Luis Rubio
Un exitoso y pacífico proceso de transición política en el país, como el que claramente está avanzando, inevitablemente va a incrementar la complejidad y la incertidumbre política del país en el corto plazo. Esta parecería ser una afirmación por demás paradójica. A final de cuentas, la reciente elección ha sido reconocida por prácticamente todos los actores políticos como una realidad política indisputable; de hecho, con excepción de unos cuantos priístas recalcitrantes que no pueden concebir al mundo sin el PRI, la transición de partidos en el gobierno ha comenzado sin disrupción alguna. Esto fácilmente podría llevar a concluir que el país ha dado el paso que faltaba para resolver su problemática política y entrar de lleno en una etapa de desarrollo en el más amplio sentido de la palabra. La realidad es que la transición política apenas comienza y es ahora, una vez pasada la elección, que todo el trabajo que no se hizo con anterioridad tiene que ser realizado.
En el curso de los noventa, los mexicanos finalmente nos pusimos de acuerdo en un tema fundamental, sobre todo porque había sido una fuerte tan acusada de conflicto y violencia: la manera de acceder al poder sería mediante elecciones. Se dice fácil, sobre todo a la luz de los resultados de la reciente elección pero, en realidad, ese acuerdo representó una primera gran transformación del sistema político mexicano, misma que hizo posible la legitimidad de la última justa electoral. Sin embargo, lo que nunca llegó a acordarse es la forma en que los mexicanos habríamos de gobernarnos. Este es el tema que hoy se convierte en medular.
Si bien la reacción generalizada al triunfo de Vicente Fox ha sido una de reconocimiento y felicitación por la limpieza del proceso y la enorme oportunidad que el cambio de partidos en el gobierno representa, no es posible ignorar el otro grupo de reacciones que también están teniendo lugar. El mensaje que está enviando el corazón duro tanto del PRI como del PRD es uno de rechazo a la negociación, oposición a cualquier colaboración y, en el fondo, la búsqueda evidente de que el primer gobierno no priísta acabe siendo un fracaso. Ciertamente, desde un punto de vista partidista, la actitud de ambos partidos es no sólo lógica, sino respetable. Su objetivo debe ser el acceder al poder; por lo tanto, en un juego de suma cero, donde uno gana y otro pierde, el éxito de uno implica el fracaso del otro, y viceversa. En esto la postura del PRI y del PRD es natural. Pero su oposición va más lejos: su postura no se limita a rechazar una participación en el gobierno, sino que constituye un intento por descarrilar al próximo gobierno para retornar un pasado autoritario que, de haber sido deseable, hubiera sido reconocido de esa manera en las urnas.
En cierta forma, la postura del los dos partidos grandes de oposición representa una continuación de la estrategia de impedimento que marcó a la última legislatura. Al adoptar el título de mayoría de oposición, los partidos que la integraban (PAN, PRD, PT y PV) hacían ver su verdadera prioridad: el objetivo no era limitar al gobierno y hacerlo responsable ante la población para mejorar la calidad de su gestión o para satisfacer las demandas de la población, sino que su propósito era la oposición a ultranza, independientemente del costo. Por supuesto, en esto la culpa y responsabilidad no fue exclusiva de esos cuatro partidos; de hecho, el gobierno que hoy está por concluir su mandato hizo hasta lo imposible por obstaculizar la constitución de un bloque de mayoría y, mucho más importante, se negó a tomar la iniciativa para crear un marco de entendimiento que, en forma complementaria a los avances logrados en materia electoral, le dieran al país un acuerdo en materia de gobernabilidad del que hoy carecemos. Lo que nos espera es la cosecha de lo que se sembró- un periodo de intenso conflicto político que, confiadamente, llevará a lograr los pactos que hoy son necesarios para poder gobernar. Pero no hay garantía de que esto funcionará de esa manera.
Una revisión, incluso somera, de las posturas que han venido adoptando las diversas fuerzas que constituyen al PRI y al PRD luego de la elección, muestra un panorama difícil, terso y poco conducente al tipo de panorama que la población claramente demanda. El PRI y el PRD avanzan con gran celeridad a conformar un pacto de colaboración para conformarse en oposición a ultranza. Aunque evidentemente ambos partidos están en su pleno derecho de avanzar en esta dirección, las implicaciones de la consumación de un pacto de esa naturaleza para la población serían cualitativamente distintas a las que se derivaban del pacto entre los partidos en la legislatura que está por concluir sus funciones. Mientras que el pacto entre los cuatro partidos de oposición tradicional (PAN, PRD, PT y PV) sirvió para no mucho más que evitar que el PRI se impusiera como el partido dominante a partir de que perdió las elecciones en 1997, la conformación de un pacto entre el PRI y el PRD bien podría convertirse en un bloque dedicado a hacer imposible cualquier iniciativa que decidiese emprender el gobierno de Fox. Entre 1997 y el 2000, por ejemplo, el PAN colaboró en diversas iniciativas con el gobierno del PRI, independientemente de que eso hubiera ocurrido muchas veces a regañadientes. A final de cuentas, el PAN y el PRD compartían pocos objetivos en materia de políticas públicas, lo que hizo relativamente fácil que el PAN se desprendiera de esa coalición de vez en cuando. Esa misma cooperación entre el PAN y el PRI o entre el PAN y el PRD es menos probable bajo el nuevo escenario. La pregunta es si este ambiente de potencial confrontación podría llevar a la violencia.
El problema no reside en si un partido colabora con otro en el co-gobierno que naturalmente surge de una situación como la actual en que ningún partido tiene mayoría absoluta en las cámaras legislativas. El problema es que el objetivo de los partidos de oposición entraña, en buena medida, un rechazo a la legitimidad del nuevo gobierno. Detrás del reconocimiento implícito y, en buena medida de mala gana, al triunfo de Fox por parte de Cuauhtémoc Cárdenas y de Francisco Labastida (además de la abrumadora mayoría de los priístas), hay un profundo rechazo a la política democrática, cuya esencia reside en que se puede ganar o perder, pero lo que nunca se pone en duda es el derecho y la legitimidad del triunfador en las urnas. En la democracia, la palabra de los votantes expresada en las urnas es la ley y los políticos no tienen opción alguna más que aceptar el resultado. Su aceptación evidentemente no implica otorgarle un cheque en blanco al partido ganador, pero sí exige el reconocimiento de la legitimidad de su triunfo, algo que difícilmente se puede apreciar en la actualidad.
En el fondo, lo evidente es que no se le pueden pedir peras al olmo. Tanto el PRI como el PRD, pero sobre todo el PRI, tienen que pasar por un proceso de introspección que les lleve a definir su postura y futuro, por la fuerza de la realidad que se exprese en las urnas a nivel estatal y municipal en el futuro próximo. Es decir, por más que el impacto de la elección del pasado dos de julio sobre estos dos partidos haya sido brutal, es ilógico esperar que sus creencias, cálculo político y posturas se ajusten de la noche a la mañana. Muchos priístas todavía experimentan un proceso de negación de lo ocurrido y se dedican más a buscar culpables que a verse en el espejo. Este tipo de reacción es parte natural, necesaria e inevitable de cualquier proceso de cambio político. Lo importante desde el punto de vista de la ciudadanía es que los priístas y los perredistas resuelvan sus crisis en casa y sin violencia.
El problema es que lo que es deseable para la ciudadanía es muy difícil de lograr en el contexto de los incentivos que actualmente existen. Un ejemplo habla más que mil palabras: en la teoría democrática, los miembros del poder legislativo son supuestamente los representantes del pueblo. Sin embargo, todo mundo sabe que los legisladores mexicanos tradicionalmente han sido los representantes del gobierno o de sus partidos, pues de éstos depende la siguiente chamba de cada legislador. Es decir, los diputados priístas tradicionalmente han votado de acuerdo a las indicaciones del presidente, pues éste tenía el poder para decidir su empleo futuro, en tanto que, por las mismas razones, los de oposición generalmente se alineaban a las decisiones del partido. En este momento los legisladores priístas ya ni siquiera tienen eso. El resultado de la elección los ha dejado huérfanos: por una parte, por razones obvias, ya no tendrán al presidente por jefe; por la otra, no le deben la chamba al gobernador de su estado, ni al jefe del partido ni mucho menos a los ciudadanos. Por lo tanto, van a actuar como le dicte su mejor cálculo político. Este quizá sea un gran avance, pero poco conducente a afianzar los intereses de la estabilidad política en general o el deseo de desarrollo de largo plazo de la ciudadanía.
La pregunta es qué hacer al respecto. Si uno acepta que el problema es que el proceso de cambio político se ha quedado trunco porque no se llegó a un consenso sobre el método de gobierno, sobre cómo nos habríamos de gobernar, entonces hay dos caminos que se pueden seguir. Por una parte, el proceso podría tomar su propio camino, sin liderazgo y sin visión, como ha sido la historia reciente del país. En este escenario, los partidos comenzarían por chocar y enfrentarse hasta que, en algún momento, llegaran a reunirse, organizarse y, en algún punto, comenzar a definir un camino viable. Este proceso podría llevar unos cuantos días o podría llevar una eternidad. En la medida en que los diputados, senadores y líderes partidistas fueran reconociendo que el mejor interés de todos es colaborar, los pactos comenzarían a fluir. Algo así es lo que describen los tratadistas del pacto social, desde Hobbes hasta Locke: el mundo era violento y dejó de serlo cuando los hombres acabaron por reconocer algunos por la imposición y otros por el acuerdo- que la única manera de ganar era organizándose. La alternativa, ni visionaria ni grandiosa pero más práctica es cambiar los incentivos actualmente existentes. En lugar de que, siguiendo el ejemplo de la orfandad de los priístas, los diputados le respondan a otros políticos, lo que es imperativo es que el conjunto de los participantes en la actividad política no vean otro jefe que el electorado. Y en este momento quizá la mejor opción para ello (aunque no la única) es introducir la reelección a nivel del congreso para que los diputados y senadores, así como los líderes partidistas, sepan que no hay más jefe que el votante. Cuando lleguemos a eso, la gobernabilidad comenzará a darse por sí misma, como en todas las democracias.