Luis Rubio
Con gran diligencia, el PRI está abandonando lo único que le funcionó bien en los últimos años: el método de elección de candidatos. Con la vuelta al pasado, a las listas, al palomeo y a los candidatos de unidad, el partido corre el riesgo de volver a su anquilosamiento y, con ello, al fin del virtual monopolio del poder que ha ejercido por décadas. Desde una perspectiva ciudadana, el problema del PRI no reside en la manera en que elige a sus candidatos, sino en el hecho de que está abandonando hasta la pretensión de ser un partido representativo. La etiqueta de nuevo PRI le duró unos cuantos meses. La pregunta es si la restauración del viejo PRI va a venir acompañada de renovados intentos por imponer un carro completo, al precio que sea.
La noción del nuevo PRI se amparaba en la transformación del proceso de selección de sus candidatos. En lugar del dedazo, en Chihuahua el PRI inauguró el recurso a elecciones primarias como vehículo para nominar a un candidato que gozara de plena legitimidad y, con ello, una oportunidad real de llegar a la gubernatura. A la sazón, el PRI era oposición en Chihuahua, así que cualquier método era bueno para recobrar la gubernatura que ese partido había perdido seis años antes. Y dicho y hecho: la elección primaria en ese estado fue un éxito rotundo que no sólo le permitió al PRI lograr su objetivo inmediato, sino que el método se convirtió en un modelo para el resto del país. Poco a poco, diversos estados fueron adoptando mecanismos de elección interna para la nominación de su candidato. Algunos lo hicieron con gran apertura y transparencia, en tanto que otros hicieron todo lo posible por disfrazar el tradicional dedazo de elección primaria. Sea como fuere, el PRI logró inaugurar un mecanismo de legitimación que funcionó en un buen número de instancias; de hecho, donde hubo elección primaria al PRI le fue bien y viceversa, en prácticamente en todos los estados en que le fue mal su candidato éste había sido producto de la imposición desde arriba.
El nuevo mecanismo de nominación, y el zenit del nuevo PRI, llegó con la elección del candidato a la presidencia de ese partido. Luego de años de padecer las críticas de los partidos de oposición por la imposición con que elegía candidato ese partido, súbitamente el PRI parecía renacer el siete de noviembre pasado. Su candidato fue nominado por medio de un proceso electoral que resultó contundente tanto por la mecánica que se siguió como por el abultado número de participantes en la elección. En contraste, tanto el PAN como el PRD acabaron nominando a un solo candidato que había emergido sin mayor oposición ni competencia. Todo sugería que el PRI había encontrado, una vez más, la fuente de la eterna juventud. La elección primaria se volvería el nuevo mantra del partido que lleva más décadas en el poder que ninguno otro en el mundo.
Pero tan pronto tuvieron candidato a la presidencia a los priístas se les olvidó la razón de sus éxitos recientes. Ninguno de los candidatos más recientes a gubernaturas (Chiapas, Morelos, Guanajuato y Tabasco) ha sido elegido mediante un mecanismo competitivo. Algo similar ha ocurrido con el ejercicio de preparación de las famosas listas de candidatos al congreso y al senado: se ha tratado del más vergonzoso ejemplo de abuso, imposición, negociación y ausencia total de transparencia. Súbitamente, el nuevo PRI es absolutamente indistinguible del viejo PRI. La pregunta es si esto hace alguna diferencia.
El problema es que lo que haga o deje de hacer el PRI en su vida interna tiene enormes repercusiones en la vida política nacional. A final de cuentas, ha sido el desorden dentro del PRI el que ha sido responsable de las crisis recurrentes que ha vivido el país desde 1968 en adelante. La cerrazón que llevó a la terminación violenta del movimiento estudiantil en 1968 respondía esencialmente a la noción (muy priísta, por cierto) de que nadie tiene derecho a retar el poder o la legitimidad del gobierno postrevolucionario. Las crisis económicas de 1976 a 1994 fueron todas producto de un gasto gubernamental excesivo, muy superior a sus ingresos, orientado a tratar de apaciguar intereses diversos. El gasto se empleaba no para promover el desarrollo de la economía en el largo plazo o para acelerar el ritmo de su crecimiento, lo que hubiera implicado invertir en infraestructura o mejorar la calidad de la educación o la seguridad pública, por citar algunos ejemplos por demás evidentes, sino para satisfacer las demandas de grupos políticos específicos e intentar evitar con ello alteraciones al orden establecido. Por casi tres décadas, el gobierno se abocó a tratar de evitar una crisis política a través de mecanismos que aseguraban una crisis económica misma que, inevitablemente, acababa entrañando enormes costos tanto políticos como de legitimidad. A nadie debería sorprender la profunda crisis de legitimidad que afecta al PRI.
El (aparente) fin del dedazo no ocurrió por casualidad. Desde el inicio del sexenio actual, el presidente Zedillo planteó la necesidad de modificar el mecanismo de sucesión del candidato. Cualquiera que hubiera sido su motivación en ese momento, de lo que no cabe la menor duda es que el hecho de que el candidato a sucederlo surgiera de un mecanismo de elección abierta alteró la esencia del sistema político postrevolucionario. El sistema político se afianzó en los años treinta con el intercambio implícito de lealtad al presidente y al sistema por parte de los miembros del partido (cuyo nombre entonces era Partido Nacional Revolucionario), a cambio de beneficios, en la forma de acceso a la corrupción y a puestos públicos. La lealtad era un valor extraordinario pues, en la práctica, le confería al presidente facultades esencialmente ilimitadas para hacer lo que le diera la gana a lo largo de su sexenio. El dedazo se convertía así en el mecanismo de control último del sistema político, pues por medio de éste el presidente podía premiar o castigar a cualquiera de sus colaboradores. Dado el enorme poder implícito en el mecanismo, es lógico que nadie le creyera al presidente Zedillo que abdicaría a esa facultad tradicional de la presidencia mexicana. Sin embargo, una vez que la nominación se dio por un mecanismo distinto al de la imposición cruda y primitiva, resulta patético observar todos los intentos que están teniendo lugar por recobrar los vicios del sistema de antaño. Los priístas de verdad parecen no entender el dilema en que se encuentran.
Dos cambios de profunda relevancia en el ámbito político tuvieron lugar en este sexenio. El primero fue el de conceder la plena autonomía al Instituto Federal Electoral y de su entidad hermana, el Tribunal Federal Electoral. Esta acción iba encaminada a cancelar una de las fuentes más agrias (y vergonzosas) de conflicto político, particularmente con los partidos de oposición. Aunque muchos de los priístas estiman que la independencia del IFE y del TRIFE constituye una concesión extraordinaria (y excesiva, dicen muchos de ellos), la mayor de las ironías es que el único partido que se puede beneficiar directamente de este a acción es el propio PRI, toda vez que, de ganar el PAN o el PRD, nadie dudaría del resultado, mientras que si ganara el PRI, por su historia y actitudes, la incredulidad sería mayúscula. El beneficiario de la modernización del IFE es el PRI, razón por la cual sería de elemental congruencia que este partido abandonara su política de poner permanentemente en entredicho la legitimidad del proceso, del IFE y del TRIFE.
El otro cambio de orden político que experimentó el país en este sexenio es precisamente el que tiene que ver con el proceso de nominación del candidato del PRI a la presidencia. Con el fin del dedazo, la naturaleza entera del PRI pasó a un plano distinto. La competencia en los procesos que siguieron la mecánica de una elección primaria fue abierta y razonablemente transparente, lo que ha hecho que los conflictos entre los priístas ya no pasen por el gran árbitro, sino que se diriman a través de un mecanismo institucional con igual acceso para todos. La adopción de un mecanismo de nominación de candidatos dentro del PRI que no pasa por el presidente puso de cabeza todos los preceptos del sistema tradicional y abrió múltiples válvulas de escape que bien podrían reducir las tensiones y conflictos entre los priístas y, con ello, disminuir la ola de violencia que el mecanismo anterior estaba generando, como evidenció el año de 1994. De institucionalizarse el nuevo mecanismo de nominación, el PRI podría haberse fortalecido y, como parecía indicar el resultado de la elección primaria para su candidato a la presidencia, cobrar nuevos bríos aún frente a la difícil competencia electoral que en este momento enfrenta.
Pero la realidad actual del PRI es otra. Las nominaciones de candidatos al senado y al congreso están siguiendo la lógica arbitraria de antaño y los enojos y resentimientos crecen por doquier. Las batallas que se vislumbran en ese mismo plano en estados como Tabasco muestran que el PRI no sólo no ha aprendido de sus fracasos, sino que, paradójicamente, sin siquiera puede aprender de sus éxitos. La arbitrariedad con que se están manejando las nominaciones de candidatos en todos los niveles sugiere que el viejo PRI está mucho más cerca de la superficie de lo que cualquiera de sus detractores hubiera imaginado. Este hecho sin duda va a dar vuelo a todos los críticos del PRI que ya comienzan a anticipar un plan de fraude electoral en próximo dos de julio. De una o de otra manera, el PRI no la tiene fácil: su creciente dependencia del voto verde no ayuda a su credibilidad, mientras que la disidencia interna, toda ella auto inflingida, va a fortalecer a su oposición.
En Chihuahua el PRI inventó las primarias porque no tenía nada que perder. Su riesgo era cero. A nivel nacional, sin embargo, como el PRI nunca ha perdido, la percepción de riesgo es minúscula, lo que da vuelo a la tradicional arbitrariedad. Irónicamente, ni los mismos príístas que demandaban el fin del dedazo parecen comprender la profundidad del cambio que ha tenido lugar. No hay duda que el PRI tuvo mejor brújula en meses pasados que en la actualidad.