Luis Rubio
La noción de resolver los problemas de la criminalidad por medio de los programas conocidos como cero tolerancia es sumamente seductora. Quizá por ello muchos de los candidatos desde Cuauhtémoc Cárdenas cuando aspiraba a gobernar la ciudad de México hasta Francisco Labastida en la actualidad- se dejan llevar por el canto de las sirenas. Es absolutamente cierto que esos programas han tenido un impacto no sólo positivo, sino incluso dramático, sobre la criminalidad en diversas ciudades de Estados Unidos, pero la noción de que las circunstancias de allá son aplicables a México es simplemente absurda. Aquí tenemos que comenzar por sentar los cimientos de una administración pública radicalmente distinta a la que hoy caracteriza al país. Sin ello, la siguiente camada de candidatos, en el 2006, seguirá retornando a soluciones que, en nuestro contexto, son demasiado fáciles.
El origen del programa de cero tolerancia que con tanto éxito se instumentó en la ciudad de Nueva York se remonta a un concepto elaborado en 1982 por George kelling y James Q. Wilson a partir de una metáfora muy simple pero por ello tanto más poderosa. Kelling y Wilson observaron que algunos edificios tenían íntegras todas sus ventanas, mientras que otros las tenían todas destruidas. Su principal observación fue que lo típico era encontrar los dos extremos: o todas las ventanas completas o todas las ventanas rotas, pero no unas rotas y otras íntegras. Las observaciones de estos autores, reunidas en un artículo intitulado ventanas rotas, les llevaron a afirmar que cuando el propietario de un edificio no hace nada cuando una ventana se rompe, al poco tiempo alguien se encargará de romper las demás; es decir, que el hecho de descuidar las cosas simples lleva a que los problemas se compliquen de una manera incontenible. Extrapolando sus observaciones, los autores llegaron a concluir que lo mismo ocurría con la criminalidad: cuando se toleran pequeñas violaciones, la población desde el ciudadano más respetuoso hasta el criminal más violento- se acostumbra a que la ley no importa y a ignorar los pequeños delitos, lo que eventualmente lleva a que se cometan delitos mucho más graves.
El primer programa de cero tolerancia buscó aplicar estos principios al funcionamiento de las policías en la ciudad de Nueva York. El principio era muy simple: no se toleraría ni la menor transgresión a las regulaciones establecidas comenzando por cosas tan aparentemente innocuas como cruzar la calle fuera de las esquinas o tirar basura en la calle- de tal suerte que la sociedad escarmentara y nadie se atreviera a cometer delitos violentos. Cuidando las cosas pequeñas, argumentaba el entonces comisionado de policía, se evitan los problemas grandes. Y dicho y hecho, poco a poco los índices de criminalidad descendieron hasta virtualmente eliminarlos. El éxito ha sido tan inmenso que innumerables ciudades norteamericanas copiaron el modelo, muchas de ellas con todavía más éxito. Todo mundo ha querido asociarse a lo que funciona y este modelo parece a prueba de fuego, por lo que no sorprende que nuestros candidatos también quieran hacerlo suyo, y no sólo en México. El impacto ha sido tan amplio que varias otras naciones han intentado la misma faena, pero sin el mismo resultado.
Hay tres circunstancias que explican el éxito en ciudades como Boston y Nueva York que hacen difícil su adaptación a México: el profesionalismo de las policías; la calidad de los servicios públicos, el otro lado de la cero tolerancia; y la solidez del poder judicial. Estos tres factores hacen toda la diferencia porque impiden que sea posible instrumentar un programa de cero tolerancia. Veamos.
Para comenzar, el problema central de la inseguridad pública en México reside en la impunidad que caracteriza tanto a los criminales como a los responsables de la seguridad. La abrumadora mayoría de los crímenes quedan impunes ya sea porque no se detiene a los delincuentes o porque los criminales controlan al sistema. Es decir, el sistema es tan deficiente que la abrumadora mayoría de los delincuentes jamás es procesado. La impunidad es prácticamente total. Pero, además, buena parte de los delincuentes son miembros de las corporaciones policiacas que son responsables de la seguridad pública o bien son protegidos de éstas. Es decir, todo el sistema es corrupto desde su raíz. No es casualidad que la proporción de actos criminales que se denuncian sea cada vez menor. En contraste, aunque en algunas ciudades de Estados Unidos la corrupción o la eficiencia policiaca pudiese ser elevada, el entorno general en que operan los cuerpos policiacos es uno de eficiencia generalizada. Mientras que la norma en México es de corrupción e impunidad, la norma policiaca allá es de eficacia en el combate a la delincuencia. Los casos de ineficiancia y corrupción son inmediatamente distinguibles, como lo fue el caso de Nueva York. Atacarlos resulta fácil de comprender, fácil de llevar a la práctica y fácil de lograr que todo mundo se adapte. Como cambiarle un vidrio a un edificio.
La segunda razón por la cual un programa de cero tolerancia es inviable en nuestro país, al menos en este momento, es que la cero tolerancia es, o debe ser, parte de una concepción integral. Es decir, en la práctica, no es posible pretender que pueden convivir un régimen de intolerancia hacia la criminalidad pero de tolerancia hacia la mala administración pública. ¿Cómo hacer compatible la inexistencia de alcantarillado o la mala calidad del pavimento con la intolerancia en materia de delincuencia? Por supuesto que una cosa y la otra nada tienen que ver, pero no se puede esperar que la población tolere una pésima calidad de vida en unos ámbitos con la intolerancia policiaca en otros. Ambas son componentes integrales de un mismo todo. Pero aún si los mexicanos aceptáramos la mediocridad en la provisión de los servicios públicos a cambio de la seguridad pública, un programa de cero tolerancia implicaría que a las policías que existen se les dotaría de poderes adicionales para decidir cuándo una persona comenzando por los ciudadanos comunes y corrientes- está delinquiendo y cuándo no. Es decir, un programa de esa naturaleza implicaría transferir facultades de decisión sobre nuestra seguridad a quienes con frecuencia son los criminales o, en el mejor de los casos, a quienes han probado una total y absoluta incompetencia para atacar y vencer la impunidad, la corrupción y la inseguridad.
Finalmente, un programa de cero tolerancia requiere de un sistema judicial limpio, transparente y que goza de absoluta credibilidad. Sin embargo, el desempeño de las procuradurías de justicia, a nivel tanto federal como estatal, de las policías judiciales y de los juzgados, deja mucho que desear. Lo menos que se puede decir de la abrumadora mayoría de los componentes de este sistema es que su principal característica es una de absoluta incompetencia. No cabe la menor duda que algo se ha avanzado con la reforma de la Suprema Corte de Justicia, pero tanto los tribunales como la mayoría de las procuradurías son corruptas, protectoras de la impunidad general y, en todo caso, carentes de personal profesional y competente para llevar a cabo sus funciones. Es sintomático que la procuración de justicia en el país depende íntegramente de los procuradores en lo individual: en lugar de existir instituciones desarrolladas con capacidad de investigar los delitos y avanzar la causa de la justicia, el desempeño de cada procuraduría depende de los individuos que acompañan a cada procurador en lo peronal. Algunos procuradores son fervientes creyentes de la legalidad y tratan de hacer algo en ese mar de corrupción, mientras que otros simplemente navegan ahí. Algo semejante ocurre con los tribunales y juzgados. Independientemente de las causas de la podredumbre que caracteriza al sector, el hecho de que estamos lejos de contar con un sistema judicial competente y capaz de administrar un programa de cero tolerancia.
No cabe la menor duda de que lo ideal sería poder llegar al punto en que pudiese ser instrumentado un programa de cero tolerancia, pero estamos muy lejos de ello. Ser intolerantes con la delincuencia es una necesidad imperiosa, pero otorgarle poderes a los delincuentes o, en todo caso, a una bola de incompetentes, para que nos potejan de sí mismos constituye un insulto a la inteligencia de los mexicanos. La delincuencia es un fenómeno creciente que prolifera en este mundo de impunidad que nos caracteriza. Mientras no se rompa ese círculo vicioso, el combate a la delincuencia va a tener que depender de elementos más básicos, como la limpieza de las policías, el fortalecimiento de los jueces y tribunales, la profesionalización de las procuradurías y así sucesivamente. No es con más penas y más facultades discrecionales como vamos a acabar con la delincuencia.
Quizá la lección más importante que se deriva del progama cero tolerancia en Nueva York y otras ciudades es que los norteamericanos están acostumbrados a vivir en un entorno caracterizado por la existencia plena de un Estado de derecho. Lo viven y lo transpiran a todas horas del día: desde que transitan en sus coches por las calles, cuya circulación está regida por reglamentos y códigos que se hacen cumplir, hasta el cumplimiento de los contratos civiles y mercantiles en todos sus ámbitos y la protección de los derechos individuales que no sólo está consagrada en la ley, sino que el sistema judicial los hace cumplir a cabalidad. Para una población acostumbrada a vivir en la legalidad en el conjunto de sus vidas, la inseguridad pública resulta ser una excepción, una aberración. Lo fácil es introducir un programa de cero tolerancia a cualquier desviación respecto a la norma general; en el caso de ciudades como Nueva York eso implica desterrar la inseguridad pública. En el nuestro la cero tolerancia implicaría extender la norma, es decir, la corrupción y la impunidad, a todas las áreas de nuestra existencia. Desafortundamente, para nosotros la cero tolerancia no es solución.