso adicional, en un año electoral y tan conflictivo, no es despreciable. Lo ideal sería que el precio se estabilizara en los niveles que experimentó a mediados del año pasado, o sea, alrededor de veinte dólares para la mezcla mexicana, pues ese nivel parece ser suficientemente alto como para mantener la disciplina entre los productores, pero no tanto como para incentivar acciones por el lado de productores depredadores o países consumidores que actúan bajo una enorme presión interna. Pero los buenos deseos rara vez funcionan en mercados tan complejos como el petrolero.

La política de cartelizar al petróleo evidencia la filosofía gubernamental. Por un lado insiste en declararse partidario de una economía de mercado pero, en la realidad, ha hecho poco por avanzar su instauración. La población ve a un gobierno que pregona los beneficios de la economía de mercado pero que rara vez los promueve; el resultado práctico es ignorancia y cinismo. Ignorancia cuando se producen las reacciones viscerales, como la de arroparse en la bandera nacional en este momento en que los países consumidores del crudo se quejan del precio; y cinismo respecto a las reformas de las últimas décadas que, aun cuando han traído muchos beneficios, no han logrado que se instaure una economía competitiva. Cuando le toca el turno a la gasolina, ésta sube cuando los precios del petróleo bajan y sigue subiendo a la misma tasa de incremento mensual, independientemente del comportamiento del precio del crudo. Nadie puede culpar al mexicano de sus quejas, errores de concepto o cinismo generalizado. La realidad es que muy pocos mexicanos viven en un entorno competitivo y son todavía menos los que consideran que eso es algo deseable.

En el caso específico del petróleo, el gobierno se ha dedicado a jugar al cártel y en el camino está corriendo enormes riesgos. Algo parecido ocurrió al inicio de los setenta con el gasto público y ese error ya le costó al país tres lustros de estancamiento. En este momento, nadie sabe en qué va a acabar la apuesta petrolera pero, como en todas las apuestas con el destino nacional, si las cosas salen mal, el costo lo acabarán pagando todos los mexicanos. ¿No será ya hora de dejar de jugar con el país?

 

China marca el camino

Luis Rubio

Por primera vez en su historia moderna, el gobierno chino decidió, de manera clara y sin ambigüedades, que ya no va a privilegiar al sector paraestatal de su economía por encima del sector privado. Hasta ahora, por más de veinte años desde que ese país emprendió un proyecto de reforma y apertura a la inversión privada y, sobre todo, al desarrollo de negocios particulares, las empresas paraestatales habían gozado de enormes y excepcionales privilegios, todos ellos orientados a proteger intereses particulares de la burocracia o el gobierno de aquél país. Con la decisión que acaba de anunciar, el gobierno chino dobla la esquina y comienza una nueva etapa de su desarrollo económico. Una vez más, el gobierno chino muestra que su capacidad de reforma es enorme, dejándonos grandes lecciones que aprender.

La decisión del gobierno chino constituye un hito no sólo para ese país, sino de la misma manera para todos los países que han estado llevando a cabo reformas económicas en las últimas décadas. Esa decisión evidencia la imposibilidad de sostener de manera artificial dos economías, una vieja y decadente y una nueva y ascendente, en forma simultánea. El impresionante dinamismo del sector moderno de la economía china -el que exporta, el que crece, el que emplea a cerca del 50% de la mano de obra industrial y el que le ofrece la oportunidad de alcanzar el desarrollo- se había venido frenando por el fardo que representan las viejas empresas paraestatales, que sostienen enormes monopolios en sectores que van desde el acero hasta la banca. La decisión de ya no discriminar a favor de las grandes empresas paraestatales implica conceder igualdad en términos fiscales y de acceso al crédito, así como la eliminación de las prácticas restrictivas y discriminatorias contenidas en todo el aparato regulatorio.

Si bien las características de la economía china son, por su historia, sensiblemente distintas a las de la nuestra, algunas de las prácticas que dominan el actuar gubernamental no son tan diferentes. Las empresas paraestatales mexicanas siguen gozando de una enorme capacidad de manipular la disponibilidad de los bienes y servicios que producen, ejercen prácticas monopólicas en forma permanente y, a diferencia de la mayoría de las empresas privadas, no existe mecanismo, ni siquiera formal, para sancionar su funcionamiento. Algo semejante ocurre en el lado privado de la economía, en donde persiste un amplio número de prácticas monopólicas en diversos sectores, en la mayoría de los casos no sólo bajo el conocimiento de las autoridades, sino con su pleno consentimiento. Las regulaciones y prácticas discriminatorias que benefician a algunas empresas y sectores de la economía mexicana entrañan costos para el resto de la economía y, lo que es más importante, traen por consecuencia que el país logra menores niveles de inversión, se crea un menor número de empleos y las tasas de crecimiento acaban siendo mucho menores de lo posible y deseable.

Estos temas no son triviales y bien pueden tener un fuerte impacto sobre nosotros. China es una nación que ha logrado enormes flujos de inversión extranjera a lo largo de casi dos décadas. Si bien su captación de inversión del exterior es menor respecto a su PIB que la nuestra, las cifras no dejan de ser impactantes: ellos han captado cerca de 50 mil millones de dólares anuales contra alrededor de 10 mil millones que fluyen hacia México. Esos flujos de inversión se lograron a pesar de que el gobierno chino abiertamente discriminaba en contra de la economía privada en ese país. Dadas estas circunstancias, no es nada difícil que la decisión del gobierno chino de elminiar esas prácticas se traduzca en un crecimiento significativo de la inversión hacia ese país. Para completar el cuadro es importante añadir que si bien la instrumentación del TLC de la región norteamericana permitió elevar los niveles de inversión extranjera hacia México de alrededor de cuatro mil millones a los diez mil de los últimos años, hay un país que sigue captando un volúmen mayor de inversión extranjera que nosotros: Brasil. El coloso sudamericano, país que no cuenta con un TLC con Estados Unidos y que tampoco tiene una frontera como la nuestra, ha logrado flujos de inversión de aproximadamente XX miles de millones de dólares por años.

Todo lo anterior sugiere que la economía mexicana, que ya de por sí compite por la inversión extranjera con China, Brasil y otras naciones, puede verse fuertemente impactada por movimientos de capital hacia China que las empresas productivas pudiesen decidir. Pero el punto de fondo no es que aumente o disminuya la inversión en tandos cientos o miles de millones de dólares, sino en el hecho de que, en la época de la economía global, todos los países avanzan en la misma dirección y quienes caminan a una menor velocidad, como nos ha ocurrido a nosotros en los últimos años, acaban rezagándose. El gobierno chino claramente comprendió esta circunstancia y, contra toda la lógica del control político que ha caracterizado su estrategia de desarrollo por décadas, optó por el menor de dos riesgos: mejor favorecer el crecimiento de la nueva economía, pero crear un mayor número de empleos y oportunidades de desarrollo para la población, que seguir defendiendo a capa y espada a los dinosaurios paraestatales y a los monopolios en general, si bien ello pueda entrañar desajustes dentro de la élite política.

En China la decisión de romper con la estrategia de protección del sector paraestatal representaba una opción entre el blanco y el negro, es decir, el gobierno chino tenía que optar entre el mundo de antes y el mundo del futuro, aunque ello entrañara importantes costos de corto plazo. En México, como tantas otras cosas, es imposible hablar de blancos y negros porque nos encanta movernos dentro de un conjunto de grises. La economía mexicana ciertamente es más abierta que la china y las protecciones formales de que gozan diversos sectores y empresas son más bajos y menos tajantes que en el caso de China. Sin embargo, en China el gobierno reconocía que discriminaba abiertamente a favor de un sector de la economía, razón por la cual se hizo un anuncio formal y público por parte del Ministro de la Comisión Estatal de Planeación del Desarrollo. En México se pretende que la economía es competitiva cuando se toleran los monopolios y las prácticas monopólicas (y, en algunos casos, se alientan); cuando existen leyes para fomentar la competencia, pero expresamente se exlcuye a las empresas paraestatales del ámbito de cobertura de la ley; y cuando se abre la competencia de sectores como el del gas o de la telefonía, pero se protege a dinosaurio previamente existente para evitar que sufra del embate de la competencia que se pretende fomentar. A diferencia de China, el comportamiento de nuestras autoridades es cantinflesco.

Las reformas chinas se iniciaron para hacer posible llevar al siglo XX una economía que todavía mostraba muchos razgos medievales. La Revolución China transformó a ese país y lo integró como nación, algo que no había ocurrido por siglos, pero no favoreció el desarrollo de la economía. De esta manera, luego del desastre que representó la Revolución Cultural, el gobierno chino encontró la necesidad de enfrentar el problema económico, comenzando por el de la alimentación. No es casualidad que la primera reforma que experimentó la economía tuvo que ver con el campo, la propiedad de la tierra y el uso que los campesinos chinos podían darle. De ahí se prosiguió a la creación de zonas industriales libres del tipo de controles que tradicionalmente habían paralizado a la economía de ese país. Cada uno de esos pasos representó un rompimiento de la antigua manera de hacer las cosas y, al igual que en México, fue producto de conflictos, luchas intestinas y constantes cambios entre los ganadores y perdedores. México no ha estado carente de esos mismos conflictos, pero una crucial diferencia ha sido el que el discurso público ha sido mucho más congruente en el proceso de reforma china que en el nuestro.

En México las refomas han seguido más el patrón de un sube y baja que el de un proceso de planeación trazado a partir de objetivos concretos y específicos compartidos por el conjunto del aparato político y con un sentido claro de continuidad y destino. Unos gobiernos han empujado en una dirección, en tanto que otros han preferido otro camino. Algunos instumentos, como los tratados de libre comercio que se han consolidado, constituyen virtuales camisas de fuerza que establecen un sentido de dirección; sin embargo, los resultado, sobre todo el hecho de que un país como Brasil pueda atraer un mayor nivel de inversión extranjera sin los excepcionales mecanismos de que gozamos nosotros, son mucho menos buenos de lo aparente.

Sin duda, tanto en China como en México, los procesos de reforma se lanzaron con el objeto claro de apuntalar el orden político establecido. Lo que buscaban los gobiernos reformadores no era romper con la estabilidad política que habían logrado, ni con los consiguientes beneficios para las élites, sino la transformación del aparato económico para hacer posible el crecimiento, la creación de riqueza y empleos. Lo que demuestra la decisión más reciente del gobierno chino es que no basta con adoptar políticas adecuadas en algunas partes de la economía. Sin una absoluta congruencia en el conjunto de las estructuras políticas y económicas, el ansiado desarrollo resulta una mera ilusión.

 

La ley de la UNAM

Luis Rubio

Difícil saber si el secuestrado es el gobierno o la UNAM. Diez meses de eso que se ha dado por llamar huelga no parecen ser suficientes para que el gobierno en realidad los gobiernos federal y del Distrito Federal- comiencen a reconocer el enorme peligro que representa el Consejo General de Huelga para la estabilidad política del país y, en general, para su futuro. Desde apenas unas cuantas semanas de iniciado el movimiento estudiantil parecía contundente la evidencia en el sentido de que el movimiento inicial había sido transformado plagiado- en un movimiento político con objetivos totalmente ajenos a los de la universidad. A pesar de ello, la estrategia gubernamental y de los dos rectores sigue pretendiendo que se trata de interlocutores deseosos de sentarse en la mesa de negociaciones. En el camino se ha trastocado el concepto de autonomía universitaria, se han destruido los cimientos de la universidad, se ha hecho patente la debilidad del Estado de derecho y se ha ido avanzando poco a poco hacia el abismo de la inestabilidad, justo en el momento de mayor vulnerabilidad política, el proceso de sucesión presidencial. Con la explosión de la violencia en la Preparatoria número 3, el conflicto entra en una nueva etapa: se ha iniciado una etapa violenta y se ha hecho patente la ausencia de autoridad. Ya no es posible pretender que se trata de un tema académico-universitario, lo que lleva a replantear el axioma bajo el cual se ha actuado hasta la fecha.

A diez meses de iniciado el conflicto su origen parece cada vez más nublado, pero es imperativo recordarlo. El movimiento se inicia como un rechazo al proyecto del rector de cobrar por los servicios educativos que ofrece la universidad. El rector había propuesto un esquema de colegiaturas y becas que garantizaba la posibilidad de estudiar a cualquier estudiante que no tuviera medios para pagar las cuotas. En este sentido, se trataba de una propuesta sensata, pero ciertamente incompatible con el proyecto de universidad que abriga un amplio contingente de estudiantes legítimos. Para esos grupos, la universidad debe ser gratuita y dar acceso amplio y sin restricción alguna a quien desee estudiar. El proyecto que avanzaba el rector partía de un esquema distinto, encaminado a elevar los estándares académicos, a crear un sistema meritocrático y a perseguir retornar a la universidad de excelencia que fue la universidad décadas atrás. Se trata de dos proyectos esencialmente incompatibles que han estado chocando uno con el otro esencialmente desde 1968.

La sucesión de huelgas, luchas y movimientos que caracterizaron a la universidad a lo largo de estas tres décadas poco a poco transformaron a la universidad. La ausencia de opciones en el gobierno y en la vida política nacional llevó a que la UNAM se convirtiera en el espacio de disputa entre los partidos políticos. Impulsado por los partidos de izquierda, comenzando por el Partido Comunista, luego el PSUM y más tarde el PRD, poco a poco se fue imponiendo, en la práctica, el proyecto popular de universidad. Para todo fin práctico, el PRD se apropió de la universidad y se convirtió en el interlocutor necesario para el gobierno en ese ámbito. Sin embargo, con el ascenso gradual del PRD hacia las distintas instancias de gobierno primero el Congreso y luego el Distrito Federal y algunos estados- ese partido comenzó a distanciarse del manejo cotidiano del poder en la UNAM.

Pocas dudas caben hoy de que el proyecto del rector de elevar las cuotas fue un terrible error político. Sin embargo, también ese lado de la historia tiene que ser precisado. La evidencia sugiere que la motivación última para el aumento de las cuotas fue de carácter estrictamente ideológico. Las cuotas propuestas por el rector habrían cubierto, en el mejor de los casos, menos del 1% del gasto de la universidad, cifra que es muy elevada cuando las cuotas actuales no cubren absolutamente ningún gasto, pero obviamente irrelevante frente al enorme costo que ya ha tenido el paro universitario. En este sentido, no cabe la menor duda de que la motivación del aumento de cuotas nada tenía de económica o financiera. Pero lo que es inexplicable es la total ignorancia o, peor, evasión de responsabilidad- por parte de las autoridades universitarias y gubernamentales de la realidad política que existía en la universidad. Parece evidente que las autoridades lanzaron su proyecto bajo la noción de que la negociación última se llevaría a cabo con el PRD, cuando resultó que ese partido ya no tenía el control de la institución. Un error sobre otro.

Ahora, a diez meses de iniciado el paro, la realidad ha cambiado. En primer lugar, el plebiscito organizado por el nuevo rector arrojó un nuevo hecho político de enorme trascendencia: nadie puede ignorar que fue abrumador el apoyo a la propuesta de retornar al diálogo como medio para reanudar las clases. A pesar de ello, y aparentemente para sorpresa del gobierno y de la rectoría, el CGH ni se inmutó por el resultado de la consulta. El rector intentó hacer una toma simbólica de la universidad y fue tajantemente rechazado: el CGH no quiere negociación y no quiere diálogo. Su proyecto, el de quienes se ostentan como universitarios pero que claramente no lo son, es el de tomar el poder político en el país, por cualquier medio. En diversos escritos y pintas han hecho evidente que su objetivo es el de cambiar al país no por medio de elecciones (que son burguesas) sino por medio de acciones focalizadas que vayan instalando el poder popular. Su propósito no sólo no es académico, pues persiguen boicotear las elecciones de julio, sino que el movimiento no tiene la menor probabilidad de ser concluido, por parte del CGH, antes de esa fecha. Mientras el gobierno y el rector no reconozcan este hecho, la escalada va a continuar.

Pero hay otro hecho político no menos importante. Si bien el rechazo del plebiscito (y del diálogo que éste entrañaba) era la única salida posible para un CGH que no persigue resolver, sino prolongar, el conflicto, la explosión de la violencia en la Preparatoria número 3 mostró otras caras del movimiento y del momento político- que no pueden ser ignoradas. Hay un sinnúmero de circunstancias en torno a los sucesos de la Preparatoria 3 que requieren clarificarse. Primero que nada, las autoridades de la ciudad, que habían ofrecido protección a la escuela, nunca llegaron. Segundo, entre los detenidos hubo varios miembros del CGH que, por arte de magia, se esfumaron y siguen rondando en las calles. Hasta se les ha visto de comensales en un famoso restaurant del Paseo de la Reforma. Finalmente, a pesar de que hay diversas actas levantadas ante el ministerio público, las procuradurías brillan por su ausencia. Es evidente que el juego político que personifican los miembros del CGH tiene resonancia en diversas entidades del gobierno federal y del de la ciudad de México.

Es evidente que la naturaleza del conflicto ha cambiado a lo largo de estos meses. Pero lo más importante es que, en la medida en que se acercan las elecciones, la temperatura del movimiento no puede más que aumentar. Esta vez, la violencia no alcanzó a cobrar vidas, pero nada garantiza que una escalada creciente las pueda llegar a evitar. Evidentemente el gobierno tiene que actuar, a no ser que los intereses que se encuentran detrás del movimiento logren su cometido de destruir el proceso electoral y abrir la caja de Pandora de la estabilidad política.

Son entendibles los impedimentos políticos y morales que yacen detrás de la inacción gubernamental. Ningún gobernante quiere sobre su conciencia una masacre como la de 1968. Otras autoridades, las más calculadoras, presumen que una acción policiaca vendría acompañada de un cambio radical en la opinión pública, lo que se traduciría en un desastre electoral para sus respectivos partidos. En el camino, unos y otros, las autoridades federales y las de la ciudad, han demostrado que nadie está a cargo, que los intereses que llevan al triunfo de una salida no insitucional en la política mexicana son más poderosos que los que persiguen la paz y la transformación gradual y civilizada del país.

Es sintomático que todos los involucrados desde el gobierno federal hasta el más modesto de los paristas, pasando por todos los partidos políticos- se escudan bajo el concepto de autonomía universitaria, como si ese principio constituyera licencia para que cada quien haga lo que le de la gana. La autonomía universitaria es un pricipio concebido para proteger la enseñanza, para dejar a los universitarios la exclusividad de la decisión en materia de proyectos académicos y el desarrollo de la unviersidad; sin embargo, la autonomía no constituye un principio de extraterritorialidad: ambos gobiernos, el de la ciudad y el federal, son responsables de la violencia que ha sobrecogido a la universidad, del virtual secuestro de la institución y de la violencia que pudiese presentarse camino a la justa electoral de julio próximo. Tarde o temprano, el gobierno tendrá que arribar a la conclusión de que el CGH no va a abandonar las instalaciones porque no se trata de un grupo estudiantil luchando por un mejor proyecto académico.

El conflicto universitario no se va a resolver por sí mismo. Las autoridades van a tener que intervenir en la universidad antes o después de las elecciones. Lo mejor sería que comenzaran a prepararse para esa contingencia antes de que el movimiento las rebase. La única salida que parece razonable es aquella en que el gobierno -el federal y el de la ciudad- suman fuerzas para ejercer el liderazgo que la situación reclama para conjuntamente vencer a un movimiento cuyo objetivo es el de destruir la vida institucional del país y al que apoyan diveras fuerzas dentro del propio sistema político. No cabe la menor duda que la sociedad teme del uso de la fuerza policiaca porque ya ha visto como la emplea el gobierno; pero la situación contraria, la de una total ausencia de autoridad, aunque más cómoda, tampoco garantiza que se pueda arribar a buen puerto a finales de este año. La universidad fue secuestrada por terceros; pero el gobierno se ha secuestrado a sí mismo.