Damocles se encuentra a Pandora

Luis Rubio

Los resultados electorales son contundentes e indican que todo lo que los mexicanos esperaban era una oportunidad: la ocasión de hacer sentir su profundo malestar con un sistema que no resolvía ni lo más elemental: la pobreza, la corrupción, la inseguridad y, sobre todo, el anhelo de integrarse a la parte exitosa de la economía, con todas las reformas que eso pudiera requerir. Sólo así puede explicarse el fenómeno vivido la semana pasada en que una palabra cambio- se convirtió en una máquina cohesionadora de la sociedad mexicana. La elección de Vicente Fox muestra que el disgusto con el gobierno era tan grande que, tan pronto se presentó la primera oportunidad, tan pronto hubo alguien que ofrecía al menos la posibilidad de romper con el monopolio gubernamental, la población la tomó y actuó, con el resultado que vimos hace una semana. En el camino, los electores quizá abrieron una caja de Pandora.

Muchos priístas se preguntan, con toda razón y honestidad, qué es lo que pasó: cómo pudo ser posible que un partido que ha hecho tanto por México y los mexicanos perdiera de una manera tan miserable. Y no sólo eso, ¿cómo es posible que votaran por una persona como Fox? El mero hecho de que algunos miembros del PRI se hagan este tipo de preguntas es en sí indicativo del problema. Ciertamente, nadie podría explicarse al México moderno sin el PRI. Cuando Plutarco Elías Calles crea la primera etapa del partido que nos ha gobernado por siete décadas, México se encontraba apenas saliendo del caos de la época revolucionaria y el PRI constituyó una excepcional plataforma para el crecimiento y desarrollo que siguió. Sin embargo, a partir de esos cimientos, los priístas construyeron un mito muy conveniente: que nadie mas sabría cómo gobernar al país y que, en todo caso, los mexicanos serían incapaces de valerse por sí mismos.

Es posible que el momento crucial de esta campaña haya sido precisamente cuando Francisco Labastida planteó, como recurso retórico, la interrogante de quién había hecho qué en la historia de México: de no haber habido PRI, sugería el candidato, quién habría alcanzado logros como la creación del IMSS, la expropiación petrolera, las carreteras, las presas y demás. Desde el punto de vista de la ciudadanía, tal y como se expresó en las urnas el pasado domingo, el PRI ha hecho muchas cosas buenas, pero las malas son las que parecen haber quedado en el subconsciente colectivo de la abrumadora porción de la población que votó por partidos distintos al PRI. Quizá Francisco Labastida no se percató del hecho que, al hacer la pregunta de quién era el responsable de las cosas buenas también abría la posibilidad de que se planteara la misma pregunta sobre todas las demás. La respuesta ciudadana sobre ese saldo quedó ampliamente consagrada el dos de julio.

Si algo resulta claro del resultado del dos de julio es que el PRI hace tiempo que dejó de comprender al país y las motivaciones de la ciudadanía. Los controles que se impusieron sobre la población a través de la prensa, los sindicatos, el fisco, los libros de texto y demás, sirvieron para mantener bajo presión a la población pero, irónicamente, también tuvieron el efecto de impedir que nuestros gobernantes se mantuvieran atentos a la evolución de la población, a sus expectativas y miedos. Desde el punto de vista ciudadano, el gobierno simplemente se negaba a responder a sus reclamos y preocupaciones. Es más, ni siquiera los comprendía. Por décadas, las campañas y las elecciones eran meros escaparates diseñados para distraer la atención de la población y para consumar la renovación institucional del poder y de los controles sobre una población percibida como incompetente para decidir por sí misma. Esta arrogancia condujo a una campaña que no pudo responder al reto impuesto por Fox.

La campaña del PRI también fue significativa por los límites que se auto impusieron el candidato y sus operadores. En lugar de apalancarse en lo único excepcional que tenía el PRI a su alcance en comparación con cualquier momento de los últimos veinticinco años la estabilidad de la economía-, la campaña ignoró al gobierno actual y se dedicó a promover una visión propia de los años sesenta o setenta y, por lo tanto, obsoleta e inoperante para el inicio del nuevo siglo. De esta manera, mientras que Fox ofrecía una nueva oportunidad, un cambio, Labastida prometía más de lo mismo. Cualquier encuesta habría revelado que una mayoría de los mexicanos ya no podía soportar más de lo mismo, razón por la cual ni el famoso «martes negro» hizo mella alguna. Sin duda, el enojo popular llevaba años creciendo, pero es obvio que el factor que lo disparó fue la existencia del primer candidato de un partido distinto al PRI deseoso de ganar la contienda y, al menos en apariencia, capaz de romper con los círculos viciosos a los que el PRI había sometido a la población.

A final de cuentas, el hartazgo pudo más que las amenazas a las que recurrió el PRI en los últimos días de la campaña. Lo interesante es que el campo labastidista comenzó a hacer uso de las peores mañas de los expertos en campañas publicitarias destructivas y negativas, así como a interminables amenazas a los beneficiarios de programas gubernamentales y a los empleados de la burocracia justamente cuando ya percibían el triunfo a la vuelta de la esquina. Este quizá también fue otro punto de inflexión para muchos votantes: si Fox amerita tanta saña, algo bueno debe traer consigo.

A estas alturas, nadie sabe qué tan bueno o diferente será el gobierno de Vicente Fox. La abrumadora mayoría de quienes votaron por él sabían que estaban corriendo un riesgo, pero su oferta de cambio resultó más convincente que la alternativa. Ahora que ha ganado, Fox tendrá que aterrizar su propuesta de cambio, lo que seguramente no va a satisfacer a todos sus electores. Algunos van a preferir que se enfaticen temas de seguridad pública, en tanto que otros querrán saldar cuentas con burócratas o políticos corruptos; unos demandarán atención urgente a sus problemas, mientras que otros exigirán que las cuentas fiscales se lleven a un verdadero equilibrio. Además, la alianza que Fox fue integrando a lo largo del camino, y que le rindió evidentes frutos, ahora se va a transformar en una colección de demandantes de chambas, lo que sin duda generará fuertes tensiones. Por si todo esto fuera poco, Fox sabe bien que, en adición a todo lo anterior, tendrá que lidiar con los mercados financieros y con lo que quede del PRI.

Por su parte, los priístas van a entrar en un proceso de transformación que, en el mejor de los casos, arrojará un partido nuevo, cohesionado, coherente y capaz de ser un retador formidable una vez más en seis o doce años, dependiendo de si triunfa el ánimo refundacional (tal y como le ocurrió al ex Partido Comunista de Polonia) o si los traiciona la arrogancia. Seguramente veremos dentro de ese partido un primer proceso de asignación de culpas y linchamientos públicos pero, con suerte, los priístas pronto reconocerán que esta derrota en realidad constituye una bendición, pues les dará la oportunidad de llevar a cabo la reforma que, como vimos en 1999, jamás habrían podido lograr mientras se encontraran en el poder. Esto, sin embargo, no va a hacer más fácil el proceso. Seguramente, en muy poco tiempo el poder del PRI se concentrará en los gobernadores de ese partido o en alguna coalición de gobernadores, quienes se aprestarán a negociar con Fox. Si ambos entran en ese proceso de buena fé, el país podrá abandonar la etapa política de confrontación destructiva y estéril de los últimos lustros para dedicarse a institucionalizar el reparto del poder, sentando las bases para el eventual nacimiento de pesos y contrapesos efectivos y, a la larga, de un nuevo orden legal. Pero entre este momento y aquél, los priístas tendrán que pasar por un proceso de reaprendizaje para comprender otra vez cómo son y que demandan los mexicanos, para atraerlos en lugar de atemorizarlos y para ganar su respeto en lugar de su aversión. Paradójicamente, mientras más rápido se transforme el PRI y aprenda a ser un partido bueno y efectivo de oposición, más rápido podrá retornar al poder. Nada los haría retroceder más que recurrir a la venganza.

Por otra parte, vienen meses de transición entre el gobierno de Zedillo y el de Fox. A diferencia de la compleja interacción que le espera a Fox, el PAN y el PRI, en este ámbito ambos mandatarios comparten el objetivo evidente de lograr una transferencia de responsabilidades sin complicaciones y sin crisis y ambos saben bien que eso es algo que nadie puede garantizar. Por ello, los dos tienen poderosos incentivos para cooperar en cualquier forma que conduzca a una inauguración tranquila y pacífica.

Esta elección no la perdieron unos cuantos individuos descarriados. La perdió la forma de ser de un partido que se anquilosó y que se ganó, a pulso, el repudio de una buena parte de la población. Pero una vez habiendo perdido, el futuro ya no lo escribirá el PRI, pero tampoco Fox o el PAN. El futuro lo escribirá la interacción que caracterice a las diversas fuerzas políticas, a sabiendas de que los ciudadanos, ahora que encontraron la llave, podrán quitarle el poder a cualquier partido en la siguiente elección. En este sentido, el gran cambio del domingo pasado es que la ciudadanía se animó a derrotar al PRI, abriendo con ello la posibilidad de lograr una nueva etapa de desarrollo institucional. Pero esta etapa puede ser exitosa, pero también puede acabar llevándonos al fracaso. A Fox se le otorgó la poderosa misión de dar el gran paso adelante en los innumerables frentes hoy rezagados. Pero la ciudadanía le negó un cheque en blanco: no le dió control de las cámaras legislativas y, en una buena muestra de quien comenzó a ejercer el control político en el país, las masas que se congregaron para celebrar en la noche del dos de julio en el ángel de la Independencia le exigieron con toda claridad que «no me falles». Su responsabilidad ahora es lograr un consenso que haga posible salir adelante, con una espada de Damocles pendiendo permanentemente encima de su cabeza.