Fin de una mitología

La reciente elección va a cambiar a México y a la política mexicana para siempre. No se trata de un mero cambio de personas o partidos en el poder, sino del rompimiento de un sistema que se mantuvo en el poder por décadas, apoyado en estructuras de legitimidad muy desarrolladas que con el tiempo se erosionaron, hasta colapsarse. Todo en el país va a tener que adaptarse a una nueva realidad y la política exterior no será la excepción.

 

Una vez transcurrida la elección, es fácil ridiculizar el reinado del PRI. Sin embargo, por más que muchos críticos a lo largo del tiempo, en México y en el extranjero, caracterizaran al PRI como un partido esencialmente autoritario y vertical, la realidad es que gozó de una enorme legitimidad entre la población, ratificada en forma regular a través de las urnas. El PRI nunca fue un partido político en el sentido que los teóricos políticos le dan al término. Su propósito era el control de la población para beneficio de los grupos que lo habían creado. El PRI nació ante la ausencia de un sistema político organizado, con el objetivo de darle estabilidad al país después de años de lucha revolucionaria. A pesar de sus deficiencias, lo más notable fue su enorme éxito.  El PRI organizó a la población y le dio al gobierno, una base de estabilidad política que le permitió alcanzar décadas de crecimiento económico relativamente elevado. Evidentemente, los costos de ese éxito tampoco fueron pequeños.

 

El PRI era prácticamente ubicuo. Sus redes y tentáculos se extendían a todos los rincones del país y alcanzaban a las poblaciones más recónditas del territorio. Por mucho tiempo, fue imposible distinguir al PRI del gobierno: uno reforzaba al otro y ambos acababan logrando su objetivo fundamental: mantener el poder con una situación económica razonablemente buena. En su inicio, el PRI incorporó a los líderes de los principales grupos y organizaciones políticas, partidistas, militares, obreras, campesinas y populares y les confirió beneficios extraordinarios, en la forma de acceso al poder y a la riqueza, a cambio de su lealtad al presidente y al sistema. Por su parte, el gobierno creó organizaciones, empresas e instituciones -desde el Seguro Social hasta la Conasupo- para afianzar su poder y magnificar su presencia en todos los sectores y regiones del país. En adición a ello, construyó una formidable maquinaria electoral que se especializó en la creación de una cultura de intercambio de votos por beneficios concretos. Todo esto le permitió una enorme capacidad de movilización que rendía frutos cada que el partido se probaba en las urnas.

 

Para completar el círculo, el PRI desarrolló toda una mitología que le permitió hacer legítimo su control sobre la población. Esa mitología abarcaba las más diversas áreas de la cultura, el conocimiento y hasta la ciencia. Poco a poco se fue desarrollando una historia oficial, cuyo objetivo era el de explicar la realidad a partir de una serie de eventos y circunstancias que con frecuencia ni siquiera existieron o que, en todo caso, no ocurrieron de la manera en que se planteaba. A mediados del siglo pasado, en ocasión del centenario de la invasión norteamericana de 1847, por ejemplo, se inventó el mito de los niños héroes, a pesar de que la historia no registra esos sucesos. La historia oficial pretendía hacerle creer al mexicano que había una continuidad directa e inexorable entre Cuauhtémoc, el último emperador azteca en 1325, Miguel Hidalgo, personaje central en el movimiento de independencia de 1810, Benito Juárez, el presidente liberal de mediados del siglo XIX, Francisco Madero, el promotor de la Revolución de 1910 y quien se encontrara de presidente en turno. La historia se adaptaba según las circunstancias.

 

La mitología se extendía a todos los ámbitos de la vida nacional, pero quizá en ninguno era tan patente como en la política exterior. En un país con intereses relativamente limitados en el resto del mundo, sobre todo porque pocos años después de la creación del PRI se adoptó una política económica más o menos autárquica, la política exterior se convirtió en un instrumento de legitimación del sistema en su conjunto. El gobierno desplegó una política exterior de principios, idealista en el contexto internacional, cuya audiencia era esencialmente doméstica. A través de la política exterior, el gobierno mexicano se dedicó a perseguir objetivos de política interna, particularmente el complacer a los intelectuales y grupos de izquierda. En este sentido, la política exterior se abocó a adoptar causas atractivas para fines domésticos, desde Abisinia hasta Cuba. El gobierno destacaba en los foros internacionales por su devoción a un número de causas que, aunque con frecuencia controversiales, prácticamente nunca entrañaron consecuencias mayores. La postura mexicana se definía, en la mayoría de los casos, como anti norteamericana, pero el gobierno jamás llegó a confundir los intereses reales del país con la retórica y las acciones simbólicas que le daban cuerpo a la política exterior. Este era el meollo de su éxito.

 

El gran objetivo de la política exterior era el de reproducir la legitimidad del sistema priísta. En la elaboración de ese sistema de legitimidad, el gobierno construyó todo un andamiaje fundamentado en la difícil y compleja vecindad de México con Estados Unidos. Los elementos de una historia verdadera de conflictos e invasiones se convirtieron en las anclas de toda una mitología diseñada tanto para mantener a la izquierda satisfecha y a la población vigilante de los intereses, presentados siempre como abusivos, de la potencia norteamericana. Obviamente, el propósito último de toda esta construcción ideológica no se limitaba, ni de hecho perseguía, la creación de un ambiente anti norteamericano por sí mismo. El objetivo último era el de proteger intereses muy concretos y específicos en la sociedad mexicana. Para comenzar, se hacía ilegítima la inversión extranjera y, con ello, se preservaba el monopolio gubernamental sobre diversos sectores de la economía mexicana, a la vez que se protegía al sector empresarial de la competencia que pudieran representar las importaciones. En conjunto, la política exterior, aunque controvertida y disputada en ocasiones, servía para proteger a intereses reales en la sociedad mexicana.

 

Con el tiempo, sin embargo, la realidad económica comenzó a chocar con la política exterior. A partir de los setenta, la economía mexicana requería de flujos incrementales de inversión, así como de la expansión del mercado, para poder mantener tasas de crecimiento económico suficientes para satisfacer la demanda de una población pujante y creciente. En un principio, a partir de 1971, el gobierno intentó lograr ese objetivo por medio del endeudamiento externo y de la inflación. Muy pronto, sin embargo, ese camino probó ser extraordinariamente destructivo, por lo que, a partir de mediados de los ochenta, comenzó a intentarse una reforma de fondo de la economía mexicana. Esa reforma eventualmente llevó a la privatización de un sinnúmero de empresas, a la apertura de la economía a las importaciones y a la inversión extranjera, a un crecimiento espectacular de las exportaciones y a la creación de una amplia red de tratados de libre comercio, comenzando por el TLC norteamericano, los diversos acuerdos firmados con países de la región latinoamericana y, más recientemente, con la Unión Europea. Todos estos pasos, sin embargo, chocaban de frente con una política exterior diseñada para otros propósitos y en el contexto de una realidad económica muy distinta. Pero dado que el gobierno priísta no podía prescindir de esta fuente de legitimidad, la solución pragmática consistió en adoptar, de facto, dos líneas de política exterior simultáneas, una hacia Estados Unidos y otra, muy distinta y con frecuencia contradictoria, hacia el resto del mundo.

 

Ahora que el PRI finalmente perdió el poder, la pregunta elemental es qué le pasará a la política exterior. La plataforma electoral de Vicente Fox enfatiza, como prioridad fundamental, la de crear las condiciones necesarias para que la economía mexicana pueda lograr tasas de crecimiento elevadas y sostenibles a lo largo del tiempo. Para ello, plantea una estrategia que incluye las siguientes facetas: una revolución educativa que permita a la población desarrollar las habilidades que demanda la economía moderna, fuertes inversiones en infraestructura, la profundización de la apertura económica y la búsqueda activa de inversiones del exterior. Según la estrategia que ha diseñado su equipo, la inversión extranjera y las exportaciones son dos condiciones indispensables para acelerar el ritmo de crecimiento económico y para incorporar a los mexicanos que se han quedado rezagados en el proceso de desarrollo. Entre los instrumentos que Fox se propone emplear con particular énfasis es el TLC norteamericano. Específicamente, plantea la necesidad de profundizarlo y ampliar su alcance, para incluir temas no incorporados (como el migratorio), así como para acelerar la integración de ambas economías tanto en bienes como en servicios. Es decir, la relación con Estados Unidos será parte central del proyecto de Fox.

 

La gran ventaja con la que Fox inicia su gobierno es que él no requiere de una legitimidad artificial para articular su programa de gobierno. Su legitimidad proviene de las urnas y, por lo tanto, en su planteamiento no existe la menor contradicción entre la política interior y la política exterior. Ambas debieran ser parte de un mismo proyecto de desarrollo. Esto implica que México tendrá que experimentar una verdadera revolución en su política exterior. Así como ha habido una profunda revolución en la política económica, ahora le ha llegado el turno a su contraparte internacional. Este ámbito de la acción gubernamental deberá pasar ahora a ser un componente intrínseco de la política interna y económica. México tendrá que comenzar a definirse como un país de la órbita occidental, como una nación democrática de pleno derecho en el concierto de las naciones, como una nación latinoamericana sin complejos y, en general, como una nación normal que no tiene que recurrir a la política exterior para presentar una cara que no es la suya. Por primera vez en muchas décadas, podrá haber una verdadera identidad entre lo que México es y como se presenta ante el resto del mundo. La ironía y la enorme trascendencia de esta convergencia quizá sea difícil de apreciar fuera de México, pero internamente representará una dramática transformación, no menor a la que comenzó a ocurrir el pasado dos de julio.

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