Los empresarios son sin duda la clave del desarrollo económico. Vilipendiados por décadas, los empresarios son hoy reconocidos como la esencia del desarrollo de la economía. Las campañas de los diversos candidatos a la presidencia no sólo no denostan a los empresarios, sino que muestran un indisputado reconocimiento a la importancia de su labor. Lamentablemente, no tenemos suficientes empresarios. La pregunta es por qué.
La industria mexicana de los últimos cincuenta años prosperó fundamentalmente gracias al apoyo gubernamental. Esos apoyos venían en la forma de protección respecto a la competencia vía importaciones, subsidios y créditos fiscales, así como jugosos contratos gubernamentales. Los empresarios de entonces no tenían que medir sus fuerzas frente a los consumidores, fuesen estos familias u otras empresas. El consumidor no tenía más remedio que consumir lo que estaba disponible o, en algunos casos, recurrir al contrabando. En la mayoría de los casos, la industria mexicana se hubiera podido comparar mejor con los “empresarios” soviéticos, que con los pujantes industriales que en la misma época comenzaban a nacer en la región del sudeste asiático, en Europa o Estados Unidos. El hecho es que la empresa mexicana de los cuarenta, cincuenta y sesenta, con muchas honrosas excepciones, no tenía el menor interés de satisfacer a su cliente nominal, el consumidor de sus productos, sino al burócrata que le hacía rentable el changarro.
En los setenta, los empresarios sufrieron un injustificado embate. El gobierno, en el mejor de los espíritus de revancha populista, se abocó a destruir la credibilidad de los empresarios, sin jamás pensar en el consumidor. Como el mexicano común y corriente no hacía (¿hace?) diferencia en términos electorales, no había razón alguna para pensar en sus intereses o deseos. La burocracia de la etapa populista de esta era sabía bien que la mejor manera de resolver los problemas del país era tomando control de las empresas grandes y haciéndole difícil la vida a las chicas. Por doce años, entre 1970 y 1982, el país vivió una época de ataques permanentes a los empresarios, de políticas regulatorias orientadas a hacer quebrar las empresas para que el gobierno luego viniera a “salvarlas” (y, por supuesto, a corromperlas) y de una inflación que acabó por destruir la economía familiar. En lugar de atacar las fuentes principales del estancamiento económico del país –el entorno regulatorio de las empresas, los intereses creados en el magisterio que impiden el desarrollo de la educación, los monopolios (entonces gubernamentales, hoy en muchos casos privados) que obstaculizan el crecimiento de la inversión y, en general, la inestabilidad institucional, la ausencia de certidumbre en las políticas públicas y la carencia de un Estado de derecho- aquellos gobiernos prefirieron desarrollar una fantástica mitología sobre el desarrollo burocrático, el bienestar que la corrupción podría traer consigo y lo positivo que sería para el país el que toda la industria “básica”, como el acero, los ferrocarriles, la electricidad, la telefonía y demás, estuviesen en manos del gobierno. Las locuras de aquellos gobiernos se han ido desmantelando poco a poco, pero no así el legado mitológico.
Hoy en día, una buena parte de la prensa y la intelectualidad en general no dejan de reproducir las imagenes desarrolladas en aquella época desastrosa para el desarrollo del país. Para ese segmento, todo lo que puedan hacer las personas por sí mismas implica que el virus neoliberal ya avanzó en exceso. Lo mejor es que “alguien más” haga las cosas. Sin embargo, esos grupos típicamente denostan al gobierno, lo que seguramente implica que, o bien se consideran a sí mismos más capaces de administrar la producción, el empleo y la generación de riqueza, o suponen que un marciano lo podría hacer mejor. Afortunadamente esa no es la visión que hoy presentan los candidatos a la presidencia. Todos ellos parecen reconocer que el empleo y la riqueza no pueden divorciarse de los empleadores y la inversión. En ese sentido, reconocen que lo crucial para el desarrollo económico se encuentra en la creación de más empresas, en la atracción de más inversión y en el consecuente desarrollo de un mayor número de fuentes de empleo.
Pero el reconocimiento de la necesidad de un mayor número de empresarios e inversiones no va de la mano con sus planteamientos a la fecha. Si bien los candidatos reconocen la necesidad de crear condiciones atractivas para el desarrollo de empresas, muchos de ellos parecen seguir imaginando un mundo en el que el gobierno es el que decide qué empresas, dónde se instalarán y cómo van a progresar. Es decir, ha habido un enorme avance en el reconocimiento de al menos una fuente de solución potencial al problema económico del país, pero no de la dinámica que lo hace funcionar. El gobierno reconoce que son los empresarios quienes tienen que invertir y administrar la actividad económica, pero sus funcionarios, al menos varios de los candidatos, no han llegado a entender que la economía moderna funciona sobre la base de una multitud de decisiones individuales que interactúan cotidianamente y no de una decisión centralizada en el gobierno o en alguna empresa grande. En la mente de la mayoría de los candidatos subsiste la noción de que existe un mercado interno, distinto del mercado externo o global. La realidad es que las empresas no tienen más remedio que operar bajo la noción de que hay un solo mercado y que, en ese sentido, la diferencia entre el mercado interno y el externo es un mero artificio burocrático.
Pero el artificio del mercado interno es extraordinariamente poderoso porque le permite a la burocracia, y a muchos de sus exponentes políticos, ahora en la forma de candidatos, albergar la expectativa de que no tiene que cambiar nada para proseguir con el (sub)desarrollo del país. Es decir, desde un punto de vista burocrático, es amenazante la noción de que ya no existe una diferencia entre el mercado interno y el internacional, pues aceptarlo implicaría que un funcionario ya no tendrá la posibilidad de manipular la actividad económica a su antojo. Puesto en otros términos, la idea de que hay un mercado interno evita tener que reconocer la realidad interna de la economía mexicana, que es la de una infinidad de prácticas monopólicas, de abuso burocrático, de corrupción, de obstáculos regulatorios y burocráticos a la instalación y operación de empresas y, en general, de aceptar lo inevitable -que el “mercado interno” no se recupera porque no se han eliminado los impedimentos a su integración al mercado internacional- los candidatos y los aspirantes a puestos burocráticos ya no verían tan atractiva la chamba a que aspiran.
Pero el problema para el país es enorme. La ausencia de empresarios en cantidad suficiente para desarrollar al país no es producto de la casualidad, sino de la ausencia de oportunidades. Si uno observa que muchos de los mexicanos que emigran hacia nuestro vecino país al norte son precisamente los más emprendedores, no es difícil ir un paso hacia adelante para ver que muchos empresarios potenciales también emigran, otros nunca logran desarrollarse y otros más se paralizan en la telaraña de intereses que teje y protege la burocracia y el gobierno. En la mayoría de los casos la protección que otorgan los funcionarios a diversas empresas, sectores o actividades sin duda es bien intencionada, pero el resultado es que todos los demás pierden. Cada vez que el gobierno actúa de una manera que protege a una empresa, crea un entorno de incertidumbre para todos los demás. De esta manera, la protección de uno acaba teniendo un enorme costo que no es fácil reconocer en el momento. Cada decisión arbitraria, así sea buena, implica el desconocimiento de los derechos de propiedad de los demás y la total incertidumbre sobre la vigencia de las leyes y reglamentos.
La economía mexicana atraviesa una fase terriblemente compleja e incierta de su historia, etapa que no es particularmente distinta a la que vivió la economía chilena en los setenta y ochenta, la norteamericana en los ochenta o la japonesa en la actualidad. En todos esos casos, la vieja industria, forjada al amparo de un esquema operativo en el que no existía competencia -en unos casos porque así funcionaba el mundo y en otros por privilegio burocrático- , comenzó a enfrentar terribles dificultades para sobrevivir. Al igual que muchas empresas mexicanas en los últimos años, la industria vieja, la que no supo como modernizarse, la que no gozó del privilegio de contar con una auténtica y competente visión empresarial, fue encontrando que simplemente no podía sobrevivir. En algunos casos la muerte fue fácil mientras que en otros ésta estuvo llena de vicisitudes, pero el fin de los que no supieron adaptarse fue el mismo en todos los casos. No se necesita ser vidente para saber que eso mismo le ocurriría a muchos de los monstruos paraestatales de tener que competir abiertamente en el mercado.
El hecho es que hay un empresariado que ha logrado salir adelante de una manera literalmente espectacular. Tanto el que sobrevivido, como el que ha nacido bajo las nuevas reglas del juego y el que ha logrado convertir el pasado en la plataforma para el desarrollo para el país, constituyen las principales razones de optimismo para el futuro de la economía mexicana. Es verdaderamente trascendente que los candidatos finalmente así lo reconozcan, pero es lamentable que no se percaten que su éxito no es producto de la casualidad, sino del hecho de que, efectivamente, la abrumadora mayoría de esos empresarios vive no de ese hipotético (e idílico) mercado interno, sino de la brutal competencia de los mercados internacionales, del desarrollo de mejores productos, de la innovación y de la creatividad. Todos éstos son atributos que surgen no de la burocracia, sino de la existencia de reglas claras y transparentes, así como de una relativa ausencia de obstáculos a su actividad. No es casualidad que esos empresarios operen bajo reglas como las establecidas por el TLC. Ahí, para nuestra fortuna, la burocracia no tiene mucho que decir.