Más allá de Bancomer

Poco justificado parece el júbilo que embargó a las autoridades hacendarias luego de que el consejo directivo de Bancomer optara por aceptar la oferta de adquisición de BBV en lugar de la de Banamex. El regocijo de las autoridades respectivas no pudo ser ocultado luego del resultado final del affaire Bancomer, aunque en realidad no hay razones para celebrar. A final de cuentas, el proceso exhibió a una Secretaría de Hacienda, regulatoriamente y en la práctica poderosa y dotada de extraordinarias facultades para influir en el destino de la economía mexicana, sólo capaz de reaccionar, ante su absoluta incapacidad de desarrollar una visión de largo plazo, algo particularmente importante cuando se trata del diseño del sector bancario, cuya trascendencia es evidente para todos. Desde el punto de vista del desarrollo futuro de la economía mexicana y de la ciudadanía en general, lo importante no es quién gana en una puja, sino cómo se juega el juego. En esto, las autoridades salieron reprobadas, por lo que no tienen nada que celebrar.

 

Los bancos, habría dicho el canciller prusiano Otto Von Bismark, son demasiado importantes como para dejarlos en manos de autoridades incapaces de saber a donde los quieren llevar.  Este es el tema de fondo en el proceso de adquisición de Bancomer, a la sazón el segundo mayor banco del país, cuando, en un primer momento, el banco español Bilbao Vizcaya Argentaria propuso y llegó a un acuerdo de principio con sus accionistas principales, para inmediatamente después verse confrontado por una oferta adicional, esta vez por parte de Banamex, el mayor banco del sistema. Con esta segunda propuesta, el país pareció entrar  de lleno en las grandes ligas de la intriga financiera internacional, en donde las ofertas y contraofertas son materia común en el desempeño cotidiano de los mercados. En cierta forma, ambas ofertas se encontraron con autoridades regulatorias prestas para reaccionar ante el cambiante entorno, pero incapaces de prever y desarrollar una visión de largo plazo para el sector financiero.

 

A decir verdad, el sector financiero ha sufrido los embates de la arbitrariedad burocrática desde hace décadas. Hasta el final de los sesenta, los bancos se distinguieron por ser una fuente segura y confiable de financiamiento para las empresas, con lo que contribuyeron al enorme éxito en el desarrollo industrial del país. En los setenta, sin embargo, el gobierno los obligó a abandonar ese camino para convertirlos en la fuente de recursos para sus proyectos y sectores favoritos y para financiar un gasto gubernamental que creció de manera tan vertiginosa que acabó por prácticamente quebrar a la economía del país. En los ochenta, los bancos fueron expropiados, con lo que desapareció el desarrollo de personal competente para la administración del financiamiento y la evaluación del riesgo, que es la esencia misma de la función bancaria. De esta manera, cuando vino la privatización de los bancos a principios de los noventa, la característica principal de esas entidades era que ya casi no existían banqueros capaces de cumplir con esa función tan sensible e importante. Además, el proceso de privatización fue defectuoso de principio a fin, privilegiándose el precio de venta (y por lo tanto, el ingreso gubernamental) sobre la salud financiera de las entidades privatizadas. Quizá más importante, la arrogancia burocrática se dejó sentir en la manera en que se constituyeron los nuevos grupos bancarios, en la manera en que se discriminó entre accionistas aceptables y los no aceptables y en la absurda manera en que se excluyó a los bancos extranjeros del proceso. Luego vino la crisis de 1995 y, con ella, la virtual quiebra de los bancos, causada tanto por la crisis misma, como por la forma en que se privatizaran los bancos, y los incentivos perversos que ésta generó. En cualquier caso, el llamado “rescate” bancario fue extraordinariamente oneroso y deplorablemente administrado.

 

Lo único evidente en lo descrito en el párrafo anterior es la falta de un sentido de dirección. No existe un diseño de sistema financiero para el futuro de México. Es evidente que las autoridades hacendarias y bancarias no han evaluado si lo adecuado para el país es un sistema financiero de propiedad, al menos a nivel de control, cien por ciento mexicana o si ésta puede ser cien por ciento extranjera. Si la propiedad es importante o si lo ideal es que haya una combinación de bancos nacionales y bancos extranjeros; si éstos deben ser todos de una nacionalidad o si debe haber una determinada composición para diversificar el riesgo. Por encima de lo anterior, no se ha permitido la existencia de sucursales de bancos extranjeros en el país, por lo que los bancos del exterior que han incursionado en la banca mexicana son todos bancos nacionales, lo que tiene efectos legales y financieros importantes, entre ellos el que el banco matriz no tenga responsabilidad más que por el capital formalmente invertido en la subsidiaria mexicana. En cambio, de ser sucursales de bancos extranjeros, la responsabilidad de éstos es total. Irónicamente, lo que se ha hecho es llevar al peor de todos los mundos posibles donde: hay muy poca competencia, el acceso al crédito sigue siendo muy restringido y la concentración de bancos de una sola nacionalidad es muy elevada. Lo importante no es que se permita o favorezca la presencia de bancos nacionales o extranjeros, sino que las autoridades del ramo han actuado de manera absolutamente discrecional, reaccionando según se presenten los problemas sin ningún marco conceptual que los oriente.

 

A principios de este año, cuando BBV llegó a un acuerdo para adquirir Bancomer, las autoridades se vieron ante la necesidad de definirse al respecto. Cabe decir que, de acuerdo a la ley, BBV estaba en pleno derecho de proponer la compra y los accionistas de Bancomer de aceptarla. Pero poco después llegó Banamex a complicar las cosas para ambos jugadores, pero también para las autoridades. Si los accionistas de Bancomer tuvieron la oportunidad de comparar las dos posturas que se les presentaron de acuerdo a sus méritos, sólo ellos lo saben. Pero no hay duda que el entorno político en que este proceso se dio abrió una ventana, pequeña pero muy reveladora, de cómo se toman las decisiones en el país.

 

Normalmente, la decisión sobre la compra y venta de una empresa depende únicamente de sus accionistas (que, evidentemente, deben satisfacer las regulaciones vigentes y los requerimientos, en su caso, de las autoridades en materia de competencia y prácticas monopólicas). Pero en el caso de Bancomer fue evidente la lucha política que se dio en torno a la operación. Por una parte, la oferta de Banamex desató fuerzas nacionalistas insospechadas en la sociedad y en el gobierno; por la otra, la perspectiva de acabar con la posibilidad de un enorme banco dominando al sistema llevó a que se consolidara una coalición implícita de grupos e intereses extraordinariamente diversos y, por ello, reveladora de nuestra realidad política: en contra de la adquisición de Banamex se coaligaron quienes demandan un sistema competitivo con ¡el dueño del mayor monopolio privado en el país (Telmex)!; los enemigos de Carlos Slim y el personal directivo de Bancomer; los enemigos de Roberto Hernández y las autoridades hacendarias, probablemente temerosas de tener que lidiar con otro empresario de gran tamaño en el país. Evidentemente, todos y cada uno de estos componentes tiene pleno derecho de hacer sentir su presencia y de influir en favor de sus intereses. Lo significativo de todo esto es que el esquema normativo que rige a la banca es tan deficiente que la decisión final tuvo más que ver con la fortaleza política de cada uno de los bandos que con un marco de reglas debidamente establecido. Puesto en otros términos, nuestro país dista mucho de caracterizarse por la legalidad, la claridad en las reglas del juego y la fortaleza de las instituciones, factores todos ellos decisivos para el desarrollo de largo plazo. Las reacciones de la autoridad fueron más importantes que las decisiones del mercado.

 

Las implicaciones económicas de una fusión de Bancomer con BBV son evidentemente muy distintas de las que se hubiesen podido presentar de haberse consumado la fusión entre los dos bancos más grandes del sistema. Los méritos de cada uno de esos escenarios son distintos, algunos de ellos mejores que otros para el desarrollo económico del país. Pero lo que todo este proceso revela es que las autoridades reaccionan ante las circunstancias en lugar de avanzar en el diseño de un sistema bancario apropiado, congruente con las necesidades y demandas del resto de la economía y con un esquema regulatorio eficiente y moderno.  Desde los ochenta, cuando se inició la apertura de la economía, los bancos fueron tratados bajo un régimen de excepción. De esta manera, mientras que una empresa industrial tenía que batirse sin misericordia con las importaciones, los bancos vivían aislados del mundo real.  El hecho de que los costos de financiamiento fuesen, por esa ausencia de competencia internacional, mucho más elevados para la planta industrial mexicana que para sus competidores en el resto del mundo, tenía muy sin cuidado a las autoridades hacendarias. Estas nunca planearon un proceso de apertura, algo que sólo la crisis les obligó a emprender. La ley establece una serie de parámetros, que las autoridades deberían limitarse a hacer cumplir; sin embargo, la evidencia muestra que las propias autoridades se encuentran insatisfechas con el diseño normativo, razón por la cual intervienen de manera reactiva y discrecional en favor de uno u otro bando, como si fuesen parte interesada del proceso.

 

En el fondo, el affaire Bancomer no hace sino mostrar nuestras carencias. No hay duda que el aparato gubernamental acabó por favorecer la postura de BBV por temor a las implicaciones políticas de una potencial fusión entre Banamex y Bancomer. En franco contraste con los avatares de Bill Gates, quien se va a defender hasta con las uñas mientras dure su proceso pero, sin la menor duda, acatará el veredicto final, nuestras autoridades saben que no existe un proceso judicial equivalente –y, por lo tanto, confiable y respetado- por lo que intervienen sin el menor recato cuando perciben una amenaza, como claramente ocurrió en este caso. Lo importante acaba siendo no quién se queda con qué –pues eso es de interés de los afectados exclusivamente- sino el que no existe un Estado de derecho operativo, funcional y creíble al que todos los actores se ciñan sin más. El poder sigue pudiendo más que la ley.

 

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