Luis Rubio
Difícil saber si el secuestrado es el gobierno o la UNAM. Diez meses de eso que se ha dado por llamar huelga no parecen ser suficientes para que el gobierno en realidad los gobiernos federal y del Distrito Federal- comiencen a reconocer el enorme peligro que representa el Consejo General de Huelga para la estabilidad política del país y, en general, para su futuro. Desde apenas unas cuantas semanas de iniciado el movimiento estudiantil parecía contundente la evidencia en el sentido de que el movimiento inicial había sido transformado plagiado- en un movimiento político con objetivos totalmente ajenos a los de la universidad. A pesar de ello, la estrategia gubernamental y de los dos rectores sigue pretendiendo que se trata de interlocutores deseosos de sentarse en la mesa de negociaciones. En el camino se ha trastocado el concepto de autonomía universitaria, se han destruido los cimientos de la universidad, se ha hecho patente la debilidad del Estado de derecho y se ha ido avanzando poco a poco hacia el abismo de la inestabilidad, justo en el momento de mayor vulnerabilidad política, el proceso de sucesión presidencial. Con la explosión de la violencia en la Preparatoria número 3, el conflicto entra en una nueva etapa: se ha iniciado una etapa violenta y se ha hecho patente la ausencia de autoridad. Ya no es posible pretender que se trata de un tema académico-universitario, lo que lleva a replantear el axioma bajo el cual se ha actuado hasta la fecha.
A diez meses de iniciado el conflicto su origen parece cada vez más nublado, pero es imperativo recordarlo. El movimiento se inicia como un rechazo al proyecto del rector de cobrar por los servicios educativos que ofrece la universidad. El rector había propuesto un esquema de colegiaturas y becas que garantizaba la posibilidad de estudiar a cualquier estudiante que no tuviera medios para pagar las cuotas. En este sentido, se trataba de una propuesta sensata, pero ciertamente incompatible con el proyecto de universidad que abriga un amplio contingente de estudiantes legítimos. Para esos grupos, la universidad debe ser gratuita y dar acceso amplio y sin restricción alguna a quien desee estudiar. El proyecto que avanzaba el rector partía de un esquema distinto, encaminado a elevar los estándares académicos, a crear un sistema meritocrático y a perseguir retornar a la universidad de excelencia que fue la universidad décadas atrás. Se trata de dos proyectos esencialmente incompatibles que han estado chocando uno con el otro esencialmente desde 1968.
La sucesión de huelgas, luchas y movimientos que caracterizaron a la universidad a lo largo de estas tres décadas poco a poco transformaron a la universidad. La ausencia de opciones en el gobierno y en la vida política nacional llevó a que la UNAM se convirtiera en el espacio de disputa entre los partidos políticos. Impulsado por los partidos de izquierda, comenzando por el Partido Comunista, luego el PSUM y más tarde el PRD, poco a poco se fue imponiendo, en la práctica, el proyecto popular de universidad. Para todo fin práctico, el PRD se apropió de la universidad y se convirtió en el interlocutor necesario para el gobierno en ese ámbito. Sin embargo, con el ascenso gradual del PRD hacia las distintas instancias de gobierno primero el Congreso y luego el Distrito Federal y algunos estados- ese partido comenzó a distanciarse del manejo cotidiano del poder en la UNAM.
Pocas dudas caben hoy de que el proyecto del rector de elevar las cuotas fue un terrible error político. Sin embargo, también ese lado de la historia tiene que ser precisado. La evidencia sugiere que la motivación última para el aumento de las cuotas fue de carácter estrictamente ideológico. Las cuotas propuestas por el rector habrían cubierto, en el mejor de los casos, menos del 1% del gasto de la universidad, cifra que es muy elevada cuando las cuotas actuales no cubren absolutamente ningún gasto, pero obviamente irrelevante frente al enorme costo que ya ha tenido el paro universitario. En este sentido, no cabe la menor duda de que la motivación del aumento de cuotas nada tenía de económica o financiera. Pero lo que es inexplicable es la total ignorancia o, peor, evasión de responsabilidad- por parte de las autoridades universitarias y gubernamentales de la realidad política que existía en la universidad. Parece evidente que las autoridades lanzaron su proyecto bajo la noción de que la negociación última se llevaría a cabo con el PRD, cuando resultó que ese partido ya no tenía el control de la institución. Un error sobre otro.
Ahora, a diez meses de iniciado el paro, la realidad ha cambiado. En primer lugar, el plebiscito organizado por el nuevo rector arrojó un nuevo hecho político de enorme trascendencia: nadie puede ignorar que fue abrumador el apoyo a la propuesta de retornar al diálogo como medio para reanudar las clases. A pesar de ello, y aparentemente para sorpresa del gobierno y de la rectoría, el CGH ni se inmutó por el resultado de la consulta. El rector intentó hacer una toma simbólica de la universidad y fue tajantemente rechazado: el CGH no quiere negociación y no quiere diálogo. Su proyecto, el de quienes se ostentan como universitarios pero que claramente no lo son, es el de tomar el poder político en el país, por cualquier medio. En diversos escritos y pintas han hecho evidente que su objetivo es el de cambiar al país no por medio de elecciones (que son burguesas) sino por medio de acciones focalizadas que vayan instalando el poder popular. Su propósito no sólo no es académico, pues persiguen boicotear las elecciones de julio, sino que el movimiento no tiene la menor probabilidad de ser concluido, por parte del CGH, antes de esa fecha. Mientras el gobierno y el rector no reconozcan este hecho, la escalada va a continuar.
Pero hay otro hecho político no menos importante. Si bien el rechazo del plebiscito (y del diálogo que éste entrañaba) era la única salida posible para un CGH que no persigue resolver, sino prolongar, el conflicto, la explosión de la violencia en la Preparatoria número 3 mostró otras caras del movimiento y del momento político- que no pueden ser ignoradas. Hay un sinnúmero de circunstancias en torno a los sucesos de la Preparatoria 3 que requieren clarificarse. Primero que nada, las autoridades de la ciudad, que habían ofrecido protección a la escuela, nunca llegaron. Segundo, entre los detenidos hubo varios miembros del CGH que, por arte de magia, se esfumaron y siguen rondando en las calles. Hasta se les ha visto de comensales en un famoso restaurant del Paseo de la Reforma. Finalmente, a pesar de que hay diversas actas levantadas ante el ministerio público, las procuradurías brillan por su ausencia. Es evidente que el juego político que personifican los miembros del CGH tiene resonancia en diversas entidades del gobierno federal y del de la ciudad de México.
Es evidente que la naturaleza del conflicto ha cambiado a lo largo de estos meses. Pero lo más importante es que, en la medida en que se acercan las elecciones, la temperatura del movimiento no puede más que aumentar. Esta vez, la violencia no alcanzó a cobrar vidas, pero nada garantiza que una escalada creciente las pueda llegar a evitar. Evidentemente el gobierno tiene que actuar, a no ser que los intereses que se encuentran detrás del movimiento logren su cometido de destruir el proceso electoral y abrir la caja de Pandora de la estabilidad política.
Son entendibles los impedimentos políticos y morales que yacen detrás de la inacción gubernamental. Ningún gobernante quiere sobre su conciencia una masacre como la de 1968. Otras autoridades, las más calculadoras, presumen que una acción policiaca vendría acompañada de un cambio radical en la opinión pública, lo que se traduciría en un desastre electoral para sus respectivos partidos. En el camino, unos y otros, las autoridades federales y las de la ciudad, han demostrado que nadie está a cargo, que los intereses que llevan al triunfo de una salida no insitucional en la política mexicana son más poderosos que los que persiguen la paz y la transformación gradual y civilizada del país.
Es sintomático que todos los involucrados desde el gobierno federal hasta el más modesto de los paristas, pasando por todos los partidos políticos- se escudan bajo el concepto de autonomía universitaria, como si ese principio constituyera licencia para que cada quien haga lo que le de la gana. La autonomía universitaria es un pricipio concebido para proteger la enseñanza, para dejar a los universitarios la exclusividad de la decisión en materia de proyectos académicos y el desarrollo de la unviersidad; sin embargo, la autonomía no constituye un principio de extraterritorialidad: ambos gobiernos, el de la ciudad y el federal, son responsables de la violencia que ha sobrecogido a la universidad, del virtual secuestro de la institución y de la violencia que pudiese presentarse camino a la justa electoral de julio próximo. Tarde o temprano, el gobierno tendrá que arribar a la conclusión de que el CGH no va a abandonar las instalaciones porque no se trata de un grupo estudiantil luchando por un mejor proyecto académico.
El conflicto universitario no se va a resolver por sí mismo. Las autoridades van a tener que intervenir en la universidad antes o después de las elecciones. Lo mejor sería que comenzaran a prepararse para esa contingencia antes de que el movimiento las rebase. La única salida que parece razonable es aquella en que el gobierno -el federal y el de la ciudad- suman fuerzas para ejercer el liderazgo que la situación reclama para conjuntamente vencer a un movimiento cuyo objetivo es el de destruir la vida institucional del país y al que apoyan diveras fuerzas dentro del propio sistema político. No cabe la menor duda que la sociedad teme del uso de la fuerza policiaca porque ya ha visto como la emplea el gobierno; pero la situación contraria, la de una total ausencia de autoridad, aunque más cómoda, tampoco garantiza que se pueda arribar a buen puerto a finales de este año. La universidad fue secuestrada por terceros; pero el gobierno se ha secuestrado a sí mismo.