Reforma institucional – para que

Luis Rubio

Es evidente a todas luces que las instituciones nacionales no cumplen su cometido, pero la solución a ese problema es menos clara. Por décadas, el gobierno mexicano ha sido crecientemente incapaz de cumplir siquiera con sus funciones más elementales. Esto es algo paradójico: en tanto que el gobierno, a lo largo de las décadas, se fue arrogando cada vez más facultades y atribuciones, no fue ni más capaz ni más responsivo frente a los graves problemas nacionales. Además, en el proceso, se derrocharon ingentes recursos en intentos de solución de diversos problemas desde la pobreza hasta el levantamiento zapatista pero el avance ha sido pírrico. El hecho es que el gobierno mexicano de hoy no tiene un sentido claro de dirección, una definición precisa de los que debieran ser sus objetivos o, en todo caso, de la que debiera ser su función para que la economía alcance altas tasas de crecimiento, el ingreso de la población aumente y la vida democrática se consolide en un entorno de estabilidad política. Son estos los temas a los que debería abocarse la reforma del Estado.

Es patente la urgencia de reformar al gobierno en sus funciones y de replantear las relaciones entre éste y las distintas instancias de la sociedad. La vieja estructura del sistema político fue diseñada para enfrentar las realidades y problemáticas de los años veinte, época en la que México comenzaba a salir del ocaso revolucionario y lo importante era constituir una plataforma funcional para el desarrollo económico y social del país. Ante la falta de instituciones políticas, el PNR y sus sucesores vinieron a darle forma a un sistema de gobierno que, a pesar de sus abusos y excesos, le confirió al país estabilidad política y algunos periodos de crecimiento económico relativamente elevado. Sin embargo, esa estructura dejó de funcionar en la medida en que la sociedad se fue desarrollado y diferenciando. A partir de los cincuenta, un gobierno tras otro enfrentó el problema político que esto representaba de distintas maneras. Unos inventaron la noción de los diputados de partido, en tanto que otros legalizaron a los partidos políticos que se habían formado al amparo de la obscuridad del sistema; unos iniciaron reformas electorales limitadas y otros las llevaron a su conclusión; unos comenzaron a tolerar algún grado de libertad de expresión, en tanto que otros dejaron que la política tomara su propio curso, prácticamente sin restricciones. Fue la época de los parches: en lugar de reformas completas, integrales y definitivas, se siguió una estrategia de soluciones parciales que no resolvían el problema de fondo. México requería (requiere) mecanismos apropiados para resolver disputas, canalizar diferencias y alcanzar consensos sobre temas clave, pero para lo único que alcanzó la visión gubernamental fue para salir del paso.

El problema de hoy es doble. Por una parte, como en los veinte, lo más evidente y urgente es crear una plataforma adecuada para que sea posible gobernar al país, obviamente en el contexto de nuestras realidades actuales. Por la otra, es indispensable crear, fortalecer y desarrollar instituciones que permitan resolver nuestras dificultades y enfrentar los retos del futuro. El problema es cómo lograr ambos propósitos de una manera eficiente y sensata. Lo fácil es hacer tabla rasa del pasado, negar lo existente y comenzar de cero: convocar a una asamblea constituyente, redactar una nueva constitución, definir nuevas reglas del juego y modificar todo lo existente por el mero prurito de dejar una huella en el camino. Sin embargo, esta ruta implicaría, en los hechos, una imposición tan severa y reprobable como la que por décadas mantuvo al PRI en el poder. Lo necesario, a diferencia de lo fácil, es construir sobre lo que hay, negociar nuevas reglas del juego con todos los actores relevantes, desarrollar mecanismos de solución de conflictos y disputas que no involucren ni arbitrariedad ni un peso gubernamental excesivo y, por sobre todas las cosas, generar mecanismos de pesos y contrapesos que permitan que el gobierno ejerza sus funciones, pero sin abusar, y que la sociedad participe y haga valer sus derechos, sin que paralice al gobierno. Una nueva constitución bien pude ser el resultado, en el largo plazo, de este proceso, pero no puede ser su punto de partida: eso sólo funciona en las dictaduras.

Es explicable la propensión a hacer un borrón y cuenta nueva, a negar lo existente y a pretender construir algo mejor, desde el principio. A final de cuentas, los abusos históricos de sucesivos gobiernos priístas han creado un ambiente de revancha del que muchos políticos de oposición no se pueden sustraer. Por respetables que sean sus objetivos y convicciones, el problema es que ese camino conduce a la misma arbitrariedad que por décadas caracterizó al PRI. Las instituciones políticas son excesivamente débiles y vulnerables, por lo que con frecuencia carecen de legitimidad. En fechas recientes, por ejemplo, vimos cómo algunos partidos impusieron su voluntad sobre otros por el mero hecho de que gozan de mayoría en sus respectivas cámaras legislativas. Ni en Guanajuato ni en el Distrito Federal, siguiendo el mismo ejemplo, las mayorías legislativas mostraron el más mínimo respeto a los intereses u objetivos de otros partidos, al momento de aprobar una iniciativa de ley controvertida. Esto generó ánimos de revancha que seguramente aflorarán en una siguiente oportunidad. El punto importante es que el procedimiento para la toma de decisiones en el ejecutivo o en el legislativo- es tan importante como la decisión misma. Cuando existen mecanismos institucionales que permiten la discusión de los temas y la presentación de los diversos intereses que tienen algo que decir sobre el tema, la decisión final acaba gozando de legitimidad, así contradiga los intereses u objetivos de los perdedores. El respeto a la otra parte (o a las minorías) es parte integral del proceso democrático. Sin ese respeto no es posible la democracia y todo el esfuerzo de reforma llevaría a encajonarnos, de la mano con el arquitecto Lampedusa, en el viejo sistema con formas nuevas.

Desde esta perspectiva, lo que México necesita es una reforma seria e integral de lo existente, pero sin ignorarlo. Además, requiere que esa reforma parta del principio de que es la sociedad, y no sólo sus dudosos representantes, la que debe sancionarla en última instancia. Una vez más, en la medida en que la ciudadanía no pueda premiar ni castigar a sus diputados y senadores, es heróico suponer que estos individuos van a representarlos en la arena legislativa. Por todas estas razones, la ansiada reforma del Estado debe partir de dos principios elementales: primero, reconocer dónde estamos; y, segundo, involucrar a la población en su conjunto en el proceso de cambio, esencialmente a través de la creación de mecanismos idóneos para ese propósito, como podría ser la reelección en el poder legislativo. Pero una cosa es la mecánica de la reforma y otra muy distinta la naturaleza de la misma. La discusión en este momento se ha centrado en los grandes objetivos, en los ciento cincuenta temas de reforma. Más práctico sería concentrarse en lo fundamental: en el para qué de la reforma, en el para qué del gobierno al que se pretende reformar.

El gobierno mexicano hace tiempo que no cumple con sus responsabilidades medulares, como son la seguridad pública, la seguridad jurídica y la seguridad patrimonial. El primer objetivo de cualquier reforma debería ceñirse a este tema central: dotar al gobierno de los instrumentos y de las responsabilidades específicas para lograr esos objetivos. El segundo propósito de la reforma debería ser el de definir con precisión la naturaleza del gobierno que requiere el país y las funciones que son concomitantes a ésta. Puesto en otros términos, no se puede exigir cumplimiento de sus responsabilidades a los gobernantes si no existe una definición clara de sus funciones, así como mecanismos apropiados para que la sociedad los haga exigibles. Si uno observa a los diversos países del mundo, a los que son ricos y a los que son pobres, la diferencia entre unos y otros prácticamente siempre se remite a la manera en que están definidas las funciones del gobierno y a la solidez de las instituciones.

Hoy en día, en los albores del siglo XXI, no existen muchas dudas ni mayores disputas sobre los factores que favorecen el crecimiento económico y el desarrollo de una sociedad, y tampoco sobre aquellos que lo impiden. Los países ricos lo son porque sus gobiernos se han dedicado a crear las condiciones para que sea posible el crecimiento económico y el desarrollo social y político. Ese desarrollo ha llevado al fortalecimiento institucional que, a su vez, limita al gobierno e impide sus excesos. Y viceversa, los países pobres sufren de esa condición porque sus gobiernos no tienen claras sus funciones, porque mezclan sus deseos con sus instrumentos, porque no existen límites a sus excesos y porque impiden que se desarrollen las instituciones necesarias para que la sociedad participe, actúe y haga valer sus derechos e intereses. La reforma propuesta debe partir de este silogismo elemental: lo necesario no es un tipo de gobierno y sociedad que complazca los deseos de los que pretenden ser sus arquitectos, sino un sistema de gobierno que permita que los ciudadanos lo trasformen y le den forma a través de su voto. El gobierno que surja de la reforma debería caracterizarse por su modestia y también por su fortaleza: modestia en su ámbito de competencia y fortaleza en su capacidad de acción.

El desarrollo no es producto de la voluntad gubernamental, ni puede ser impuesto desde arriba. El desarrollo es producto de la suma de millones de decisiones que toman los individuos cuando votan, cuando ahorran, cuando gastan y cuando invierten. La responsabilidad del gobierno reside en crear las condiciones para que esas decisiones individuales contribuyan al desarrollo del país. En este sentido, la clave del desarrollo reside en la capacidad del gobierno para crear condiciones idóneas para hacer ese proceso posible. En términos conceptuales, la reforma debería abocarse a dos cosas elementales: por un lado a consagrar y ampliar los derechos ciudadanos frente a los del gobierno; y, por el otro, a limitar el ámbito de acción del gobierno a fin de que se sujete a lo establecido por la ley, tal y como lo defina en cada caso el poder judicial. Es decir, requerimos un gobierno fuerte, capaz de actuar para promover el desarrollo en forma eficaz y decisiva, pero un gobierno limitado en su capacidad para tomar decisiones arbitrarias en contra de la ciudadanía. Es esto a lo que debería ceñirse la reforma. Todo el resto es interesante e importante pero, paradójicamente, no igual de trascendente.

 

Más allá de Bancomer

Poco justificado parece el júbilo que embargó a las autoridades hacendarias luego de que el consejo directivo de Bancomer optara por aceptar la oferta de adquisición de BBV en lugar de la de Banamex. El regocijo de las autoridades respectivas no pudo ser ocultado luego del resultado final del affaire Bancomer, aunque en realidad no hay razones para celebrar. A final de cuentas, el proceso exhibió a una Secretaría de Hacienda, regulatoriamente y en la práctica poderosa y dotada de extraordinarias facultades para influir en el destino de la economía mexicana, sólo capaz de reaccionar, ante su absoluta incapacidad de desarrollar una visión de largo plazo, algo particularmente importante cuando se trata del diseño del sector bancario, cuya trascendencia es evidente para todos. Desde el punto de vista del desarrollo futuro de la economía mexicana y de la ciudadanía en general, lo importante no es quién gana en una puja, sino cómo se juega el juego. En esto, las autoridades salieron reprobadas, por lo que no tienen nada que celebrar.

 

Los bancos, habría dicho el canciller prusiano Otto Von Bismark, son demasiado importantes como para dejarlos en manos de autoridades incapaces de saber a donde los quieren llevar.  Este es el tema de fondo en el proceso de adquisición de Bancomer, a la sazón el segundo mayor banco del país, cuando, en un primer momento, el banco español Bilbao Vizcaya Argentaria propuso y llegó a un acuerdo de principio con sus accionistas principales, para inmediatamente después verse confrontado por una oferta adicional, esta vez por parte de Banamex, el mayor banco del sistema. Con esta segunda propuesta, el país pareció entrar  de lleno en las grandes ligas de la intriga financiera internacional, en donde las ofertas y contraofertas son materia común en el desempeño cotidiano de los mercados. En cierta forma, ambas ofertas se encontraron con autoridades regulatorias prestas para reaccionar ante el cambiante entorno, pero incapaces de prever y desarrollar una visión de largo plazo para el sector financiero.

 

A decir verdad, el sector financiero ha sufrido los embates de la arbitrariedad burocrática desde hace décadas. Hasta el final de los sesenta, los bancos se distinguieron por ser una fuente segura y confiable de financiamiento para las empresas, con lo que contribuyeron al enorme éxito en el desarrollo industrial del país. En los setenta, sin embargo, el gobierno los obligó a abandonar ese camino para convertirlos en la fuente de recursos para sus proyectos y sectores favoritos y para financiar un gasto gubernamental que creció de manera tan vertiginosa que acabó por prácticamente quebrar a la economía del país. En los ochenta, los bancos fueron expropiados, con lo que desapareció el desarrollo de personal competente para la administración del financiamiento y la evaluación del riesgo, que es la esencia misma de la función bancaria. De esta manera, cuando vino la privatización de los bancos a principios de los noventa, la característica principal de esas entidades era que ya casi no existían banqueros capaces de cumplir con esa función tan sensible e importante. Además, el proceso de privatización fue defectuoso de principio a fin, privilegiándose el precio de venta (y por lo tanto, el ingreso gubernamental) sobre la salud financiera de las entidades privatizadas. Quizá más importante, la arrogancia burocrática se dejó sentir en la manera en que se constituyeron los nuevos grupos bancarios, en la manera en que se discriminó entre accionistas aceptables y los no aceptables y en la absurda manera en que se excluyó a los bancos extranjeros del proceso. Luego vino la crisis de 1995 y, con ella, la virtual quiebra de los bancos, causada tanto por la crisis misma, como por la forma en que se privatizaran los bancos, y los incentivos perversos que ésta generó. En cualquier caso, el llamado “rescate” bancario fue extraordinariamente oneroso y deplorablemente administrado.

 

Lo único evidente en lo descrito en el párrafo anterior es la falta de un sentido de dirección. No existe un diseño de sistema financiero para el futuro de México. Es evidente que las autoridades hacendarias y bancarias no han evaluado si lo adecuado para el país es un sistema financiero de propiedad, al menos a nivel de control, cien por ciento mexicana o si ésta puede ser cien por ciento extranjera. Si la propiedad es importante o si lo ideal es que haya una combinación de bancos nacionales y bancos extranjeros; si éstos deben ser todos de una nacionalidad o si debe haber una determinada composición para diversificar el riesgo. Por encima de lo anterior, no se ha permitido la existencia de sucursales de bancos extranjeros en el país, por lo que los bancos del exterior que han incursionado en la banca mexicana son todos bancos nacionales, lo que tiene efectos legales y financieros importantes, entre ellos el que el banco matriz no tenga responsabilidad más que por el capital formalmente invertido en la subsidiaria mexicana. En cambio, de ser sucursales de bancos extranjeros, la responsabilidad de éstos es total. Irónicamente, lo que se ha hecho es llevar al peor de todos los mundos posibles donde: hay muy poca competencia, el acceso al crédito sigue siendo muy restringido y la concentración de bancos de una sola nacionalidad es muy elevada. Lo importante no es que se permita o favorezca la presencia de bancos nacionales o extranjeros, sino que las autoridades del ramo han actuado de manera absolutamente discrecional, reaccionando según se presenten los problemas sin ningún marco conceptual que los oriente.

 

A principios de este año, cuando BBV llegó a un acuerdo para adquirir Bancomer, las autoridades se vieron ante la necesidad de definirse al respecto. Cabe decir que, de acuerdo a la ley, BBV estaba en pleno derecho de proponer la compra y los accionistas de Bancomer de aceptarla. Pero poco después llegó Banamex a complicar las cosas para ambos jugadores, pero también para las autoridades. Si los accionistas de Bancomer tuvieron la oportunidad de comparar las dos posturas que se les presentaron de acuerdo a sus méritos, sólo ellos lo saben. Pero no hay duda que el entorno político en que este proceso se dio abrió una ventana, pequeña pero muy reveladora, de cómo se toman las decisiones en el país.

 

Normalmente, la decisión sobre la compra y venta de una empresa depende únicamente de sus accionistas (que, evidentemente, deben satisfacer las regulaciones vigentes y los requerimientos, en su caso, de las autoridades en materia de competencia y prácticas monopólicas). Pero en el caso de Bancomer fue evidente la lucha política que se dio en torno a la operación. Por una parte, la oferta de Banamex desató fuerzas nacionalistas insospechadas en la sociedad y en el gobierno; por la otra, la perspectiva de acabar con la posibilidad de un enorme banco dominando al sistema llevó a que se consolidara una coalición implícita de grupos e intereses extraordinariamente diversos y, por ello, reveladora de nuestra realidad política: en contra de la adquisición de Banamex se coaligaron quienes demandan un sistema competitivo con ¡el dueño del mayor monopolio privado en el país (Telmex)!; los enemigos de Carlos Slim y el personal directivo de Bancomer; los enemigos de Roberto Hernández y las autoridades hacendarias, probablemente temerosas de tener que lidiar con otro empresario de gran tamaño en el país. Evidentemente, todos y cada uno de estos componentes tiene pleno derecho de hacer sentir su presencia y de influir en favor de sus intereses. Lo significativo de todo esto es que el esquema normativo que rige a la banca es tan deficiente que la decisión final tuvo más que ver con la fortaleza política de cada uno de los bandos que con un marco de reglas debidamente establecido. Puesto en otros términos, nuestro país dista mucho de caracterizarse por la legalidad, la claridad en las reglas del juego y la fortaleza de las instituciones, factores todos ellos decisivos para el desarrollo de largo plazo. Las reacciones de la autoridad fueron más importantes que las decisiones del mercado.

 

Las implicaciones económicas de una fusión de Bancomer con BBV son evidentemente muy distintas de las que se hubiesen podido presentar de haberse consumado la fusión entre los dos bancos más grandes del sistema. Los méritos de cada uno de esos escenarios son distintos, algunos de ellos mejores que otros para el desarrollo económico del país. Pero lo que todo este proceso revela es que las autoridades reaccionan ante las circunstancias en lugar de avanzar en el diseño de un sistema bancario apropiado, congruente con las necesidades y demandas del resto de la economía y con un esquema regulatorio eficiente y moderno.  Desde los ochenta, cuando se inició la apertura de la economía, los bancos fueron tratados bajo un régimen de excepción. De esta manera, mientras que una empresa industrial tenía que batirse sin misericordia con las importaciones, los bancos vivían aislados del mundo real.  El hecho de que los costos de financiamiento fuesen, por esa ausencia de competencia internacional, mucho más elevados para la planta industrial mexicana que para sus competidores en el resto del mundo, tenía muy sin cuidado a las autoridades hacendarias. Estas nunca planearon un proceso de apertura, algo que sólo la crisis les obligó a emprender. La ley establece una serie de parámetros, que las autoridades deberían limitarse a hacer cumplir; sin embargo, la evidencia muestra que las propias autoridades se encuentran insatisfechas con el diseño normativo, razón por la cual intervienen de manera reactiva y discrecional en favor de uno u otro bando, como si fuesen parte interesada del proceso.

 

En el fondo, el affaire Bancomer no hace sino mostrar nuestras carencias. No hay duda que el aparato gubernamental acabó por favorecer la postura de BBV por temor a las implicaciones políticas de una potencial fusión entre Banamex y Bancomer. En franco contraste con los avatares de Bill Gates, quien se va a defender hasta con las uñas mientras dure su proceso pero, sin la menor duda, acatará el veredicto final, nuestras autoridades saben que no existe un proceso judicial equivalente –y, por lo tanto, confiable y respetado- por lo que intervienen sin el menor recato cuando perciben una amenaza, como claramente ocurrió en este caso. Lo importante acaba siendo no quién se queda con qué –pues eso es de interés de los afectados exclusivamente- sino el que no existe un Estado de derecho operativo, funcional y creíble al que todos los actores se ciñan sin más. El poder sigue pudiendo más que la ley.

 

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Fin de una mitología

La reciente elección va a cambiar a México y a la política mexicana para siempre. No se trata de un mero cambio de personas o partidos en el poder, sino del rompimiento de un sistema que se mantuvo en el poder por décadas, apoyado en estructuras de legitimidad muy desarrolladas que con el tiempo se erosionaron, hasta colapsarse. Todo en el país va a tener que adaptarse a una nueva realidad y la política exterior no será la excepción.

 

Una vez transcurrida la elección, es fácil ridiculizar el reinado del PRI. Sin embargo, por más que muchos críticos a lo largo del tiempo, en México y en el extranjero, caracterizaran al PRI como un partido esencialmente autoritario y vertical, la realidad es que gozó de una enorme legitimidad entre la población, ratificada en forma regular a través de las urnas. El PRI nunca fue un partido político en el sentido que los teóricos políticos le dan al término. Su propósito era el control de la población para beneficio de los grupos que lo habían creado. El PRI nació ante la ausencia de un sistema político organizado, con el objetivo de darle estabilidad al país después de años de lucha revolucionaria. A pesar de sus deficiencias, lo más notable fue su enorme éxito.  El PRI organizó a la población y le dio al gobierno, una base de estabilidad política que le permitió alcanzar décadas de crecimiento económico relativamente elevado. Evidentemente, los costos de ese éxito tampoco fueron pequeños.

 

El PRI era prácticamente ubicuo. Sus redes y tentáculos se extendían a todos los rincones del país y alcanzaban a las poblaciones más recónditas del territorio. Por mucho tiempo, fue imposible distinguir al PRI del gobierno: uno reforzaba al otro y ambos acababan logrando su objetivo fundamental: mantener el poder con una situación económica razonablemente buena. En su inicio, el PRI incorporó a los líderes de los principales grupos y organizaciones políticas, partidistas, militares, obreras, campesinas y populares y les confirió beneficios extraordinarios, en la forma de acceso al poder y a la riqueza, a cambio de su lealtad al presidente y al sistema. Por su parte, el gobierno creó organizaciones, empresas e instituciones -desde el Seguro Social hasta la Conasupo- para afianzar su poder y magnificar su presencia en todos los sectores y regiones del país. En adición a ello, construyó una formidable maquinaria electoral que se especializó en la creación de una cultura de intercambio de votos por beneficios concretos. Todo esto le permitió una enorme capacidad de movilización que rendía frutos cada que el partido se probaba en las urnas.

 

Para completar el círculo, el PRI desarrolló toda una mitología que le permitió hacer legítimo su control sobre la población. Esa mitología abarcaba las más diversas áreas de la cultura, el conocimiento y hasta la ciencia. Poco a poco se fue desarrollando una historia oficial, cuyo objetivo era el de explicar la realidad a partir de una serie de eventos y circunstancias que con frecuencia ni siquiera existieron o que, en todo caso, no ocurrieron de la manera en que se planteaba. A mediados del siglo pasado, en ocasión del centenario de la invasión norteamericana de 1847, por ejemplo, se inventó el mito de los niños héroes, a pesar de que la historia no registra esos sucesos. La historia oficial pretendía hacerle creer al mexicano que había una continuidad directa e inexorable entre Cuauhtémoc, el último emperador azteca en 1325, Miguel Hidalgo, personaje central en el movimiento de independencia de 1810, Benito Juárez, el presidente liberal de mediados del siglo XIX, Francisco Madero, el promotor de la Revolución de 1910 y quien se encontrara de presidente en turno. La historia se adaptaba según las circunstancias.

 

La mitología se extendía a todos los ámbitos de la vida nacional, pero quizá en ninguno era tan patente como en la política exterior. En un país con intereses relativamente limitados en el resto del mundo, sobre todo porque pocos años después de la creación del PRI se adoptó una política económica más o menos autárquica, la política exterior se convirtió en un instrumento de legitimación del sistema en su conjunto. El gobierno desplegó una política exterior de principios, idealista en el contexto internacional, cuya audiencia era esencialmente doméstica. A través de la política exterior, el gobierno mexicano se dedicó a perseguir objetivos de política interna, particularmente el complacer a los intelectuales y grupos de izquierda. En este sentido, la política exterior se abocó a adoptar causas atractivas para fines domésticos, desde Abisinia hasta Cuba. El gobierno destacaba en los foros internacionales por su devoción a un número de causas que, aunque con frecuencia controversiales, prácticamente nunca entrañaron consecuencias mayores. La postura mexicana se definía, en la mayoría de los casos, como anti norteamericana, pero el gobierno jamás llegó a confundir los intereses reales del país con la retórica y las acciones simbólicas que le daban cuerpo a la política exterior. Este era el meollo de su éxito.

 

El gran objetivo de la política exterior era el de reproducir la legitimidad del sistema priísta. En la elaboración de ese sistema de legitimidad, el gobierno construyó todo un andamiaje fundamentado en la difícil y compleja vecindad de México con Estados Unidos. Los elementos de una historia verdadera de conflictos e invasiones se convirtieron en las anclas de toda una mitología diseñada tanto para mantener a la izquierda satisfecha y a la población vigilante de los intereses, presentados siempre como abusivos, de la potencia norteamericana. Obviamente, el propósito último de toda esta construcción ideológica no se limitaba, ni de hecho perseguía, la creación de un ambiente anti norteamericano por sí mismo. El objetivo último era el de proteger intereses muy concretos y específicos en la sociedad mexicana. Para comenzar, se hacía ilegítima la inversión extranjera y, con ello, se preservaba el monopolio gubernamental sobre diversos sectores de la economía mexicana, a la vez que se protegía al sector empresarial de la competencia que pudieran representar las importaciones. En conjunto, la política exterior, aunque controvertida y disputada en ocasiones, servía para proteger a intereses reales en la sociedad mexicana.

 

Con el tiempo, sin embargo, la realidad económica comenzó a chocar con la política exterior. A partir de los setenta, la economía mexicana requería de flujos incrementales de inversión, así como de la expansión del mercado, para poder mantener tasas de crecimiento económico suficientes para satisfacer la demanda de una población pujante y creciente. En un principio, a partir de 1971, el gobierno intentó lograr ese objetivo por medio del endeudamiento externo y de la inflación. Muy pronto, sin embargo, ese camino probó ser extraordinariamente destructivo, por lo que, a partir de mediados de los ochenta, comenzó a intentarse una reforma de fondo de la economía mexicana. Esa reforma eventualmente llevó a la privatización de un sinnúmero de empresas, a la apertura de la economía a las importaciones y a la inversión extranjera, a un crecimiento espectacular de las exportaciones y a la creación de una amplia red de tratados de libre comercio, comenzando por el TLC norteamericano, los diversos acuerdos firmados con países de la región latinoamericana y, más recientemente, con la Unión Europea. Todos estos pasos, sin embargo, chocaban de frente con una política exterior diseñada para otros propósitos y en el contexto de una realidad económica muy distinta. Pero dado que el gobierno priísta no podía prescindir de esta fuente de legitimidad, la solución pragmática consistió en adoptar, de facto, dos líneas de política exterior simultáneas, una hacia Estados Unidos y otra, muy distinta y con frecuencia contradictoria, hacia el resto del mundo.

 

Ahora que el PRI finalmente perdió el poder, la pregunta elemental es qué le pasará a la política exterior. La plataforma electoral de Vicente Fox enfatiza, como prioridad fundamental, la de crear las condiciones necesarias para que la economía mexicana pueda lograr tasas de crecimiento elevadas y sostenibles a lo largo del tiempo. Para ello, plantea una estrategia que incluye las siguientes facetas: una revolución educativa que permita a la población desarrollar las habilidades que demanda la economía moderna, fuertes inversiones en infraestructura, la profundización de la apertura económica y la búsqueda activa de inversiones del exterior. Según la estrategia que ha diseñado su equipo, la inversión extranjera y las exportaciones son dos condiciones indispensables para acelerar el ritmo de crecimiento económico y para incorporar a los mexicanos que se han quedado rezagados en el proceso de desarrollo. Entre los instrumentos que Fox se propone emplear con particular énfasis es el TLC norteamericano. Específicamente, plantea la necesidad de profundizarlo y ampliar su alcance, para incluir temas no incorporados (como el migratorio), así como para acelerar la integración de ambas economías tanto en bienes como en servicios. Es decir, la relación con Estados Unidos será parte central del proyecto de Fox.

 

La gran ventaja con la que Fox inicia su gobierno es que él no requiere de una legitimidad artificial para articular su programa de gobierno. Su legitimidad proviene de las urnas y, por lo tanto, en su planteamiento no existe la menor contradicción entre la política interior y la política exterior. Ambas debieran ser parte de un mismo proyecto de desarrollo. Esto implica que México tendrá que experimentar una verdadera revolución en su política exterior. Así como ha habido una profunda revolución en la política económica, ahora le ha llegado el turno a su contraparte internacional. Este ámbito de la acción gubernamental deberá pasar ahora a ser un componente intrínseco de la política interna y económica. México tendrá que comenzar a definirse como un país de la órbita occidental, como una nación democrática de pleno derecho en el concierto de las naciones, como una nación latinoamericana sin complejos y, en general, como una nación normal que no tiene que recurrir a la política exterior para presentar una cara que no es la suya. Por primera vez en muchas décadas, podrá haber una verdadera identidad entre lo que México es y como se presenta ante el resto del mundo. La ironía y la enorme trascendencia de esta convergencia quizá sea difícil de apreciar fuera de México, pero internamente representará una dramática transformación, no menor a la que comenzó a ocurrir el pasado dos de julio.

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Las contradicciones del PRI

Luis Rubio

Por fin, pónganse de acuerdo. O bien el PRI es el partido que ha venido haciendo los cambios que requería el país, o bien los tecnócratas causaron la debacle electoral del pasado dos de julio. Lo que los priístas no pueden es tener razón en ambos lados del argumento. Su campaña presidencial, diseñada para establecer un contrapeso con la demanda de cambio que Vicente Fox finalmente logró encabezar, se fundamentó en la noción de que el país había venido realizando los cambios que el país requería y que la población demandaba, pero que lo había hecho y lo seguiría haciendo mediante el cambio con rumbo- de una manera responsable. Para que los priístas puedan encabezar exitosamente a la oposición, lo menos que tienen que hacer es clarificar la historia de su debacle y tirar por la borda todo el equipaje que acabe sobrando.

Los priístas enfrentan un problema muy serio. Por décadas, su éxito consistió en hacer suyas las demandas de la población. Con el tiempo perdieron esa capacidad y se burocratizaron, hasta perder el poder. Ahora que están por entregar la presidencia a otro partido, tienen la necesidad, pero también la enorme oportunidad, de rehacerse como partido, de modernizar sus estructuras, de democratizar sus procedimientos y de definir qué son, qué país exactamente quieren construir y cómo van a actuar como partido de oposición. Esta lista es sin duda larga, compleja y difícil de cumplir; pero de ello depende su futuro. La primera, y muy natural, reacción de los priístas ante el triunfo de Vicente Fox ha sido triple: por una parte, han comenzado una cacería de brujas interna; segundo, han desatado una lucha por el poder dentro del propio partido; y tercero, se han dedicado a fustigar a Fox y a advertir que no cooperarán con su gobierno. Las tres reacciones son parte del proceso por el que inevitablemente tiene que pasar el PRI y eran enteramente anticipables. Pero lo que más importa, desde el punto de vista de la ciudadanía y del futuro del país, es que el PRI siga un curso institucional de transformación, independientemente de su resultado final.

Vale la pena recordar algunas de las razones por las cuales el PRI fue exitoso por tanto tiempo y especular sobre qué pasó al final. En lugar de imponer candidatos y de imponer su autoridad a cualquier precio, por décadas su estrategia consistió en cooptar a los líderes naturales de las diversas entidades y sectores de las sociedad mexicana. Esas personas se incorporaban al partido, se convertían en candidatos y, eventualmente, acababan representando al partido frente a la población y no al revés. El costo de incorporar a esos líderes emergentes dentro del mundo de privilegios de la burocracia política era mínimo frente a la enorme legitimidad que el proceso le generaba al sistema en su conjunto. Además, esa apariencia de representación generaba aspiraciones de participación entre el resto de la población, lo que servía para mantener la disciplina y el control. Para los priístas privilegiados y para quienes aspiraban al mundo de privilegios, lo importante, como decía el chiste en boga por muchos años, no era si el vaso estaba medio lleno o medio vacío, sino estar dentro del vaso.

Pero en el curso del tiempo las cosas cambiaron. Como en todo sistema no competitivo, poco a poco, la burocracia priísta se anquilosó hasta perder contacto con los cambios que experimentaba el mundo y el país. Las demandas de esa burocracia comenzaron a cobrar preeminencia sobre las necesidades del país, lo que hizo que se abandonara la estrategia de cooptación que tanto éxito arrojó por tanto tiempo. Los candidatos dejaron de ser ungidos por medio de la cooptación para ser impuestos por dedazo y los programas de gobierno respondían cada vez más a las preferencias ideológicas y políticas de sus miembros que a una lectura cuidadosa y realista del entorno en el que vivía el país. Para los setenta el PRI había llegado al extremo de perder su legitimidad -proceso no sólo evidenciado sin incluso exacerbado por el movimiento estudiantil de 1968 y la manera en que éste fue concluido- y su capacidad de mantener la estabilidad política y económica. Las dos grandes diferencias entre México y la mayoría de los países de la región norteamericana la legitimidad de un sistema político encabezado por civiles y la estabilidad económica- estaban a punto de perderse.

Los tecnócratas llegaron a salvar al PRI de sus propios errores y vicios. Es fácil hacer leña del árbol caído ahora que ese grupo de personas caracterizadas por contar con credenciales y habilidades técnicas, sobre todo en materia económica, perdió la lucha dentro del PRI. Pero nadie puede tener la menor duda de que ha sido su empeño e impulso el que ha transformado a la economía del país y que, con todo y sus enormes errores, ha abierto la puerta a un futuro mucho más promisorio del que existía cuando vivíamos en la mitad de un mundo caracterizado por la inestabilidad económica, la amenaza constante de hiperinflación y, sobre todo, una economía no competitiva, incapaz de generar empleos y oportunidades de desarrollo. Desde luego, los errores cometidos por algunos de esos mismos tecnócratas fueron mayúsculos, como muestra la manera en que primero se privatizó la banca y luego, todavía peor, la forma en que ésta se rescató. Pero, a pesar de las pasiones, el balance de estos casi veinte años es indudablemente positivo para ese grupo de funcionarios.

Tan positivo que la más reciente campaña electoral del PRI consistió esencialmente en hacer suyos los cambios que los últimos gobiernos priístas habían logrado. Bajo el lema de proseguir con un cambio con rumbo, implícitamente la campaña de Francisco Labastida se abocó a afirmar que todos esos beneficios logrados a la fecha se avanzarían ya sin los tecnócratas, que sin duda habían sido los grandes perdedores en la lucha por el poder dentro del PRI desde que se impusieron los famosos candados. El problema para los priístas es que la mayor parte de esos cambios (y, por lo tanto, sus consecuentes beneficios) fue concebido, organizado y lidereado por los grandes perdedores en todo este drama político: los tecnócratas. Fueron ellos quienes liderearon al PRI por tres sexenios, fueron ellos quienes lucharon contra los más encumbrados intereses priístas y fueron ellos los que perdieron la lucha política dentro del PRI. Los priístas más tradicionales han logrado exitosamente cargarle el muerto a los tecnócratas pero, a juzgar por el resultado en las urnas, la población no les creyó.

El punto no es que los tecnócratas sean populares fuera del partido e impopulares entre los priístas tradicionales. El tema de fondo es que los priístas han sido profundamente contradictorios en su desempeño y eso dejó de ser tolerable para la población. Los priístas tradicionales pretenden que la población distinga entre los buenos priístas, quienes sí saben gobernar y sí tienen el interés de la población en su corazón (ellos), y los fríos y calculadores tecnócratas, los malos, que son quienes hundieron al país. El problema es que esa manera de ver al mundo no cuadra con la realidad. Todo mundo sabe que el país se encontraba en un caos cuando los tecnócratas accedieron al poder y, de hecho, que accedieron al poder dentro del PRI porque los políticos tradicionales habían sumido a la economía en la más profunda crisis desde el fin de la Revolución. A pesar de todos los errores cometidos por ese grupo, además no exento de profundas diferencias de enfoque y perspectiva, las oportunidades que hoy tiene el país viendo hacia adelante simplemente eran inconcebibles al inicio de los ochenta cuando ese grupo hizo su aparición triunfal. Los tecnócratas pueden o no ser populares (dentro o fuera del PRI), pero eso no implica que los priístas tradicionales gocen de mayor credibilidad. En este sentido, una cacería de brujas contra los tecnócratas puede acabar siendo muy satisfactoria y regocijante para los priístas la venganza, reza el dicho, siempre es dulce- pero eso no necesariamente los va a acercar nuevamente al poder o al corazón de los votantes.

La pregunta es qué sigue para el PRI. Dados el profundo resentimiento que albergan contra los priístas contra los tecnócratas, lo anticipable es que la cacería de brujas prosiga por un buen rato. Si ésta es candente ahora que todavía está en funciones el gobierno del presidente Zedillo, mucho peor va a ser después. Pero una vez que es proceso se agote, el PRI no va a hacer resuelto su propio problema. La actitud dominante dentro del partido es una de revancha, de enojo y de desasosiego. La actitud necesaria es una de introspección, auto evaluación y transformación. Quizá de uno proceso siga el otro, pero los priístas muestran poca propensión a ello. Más bien, su prisa por ahora parece ser la de que una figura fuerte -claramente representativa de lo que fue el PRI (o sea, un dinosaurio recalcitrante pero joven) en lugar de lo que pudiera ser en el futuro- tome el control del partido y comience a desafiar a Fox a través de una táctica de oposición sin cuartel. Una estrategia de esa naturaleza permitiría que los priístas se sigan sintiendo bien consigo mismos, pero ciertamente no permitiría avanzar los mejores intereses del país. Mucho más importante para el PRI, ese tipo de estrategia haría absolutamente dependiente al PRI del desempeño de Fox.

Si el PRI no se transforma no tiene futuro. Ahora que el destino del país pasa por las urnas, el futuro de ese partido depende de su habilidad para recobrar el apoyo de los votantes. Todo el resto es perder el tiempo. En este contexto, los priístas tienen tres opciones: primero, pueden seguir subidos en su macho hasta que vuelvan a perder otra elección federal; segundo, pueden apostar al fracaso de Fox (al cual, por supuesto, contribuirían por el lado legislativo) y confiar poder regresar al poder por default; o, finalmente, pueden avanzar hacia su transformación, como ocurrió en varios países del Europa del este, volviendo a ser capaces de ganar el poder por sus propios méritos. De una o de otra manera, el país seguirá avanzando pero, por la enorme importancia del PRI en diversos recovecos de la sociedad mexicana, su capacidad para impedir es, irónicamente, mucho mayor que su capacidad para promover. Por ello, lo mejor para el PRI y para el país es que de la cacería de brujas siga una catarsis, quizá producida por pérdidas electorales adicionales a nivel estatal y municipal, que les lleve a reformarse en forma cabal.

 

Hacia la próxima crisis

Seis años dedicados casi íntegramente a reconstruir la estructura de la economía mexicana luego del golpe que le asestara la crisis del final de 1994 y principios de 1995. La estabilización se logró con gran rapidez, lo que explica la elevada tasa de crecimiento que experimentó la economía del país en 1996 y las razonablemente altas tasas que se han observado desde entonces. No es evidente, sin embargo, que se haya eliminado la causa última de las crisis periódicas que han azotado a la economía mexicana en las últimas décadas. Las causas inmediatas de cada una de las crisis que el país ha sufrido de 1970 a la fecha han sido atendidas en mayor o menor medida por la presente administración. Ejemplo de ello es la creación de un sistema de pensiones orientado a elevar los niveles de ahorro de la economía y el manejo más transparente del gasto público. Sin embargo, prácticamente nada ha cambiado en la estructura de la propia economía, es decir, en el ambiente político dentro del cual se toman decisiones económicas, lo cual probablemente tiene tanta o más influencia en el desempeño de la actividad económica –y, por lo tanto, en la posibilidad de que explote una nueva crisis- que la estabilidad de la macroeconomía.

 

El entorno político de la economía es un factor crucial en el desarrollo de la actividad productiva. En aquellos países en que el gobierno ejerce un control efectivo sobre el conjunto de la economía, todas –o casi todas- las decisiones de inversión dependen de algún funcionario gubernamental que se adjudica la función de asignar recursos según sus prioridades, intereses y visión. El colapso de la Unión Soviética constituye una prueba fehaciente de que la concentración de las decisiones no es el mejor camino hacia la prosperidad de una sociedad. En el caso de la URSS, por ejemplo, se llegó a tal extremo en las distorsiones económicas que las materias primas llegaron a valer más que los productos elaborados (maquinaria, automóviles, comida, etcétera), lo que quiere decir que esa economía se empobrecía cada vez que producía algo.

 

En el otro extremo del espectro, aquellas sociedades en las que los individuos toman virtualmente todas las decisiones de inversión, como puede ser el caso de Hong Kong, el desempeño de la economía depende del conjunto de millones de decisiones de inversión y consumo que realiza cada uno de sus habitantes. Hoy en día, a diez años del colapso de la URSS, el debate entre las virtudes de un sistema y del otro ha dejado de ser relevante: la evidencia es tan abrumadoramente favorable hacia el sistema de propiedad y decisión individual que ya no hay mucho que discutir. Sin embargo, el hecho de que el gran debate ideológico entre el socialismo (o el socialismo real, como muchos argumentan) y el capitalismo haya desaparecido no quiere decir que el problema del desarrollo económico haya sido resuelto.

 

La abrumadora mayoría de los países del mundo –México incluido- no cae, estrictamente hablando, ni en el extremo socialista ni en el capitalista. En nuestro país, por ejemplo, el gobierno ha disminuido sensiblemente su presencia en la actividad económica, pero su influencia sobre las decisiones de los agentes económicos en lo individual, a través de regulaciones y de su margen de acción discrecional, sigue siendo enorme y, más importante, todo el conjunto de decisiones de inversión que tomó hace años y que dieron forma a la estructura económica específica que caracteriza al país, sigue teniendo un fuerte impacto sobre el desempeño económico.

 

Este tema es extraordinariamente importante. Las regulaciones que norman el funcionamiento de la economía con frecuencia tienen el efecto de beneficiar a algunas empresas o a algunos inversionistas o propietarios, sea consciente de ello o no el funcionario o burócrata que las administra. Algunas regulaciones, por ejemplo, permiten que un grupo de inversionistas controle a una empresa a pesar de que su participación accionaria es extraordinariamente pequeña. La empresa Teléfonos de México, por ejemplo, se vendió a un grupo de inversionistas que detentaba no más del 5% del total de las acciones de la empresa. Por sí mismo, esto no necesariamente es malo; el problema es serio cuando los inversionistas minoritarios (o sea, la abrumadora mayoría) no goza de protección legal alguna. Esta situación se reproduce en una infinidad de empresas en el país. El problema no reside en el grupo que detenta el control, sino en la estructura regulatoria que lo hace posible.

 

Lo mismo ocurre en todas aquellas situaciones en las que el gobierno decide, de manera explícita o no, que va a proteger a algunos sectores de la economía o empresas en lo individual (o a crear “campeones nacionales”) porque considera que de esa manera se avanzan los intereses del país. Este es el caso de las dos empresas aéreas favoritas del gobierno, del monopolio telefónico o del comercio exterior en gas y algunos petroquímicos que Pemex controla. En los tres casos, el gobierno actúa bajo el supuesto de que de esta manera favorece el desarrollo de sectores cruciales de la economía. El resultado, sin embargo, frecuentemente es el contrario: acaba beneficiando a un grupo de accionistas o burócratas a costa del desarrollo del país y su población.

 

La noción de favorecer algunos sectores de la economía no es intrínsecamente mala. El problema es que la protección de algunos intereses específicos implica una discriminación en contra de todos los demás. El grupo de control de la empresa telefónica, y de todas las que gozan de protección regulatoria similar, se enriquece a costa de otros accionistas y, en general, del consumidor. Cuando el gobierno protege a una empresa a través de regulaciones discriminatorias, impide que se desarrolle la competencia, que otros inviertan en ese sector, y, por lo tanto, favorece que se abuse del consumidor. No es casualidad que la telefonía, algunos petroquímicos, la gasolina y la electricidad sean más caros en México que en otros países.

 

La estructura económica del país inhibe el desarrollo de la economía. Esa estructura se fundamenta en acuerdos implícitos entre intereses gubernamentales y privados que hacen sumamente difícil que el país se adapte, cambie y mejore en el curso del tiempo. Estas relaciones implícitas de complicidad son las que explican la forma en que se decidió construir y concesionar las carreteras en el sexenio pasado, la manera en que se privatizaron los bancos, el tiempo que se le concedió a Telmex para consolidarse antes de que se iniciara la competencia telefónica (y la protección de que gozaría una vez que ésta se iniciara), y la virtual fusión de Aeroméxico y Mexicana en la controladora Cintra. En todos y cada uno de estos ejemplos es posible visualizar al burócrata convencido de que tiene más capacidad para decidir lo que es bueno para el país que la suma de las decisiones de todos los mexicanos. Pero también es posible identificar relaciones implícitas de complicidad entre el gobierno y grupos de inversionistas a los que el gobierno considera aceptables o meritorios de beneficios especiales. Como en todas las decisiones económicas, el hecho de que el gobierno favorezca a un grupo de inversionistas o a una empresa implica que está discriminando en contra del resto de los mexicanos, los que, en términos prácticos, acaban resultando menos “dignos” de recibir los beneficios del desarrollo económico.

 

Cuando el ambiente conduce a que el gobierno apoye a grupos particulares y éstos al partido en el gobierno, el potencial de crisis se vuelve enorme. Esto no es algo privativo de México: exactamente la misma situación, cada una con su propio sello, caracterizó a Tailandia, Corea y Japón, países que, a pesar de sus enormes logros a lo largo de las últimas décadas, han caído en situación de crisis porque los arreglos discriminatorios son incompatibles con el crecimiento económico en la era de la globalización. El punto esencial es que, cuando el ambiente regulatorio propicia lo que se bautizó como capitalismo “crony” en la era de Fernando Marcos en Filipinas –grupos y empresas favorecidas por el gobierno y trato discriminatorio en contra de los demás-, el potencial de crisis se eleva en forma dramática.

 

La forma en que opera el mercado de valores en nuestro país no es producto de la casualidad. Mientras que en Hong Kong virtualmente todos los residentes son accionistas de toda clase de empresas, cada uno a su nivel, en México el mercado de capitales está extraordinariamente subdesarrollado. En México, la mayoría de los jugadores y beneficiarios en ese mercado goza de acceso a información privilegiada, otro de los atributos de las economías en que los burócratas utilizan su poder discrecional para beneficiarse a sí mismos o a sus grupos favoritos en el sector privado. Esto crea un estado de fragilidad permanente porque el sesgo en las decisiones gubernamentales en favor de algunos conduce a la asignación impropia, además de ineficiente, de los recursos; a que se genere menos riqueza de la que sería posible; a que se incorporen muchos menos mexicanos en los beneficios del desarrollo económico y, en última instancia, a que se den fuertes choques de expectativas respecto al desarrollo de la economía entre el gobierno y sus cronies y el resto de la sociedad y los inversionistas en general.

 

Puesto en otros términos, como escribiera Lord Acton, “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Los poderes arbitrarios de que gozan las autoridades gubernamentales, sobre todo cuando su objetivo es el beneficio propio y/o de grupos particulares, conduce a que se tomen malas decisiones. El gobierno puede introducir un nuevo régimen cambiario, crear un sistema de ahorro o aumentar el ingreso fiscal, pero mientras no modifique para bien el entorno en que se toman las decisiones económicas cotidianas de la sociedad, la economía del país seguirá siendo propensa a crisis. El detonador podrá cambiar, pero la propensión será permanente. Sólo la desaparición de las facultades arbitrarias con que cuenta el gobierno comenzaría a modificar esta realidad, algo que no avanza con ninguna de las legislaciones recientes (como bien lo ejemplifica la iniciativa de ley en materia de quiebras). La disyuntiva para el futuro está entre generar beneficios para unos preservando la propensión a crisis periódicas, o generar beneficios para todos con la ventaja de la estabilidad. Desafortunadamente, al día de hoy los ciudadanos no contamos con facultades para optar.

 

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Las consecuencias del famoso cambio

Luis Rubio

Un exitoso y pacífico proceso de transición política en el país, como el que claramente está avanzando, inevitablemente va a incrementar la complejidad y la incertidumbre política del país en el corto plazo. Esta parecería ser una afirmación por demás paradójica. A final de cuentas, la reciente elección ha sido reconocida por prácticamente todos los actores políticos como una realidad política indisputable; de hecho, con excepción de unos cuantos priístas recalcitrantes que no pueden concebir al mundo sin el PRI, la transición de partidos en el gobierno ha comenzado sin disrupción alguna. Esto fácilmente podría llevar a concluir que el país ha dado el paso que faltaba para resolver su problemática política y entrar de lleno en una etapa de desarrollo en el más amplio sentido de la palabra. La realidad es que la transición política apenas comienza y es ahora, una vez pasada la elección, que todo el trabajo que no se hizo con anterioridad tiene que ser realizado.

En el curso de los noventa, los mexicanos finalmente nos pusimos de acuerdo en un tema fundamental, sobre todo porque había sido una fuerte tan acusada de conflicto y violencia: la manera de acceder al poder sería mediante elecciones. Se dice fácil, sobre todo a la luz de los resultados de la reciente elección pero, en realidad, ese acuerdo representó una primera gran transformación del sistema político mexicano, misma que hizo posible la legitimidad de la última justa electoral. Sin embargo, lo que nunca llegó a acordarse es la forma en que los mexicanos habríamos de gobernarnos. Este es el tema que hoy se convierte en medular.

Si bien la reacción generalizada al triunfo de Vicente Fox ha sido una de reconocimiento y felicitación por la limpieza del proceso y la enorme oportunidad que el cambio de partidos en el gobierno representa, no es posible ignorar el otro grupo de reacciones que también están teniendo lugar. El mensaje que está enviando el corazón duro tanto del PRI como del PRD es uno de rechazo a la negociación, oposición a cualquier colaboración y, en el fondo, la búsqueda evidente de que el primer gobierno no priísta acabe siendo un fracaso. Ciertamente, desde un punto de vista partidista, la actitud de ambos partidos es no sólo lógica, sino respetable. Su objetivo debe ser el acceder al poder; por lo tanto, en un juego de suma cero, donde uno gana y otro pierde, el éxito de uno implica el fracaso del otro, y viceversa. En esto la postura del PRI y del PRD es natural. Pero su oposición va más lejos: su postura no se limita a rechazar una participación en el gobierno, sino que constituye un intento por descarrilar al próximo gobierno para retornar un pasado autoritario que, de haber sido deseable, hubiera sido reconocido de esa manera en las urnas.

En cierta forma, la postura del los dos partidos grandes de oposición representa una continuación de la estrategia de impedimento que marcó a la última legislatura. Al adoptar el título de mayoría de oposición, los partidos que la integraban (PAN, PRD, PT y PV) hacían ver su verdadera prioridad: el objetivo no era limitar al gobierno y hacerlo responsable ante la población para mejorar la calidad de su gestión o para satisfacer las demandas de la población, sino que su propósito era la oposición a ultranza, independientemente del costo. Por supuesto, en esto la culpa y responsabilidad no fue exclusiva de esos cuatro partidos; de hecho, el gobierno que hoy está por concluir su mandato hizo hasta lo imposible por obstaculizar la constitución de un bloque de mayoría y, mucho más importante, se negó a tomar la iniciativa para crear un marco de entendimiento que, en forma complementaria a los avances logrados en materia electoral, le dieran al país un acuerdo en materia de gobernabilidad del que hoy carecemos. Lo que nos espera es la cosecha de lo que se sembró- un periodo de intenso conflicto político que, confiadamente, llevará a lograr los pactos que hoy son necesarios para poder gobernar. Pero no hay garantía de que esto funcionará de esa manera.

Una revisión, incluso somera, de las posturas que han venido adoptando las diversas fuerzas que constituyen al PRI y al PRD luego de la elección, muestra un panorama difícil, terso y poco conducente al tipo de panorama que la población claramente demanda. El PRI y el PRD avanzan con gran celeridad a conformar un pacto de colaboración para conformarse en oposición a ultranza. Aunque evidentemente ambos partidos están en su pleno derecho de avanzar en esta dirección, las implicaciones de la consumación de un pacto de esa naturaleza para la población serían cualitativamente distintas a las que se derivaban del pacto entre los partidos en la legislatura que está por concluir sus funciones. Mientras que el pacto entre los cuatro partidos de oposición tradicional (PAN, PRD, PT y PV) sirvió para no mucho más que evitar que el PRI se impusiera como el partido dominante a partir de que perdió las elecciones en 1997, la conformación de un pacto entre el PRI y el PRD bien podría convertirse en un bloque dedicado a hacer imposible cualquier iniciativa que decidiese emprender el gobierno de Fox. Entre 1997 y el 2000, por ejemplo, el PAN colaboró en diversas iniciativas con el gobierno del PRI, independientemente de que eso hubiera ocurrido muchas veces a regañadientes. A final de cuentas, el PAN y el PRD compartían pocos objetivos en materia de políticas públicas, lo que hizo relativamente fácil que el PAN se desprendiera de esa coalición de vez en cuando. Esa misma cooperación entre el PAN y el PRI o entre el PAN y el PRD es menos probable bajo el nuevo escenario. La pregunta es si este ambiente de potencial confrontación podría llevar a la violencia.

El problema no reside en si un partido colabora con otro en el co-gobierno que naturalmente surge de una situación como la actual en que ningún partido tiene mayoría absoluta en las cámaras legislativas. El problema es que el objetivo de los partidos de oposición entraña, en buena medida, un rechazo a la legitimidad del nuevo gobierno. Detrás del reconocimiento implícito y, en buena medida de mala gana, al triunfo de Fox por parte de Cuauhtémoc Cárdenas y de Francisco Labastida (además de la abrumadora mayoría de los priístas), hay un profundo rechazo a la política democrática, cuya esencia reside en que se puede ganar o perder, pero lo que nunca se pone en duda es el derecho y la legitimidad del triunfador en las urnas. En la democracia, la palabra de los votantes expresada en las urnas es la ley y los políticos no tienen opción alguna más que aceptar el resultado. Su aceptación evidentemente no implica otorgarle un cheque en blanco al partido ganador, pero sí exige el reconocimiento de la legitimidad de su triunfo, algo que difícilmente se puede apreciar en la actualidad.

En el fondo, lo evidente es que no se le pueden pedir peras al olmo. Tanto el PRI como el PRD, pero sobre todo el PRI, tienen que pasar por un proceso de introspección que les lleve a definir su postura y futuro, por la fuerza de la realidad que se exprese en las urnas a nivel estatal y municipal en el futuro próximo. Es decir, por más que el impacto de la elección del pasado dos de julio sobre estos dos partidos haya sido brutal, es ilógico esperar que sus creencias, cálculo político y posturas se ajusten de la noche a la mañana. Muchos priístas todavía experimentan un proceso de negación de lo ocurrido y se dedican más a buscar culpables que a verse en el espejo. Este tipo de reacción es parte natural, necesaria e inevitable de cualquier proceso de cambio político. Lo importante desde el punto de vista de la ciudadanía es que los priístas y los perredistas resuelvan sus crisis en casa y sin violencia.

El problema es que lo que es deseable para la ciudadanía es muy difícil de lograr en el contexto de los incentivos que actualmente existen. Un ejemplo habla más que mil palabras: en la teoría democrática, los miembros del poder legislativo son supuestamente los representantes del pueblo. Sin embargo, todo mundo sabe que los legisladores mexicanos tradicionalmente han sido los representantes del gobierno o de sus partidos, pues de éstos depende la siguiente chamba de cada legislador. Es decir, los diputados priístas tradicionalmente han votado de acuerdo a las indicaciones del presidente, pues éste tenía el poder para decidir su empleo futuro, en tanto que, por las mismas razones, los de oposición generalmente se alineaban a las decisiones del partido. En este momento los legisladores priístas ya ni siquiera tienen eso. El resultado de la elección los ha dejado huérfanos: por una parte, por razones obvias, ya no tendrán al presidente por jefe; por la otra, no le deben la chamba al gobernador de su estado, ni al jefe del partido ni mucho menos a los ciudadanos. Por lo tanto, van a actuar como le dicte su mejor cálculo político. Este quizá sea un gran avance, pero poco conducente a afianzar los intereses de la estabilidad política en general o el deseo de desarrollo de largo plazo de la ciudadanía.

La pregunta es qué hacer al respecto. Si uno acepta que el problema es que el proceso de cambio político se ha quedado trunco porque no se llegó a un consenso sobre el método de gobierno, sobre cómo nos habríamos de gobernar, entonces hay dos caminos que se pueden seguir. Por una parte, el proceso podría tomar su propio camino, sin liderazgo y sin visión, como ha sido la historia reciente del país. En este escenario, los partidos comenzarían por chocar y enfrentarse hasta que, en algún momento, llegaran a reunirse, organizarse y, en algún punto, comenzar a definir un camino viable. Este proceso podría llevar unos cuantos días o podría llevar una eternidad. En la medida en que los diputados, senadores y líderes partidistas fueran reconociendo que el mejor interés de todos es colaborar, los pactos comenzarían a fluir. Algo así es lo que describen los tratadistas del pacto social, desde Hobbes hasta Locke: el mundo era violento y dejó de serlo cuando los hombres acabaron por reconocer algunos por la imposición y otros por el acuerdo- que la única manera de ganar era organizándose. La alternativa, ni visionaria ni grandiosa pero más práctica es cambiar los incentivos actualmente existentes. En lugar de que, siguiendo el ejemplo de la orfandad de los priístas, los diputados le respondan a otros políticos, lo que es imperativo es que el conjunto de los participantes en la actividad política no vean otro jefe que el electorado. Y en este momento quizá la mejor opción para ello (aunque no la única) es introducir la reelección a nivel del congreso para que los diputados y senadores, así como los líderes partidistas, sepan que no hay más jefe que el votante. Cuando lleguemos a eso, la gobernabilidad comenzará a darse por sí misma, como en todas las democracias.

 

Temor reverencial

Luis Rubio

Mas allá de las elecciones, del cambio de partidos en el poder y, confiadamente, de los criterios en la administración pública, quizá la transformación más profunda que las pasadas elecciones entrañan para la sociedad mexicana va a tener lugar en un ámbito mucho más sutil e íntimo: el de la sensación de libertad. A sólo unos cuantos días de la derrota del PRI en las elecciones, es perceptible la creciente sensación de que ese velo de control escondido, pero patente- que el gobierno ejercía sobre el conjunto de la sociedad se está evaporando. Hasta la presidenta del PRI se atrevió a decir que se acabó la era del silencio. Quizá el mayor beneficio de la elección sea ese, el que se haya acabado con la era del miedo reverencial.

Virginia Postrel, una académica estadounidense, hace tiempo relataba la anécdota de una persona que iba corriendo por las calles de su colonia junto con su perro, un enorme gran danés. Mientras que el individuo hacía su ejercicio, el perro se dedicaba a olfatear las plantas y las flores, los basureros y las puertas de entrada de las diversas casas por las que pasaban. En una de esas, al dar la vuelta en una esquina, esta persona y su perro se encontraron con una niña de cuatro años jugando en el jardín de su casa. Intrigado por la niña, el perro se acercó, aparentemente con el objetivo de jugar con ella. El enorme perro abrió su quijada y con la lengua comenzó a chupar la cara de la niña. La niña se echó para atrás, se tropezó y, aterrada, comenzó a llorar. El perro siguió avanzando, sin cejar en su curiosidad. La mamá de la niña, como quizá muchas otras, simpatizó con el perro. Está bien, no te preocupes; el perro sólo está jugando, no te va a hacer daño. Que bonito perro, no le tengas miedo dijo la mamá. Mientras tanto, la niña lloraba sin cesar. El punto de la anécdota es que, mientras que muchos miembros del gobierno no veían más que a un estado benevolente (el perro), el resto de la sociedad veía los afilados dientes de una autoridad abusiva.

La anécdota refleja mucho de lo que el país era, pero también de lo que comienza a ocurrir en la actualidad. Estamos transitando de un sistema político fundamentado en el control a uno que va a demandar la participación de la población en la decisiones públicas. La exigencia generalizada de la población, tal y como fue expresada en las urnas, es la de un gobierno que le responda: sólo así es posible explicar un resultado electoral en el cual el presidente (y, para el caso, el jefe del gobierno del Distrito Federal) obtiene su triunfo con una holgada mayoría, pero sin el control de las cámaras legislativas. La nueva estructura política que surgirá a partir de la elección va a obligar a los políticos mexicanos a la corta o a la larga- a cambiar su manera de ser, a abandonar la política de confrontación, a desarrollar habilidades para negociar en beneficio de ambas partes y a institucionalizar la actividad política. Pero el impacto del resultado electoral sobre el mexicano común y corriente va a ser tanto o más dramático.

El sistema político mexicano nació para lograr y mantener la estabilidad política. Este objetivo lo logró sometiendo a la disidencia, concentrando el poder y centralizando las decisiones. En el camino, este sistema desarrolló una serie de mecanismos de control sobre la población que, aunque distantes de las estructuras totalitarias de la Unión Soviética, guardaban ciertos rasgos comunes que ahora se hacen evidentes. Los mexicanos nos acostumbramos a temer a las autoridades, a verlas con preocupación y a esperar de ellas cualquier arbitrariedad. El mecanismo era sutil y en buena medida implícito: la sola posibilidad de que se estuviera interviniendo una línea telefónica, por citar un ejemplo, hacía que el mexicano fuera más cauto que sus contrapartes de otros países. En cierta forma, la versión mexicana del control era muy efectiva, pues hacía que la gente se comportara con reverencia hacia la autoridad, sin que el costo fuese enorme, como lo fue en países abiertamente totalitarios, como la Unión Soviética. Se lograba el mismo objetivo a un costo mucho menor.

Esa reverencia al poder comenzó a evaporarse con la elección del dos de julio. Aunque es cierto que en los medios escritos y electrónicos esa reverencia al poder desapareció hace tiempo, dejando su lugar a una mayor libertad de expresión y, con frecuencia, al libertinaje-, la manera en que los medios electrónicos han reaccionado en momentos de controversia evidencia que su temor a perder la concesión o el favor gubernamental estaba siempre presente. Pero ese temor no sólo caracterizaba a la población civil, sino también, como muestra la afirmación de la presidenta del PRI, al conjunto de la sociedad. La otra cara de este mismo problema se pudo observar cuando un funcionario de Pemex se atrevió a hacer pública la campaña de intimidación que se estaba desarrollando al interior de la empresa petrolera para favorecer al candidato del PRI. En este caso la respuesta gubernamental fue brutal y no se hizo esperar: se le insultó, se le difamó y se le mostró la importancia de la disciplina. Esas acciones y actitudes, con frecuncia calificadas de valor civil, no serían más que la práctica cotidiana en una sociedad libre. No así en una sociedad en la que todo el sistema había sido diseñado para crear un clima sutil, pero real, de terror. Esa reverencia al poder, ese temor a ser arrollado, desapareció el pasado dos de julio.

Los efectos de este cambio en actitudes van a ser enormes. Para comenzar, es probable que comiencen a salir a la superficie toda clase de corruptelas, prácticas impropias y abusos que hasta hoy muchos mexicanos tenían temor de denunciar. De la misma manera, toda clase de relaciones poco encomiables entre intereses públicos y privados saldrá de la obscuridad. Los mexicanos comenzarán a hablar con mayor libertad y a expresar sus verdaderos sentimientos. Y la nueva realidad comenzará a hacer sentir muy incómodos a muchos de los que se beneficiaron de la vieja manera de ser del sistema. Muchos de éstos seguramente ni siquiera se percataron de que ese mecanismo de control que se lograba por medio del temor y reverencia al poder los beneficiaba. Ahora todo ello podrá salir a la luz pública. Este cambio representa un beneficio, una ganancia de incalculables dimensiones para la población y para el desarrollo futuro del país.

La pregunta es qué va a substituir la función de control que ejercía el temor. La respuesta simple es que los mecanismos democráticos van a revolucionar al país, creando nuevos espacios de participación que, a su vez, facilitarán la creación de pesos y contrapesos y que estos generarán mecanismos de control como los que existen en cualquier sociedad moderna. No hay duda de que, en la medida en que el país avance en esa dirección, los beneficios logrados con el fin de la era del temor reverencial van a ser enormes no sólo para los que sojuzgaba o vivían sojuzgados, sino también para la el desarrollo en general. El problema es cómo pasar del momento actual a la nueva institucionalidad que esto entraña. Ese trabajo depende sobre todo de los políticos, aunque la ciudadanía tiene oportunidades para acelerarlo.

El gran tema de la política mexicana de hoy, aunque formalmente a partir del primero de diciembre, es el de la negociación. Con poderes divididos en distintos partidos, los políticos mexicanos no tendrán más opción que la de colaborar entre sí o fracasar. La negociación no es algo que se les dé a nuestros políticos con facilidad. De hecho, la palabra negociación adquirió tintes de corrupción a lo largo de los años en que se acordaron las famosas concertacesiones. Tan traumático fue el resultado, que los diputados de la pasada legislatura evitaron llegar a acuerdos en los temas más importantes con tal de que no se les fuera a acusar de traidores por el hecho de negociar. Sin embargo, la política no es más que el ejercicio de la negociación, el desarrollo de pactos que satisfagan las necesidades u objetivos de las diversas partes y la consecución de acuerdos sobre los temas esenciales de la agenda de desarrollo. En un contexto democrático, la política es sólo negociación.

Lo que los políticos logren en el ámbito de la negociación va a marcar el desarrollo de las instituciones políticas del país. Si los diputados y senadores se obstinan en defender viejas posturas y en negar a la negociación como el vehículo natural del desarrollo, van a llevar a un fracaso estrepitoso al país. Muchos priístas, por ejemplo, piensan que su actitud ahora debe ser la de oposición sistemática a todo lo que Vicente Fox proponga en el congreso. Una actitud así, además de contraproducente para el propio PRI (pues entrañaría una lectura totalmente absurda del mensaje enviado por los electores en la pasada elección), impediría que se avanzara en el proceso de institucionalización del poder, algo que conviene a todos los mexicanos, comenzando por los propios partidos, incluido al PRI. Independientemente de lo que hagan o no los priístas para renovarse, es más que evidente que el futuro ya no va a ser el mundo ideal al que estaban acostumbrados.

Esta nueva complejidad trae consigo importantes oportunidades y responsabilidades para la ciudadanía en general. Para comenzar, desde el llamado al no nos falles, los ciudadanos han hecho muy claro su objetivo de obligar a los políticos a cambiar la manera de hacer política. Pero eso no va a ser suficiente. La nueva realidad obliga a cambiar más que actitudes: es indispensable modificar los incentivos que tienen frente a sí los políticos para que respondan, de una vez por todas, a las demandas y preferencias de la ciudadanía. En este momento, por ejemplo, es imperativo abrir al discusión sobre la reelección en el poder legislativo a fin de dirigir y afianzar las lealtades de los (supuestos) representantes populares directamente hacia los electores. Solo así será posible, primero, institucionalizar el poder y, segundo, crear los mecanismos de control democrático de los que el país ha adolecido por décadas. Aunque estos cambios tomen su tiempo, la desaparición del temor reverencial hace posible un futuro que hasta ahora era simplemente inconcebible.

Damocles se encuentra a Pandora

Luis Rubio

Los resultados electorales son contundentes e indican que todo lo que los mexicanos esperaban era una oportunidad: la ocasión de hacer sentir su profundo malestar con un sistema que no resolvía ni lo más elemental: la pobreza, la corrupción, la inseguridad y, sobre todo, el anhelo de integrarse a la parte exitosa de la economía, con todas las reformas que eso pudiera requerir. Sólo así puede explicarse el fenómeno vivido la semana pasada en que una palabra cambio- se convirtió en una máquina cohesionadora de la sociedad mexicana. La elección de Vicente Fox muestra que el disgusto con el gobierno era tan grande que, tan pronto se presentó la primera oportunidad, tan pronto hubo alguien que ofrecía al menos la posibilidad de romper con el monopolio gubernamental, la población la tomó y actuó, con el resultado que vimos hace una semana. En el camino, los electores quizá abrieron una caja de Pandora.

Muchos priístas se preguntan, con toda razón y honestidad, qué es lo que pasó: cómo pudo ser posible que un partido que ha hecho tanto por México y los mexicanos perdiera de una manera tan miserable. Y no sólo eso, ¿cómo es posible que votaran por una persona como Fox? El mero hecho de que algunos miembros del PRI se hagan este tipo de preguntas es en sí indicativo del problema. Ciertamente, nadie podría explicarse al México moderno sin el PRI. Cuando Plutarco Elías Calles crea la primera etapa del partido que nos ha gobernado por siete décadas, México se encontraba apenas saliendo del caos de la época revolucionaria y el PRI constituyó una excepcional plataforma para el crecimiento y desarrollo que siguió. Sin embargo, a partir de esos cimientos, los priístas construyeron un mito muy conveniente: que nadie mas sabría cómo gobernar al país y que, en todo caso, los mexicanos serían incapaces de valerse por sí mismos.

Es posible que el momento crucial de esta campaña haya sido precisamente cuando Francisco Labastida planteó, como recurso retórico, la interrogante de quién había hecho qué en la historia de México: de no haber habido PRI, sugería el candidato, quién habría alcanzado logros como la creación del IMSS, la expropiación petrolera, las carreteras, las presas y demás. Desde el punto de vista de la ciudadanía, tal y como se expresó en las urnas el pasado domingo, el PRI ha hecho muchas cosas buenas, pero las malas son las que parecen haber quedado en el subconsciente colectivo de la abrumadora porción de la población que votó por partidos distintos al PRI. Quizá Francisco Labastida no se percató del hecho que, al hacer la pregunta de quién era el responsable de las cosas buenas también abría la posibilidad de que se planteara la misma pregunta sobre todas las demás. La respuesta ciudadana sobre ese saldo quedó ampliamente consagrada el dos de julio.

Si algo resulta claro del resultado del dos de julio es que el PRI hace tiempo que dejó de comprender al país y las motivaciones de la ciudadanía. Los controles que se impusieron sobre la población a través de la prensa, los sindicatos, el fisco, los libros de texto y demás, sirvieron para mantener bajo presión a la población pero, irónicamente, también tuvieron el efecto de impedir que nuestros gobernantes se mantuvieran atentos a la evolución de la población, a sus expectativas y miedos. Desde el punto de vista ciudadano, el gobierno simplemente se negaba a responder a sus reclamos y preocupaciones. Es más, ni siquiera los comprendía. Por décadas, las campañas y las elecciones eran meros escaparates diseñados para distraer la atención de la población y para consumar la renovación institucional del poder y de los controles sobre una población percibida como incompetente para decidir por sí misma. Esta arrogancia condujo a una campaña que no pudo responder al reto impuesto por Fox.

La campaña del PRI también fue significativa por los límites que se auto impusieron el candidato y sus operadores. En lugar de apalancarse en lo único excepcional que tenía el PRI a su alcance en comparación con cualquier momento de los últimos veinticinco años la estabilidad de la economía-, la campaña ignoró al gobierno actual y se dedicó a promover una visión propia de los años sesenta o setenta y, por lo tanto, obsoleta e inoperante para el inicio del nuevo siglo. De esta manera, mientras que Fox ofrecía una nueva oportunidad, un cambio, Labastida prometía más de lo mismo. Cualquier encuesta habría revelado que una mayoría de los mexicanos ya no podía soportar más de lo mismo, razón por la cual ni el famoso «martes negro» hizo mella alguna. Sin duda, el enojo popular llevaba años creciendo, pero es obvio que el factor que lo disparó fue la existencia del primer candidato de un partido distinto al PRI deseoso de ganar la contienda y, al menos en apariencia, capaz de romper con los círculos viciosos a los que el PRI había sometido a la población.

A final de cuentas, el hartazgo pudo más que las amenazas a las que recurrió el PRI en los últimos días de la campaña. Lo interesante es que el campo labastidista comenzó a hacer uso de las peores mañas de los expertos en campañas publicitarias destructivas y negativas, así como a interminables amenazas a los beneficiarios de programas gubernamentales y a los empleados de la burocracia justamente cuando ya percibían el triunfo a la vuelta de la esquina. Este quizá también fue otro punto de inflexión para muchos votantes: si Fox amerita tanta saña, algo bueno debe traer consigo.

A estas alturas, nadie sabe qué tan bueno o diferente será el gobierno de Vicente Fox. La abrumadora mayoría de quienes votaron por él sabían que estaban corriendo un riesgo, pero su oferta de cambio resultó más convincente que la alternativa. Ahora que ha ganado, Fox tendrá que aterrizar su propuesta de cambio, lo que seguramente no va a satisfacer a todos sus electores. Algunos van a preferir que se enfaticen temas de seguridad pública, en tanto que otros querrán saldar cuentas con burócratas o políticos corruptos; unos demandarán atención urgente a sus problemas, mientras que otros exigirán que las cuentas fiscales se lleven a un verdadero equilibrio. Además, la alianza que Fox fue integrando a lo largo del camino, y que le rindió evidentes frutos, ahora se va a transformar en una colección de demandantes de chambas, lo que sin duda generará fuertes tensiones. Por si todo esto fuera poco, Fox sabe bien que, en adición a todo lo anterior, tendrá que lidiar con los mercados financieros y con lo que quede del PRI.

Por su parte, los priístas van a entrar en un proceso de transformación que, en el mejor de los casos, arrojará un partido nuevo, cohesionado, coherente y capaz de ser un retador formidable una vez más en seis o doce años, dependiendo de si triunfa el ánimo refundacional (tal y como le ocurrió al ex Partido Comunista de Polonia) o si los traiciona la arrogancia. Seguramente veremos dentro de ese partido un primer proceso de asignación de culpas y linchamientos públicos pero, con suerte, los priístas pronto reconocerán que esta derrota en realidad constituye una bendición, pues les dará la oportunidad de llevar a cabo la reforma que, como vimos en 1999, jamás habrían podido lograr mientras se encontraran en el poder. Esto, sin embargo, no va a hacer más fácil el proceso. Seguramente, en muy poco tiempo el poder del PRI se concentrará en los gobernadores de ese partido o en alguna coalición de gobernadores, quienes se aprestarán a negociar con Fox. Si ambos entran en ese proceso de buena fé, el país podrá abandonar la etapa política de confrontación destructiva y estéril de los últimos lustros para dedicarse a institucionalizar el reparto del poder, sentando las bases para el eventual nacimiento de pesos y contrapesos efectivos y, a la larga, de un nuevo orden legal. Pero entre este momento y aquél, los priístas tendrán que pasar por un proceso de reaprendizaje para comprender otra vez cómo son y que demandan los mexicanos, para atraerlos en lugar de atemorizarlos y para ganar su respeto en lugar de su aversión. Paradójicamente, mientras más rápido se transforme el PRI y aprenda a ser un partido bueno y efectivo de oposición, más rápido podrá retornar al poder. Nada los haría retroceder más que recurrir a la venganza.

Por otra parte, vienen meses de transición entre el gobierno de Zedillo y el de Fox. A diferencia de la compleja interacción que le espera a Fox, el PAN y el PRI, en este ámbito ambos mandatarios comparten el objetivo evidente de lograr una transferencia de responsabilidades sin complicaciones y sin crisis y ambos saben bien que eso es algo que nadie puede garantizar. Por ello, los dos tienen poderosos incentivos para cooperar en cualquier forma que conduzca a una inauguración tranquila y pacífica.

Esta elección no la perdieron unos cuantos individuos descarriados. La perdió la forma de ser de un partido que se anquilosó y que se ganó, a pulso, el repudio de una buena parte de la población. Pero una vez habiendo perdido, el futuro ya no lo escribirá el PRI, pero tampoco Fox o el PAN. El futuro lo escribirá la interacción que caracterice a las diversas fuerzas políticas, a sabiendas de que los ciudadanos, ahora que encontraron la llave, podrán quitarle el poder a cualquier partido en la siguiente elección. En este sentido, el gran cambio del domingo pasado es que la ciudadanía se animó a derrotar al PRI, abriendo con ello la posibilidad de lograr una nueva etapa de desarrollo institucional. Pero esta etapa puede ser exitosa, pero también puede acabar llevándonos al fracaso. A Fox se le otorgó la poderosa misión de dar el gran paso adelante en los innumerables frentes hoy rezagados. Pero la ciudadanía le negó un cheque en blanco: no le dió control de las cámaras legislativas y, en una buena muestra de quien comenzó a ejercer el control político en el país, las masas que se congregaron para celebrar en la noche del dos de julio en el ángel de la Independencia le exigieron con toda claridad que «no me falles». Su responsabilidad ahora es lograr un consenso que haga posible salir adelante, con una espada de Damocles pendiendo permanentemente encima de su cabeza.

 

Llegó el día de la verdad

Hoy es el día, el día de la ciudadanía. El día en que, con su voto, los ciudadanos, expresarán individualmente su sentir sobre el gobierno y su expectativa sobre el futuro. Las reformas políticas que se han avanzado a lo largo de los últimos años han creado y fortalecido instituciones independientes cuya función es la de ser garantes de la voluntad ciudadana expresada en las urnas. En este sentido, la responsabilidad que cada uno de nosotros asume el día de hoy es extraordinaria: con un voto tenemos que escoger no sólo a la persona que nos va a gobernar y a los diputados y senadores que nos van a representar. El voto también entraña un juicio sobre la persona y partido que más probabilidades nos ofrecen de avanzar el proceso de reforma y, por lo tanto, de alcanzar los objetivos de desarrollo, libertad y bienestar que cada quien desea. El problema, y la virtud, de la democracia es que todo ello tiene que expresarse en un instante, con una marca en cada una de las boletas respectivas. Lo interesante es que todos los mexicanos estaremos a la expectativa de cómo votan los demás.

 

Al acercarnos al momento de votar es esencial considerar dónde estamos, hacia dónde vamos, qué es lo que sigue y quién nos ofrece un mayor grado de certidumbre de poder avanzar en la dirección deseada. Evidentemente, cada uno de los ciudadanos va a evaluar distintos factores en el momento de decidir su voto, pero sin duda hay un conjunto de elementos que a todos nos afectan, directa o indirectamente, aunque de maneras distintas.

 

Uno de los elementos esenciales que va a definir la decisión de cada uno de los votantes es, sin duda, el desempeño de la economía. A lo largo de las últimas décadas, dos factores han dominado la marcha económica del país. Uno es el de las crisis, que se iniciaron en 1976 y que se han presentado en cada uno de los sexenios desde entonces. El otro es el de las reformas económicas, que han comprendido la liberalización de importaciones de diversos productos, la privatización de una amplio número de empresas que antes eran propiedad gubernamental, la desregulación de un sinnúmero de actividades económicas sujetas a procedimientos burocráticos, tortuosos y discrecionales y, en general, la apertura de la economía a la inversión privada, nacional y extranjera. En buena medida, las reformas se iniciaron para hacer posible la modernización y crecimiento de la economía , esencialmente a través del incremento de la inversión privada. La ironía de todo esto es que algunas de las reformas acabaron provocando nuevas crisis, pero ese es otro asunto.

 

De lo que no hay duda es que las reformas de estos años han transformado la naturaleza de la economía mexicana, abriendo oportunidades enormes para el futuro. Pero no es menos cierto que las reformas han sido incompletas y que, en buena medida por ello, los beneficiarios de las mismas han sido muchos menos de los que hubieran podido ser en otras circunstancias. Por más que se ha hablado de reforma educativa, por ejemplo, lo único tangible es que la educación pública en el país sigue siendo controlada por un sindicato cuyos objetivos son políticos. Un enorme número de mexicanos ni siquiera tiene posibilidad de aspirar a una vida mejor simplemente porque no cuenta con el acceso a las comunicaciones necesarias para estar al día con los cambios que ocurren en el mundo, o porque no cuenta con los elementos esenciales –educativos y de salud- para poder elegir lo que más le conviene. Esto contrasta con el crecimiento prodigioso de las exportaciones,  la modernización de una buena parte de la planta productiva y el crecimiento constante del empleo en la industria que se ha logrado transformar.  El éxito relativo ha sido tan grande que en algunas partes del país el problema ha dejado ser de desempleo, para convertirse en uno de escasez de personal capacitado para ocupar plazas vacantes. Este es indiscutiblemente un buen récord si no fuera porque la mitad de la población económicamente activa se encuentra empleada en la llamada economía informal simplemente porque su baja calificación –gracias al sistema educativo- no les deja otra opción.

 

Los éxitos de las gestiones gubernamentales recientes son más que patentes, pero también lo son las ausencias. El día de hoy los ciudadanos tenemos que evaluar cuál de los candidatos sería más capaz de avanzar las reformas, corregir los rezagos y sacar, de una vez por todas, al país del hoyo en el que ha caído en forma recurrente.

 

El cambio político no ha sido menos espectacular, aunque los créditos en este ámbito no se los lleva el gobierno sino el conjunto de la sociedad. Si uno echa la mirada para atrás, es verdaderamente impresionante lo que la sociedad y la política mexicanas han cambiado: hace treinta años, por ejemplo, el gobierno podía imponer cualquier decisión, la prensa estaba totalmente controlada y las elecciones se manipulaban en tal medida que el resultado acababa siendo irrelevante. El chiste en voga entonces decía que México era un país mucho más avanzado que otros porque se podía conocer con meses de anticipación quién sería el ganador. Las cosas han cambiado: si bien persiste la ausencia de contrapesos efectivos al poder gubernamental, es evidente que la participación de los partidos de oposición y de los organismos no gubernamentales ha crecido de manera notable en el quehacer nacional. Los mexicanos seguimos viviendo en un entorno caracterizado por la ausencia de un Estado de derecho, lo que limita el desarrollo de la economía e impide que se haga efectiva la justicia en todos los ámbitos de la vida social.  Pero también es cierto que el día de hoy más de una tercera parte de los mexicanos es gobernada por partidos distintos al PRI y, al menos en la Suprema Corte de Justicia, en el IFE y en el Tribunal Federal Electoral, el gobierno y el PRI han visto coartada su capacidad de imponer su voluntad sin más. La calificación que cada mexicano le asigne a este balance de logros y carencias seguramente variará de manera significativa. Pero lo importante será determinar cuál de los candidatos a la presidencia y a los distintos puestos de elección popular puede contribuir de manera más efectiva a la instauración de un Estado de derecho que haga posible todo lo demás. El Estado de derecho no lo es todo, pero sin éste, todo es nada.

 

Nadie puede adivinar qué nos depara el futuro. De lo que no cabe la menor duda es que en las últimas dos décadas ha habido avances muy claros en algunos rubros, retrocesos en otros y resultados insuficientes  en la mayoría de los casos. La pregunta es si, dadas las circunstancias en que vivimos, la ciudadanía mexicana puede tomar una decisión efectiva y libre en el momento de votar. Según la teoría, tienen que estar presentes tres condiciones para que el voto sea efectivo: una alternativa clara y real entre los candidatos y partidos; las libertades suficientes para que cada ciudadano pueda elegir, sin cortapisas y consecuencias, al candidato o partido que estime hará posible una mejoría significativa en su vida; y, sobre todo, un gobierno de leyes. Aun si uno quiere ser muy generoso, parece más que evidente que en el momento actual se satisface a plenitud la primera condición, a medias la segunda y en ningún caso la tercera. En cuanto al primer rubro, hoy los mexicanos contamos con alternativas muy claras: hay una diversidad de candidatos y partidos que ofrecen programas y opciones distintas. En el segundo tema, aunque la mayoría de los ciudadanos probablemente tiene libertad para decidir la manera en que va a votar, no se puede ignorar que persisten prácticas corporativistas, y mecanismos de control a la vieja usanza –desde la prensa hasta las encuestas, las presiones y la manipulación- que todavía limitan la capacidad de muchos mexicanos de expresarse libremente, sin consecuencias. Finalmente, aunque en México hay infinidad de leyes, el país dista mucho de gobernarse por éstas: los gobernantes desprecian las leyes y algunos partidos han mostrado una ilimitada propensión a aprobar leyes por demás retrógradas, ignorando en el camino todo derecho de las minorías o cualquier oposición; por donde uno lo vea, la justicia sigue siendo una promesa incumplida más y los derechos individuales son sumamente limitados y vulnerables.

 

Prácticamente todos los candidatos que hoy contienden por la presidencia han prometido llevar a cabo cambios profundos. Con ello responden a una demanda generalizada de la ciudadanía de acelerar el paso hacia la consecución de mejores niveles y condiciones de vida. Lo que los ciudadanos tenemos que determinar en el momento de votar es, qué persona, o qué partido, permitiría hacer avances significativos en tres áreas cruciales de la vida colectiva e individual. En primera instancia, tendrán que evaluar cuál de los candidatos presenta una mejor oferta para afianzar, enraizar y avanzar la democracia en el país; es decir, quién de ellos, por sí mismo, por su partido y/o por lo que representa, permitiría acelerar el paso en materia de desarrollo político y de fortalecimiento de un sistema de gobierno efectivamente limitado y representativo. En segunda instancia, los votantes tendrán que determinar cuál de los candidatos es más convincente en su propuesta de desarrollo económico. Es  decir, quién ofrece mayor certidumbre de que a) mantendrá el rumbo en aquello en que debe perseverarse; b) modificará el rumbo en aquellas áreas que no funcionan; y c) despolitizará la administración económica para hacer posible que los beneficios del desarrollo lleguen a cada vez mas mexicanos. Finalmente, los ciudadanos tendrán que juzgar cuál de los candidatos permitiría que se generaran mayores oportunidades para el desarrollo individual: es decir, las libertades políticas, los mecanismos para la protección y defensa de los derechos individuales y la justicia y la posibilidad real de elegir entre las opciones que existen en su entorno. Para algunos electores, el candidato del PRI, por sí mismo o por el hecho de provenir del partido en el gobierno, ofrece mayor certidumbre de avanzar en alguno o varios de estos rubros. Para otros, lo contrario es cierto: sólo un candidato de otro partido puede ofrecer mejores opciones justamente por el hecho de provenir de un partido que no ha estado en el gobierno. Esa es la decisión que tiene que ejercer el ciudadano en este día.

 

En la práctica hay dos candidatos que se disputan la presidencia el día de hoy. La ciudadanía tiene que optar por el que crea que va a permitir romper con los círculos viciosos en que nos encontramos -y vivir con el resultado. También sería deseable que lo hiciera en forma decisiva para que el cómputo final, cualquiera que éste sea,  resulte convincente e indisputado.

 

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El desperdicio

Luis Rubio

La legislatura que está por concluir sus funciones el próximo agosto será responsable de haber desperdiciado una oportunidad histórica. Por primera vez desde la constitución del régimen político postrevolucionario, una endeble coalición de los partidos de oposición logró la mayoría de curules en la Cámara de Diputados. Después de décadas primero de sumisión y después de reclamos interminables, cualquier observador hubiera esperado al menos el intento de un primer ejercicio de negociación y cooperación entre los partidos de oposición y el gobierno federal encaminado a establecer reglas del juego para un mejor y, sobre todo, más transparente funcionamiento de la función de las tareas de gobierno. Sin embargo, en vez de un ejercicio de cooperación, el desempeño de esta legislatura resultó desastroso desde el punto de vista del avance de la democracia y de la transparencia. Lamentablemente, los mexicanos tendremos que esperar una nueva oportunidad.

El comienzo de la legislatura no fue propicio. Días antes de que se constituyera formalmente el nuevo congreso, los priístas intentaron imponerse por la fuerza, con el inconveniente de que ya no la tenían: sus números no llegaban a la mitad más uno requerido por la ley para poder constituirse en mayoría. Aunque resulte increíble dentro de un esquema democrático, el gobierno no hizo ni el menor esfuerzo por tratar de establecer una alianza con alguno de los partidos opositores para lograr, por esa vía, el control de la Cámara. Tantos años de monopolio del poder le impedían actuar del modo más obvio y elemental. Un tanto a regañadientes, los cuatro partidos opositores finalmente se organizaron e hicieron valer su mayoría. Pero de entrada evidencian sus complejos al autoimponerse la etiqueta de mayoría de oposición, una contradicción de términos dentro de cualquier régimen democrático; o se es mayoría o se es oposición (y es perfectamente posible ser mayoría en el congreso y no estar a cargo del poder ejecutivo), pero ambas cosas no son posibles. Los ayatolas del PAN y del PRD tomaron el control del proceso en tanto que los duros del PRI se dedicaron a hacer hasta lo imposible por asegurar que el primer ejercicio de gobierno dividido fuese un fracaso rotundo.

Los tres partidos se subieron en su macho y se abocaron, cada uno por su lado, a tratar de sacarle partido a la nueva situación. Por el lado de la oposición, el PAN y el PRD cooperaron por unas cuantas semanas al final de 1997 hasta que llegó el momento del presupuesto. Para el PAN resultaba evidente que un país moderno no puede funcionar sin un presupuesto debidamente aprobado, razón por la cual sus diputados no estuvieron dispuestos a participar en el juego de confrontación que propiciaba el PRD. Luego de dimes y diretes, el PAN optó por votar con el PRI, iniciando una nueva etapa de cogobierno en el Congreso.

Aunque la impresión pública es que el Congreso no hizo nada, la realidad, como muestran los estudios de María Amparo Casar, es que esta legislatura no fue menos productiva que las anteriores. La diferencia fundamental reside en que no todas las iniciativas del Ejecutivo fueron aprobadas y que muchas iniciativas potenciales nunca acabaron de cuajar. De una o de otra manera, el desempeño propiamente legislativo de la Cámara de Diputados fue menos malo de lo aparente, pero su desempeño político fue desastroso.

Pero el problema no se encuentra en el hecho de que esta legislatura hubiera exhibido posturas encontradas. El problema reside en que los políticos, de todos los partidos, confundieron la negociación con la componenda. No existe sociedad y sistema político democrático que no se caracterice por la presencia de posturas encontradas, puntos de vista e intereses antagónicos e ideologías en conflicto, todas reflejo de las diferencias normales que se encuentran presentes en la sociedad misma. El tema de fondo no es, por ello, el que existan diferencias, por agudas que éstas pudiesen ser, sino que no se hayan desarrollado mecanismos que permitieran conciliar o, al menos, facilitar la convivencia dentro de esas diferencias. Mientras que la negociación, esencia de la política, consiste en la búsqueda de objetivos comunes a partir de posturas encontradas, la componenda consiste en que cada una de las partes se dedica a avanzar su interés o postura independientmente de las consecuencias que éstas pudiesen tener sobre los demás o sobre el país en su conjunto. Lo que hemos atestiguado en estos tres años, con algunos momentos excepcionales que ameritan elogio, ha sido una serie interminable de disputas y de componendas. Sin embargo no todo son retrocesos.

El drama que la política mexicana ha vivido en el Congreso a lo largo de estos tres años era en cierta forma inevitable. A final de cuentas, toda la estructura de reglas, mecanismos institucionales, prácticas y tradiciones conspiraba en contra de la cooperación entre las partes. Las reglas y leyes que existían al inicio de la actual legislatura estaban diseñadas, para que un partido dominara el proceso legislativo y controlara a todos los demás; es decir, todo estaba diseñado para ejercer el control político y no para favorecer la negociación y la resolución de conflictos. En ese entorno fue que surgió la primera legislatura dominada por la oposición, lo que creó situaciones como la que se presentó en el mero comienzo: el primer problema con que se encontró la oposición fue que, a diferencia de todas las legislaturas de países modernos del mundo (incluyendo en ese rubro a muchos países que parecerían ser más subdesarrollados que el nuestro), el hecho de sumar una mayoría de curules no conllevaba el control de los órganos de administración del Congreso (la antigua Gran Comisión). Muchos de los conflictos que se evidenciaron a lo largo de estos años se derivaron, en última instancia, de un diseño institucional añejo, inservible ante las nuevas realidades y diseñado para ejercitar el control político y no para hacer posible una negociación productiva. Nadie puede culpar de ello a la oposición, por muchos esfuerzos que algunos de sus integrantes con frecuencia hicieran para complicar la vida política del país.

Ahora que el Congreso ha finalizado su última sesión ordinaria es necesario comenzar a hacer una evaluación de su desempeño sobre todo a la luz de las elecciones que se aproximan. Si uno quiere encontrar fallas en el desenvolvimiento de la legislatura, lo difícil sería escoger entre los innumerables ejemplos. Claramente, el desorden, la desidia y el más enconado interés partidista prevaleció sobre los intereses más elevados de la nación. Pero, dadas las circunstancias, lo sorprendente hubiera sido que las cosas acabaran bien. Por décadas, el Congreso no cumplió más función que la de ratificar, sin mayor discusión, las iniciativas presidenciales que, con gran frecuencia, no eran más que necedades que servían a los más obtusos intereses personales o partidistas. Visto en retrospectiva, hubiera sido excesivo esperar que las cosas hubieran marchado de manera distinta en estos tres años. El desempeño de la legislatura que está por finalizar su mandato mostró que el desarrollo del país va a requerir una significativa transformación institucional que haga posible tanto la incorporación de los diversos intereses y posturas de la sociedad a través de la negociación, como la consecución de los proyectos de desarrollo que gocen del sustento político requerido. Como están las cosas ahora, es evidente que ninguna de estos dos objetivos son alcanzables y de eso no se puede culpar a los partidos de oposición.

Lo fácil sería comenzar a asignar culpas. Para comenzar, no cabe la menor duda de que el PRI hizo todo lo posible por dificultar el funcionamiento del Congreso. Desde su burdo intento por imponer una mayoría hasta el torpe manejo del fuero constitucional del Secretario de Turismo, el PRI se desvivió por hacer patente su capacidad de disrupción. En lugar de contribuir al desarrollo de un mejor diseño institucional, el presidente siguió enviando iniciativas sin el menor afán de negociarlas, en el mejor sentido, o de encontrar un espacio para la convivencia política; los priístas, por su parte, aprovecharon todos los errores, divisiones y conflictos entre los partidos de oposición para hacerle patente a la población que la oposición no es confiable y que sólo el PRI sabe gobernar. No hay duda que, en esto, el PRI mostró tener mucho mayor habilidad que cualquiera de sus contrincantes.

Pero la oposición no se quedó atrás. Uno de los grandes triunfos del PRD residió en descarrilar la iniciativa relativa al Fobaproa, pero nunca pudo ofrecer una iniciativa alterna que tuviera la más elemental viabilidad. El PAN, por su parte, no tuvo ni el más mínimo cuidado en las iniciativas que presentó (la ley del IPAB es la más tortuosa del mundo; además de compleja y contradictoria, alguien debería poderle explicar a la ciudadanía, por ejemplo, por qué del artículo 21 transitorio sigue el artículo segundo, también transitorio, y por qué hay otros siete artículos transitorios después de los primeros transitorios. Ni siquiera la más elemental secuencia numérica pudieron articular esos diputados). Las diferencias entre el PAN y el PRD son legendarias, pero su incapacidad para ponerse de acuerdo hasta en lo más simple habla mucho de todo lo que nos falta por transitar. Al final de cuentas, el gobierno mostró que sólo sabe gobernar para sí mismo, en tanto que la oposición exhibió su falta de capacidad para plantear un modelo alternativo.

De que hubo desperdicio es innegable. La pregunta es si, como mexicanos, podemos construir algo positivo a partir de esta experiencia. El riesgo que evidencia la legislatura que está concluyendo reside en que la política nacional, independientemente de quién gane las próximas elecciones o de cómo se constituya el próximo Congreso, siga experimentando un deterioro creciente, haciendo imposible la función gubernamental. Irónicamente, la solución al problema no reside en que gane uno u otro partido, sino en que se reformen las estructuras institucionales para que la vida de los mexicanos no se vea afectada negativamente por el triunfo o la derrota de uno u otro partido y, en un plano más amplio, para que sea posible el desarrollo del país. El mayor riesgo que tenemos los mexicanos frente a nosotros es el de una transición política interminable que no conduzca sino a la imposibilidad del desarrollo. El problema es dilucidar cuál es la mejor manera de asegurar, a través del voto, que ese no sea el resultado final.