Luis Rubio
Mas allá de las elecciones, del cambio de partidos en el poder y, confiadamente, de los criterios en la administración pública, quizá la transformación más profunda que las pasadas elecciones entrañan para la sociedad mexicana va a tener lugar en un ámbito mucho más sutil e íntimo: el de la sensación de libertad. A sólo unos cuantos días de la derrota del PRI en las elecciones, es perceptible la creciente sensación de que ese velo de control escondido, pero patente- que el gobierno ejercía sobre el conjunto de la sociedad se está evaporando. Hasta la presidenta del PRI se atrevió a decir que se acabó la era del silencio. Quizá el mayor beneficio de la elección sea ese, el que se haya acabado con la era del miedo reverencial.
Virginia Postrel, una académica estadounidense, hace tiempo relataba la anécdota de una persona que iba corriendo por las calles de su colonia junto con su perro, un enorme gran danés. Mientras que el individuo hacía su ejercicio, el perro se dedicaba a olfatear las plantas y las flores, los basureros y las puertas de entrada de las diversas casas por las que pasaban. En una de esas, al dar la vuelta en una esquina, esta persona y su perro se encontraron con una niña de cuatro años jugando en el jardín de su casa. Intrigado por la niña, el perro se acercó, aparentemente con el objetivo de jugar con ella. El enorme perro abrió su quijada y con la lengua comenzó a chupar la cara de la niña. La niña se echó para atrás, se tropezó y, aterrada, comenzó a llorar. El perro siguió avanzando, sin cejar en su curiosidad. La mamá de la niña, como quizá muchas otras, simpatizó con el perro. Está bien, no te preocupes; el perro sólo está jugando, no te va a hacer daño. Que bonito perro, no le tengas miedo dijo la mamá. Mientras tanto, la niña lloraba sin cesar. El punto de la anécdota es que, mientras que muchos miembros del gobierno no veían más que a un estado benevolente (el perro), el resto de la sociedad veía los afilados dientes de una autoridad abusiva.
La anécdota refleja mucho de lo que el país era, pero también de lo que comienza a ocurrir en la actualidad. Estamos transitando de un sistema político fundamentado en el control a uno que va a demandar la participación de la población en la decisiones públicas. La exigencia generalizada de la población, tal y como fue expresada en las urnas, es la de un gobierno que le responda: sólo así es posible explicar un resultado electoral en el cual el presidente (y, para el caso, el jefe del gobierno del Distrito Federal) obtiene su triunfo con una holgada mayoría, pero sin el control de las cámaras legislativas. La nueva estructura política que surgirá a partir de la elección va a obligar a los políticos mexicanos a la corta o a la larga- a cambiar su manera de ser, a abandonar la política de confrontación, a desarrollar habilidades para negociar en beneficio de ambas partes y a institucionalizar la actividad política. Pero el impacto del resultado electoral sobre el mexicano común y corriente va a ser tanto o más dramático.
El sistema político mexicano nació para lograr y mantener la estabilidad política. Este objetivo lo logró sometiendo a la disidencia, concentrando el poder y centralizando las decisiones. En el camino, este sistema desarrolló una serie de mecanismos de control sobre la población que, aunque distantes de las estructuras totalitarias de la Unión Soviética, guardaban ciertos rasgos comunes que ahora se hacen evidentes. Los mexicanos nos acostumbramos a temer a las autoridades, a verlas con preocupación y a esperar de ellas cualquier arbitrariedad. El mecanismo era sutil y en buena medida implícito: la sola posibilidad de que se estuviera interviniendo una línea telefónica, por citar un ejemplo, hacía que el mexicano fuera más cauto que sus contrapartes de otros países. En cierta forma, la versión mexicana del control era muy efectiva, pues hacía que la gente se comportara con reverencia hacia la autoridad, sin que el costo fuese enorme, como lo fue en países abiertamente totalitarios, como la Unión Soviética. Se lograba el mismo objetivo a un costo mucho menor.
Esa reverencia al poder comenzó a evaporarse con la elección del dos de julio. Aunque es cierto que en los medios escritos y electrónicos esa reverencia al poder desapareció hace tiempo, dejando su lugar a una mayor libertad de expresión y, con frecuencia, al libertinaje-, la manera en que los medios electrónicos han reaccionado en momentos de controversia evidencia que su temor a perder la concesión o el favor gubernamental estaba siempre presente. Pero ese temor no sólo caracterizaba a la población civil, sino también, como muestra la afirmación de la presidenta del PRI, al conjunto de la sociedad. La otra cara de este mismo problema se pudo observar cuando un funcionario de Pemex se atrevió a hacer pública la campaña de intimidación que se estaba desarrollando al interior de la empresa petrolera para favorecer al candidato del PRI. En este caso la respuesta gubernamental fue brutal y no se hizo esperar: se le insultó, se le difamó y se le mostró la importancia de la disciplina. Esas acciones y actitudes, con frecuncia calificadas de valor civil, no serían más que la práctica cotidiana en una sociedad libre. No así en una sociedad en la que todo el sistema había sido diseñado para crear un clima sutil, pero real, de terror. Esa reverencia al poder, ese temor a ser arrollado, desapareció el pasado dos de julio.
Los efectos de este cambio en actitudes van a ser enormes. Para comenzar, es probable que comiencen a salir a la superficie toda clase de corruptelas, prácticas impropias y abusos que hasta hoy muchos mexicanos tenían temor de denunciar. De la misma manera, toda clase de relaciones poco encomiables entre intereses públicos y privados saldrá de la obscuridad. Los mexicanos comenzarán a hablar con mayor libertad y a expresar sus verdaderos sentimientos. Y la nueva realidad comenzará a hacer sentir muy incómodos a muchos de los que se beneficiaron de la vieja manera de ser del sistema. Muchos de éstos seguramente ni siquiera se percataron de que ese mecanismo de control que se lograba por medio del temor y reverencia al poder los beneficiaba. Ahora todo ello podrá salir a la luz pública. Este cambio representa un beneficio, una ganancia de incalculables dimensiones para la población y para el desarrollo futuro del país.
La pregunta es qué va a substituir la función de control que ejercía el temor. La respuesta simple es que los mecanismos democráticos van a revolucionar al país, creando nuevos espacios de participación que, a su vez, facilitarán la creación de pesos y contrapesos y que estos generarán mecanismos de control como los que existen en cualquier sociedad moderna. No hay duda de que, en la medida en que el país avance en esa dirección, los beneficios logrados con el fin de la era del temor reverencial van a ser enormes no sólo para los que sojuzgaba o vivían sojuzgados, sino también para la el desarrollo en general. El problema es cómo pasar del momento actual a la nueva institucionalidad que esto entraña. Ese trabajo depende sobre todo de los políticos, aunque la ciudadanía tiene oportunidades para acelerarlo.
El gran tema de la política mexicana de hoy, aunque formalmente a partir del primero de diciembre, es el de la negociación. Con poderes divididos en distintos partidos, los políticos mexicanos no tendrán más opción que la de colaborar entre sí o fracasar. La negociación no es algo que se les dé a nuestros políticos con facilidad. De hecho, la palabra negociación adquirió tintes de corrupción a lo largo de los años en que se acordaron las famosas concertacesiones. Tan traumático fue el resultado, que los diputados de la pasada legislatura evitaron llegar a acuerdos en los temas más importantes con tal de que no se les fuera a acusar de traidores por el hecho de negociar. Sin embargo, la política no es más que el ejercicio de la negociación, el desarrollo de pactos que satisfagan las necesidades u objetivos de las diversas partes y la consecución de acuerdos sobre los temas esenciales de la agenda de desarrollo. En un contexto democrático, la política es sólo negociación.
Lo que los políticos logren en el ámbito de la negociación va a marcar el desarrollo de las instituciones políticas del país. Si los diputados y senadores se obstinan en defender viejas posturas y en negar a la negociación como el vehículo natural del desarrollo, van a llevar a un fracaso estrepitoso al país. Muchos priístas, por ejemplo, piensan que su actitud ahora debe ser la de oposición sistemática a todo lo que Vicente Fox proponga en el congreso. Una actitud así, además de contraproducente para el propio PRI (pues entrañaría una lectura totalmente absurda del mensaje enviado por los electores en la pasada elección), impediría que se avanzara en el proceso de institucionalización del poder, algo que conviene a todos los mexicanos, comenzando por los propios partidos, incluido al PRI. Independientemente de lo que hagan o no los priístas para renovarse, es más que evidente que el futuro ya no va a ser el mundo ideal al que estaban acostumbrados.
Esta nueva complejidad trae consigo importantes oportunidades y responsabilidades para la ciudadanía en general. Para comenzar, desde el llamado al no nos falles, los ciudadanos han hecho muy claro su objetivo de obligar a los políticos a cambiar la manera de hacer política. Pero eso no va a ser suficiente. La nueva realidad obliga a cambiar más que actitudes: es indispensable modificar los incentivos que tienen frente a sí los políticos para que respondan, de una vez por todas, a las demandas y preferencias de la ciudadanía. En este momento, por ejemplo, es imperativo abrir al discusión sobre la reelección en el poder legislativo a fin de dirigir y afianzar las lealtades de los (supuestos) representantes populares directamente hacia los electores. Solo así será posible, primero, institucionalizar el poder y, segundo, crear los mecanismos de control democrático de los que el país ha adolecido por décadas. Aunque estos cambios tomen su tiempo, la desaparición del temor reverencial hace posible un futuro que hasta ahora era simplemente inconcebible.