Economía para qué

La política económica permite elevar los ingresos y los niveles de vida de la población o no cumple su cometido. Este es, en síntesis, el propósito de cualquier estrategia de desarrollo económico. Lo importante no es la infraestructura ni la macroeconomía, las inversiones o las tasas de inflación. Lo que cuenta es el resultado final, medido en términos del beneficio que deriva la población después de que todas esas variables han sido computadas. Bajo esta medida, la política económica de los últimos lustros dista mucho de haber logrado su objetivo medular, aunque es evidente que sus avances son significativos, sobre todo en algunas partes del país. Ciertamente, ninguna estrategia de política económica puede ser exitosa si no se le da tiempo al tiempo. Pero la pregunta que deberíamos hacernos los mexicanos es si la estrategia general de la política económica es la equivocada o si la falla se encuentra en la manera en que ésta ha sido instrumentada.

 

Llevamos años de disputar la bondad de la política económica de los últimos tres lustros. Pero la disputa es cada vez menos pragmática o analítica y cada vez más ideológica. Lo que importa, según parece exhibir el debate público, es demostrar quién tiene la razón y no el logro del objetivo elemental de la actividad económica. Unos critican y se oponen a la política económica por el mero hecho de que ésta no satisface sus preferencias políticas o ideológicas, en tanto que otros la defienden a rajatabla, como si los beneficios fluyeran de manera obvia y natural para todos. Pero si uno escarba un poco más, si uno observa la realidad más profunda, la que de verdad cuenta, es bastante evidente que ésta ha cambiado de manera radical. Si bien sobreviven algunos empresarios y muchos políticos que todavía suspiran por un mundo fácil, libre de importaciones y generoso en subsidios, la mayoría de los empresarios y de los partidos políticos ya reconoce que la globalización de la economía es un hecho que no puede ser ignorado y, más importante, que no va a desaparecer porque uno cierre los ojos.

 

Sin embargo, aunque exista reconocimiento del hecho de que la globalización es una realidad indisputable y de que el país va a progresar sólo en la medida en que la asumamos como tal, no hay consenso sobre cómo enfrentarla. Típicamente, quienes apoyan la política económica, aun cuando desprueben la gestión gubernamental, ven en la globalización una oportunidad para el desarrollo del país, por lo que promueven una rápida inserción en su dinámica a través de exportaciones, importaciones, inversión extranjera, internet y demás.  Por ello demandan esfuerzos mucho más intensos por desregular y privatizar, así como por transformar el sistema educativo del país y, en esa medida, elevar la eficiencia y productividad, e insisten en la absoluta transparencia del actuar gubernamental y de las reglas del juego. Su prioridad es el largo plazo, a lo cual supeditan los costos inmediatos del cambio. Para este grupo, las oportunidades no esperan, por lo que cada día que se retrasa la aprobación de diversas iniciativas de ley o que se posponen decisiones de privatizar o invertir, de introducir una mayor competencia o de mejorar el entorno institucional para la actividad económica, se da  un paso atrás en la posibilidad de lograr un desarrollo económico sano que produzca empleos e ingresos para todos los mexicanos.

 

Por su parte, quienes reprueban la política económica no necesariamente rechazan la globalización, pero la ven más como una amenaza. Reconocen que el mundo del pasado ya no es posible, pero eso no les impide intentar preservar algunos de los instrumentos gubernamentales de intervención económica así como beneficios, privilegios y trofeos que en esa época se cosecharon. Proponen una mayor equidad en el desarrollo económico y convocan a un nuevo pacto social que redistribuya los beneficios, evite los extremos de pobreza y riqueza y garantice un mínimo de bienestar. Su prioridad se encuentra en el corto plazo, a través de cambios graduales que garanticen la viabilidad socio política del proceso. Para este grupo, el gobierno debe mantener sus instrumentos de acción política y social, y emplearlos para proteger a los que menos tienen y asegurar que los beneficios se distribuyan más rápidamente.

 

Hasta hace unos años la mayoría de los mexicanos parecía aceptar que la única manera de avanzar era a través de un curso más o menos intermedio entre estas dos posturas. Un curso en el que se perseguían los objetivos de transformación económica, mientras se asistía a los más desprotegidos. Es decir, se había logrado conformar un consenso, al menos tentativo, respecto a la orientación de la política económica. La crisis económica de 1995 dio al traste con ese virtual consenso y, desde entonces, no ha habido ni siquiera la intención de volverlo a forjar. Es por eso que la confrontación de posturas es tan preocupante. No sólo no existe consenso, sino que el clima político es de creciente confrontación. La intolerancia se ha convertido en la norma en lugar de ser la excepción. Peor, en lugar de ver a la población como la razón de ser del gobierno y el objetivo último de la política económica, los actores políticos se mueven como si lo único importante fuera ganar el punto del momento. Lo peculiar del caso es que las diferencias de substancia entre los candidatos tienden a ser mucho menores de lo que su retórica sugiere.

 

Las disputas políticas en torno a la economía han tomado una gran diversidad de vertientes. Algunos disputan la esencia de la política económica, en tanto que otros critican algunos de sus componentes. Los tiempos electorales son siempre propicios para exacerbar los ánimos y para polarizar cualquier postura. Sin embargo, son pocos los mexicanos que rechazan de manera tajante la noción general de que la economía mexicana sólo puede prosperar en la medida en que ésta se torne más competitiva y de que se facilite el acceso de toda la población a los beneficios del desarrollo. En un sentido amplio, la abrumadora mayoría de las disputas no son sobre la esencia sino sobre los detalles específicos. Quienes tienen que trabajar para vivir suelen ser más flexibles que quienes dominan el arte de la retórica.

 

Pero no hay la menor duda que muchas de las fallas de la política económica de estos años residen precisamente en errores elementales de concepción, muchas veces producto de objetivos políticos o económicos ulteriores, distintos a los objetivos que debían perseguir las reformas mismas. En efecto, el número de desaciertos y errores en los que se ha incurrido a la hora de instrumentar la política económica a lo largo de estos años ha sido literalmente infinito. Por ejemplo, muchas de las privatizaciones, sobre todo aquellas que se realizaron en sectores en los que no existía competencia efectiva en el momento de privatizar, resultaron catastróficas.

 

Pero ninguno de los errores o fallas niega la necesidad de llevar a cabo una profunda transformación de la economía. Es importante recordar que las reformas a la economía se iniciaron a mediados de los ochenta, en uno de los momentos más críticos y caóticos de la economía mexicana, luego de que el gobierno prácticamente se había colapsado con su virtual quiebra en 1982. La economía se había estancado, el país bordeaba la hiperinflación, la recesión pendía como amenaza permanente y la deuda externa anulaba cualquier posibilidad de recuperación sostenida. Las reformas se lanzan, en ese contexto, como la única alternativa al caos de aquel momento. Evidentemente los resultados de esas reformas todavía no favorecen a todos los mexicanos, pero el dinamismo de al menos una gran porción de la economía mexicana ciertamente muestra que existen opciones y oportunidades que hace quince años parecían imposibles.  En este sentido, nadie puede dudar que la reforma de la economía mexicana es algo indispensable e ineludible, aun a pesar de los errores del pasado. En todo caso, la lección principal de los últimos años es que hay que crear un entorno institucional apropiado para que las reformas puedan ser exitosas. La ausencia de ese marco institucional llevó a que muchas de las reformas gubernamentales fracasaran o que resultaran ser mucho menos favorables de lo que prometían. No hay duda que sin reformas, sin instrumentos de mercado, sin derechos de propiedad bien definidos y sin un entorno de competencia cabal en el mercado interno, el desarrollo del país seguirá estancado.

 

Pero el problema de fondo no reside en tal o cual reforma, sino en los principios que orientan la estrategia general de desarrollo. La preguna importante es ¿cómo vamos a poder romper el círculo vicioso de la desigualdad, la pobreza o el estancamiento en que vive una enorme proporción de los mexicanos en el contexto de la globalización que caracteriza al mundo? La política económica debe abocarse precisamente a enfrentar ese reto. Desde esa perspectiva, lo importante no es el instrumento o el vehículo específico, sino la orientación general de la estrategia de desarrollo. Ante todo, esto entraña un conjunto de definiciones filosóficas que, a la fecha, nadie ha querido tomar a conciencia. Por décadas, la política económica giró en torno a la noción de que el centro de gravedad del desarrollo eran los productores, es decir, los empresarios, fueran éstos públicos o privados. Esta noción justificó la protección de la planta industrial –el modelo de economía cerrada- por muchos años. La apertura de la economía entraña, al menos en concepto, un rompimiento con esa concepción fundamental. En una economía abierta en la que se persigue la competitividad, el centro de gravedad reside en el individuo, en el consumidor que ahora, sin barreras impuestas a la importación de bienes, puede decidir lo que más le conviene y, por lo tanto, forzar a los productores a servir sus intereses y no al revés. En México, sin embargo, no hemos acabado de definirnos. Pervive un conjunto de acciones, regulaciones y prioridades gubernamentales que privilegian a los productores –el paradigma de una economía cerrada-, mientras que existe un conjunto de políticas, leyes e instituciones que enarbolan el principio de que el consumidor es rey. Mientras no acabemos por definir este entuerto, la estrategia de desarrollo seguirá a la deriva o, lo que es lo mismo, seguiremos adoleciendo de una estrategia de desarrollo. Sin estrategia de desarrollo, seguirán dominando los contrastes de crecimiento y estancamiento, pobreza y riqueza, desarrollo y subdesarrollo que caracterizan al país en la actualidad.

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