Luis Rubio
La legislatura que está por concluir sus funciones el próximo agosto será responsable de haber desperdiciado una oportunidad histórica. Por primera vez desde la constitución del régimen político postrevolucionario, una endeble coalición de los partidos de oposición logró la mayoría de curules en la Cámara de Diputados. Después de décadas primero de sumisión y después de reclamos interminables, cualquier observador hubiera esperado al menos el intento de un primer ejercicio de negociación y cooperación entre los partidos de oposición y el gobierno federal encaminado a establecer reglas del juego para un mejor y, sobre todo, más transparente funcionamiento de la función de las tareas de gobierno. Sin embargo, en vez de un ejercicio de cooperación, el desempeño de esta legislatura resultó desastroso desde el punto de vista del avance de la democracia y de la transparencia. Lamentablemente, los mexicanos tendremos que esperar una nueva oportunidad.
El comienzo de la legislatura no fue propicio. Días antes de que se constituyera formalmente el nuevo congreso, los priístas intentaron imponerse por la fuerza, con el inconveniente de que ya no la tenían: sus números no llegaban a la mitad más uno requerido por la ley para poder constituirse en mayoría. Aunque resulte increíble dentro de un esquema democrático, el gobierno no hizo ni el menor esfuerzo por tratar de establecer una alianza con alguno de los partidos opositores para lograr, por esa vía, el control de la Cámara. Tantos años de monopolio del poder le impedían actuar del modo más obvio y elemental. Un tanto a regañadientes, los cuatro partidos opositores finalmente se organizaron e hicieron valer su mayoría. Pero de entrada evidencian sus complejos al autoimponerse la etiqueta de mayoría de oposición, una contradicción de términos dentro de cualquier régimen democrático; o se es mayoría o se es oposición (y es perfectamente posible ser mayoría en el congreso y no estar a cargo del poder ejecutivo), pero ambas cosas no son posibles. Los ayatolas del PAN y del PRD tomaron el control del proceso en tanto que los duros del PRI se dedicaron a hacer hasta lo imposible por asegurar que el primer ejercicio de gobierno dividido fuese un fracaso rotundo.
Los tres partidos se subieron en su macho y se abocaron, cada uno por su lado, a tratar de sacarle partido a la nueva situación. Por el lado de la oposición, el PAN y el PRD cooperaron por unas cuantas semanas al final de 1997 hasta que llegó el momento del presupuesto. Para el PAN resultaba evidente que un país moderno no puede funcionar sin un presupuesto debidamente aprobado, razón por la cual sus diputados no estuvieron dispuestos a participar en el juego de confrontación que propiciaba el PRD. Luego de dimes y diretes, el PAN optó por votar con el PRI, iniciando una nueva etapa de cogobierno en el Congreso.
Aunque la impresión pública es que el Congreso no hizo nada, la realidad, como muestran los estudios de María Amparo Casar, es que esta legislatura no fue menos productiva que las anteriores. La diferencia fundamental reside en que no todas las iniciativas del Ejecutivo fueron aprobadas y que muchas iniciativas potenciales nunca acabaron de cuajar. De una o de otra manera, el desempeño propiamente legislativo de la Cámara de Diputados fue menos malo de lo aparente, pero su desempeño político fue desastroso.
Pero el problema no se encuentra en el hecho de que esta legislatura hubiera exhibido posturas encontradas. El problema reside en que los políticos, de todos los partidos, confundieron la negociación con la componenda. No existe sociedad y sistema político democrático que no se caracterice por la presencia de posturas encontradas, puntos de vista e intereses antagónicos e ideologías en conflicto, todas reflejo de las diferencias normales que se encuentran presentes en la sociedad misma. El tema de fondo no es, por ello, el que existan diferencias, por agudas que éstas pudiesen ser, sino que no se hayan desarrollado mecanismos que permitieran conciliar o, al menos, facilitar la convivencia dentro de esas diferencias. Mientras que la negociación, esencia de la política, consiste en la búsqueda de objetivos comunes a partir de posturas encontradas, la componenda consiste en que cada una de las partes se dedica a avanzar su interés o postura independientmente de las consecuencias que éstas pudiesen tener sobre los demás o sobre el país en su conjunto. Lo que hemos atestiguado en estos tres años, con algunos momentos excepcionales que ameritan elogio, ha sido una serie interminable de disputas y de componendas. Sin embargo no todo son retrocesos.
El drama que la política mexicana ha vivido en el Congreso a lo largo de estos tres años era en cierta forma inevitable. A final de cuentas, toda la estructura de reglas, mecanismos institucionales, prácticas y tradiciones conspiraba en contra de la cooperación entre las partes. Las reglas y leyes que existían al inicio de la actual legislatura estaban diseñadas, para que un partido dominara el proceso legislativo y controlara a todos los demás; es decir, todo estaba diseñado para ejercer el control político y no para favorecer la negociación y la resolución de conflictos. En ese entorno fue que surgió la primera legislatura dominada por la oposición, lo que creó situaciones como la que se presentó en el mero comienzo: el primer problema con que se encontró la oposición fue que, a diferencia de todas las legislaturas de países modernos del mundo (incluyendo en ese rubro a muchos países que parecerían ser más subdesarrollados que el nuestro), el hecho de sumar una mayoría de curules no conllevaba el control de los órganos de administración del Congreso (la antigua Gran Comisión). Muchos de los conflictos que se evidenciaron a lo largo de estos años se derivaron, en última instancia, de un diseño institucional añejo, inservible ante las nuevas realidades y diseñado para ejercitar el control político y no para hacer posible una negociación productiva. Nadie puede culpar de ello a la oposición, por muchos esfuerzos que algunos de sus integrantes con frecuencia hicieran para complicar la vida política del país.
Ahora que el Congreso ha finalizado su última sesión ordinaria es necesario comenzar a hacer una evaluación de su desempeño sobre todo a la luz de las elecciones que se aproximan. Si uno quiere encontrar fallas en el desenvolvimiento de la legislatura, lo difícil sería escoger entre los innumerables ejemplos. Claramente, el desorden, la desidia y el más enconado interés partidista prevaleció sobre los intereses más elevados de la nación. Pero, dadas las circunstancias, lo sorprendente hubiera sido que las cosas acabaran bien. Por décadas, el Congreso no cumplió más función que la de ratificar, sin mayor discusión, las iniciativas presidenciales que, con gran frecuencia, no eran más que necedades que servían a los más obtusos intereses personales o partidistas. Visto en retrospectiva, hubiera sido excesivo esperar que las cosas hubieran marchado de manera distinta en estos tres años. El desempeño de la legislatura que está por finalizar su mandato mostró que el desarrollo del país va a requerir una significativa transformación institucional que haga posible tanto la incorporación de los diversos intereses y posturas de la sociedad a través de la negociación, como la consecución de los proyectos de desarrollo que gocen del sustento político requerido. Como están las cosas ahora, es evidente que ninguna de estos dos objetivos son alcanzables y de eso no se puede culpar a los partidos de oposición.
Lo fácil sería comenzar a asignar culpas. Para comenzar, no cabe la menor duda de que el PRI hizo todo lo posible por dificultar el funcionamiento del Congreso. Desde su burdo intento por imponer una mayoría hasta el torpe manejo del fuero constitucional del Secretario de Turismo, el PRI se desvivió por hacer patente su capacidad de disrupción. En lugar de contribuir al desarrollo de un mejor diseño institucional, el presidente siguió enviando iniciativas sin el menor afán de negociarlas, en el mejor sentido, o de encontrar un espacio para la convivencia política; los priístas, por su parte, aprovecharon todos los errores, divisiones y conflictos entre los partidos de oposición para hacerle patente a la población que la oposición no es confiable y que sólo el PRI sabe gobernar. No hay duda que, en esto, el PRI mostró tener mucho mayor habilidad que cualquiera de sus contrincantes.
Pero la oposición no se quedó atrás. Uno de los grandes triunfos del PRD residió en descarrilar la iniciativa relativa al Fobaproa, pero nunca pudo ofrecer una iniciativa alterna que tuviera la más elemental viabilidad. El PAN, por su parte, no tuvo ni el más mínimo cuidado en las iniciativas que presentó (la ley del IPAB es la más tortuosa del mundo; además de compleja y contradictoria, alguien debería poderle explicar a la ciudadanía, por ejemplo, por qué del artículo 21 transitorio sigue el artículo segundo, también transitorio, y por qué hay otros siete artículos transitorios después de los primeros transitorios. Ni siquiera la más elemental secuencia numérica pudieron articular esos diputados). Las diferencias entre el PAN y el PRD son legendarias, pero su incapacidad para ponerse de acuerdo hasta en lo más simple habla mucho de todo lo que nos falta por transitar. Al final de cuentas, el gobierno mostró que sólo sabe gobernar para sí mismo, en tanto que la oposición exhibió su falta de capacidad para plantear un modelo alternativo.
De que hubo desperdicio es innegable. La pregunta es si, como mexicanos, podemos construir algo positivo a partir de esta experiencia. El riesgo que evidencia la legislatura que está concluyendo reside en que la política nacional, independientemente de quién gane las próximas elecciones o de cómo se constituya el próximo Congreso, siga experimentando un deterioro creciente, haciendo imposible la función gubernamental. Irónicamente, la solución al problema no reside en que gane uno u otro partido, sino en que se reformen las estructuras institucionales para que la vida de los mexicanos no se vea afectada negativamente por el triunfo o la derrota de uno u otro partido y, en un plano más amplio, para que sea posible el desarrollo del país. El mayor riesgo que tenemos los mexicanos frente a nosotros es el de una transición política interminable que no conduzca sino a la imposibilidad del desarrollo. El problema es dilucidar cuál es la mejor manera de asegurar, a través del voto, que ese no sea el resultado final.