China marca el camino

Luis Rubio

Por primera vez en su historia moderna, el gobierno chino decidió, de manera clara y sin ambigüedades, que ya no va a privilegiar al sector paraestatal de su economía por encima del sector privado. Hasta ahora, por más de veinte años desde que ese país emprendió un proyecto de reforma y apertura a la inversión privada y, sobre todo, al desarrollo de negocios particulares, las empresas paraestatales habían gozado de enormes y excepcionales privilegios, todos ellos orientados a proteger intereses particulares de la burocracia o el gobierno de aquél país. Con la decisión que acaba de anunciar, el gobierno chino dobla la esquina y comienza una nueva etapa de su desarrollo económico. Una vez más, el gobierno chino muestra que su capacidad de reforma es enorme, dejándonos grandes lecciones que aprender.

La decisión del gobierno chino constituye un hito no sólo para ese país, sino de la misma manera para todos los países que han estado llevando a cabo reformas económicas en las últimas décadas. Esa decisión evidencia la imposibilidad de sostener de manera artificial dos economías, una vieja y decadente y una nueva y ascendente, en forma simultánea. El impresionante dinamismo del sector moderno de la economía china -el que exporta, el que crece, el que emplea a cerca del 50% de la mano de obra industrial y el que le ofrece la oportunidad de alcanzar el desarrollo- se había venido frenando por el fardo que representan las viejas empresas paraestatales, que sostienen enormes monopolios en sectores que van desde el acero hasta la banca. La decisión de ya no discriminar a favor de las grandes empresas paraestatales implica conceder igualdad en términos fiscales y de acceso al crédito, así como la eliminación de las prácticas restrictivas y discriminatorias contenidas en todo el aparato regulatorio.

Si bien las características de la economía china son, por su historia, sensiblemente distintas a las de la nuestra, algunas de las prácticas que dominan el actuar gubernamental no son tan diferentes. Las empresas paraestatales mexicanas siguen gozando de una enorme capacidad de manipular la disponibilidad de los bienes y servicios que producen, ejercen prácticas monopólicas en forma permanente y, a diferencia de la mayoría de las empresas privadas, no existe mecanismo, ni siquiera formal, para sancionar su funcionamiento. Algo semejante ocurre en el lado privado de la economía, en donde persiste un amplio número de prácticas monopólicas en diversos sectores, en la mayoría de los casos no sólo bajo el conocimiento de las autoridades, sino con su pleno consentimiento. Las regulaciones y prácticas discriminatorias que benefician a algunas empresas y sectores de la economía mexicana entrañan costos para el resto de la economía y, lo que es más importante, traen por consecuencia que el país logra menores niveles de inversión, se crea un menor número de empleos y las tasas de crecimiento acaban siendo mucho menores de lo posible y deseable.

Estos temas no son triviales y bien pueden tener un fuerte impacto sobre nosotros. China es una nación que ha logrado enormes flujos de inversión extranjera a lo largo de casi dos décadas. Si bien su captación de inversión del exterior es menor respecto a su PIB que la nuestra, las cifras no dejan de ser impactantes: ellos han captado cerca de 50 mil millones de dólares anuales contra alrededor de 10 mil millones que fluyen hacia México. Esos flujos de inversión se lograron a pesar de que el gobierno chino abiertamente discriminaba en contra de la economía privada en ese país. Dadas estas circunstancias, no es nada difícil que la decisión del gobierno chino de elminiar esas prácticas se traduzca en un crecimiento significativo de la inversión hacia ese país. Para completar el cuadro es importante añadir que si bien la instrumentación del TLC de la región norteamericana permitió elevar los niveles de inversión extranjera hacia México de alrededor de cuatro mil millones a los diez mil de los últimos años, hay un país que sigue captando un volúmen mayor de inversión extranjera que nosotros: Brasil. El coloso sudamericano, país que no cuenta con un TLC con Estados Unidos y que tampoco tiene una frontera como la nuestra, ha logrado flujos de inversión de aproximadamente XX miles de millones de dólares por años.

Todo lo anterior sugiere que la economía mexicana, que ya de por sí compite por la inversión extranjera con China, Brasil y otras naciones, puede verse fuertemente impactada por movimientos de capital hacia China que las empresas productivas pudiesen decidir. Pero el punto de fondo no es que aumente o disminuya la inversión en tandos cientos o miles de millones de dólares, sino en el hecho de que, en la época de la economía global, todos los países avanzan en la misma dirección y quienes caminan a una menor velocidad, como nos ha ocurrido a nosotros en los últimos años, acaban rezagándose. El gobierno chino claramente comprendió esta circunstancia y, contra toda la lógica del control político que ha caracterizado su estrategia de desarrollo por décadas, optó por el menor de dos riesgos: mejor favorecer el crecimiento de la nueva economía, pero crear un mayor número de empleos y oportunidades de desarrollo para la población, que seguir defendiendo a capa y espada a los dinosaurios paraestatales y a los monopolios en general, si bien ello pueda entrañar desajustes dentro de la élite política.

En China la decisión de romper con la estrategia de protección del sector paraestatal representaba una opción entre el blanco y el negro, es decir, el gobierno chino tenía que optar entre el mundo de antes y el mundo del futuro, aunque ello entrañara importantes costos de corto plazo. En México, como tantas otras cosas, es imposible hablar de blancos y negros porque nos encanta movernos dentro de un conjunto de grises. La economía mexicana ciertamente es más abierta que la china y las protecciones formales de que gozan diversos sectores y empresas son más bajos y menos tajantes que en el caso de China. Sin embargo, en China el gobierno reconocía que discriminaba abiertamente a favor de un sector de la economía, razón por la cual se hizo un anuncio formal y público por parte del Ministro de la Comisión Estatal de Planeación del Desarrollo. En México se pretende que la economía es competitiva cuando se toleran los monopolios y las prácticas monopólicas (y, en algunos casos, se alientan); cuando existen leyes para fomentar la competencia, pero expresamente se exlcuye a las empresas paraestatales del ámbito de cobertura de la ley; y cuando se abre la competencia de sectores como el del gas o de la telefonía, pero se protege a dinosaurio previamente existente para evitar que sufra del embate de la competencia que se pretende fomentar. A diferencia de China, el comportamiento de nuestras autoridades es cantinflesco.

Las reformas chinas se iniciaron para hacer posible llevar al siglo XX una economía que todavía mostraba muchos razgos medievales. La Revolución China transformó a ese país y lo integró como nación, algo que no había ocurrido por siglos, pero no favoreció el desarrollo de la economía. De esta manera, luego del desastre que representó la Revolución Cultural, el gobierno chino encontró la necesidad de enfrentar el problema económico, comenzando por el de la alimentación. No es casualidad que la primera reforma que experimentó la economía tuvo que ver con el campo, la propiedad de la tierra y el uso que los campesinos chinos podían darle. De ahí se prosiguió a la creación de zonas industriales libres del tipo de controles que tradicionalmente habían paralizado a la economía de ese país. Cada uno de esos pasos representó un rompimiento de la antigua manera de hacer las cosas y, al igual que en México, fue producto de conflictos, luchas intestinas y constantes cambios entre los ganadores y perdedores. México no ha estado carente de esos mismos conflictos, pero una crucial diferencia ha sido el que el discurso público ha sido mucho más congruente en el proceso de reforma china que en el nuestro.

En México las refomas han seguido más el patrón de un sube y baja que el de un proceso de planeación trazado a partir de objetivos concretos y específicos compartidos por el conjunto del aparato político y con un sentido claro de continuidad y destino. Unos gobiernos han empujado en una dirección, en tanto que otros han preferido otro camino. Algunos instumentos, como los tratados de libre comercio que se han consolidado, constituyen virtuales camisas de fuerza que establecen un sentido de dirección; sin embargo, los resultado, sobre todo el hecho de que un país como Brasil pueda atraer un mayor nivel de inversión extranjera sin los excepcionales mecanismos de que gozamos nosotros, son mucho menos buenos de lo aparente.

Sin duda, tanto en China como en México, los procesos de reforma se lanzaron con el objeto claro de apuntalar el orden político establecido. Lo que buscaban los gobiernos reformadores no era romper con la estabilidad política que habían logrado, ni con los consiguientes beneficios para las élites, sino la transformación del aparato económico para hacer posible el crecimiento, la creación de riqueza y empleos. Lo que demuestra la decisión más reciente del gobierno chino es que no basta con adoptar políticas adecuadas en algunas partes de la economía. Sin una absoluta congruencia en el conjunto de las estructuras políticas y económicas, el ansiado desarrollo resulta una mera ilusión.