Vencidas

Luis Rubio

En algún momento, que bien podría precipitarse el próximo primero de septiembre, los mexicanos tendremos que decidir qué futuro queremos para el país. La disyuntiva es muy clara, pero en lo absoluto novedosa: el país lleva dos décadas disputando el proyecto de país que habrá de caracterizar su futuro, proyecto que no ha acabado por definirse de manera cabal y definitiva. Las opciones son evidentes: un México agobiado por intereses especiales, controles verticales, ilegalidad, corrupción, criminalidad, desigualdad y bajo crecimiento económico; o, por el contrario, un México democrático fundamentado en la ciudadanía, con mayor equidad, instituciones políticas, judiciales y policiacas modernas y una portentosa economía. Los sindicatos que amenazan con parar, en flagrante violación de la letra y espíritu de la ley, son la expresión más visible del México corporativista de antaño que se niega a morir y que vive del privilegio y del abuso. El paro, de consumarse, va a delinear las líneas de confrontación de manera nítida y precisa. La pregunta es si la ciudadanía hará valer sus derechos y si el gobierno (federal y estatal) cumplirá con su responsabilidad de privilegiar la ley por encima de cualquier consideración.

La amenaza de paro y suspensión de servicios que anunciaron diversos sindicatos, notablemente el de electricistas (SME) y el de telefonistas, en apoyo a las demandas del sindicato de trabajadores del IMSS, pone a México frente a una decisión que ha venido posponiendo por más de dos décadas.

El viejo sistema corporativista, sostenido por redes de intereses que giraban en torno a la presidencia y el partido en el poder, llevó al gobierno a la quiebra en 1982, cuando el país, por primera vez en su historia moderna, se declaró incapaz de cumplir con las obligaciones financieras que había contraído. Esta deuda no se contrajo a causa de una circunstancia excepcional, sino de los costos crecientes del modelo de (sub)desarrollo que se comenzó a adoptar en 1970, cuando a los excesos del viejo sistema se agregó un creciente gasto público, concesiones interminables a sindicatos y grupos de presión y crecientes impedimentos al desarrollo de la economía. Por supuesto que nadie lo presentaría de esta manera, pero eso es lo que era.

En los ochenta, el modelo económico comenzó a dar un viraje, al principio con poca convicción y claridad, pero después con notable celeridad y decisión. El nuevo modelo comenzó meramente como una racionalización financiera y fiscal; se buscaba restaurar la salud financiera del país y el gobierno, a fin de retornar a la era de elevado crecimiento que fue característico de los años cincuenta y sesenta. Con el paso del tiempo, resultó evidente que una mera racionalización financiera sería insuficiente para lograr ese objetivo. El mundo había cambiado demasiado como para que una simple restauración, suponiendo que eso fuera posible, resolviera el problema. Fue así como empezó a cobrar forma el modelo de liberalización comercial, apertura a la inversión extranjera, modernización de la economía y privatización de empresas paraestatales.

Los promotores y defensores del modelo corporativista pretenden que éste es progresista y democrático, en contraste con la naturaleza supuestamente antidemocrática con que asocian el modelo de liberalización y modernización económica. La realidad hace patente que lo opuesto es más exacto. La incipiente democratización del país es producto precisamente de la multiplicación de fuerzas sociales, ciudadanas y políticas, desatadas por el desastre económico de los setenta y las crisis que éste produjo en los años subsecuentes. México entró a la era democrática gracias a que la economía se comenzó a liberalizar, lo que hizo insostenibles los controles políticos de antaño, es decir, los controles políticos que daban razón de ser al corporativismo.

El corporativismo era un complemento natural, y hasta necesario, de un sistema político diseñado para el control vertical y antidemocrático. A través del corporativismo, el sistema priísta logró mantener bajo control a la fuerza trabajadora, a los campesinos y a todos los grupos y organizaciones englobados dentro del llamado sector popular. El corporativismo se erigió como un mecanismo de intercambio en el que el gobierno otorgaba beneficios y privilegios excepcionales a los liderazgos de esas organizaciones y entidades a cambio del control de la población. Se trataba de un sistema sutil y muy eficiente pero, a la vez, profundamente abusivo y antidemocrático. Uno puede preferir un modelo sobre el otro, pero no es posible pretender que el sistema corporativista era (o es) democrático y benéfico para la población.

No es casualidad que el sindicato del IMSS se rehúse a negociar un esquema financieramente viable para el desarrollo de esa institución de protección y servicios de salud de los trabajadores. Menos excepcional es el hecho de que otros sindicatos, igualmente encumbrados y privilegiados, salgan a apoyar sus demandas. Lo que está de por medio es el futuro de los privilegios que por décadas acumularon los sindicatos favoritos del régimen. Lo que en un principio comenzó como un mero intercambio de favores (privilegios a cambio de control), redundó en abusos, excesos y una carga financiera creciente para el gobierno y, por lo tanto, para el crecimiento de la economía en su conjunto. Muchos de los privilegios que gozan sindicatos como los del IMSS y el SME son tan onerosos que el gobierno tiene que aportar montos crecientes de fondos, muy por encima de las cuotas o ingresos de las respectivas entidades gubernamentales. En el caso del SME, el gobierno prácticamente cubre la totalidad de los costos de Luz y Fuerza del Centro, ya que el costo del sindicato no guarda relación alguna con el tamaño, operación o naturaleza de la entidad.

Para mucha gente que no está involucrada con los temas obscuros de las finanzas públicas o la complejidad de la administración de una economía grande en un mundo de creciente interacción, los privilegios de estos sindicatos pueden parecer como anomalías, pero sin mayores consecuencias. Muchos piensan, como sugieren las encuestas y los medios de comunicación, que quizá se trate de abusos pero, al fin, bien ganados por años de trabajo de los agremiados. La realidad es que un trabajador en una empresa común y corriente tiene menos privilegios que el miembro de uno de esos sindicatos, no porque trabaje menos, sino porque esos sindicatos lograron beneficios a causa de la extorsión, no del trabajo. Así como el gobierno intercambiaba beneficios por control, los sindicatos (y muchos grupos políticos aledaños) intercambiaban estabilidad, es decir, la promesa o el compromiso de no hacer paros, huelgas o dañar la infraestructura del país, por beneficios que acabaron siendo incosteables para sus empleadores. A diferencia del trabajador de una empresa privada, que no puede negociar beneficios superiores a su capacidad, las entidades públicas lo hacían de manera cotidiana, pues el extorsionado no era el IMSS, Luz y Fuerza del Centro o PEMEX, sino el gobierno federal. Es decir, esos beneficios no son producto del trabajo, sino del chantaje que acabamos pagando todos los mexicanos en la forma de un menor crecimiento económico.

Detrás del debate que se realizó en el seno del poder legislativo hace unos cuantos días, se encuentra no sólo el régimen de privilegios de antaño, sino el proyecto de país que es deseable y posible. La mera amenaza de un paro nacional pone en evidencia que los sindicatos reconocen que, en ausencia de razón, su única defensa es la presión y la amenaza. Y, dado que controlan servicios clave como la telefonía o el suministro de electricidad, esa amenaza tiene consecuencias fundamentales. Peor, el hecho de que un sindicato lance públicamente una amenaza de esa naturaleza y no enfrente las consecuencias legales derivadas de ello, es testimonio fehaciente de la descomposición que sufren las estructuras gubernamentales. Por ser el cumplimiento la ley, junto con la seguridad pública, la razón de ser del gobierno (tanto federal como estatal), el hecho de que un sindicato pueda realizar semejante amenaza y no enfrente consecuencias tajantes, directas e inmediatas muestra con claridad la debilidad de la democracia mexicana y la persistente fuerza del corporativismo de antaño.

El momento es por demás delicado. Lo que está de por medio es tan esencial, tan fundamental, que toda la población debería sumarse para evitar el triunfo de las viejas fuerzas corporativistas. El punto es si daremos el paso hacia adelante o volveremos a la era de controles verticales, burocracias abusivas, crisis económicas y pobreza generalizada. Por supuesto, no vivimos tampoco en un paraíso puesto ahora en peligro, pero no hay duda que es más probable una mejoría significativa si se avanza con determinación hacia el futuro, que si se pretende retornar a un pasado que nunca fue tan benigno para la población como sus privilegiados pretenden hacer creer.

Para la ciudadanía, la disyuntiva es muy clara y tajante, aunque con frecuencia difícil de plantear. La alternativa no es entre un modelo de desarrollo popular y un sistema autoritario e inequitativo, aunque los medios persistan en esta simplificación, sino entre un país moderno e incluyente en el que todos tengan cabida y un país corrupto, dominado por intereses especiales que impiden el desarrollo del mexicano común y corriente. La disyuntiva no podría ser más clara y tajante, por más que se le disfrace.

El país requiere de definiciones claras, de una vez por todas. Situaciones como las que llevaron a la cancelación del aeropuerto en Atenco, producto del activismo de ese mismo corporativismo autoritario, abrieron la caja de Pandora porque invocaron al viejo sistema político y envalentonaron a los sindicatos, al priísmo más recalcitrante y a todos los beneficiarios del corporativismo. De no actuar con determinación -plenamente dentro de sus facultades legales y políticas- en esta ocasión, el paro anunciado para el primero de septiembre bien podría representar la sepultura del México moderno, comenzando por el gobierno del presidente Fox.

 

Elecciones y Futuro

Luis Rubio

En una sociedad democrática, cada elección representa una medida clave del momento político. Las elecciones miden la popularidad del gobernante o partido en el poder y constituyen una oportunidad para que la ciudadanía se manifieste sobre el acontecer local, estatal o nacional (aunque con frecuencia esta diferenciación resulte difícil). En toda sociedad que se reconoce como democrática, los políticos leen en las elecciones el mensaje de la ciudadanía. Quizá sea evidencia de nuestro primitivismo democrático el hecho de que a los políticos mexicanos las elecciones les digan poco más que el resultado inmediato; peor aún cuando el sentido del voto pueda estar anunciando cambios significativos en el sentir del electorado.

En Alemania, por ejemplo, los políticos y sus partidos examinan con extraordinaria acuciosidad la evolución de los procesos electorales estatales a lo largo de tiempo. Cuando una elección local marca un cambio significativo en las tendencias anticipadas, los políticos nacionales reconocen en ello un mensaje claro del electorado y actúan en consecuencia. Lo anterior es mucho más significativo de lo aparente: la composición del parlamento alemán puede parecer incólume y, sin embargo, sus patrones de voto cambian como resultado de una elección local, en claro reconocimiento del hecho que los electores están mandando una señal clara y transparente.

En Estados Unidos, cuando en una elección legislativa se debate alguna ley particular, son los miembros del congreso saliente quienes con frecuencia adoptan legislaciones que no habían sido aprobadas previamente, reconociendo el mensaje transmitido por el ciudadano a través de su voto. Así es la democracia. Es obvio que los políticos en las democracias maduras responden de esta manera porque saben que, de no hacerlo, la siguiente elección puede ser una picota para los partidos representados en el parlamento. Este hecho es muestra fehaciente de la existencia de una democracia en forma.

Desafortunadamente, los mexicanos todavía no podemos decir lo mismo. Pocos mexicanos se encuentran satisfechos de la evolución de la política mexicana o de la realidad nacional. Una parte significativa de la población lleva años (y, en muchos casos, lustros o décadas) manifestando su repudio tanto a los políticos como al pobre desempeño económico, la falta de transparencia en las decisiones gubernamentales y legislativas, las crisis económicas y, más recientemente, la ola de criminalidad que corroe hasta destruir la estructura social. Independientemente de la oferta que representaba Vicente Fox y el PAN en 2000, todos los mexicanos sabemos que esa elección constituyó una oportunidad para modificar la realidad política del país de una manera pacífica e institucional. Reconociendo el sentir del electorado, el propio Fox, con su invento del voto útil, aprovechó con extraordinaria habilidad el momento. Todos los políticos quieren imitarlo ahora, pero, irónicamente, nadie responde a la demanda ciudadana; por ejemplo, no hay un solo candidato haciendo propuestas sobre temas que, como el de la criminalidad, son prioritarios para la población.

No cabe duda que la sociedad mexicana se ha vuelto más democrática, pero también más violenta y disfuncional. No necesariamente existe una relación de causalidad entre estas características, pero es evidente que unas refuerzan y profundizan a las otras. Por ejemplo, es imposible que prospere una democracia si la ciudadanía se encuentra acosada por la violencia, la criminalidad y la confrontación armada entre grupos políticos, como ocurrió en los días previos a la elección en Oaxaca. De la misma manera, la disfuncionalidad de nuestro sistema de gobierno, producto en buena medida de la incompatibilidad entre las viejas formas y estructuras de la política mexicana con la nueva realidad del poder político, afecta el desempeño gubernamental, obstaculiza el crecimiento de la economía y, en consecuencia, impide que mejoren los índices de vida y empleo de la población.

Ninguno de estos temas es menor. Aunque las elecciones se han convertido en el mecanismo para determinar quién gobernará las diversas instancias políticas y administrativas del país y las disputas al respecto son cada vez menos frecuentes (pero no inexistentes como hemos podido atestiguar estos días), la realidad es que el país ha entrado en una etapa por demás peligrosa en la que no hay dirección clara ni consideración de los riesgos implícitos que esto conlleva. En lugar de estadistas tenemos políticos dominados por una retórica que incita a la violencia, un discurso de odio y confrontación a ultranza. Todos parecen asumir que sólo su interés inmediato es relevante, lo que les permite ignorar el contexto más amplio, la problemática que el país enfrenta en tal o cual actividad y, quizá más importante, los riesgos de su propia manera de actuar. Resulta evidente que en lugar de avanzar en la alineación de los objetivos de entidades, personas y partidos, hemos afianzado los que conducen al conflicto, la confrontación y al riesgo.

El problema de la inseguridad pública, nunca lejano del pensamiento de la ciudadanía, se deriva de la inexistencia de un sistema policiaco y judicial moderno y eficaz, pero sin duda se agrava por la expectativa de rápido enriquecimiento que se observó y engendró en los noventa, pero sobre todo por el resentimiento que existe en la sociedad mexicana actual y que probablemente explica la saña con que viene asociada la criminalidad. También, y no menos importante en el crecimiento de la criminalidad, ha sido el desinterés de las autoridades –a lo largo de los últimos tres lustros– por combatir el problema, además de la incitación a la delincuencia que entraña el discurso de la lucha de clases, sobre todo en el Distrito Federal.

La violencia política tiene una vinculación directa, aunque no necesariamente de causalidad, con los procesos electorales. Mucha de la violencia que se pudo observar en Oaxaca recientemente, como en Chiapas en el pasado, es consecuencia de la lucha por el poder. En comunidades chicas y distantes, el control del aparato gubernamental puede ser determinante para el uso de recursos naturales, la explotación de minas, la distribución de apoyos gubernamentales, etcétera. La propensión a la violencia es siempre elevada cuando existen conflictos de intereses entre distintos grupos sociales en esas situaciones. Algunos políticos azuzan a unos grupos contra otros con el objeto de polarizar y generar apoyos electorales, pero sin reconocer o mostrar interés alguno en las consecuencias que sus acciones traen consigo. La violencia política en México es vista como un instrumento político y no como un mal que deba erradicarse.

En definitiva, lo que todo esto sugiere es que existe una severa escisión entre los intereses de la sociedad y los de quienes aspiran y ejercen el poder. Para el mexicano común y corriente lo importante es disponer de empleo, seguridad, calidad de vida, nivel de ingreso y potencial de desarrollo para su familia. Para los políticos, no hay nada más importante que acceder al poder. Esto último no los diferencia de sus semejante en otras latitudes; donde sí hay una diferencia radical es que en las democracias consolidadas no hay contradicción entre las aspiraciones políticas y el bienestar de la ciudadanía. Para poder acceder al poder en una nación democrática, el político tiene que responder al reclamo de la población. En nuestro país no existe tal correlato, pues los políticos no se sienten responsables ante la población y no hay nada, en la práctica, que les obligue a rendir cuentas.

De no ser así, uno no se explicaría la lentitud (o indisposición) de muchos funcionarios para responder ante reclamos que parecerían de su competencia más elemental, como es la seguridad pública o el crecimiento económico. La actitud gubernamental es en ocasiones tan pueril que la víctima, bajo su enfoque, acaba siendo causante del delito. En el caso del gobernador saliente de Oaxaca esta actitud fue patente cuando acusó al gobierno federal de conducir una elección de Estado, obviando por supuesto su propio activismo electoral. El punto es que los políticos y funcionarios, con excepciones notables, no se sienten obligados a avanzar políticas públicas y legislaciones necesarias para el desarrollo del país; asimismo no enfrentan costo alguno por oponerse o hacer imposible el avance de alguna iniciativa o propuesta de política digna de encomio.

El viejo sistema político acabó siendo insostenible porque paralizaba al país; el actual está resultando igualmente insostenible al no romper con esa parálisis. Las elecciones del domingo pasado, como las de hace un mes, mostraron que poco ha cambiado. La población ha optado por el partido gobernante cuando la alternativa parecía peor y lo ha rechazado cuando el nivel de frustración alcanza niveles insoportables. Tanto la elevada abstención en Baja California como la propensión a rechazar al partido en el poder, en este caso el PAN, sugieren que los bajacalifornianos llegaron a un nivel de saturación. Algo semejante demuestra el elevadísimo porcentaje de votos que logró la alianza de oposición en Oaxaca, que es tanto más notable por la persistente capacidad de manipulación política y electoral que retiene el gobierno estatal. Independientemente de quién acabe ganando en esas elecciones, la población está enojada con el statu quo. La gran pregunta ahora es si quienes tienen la capacidad de responder ante ese reclamo serán capaces de comprenderlo y actuar en consecuencia.

Ningún sistema político se construye de la noche a la mañana. Pero en México nadie parece querer construirlo. Unos por desidia y otros porque el statu quo sirve a sus propósitos, lo cierto es que ninguna de las instancias políticas, gubernamentales o legislativas, han mostrado la más mínima capacidad o disposición para sentar los cimientos de un sistema político moderno y funcional. Las explicaciones y excusas al respecto son muchas y diversas, pero ninguna relevante. Lo único que resulta claro luego de las elecciones más recientes es que los mexicanos no están satisfechos con su gobierno. Si éstos fueran los tiempos de Churchill, él seguramente diría que los tiempos difíciles son los tiempos de los grandes estadistas. ¿Estará alguno por emerger?

 

Un país que se rehúsa a cambiar

Luis Rubio

Es irónico que un país que clamaba por un cambio y que eligió a un presidente cuya oferta se limitaba precisamente a hacer efectivo ese “cambio”, sea el mismo que se rehúsa a adaptarse a una cambiante realidad política y económica. La evidencia de lo anterior es anecdótica, pero tan frecuente, que es imperativo analizarla y discutirla, pues de no enfrentarse, nos mantendrá sumidos en el atolladero.

Antes que nada es esencial definir la naturaleza del problema. Por lo que toca a la economía, el país, y el mundo todo, ha vivido una era de extraordinaria transformación. En unos cuantos decenios, el mundo transitó de una era de inusitada estabilidad económica (que en México se conoció como el desarrollo estabilizador) a consecuencia de los arreglos de Bretton Woods (que tuvieron lugar al fin de la Segunda Guerra Mundial) y sirvieron de anclas para esa estabilidad) a una era de incertidumbre y cambio. Con el fin de los estrechos amarres derivados de esos acuerdos, en los setenta cuando Estados Unidos abandonó el sistema cambiario fundamentado en un valor fijo del oro en dólares, se abrieron espacios para la lujuria fiscal y monetaria en muchos países, incluyendo el nuestro. La globalización que, en cierta forma, impulsaron los japoneses al rediseñar sus procesos productivos para mantenerse competitivos luego del súbito incremento del precio del petróleo en 1973, alteró la manera de producir, distribuir y vender bienes y servicios alrededor del mundo. Es decir, luego de décadas en que el mundo experimentó tasas muy elevadas de crecimiento económico y en que los cambios, económicos y de otra naturaleza, habían sido relativamente pocos, a partir de los setenta el dinamismo del cambio en el mundo ha sido espectacular. Pero así como algunas naciones se han adaptado de manera casi automática a las nuevas realidades, México ha sido lento y torpe en ese proceso de ajuste.

Algo parecido ha ocurrido en el ámbito de la política. A partir de los sesenta, el país ha vivido una era de transformación política interna. El movimiento estudiantil de 1968 inauguró una etapa de ebullición política a la que luego se añadirían otros momentos álgidos, como el del sismo que azotó a la ciudad de México en 1985, la campaña cardenista de 1988 y el levantamiento zapatista de 1994. Todo aquello llegó a su cima con la derrota del PRI en 2000, hecho que alteró las realidades y verdades políticas de una manera definitiva. Lo que era obvio y válido antes de aquel dos de julio, dejó de serlo al día siguiente. Y, sin embargo, muchas de las formas y conductas de los principales actores políticos siguen siendo las mismas. El cambio fue profundo y radical en la realidad política, pero no en el comportamiento de sus actores. La capacidad (y ánimo) de adecuación y adaptación a la nueva realidad ha sido mínima.

Algunos ejemplos de esa incapacidad o indisposición a adaptarse son sugerentes. En el ámbito político, los ejemplos se multiplican cotidianamente, pero no son nuevos. Ya en 1997, por ejemplo, el PRI hizo hasta lo imposible por imponerse en el proceso de instalación de la nueva legislatura, a pesar de que, por primera vez en la historia, no había logrado una mayoría absoluta. Las disputas entre los partidos de oposición en aquel momento estuvieron a punto de hacer exitosa la andanada priísta, pero lo impresionante es lo poco que aquella lección arrojó.

El sainete que han protagonizado diversos políticos panistas y perredistas sobre una potencial alianza en diversos estados del país, muestra una lucha intestina entre posturas pragmáticas y dogmáticas. Por supuesto, cada partido puede seguir la estrategia que le convenga, pero lo notable es la incapacidad que reflejan muchos de sus políticos para adaptarse a una vida política democrática, donde la esencia del intercambio político reside en la negociación, la tolerancia y la construcción de coaliciones (fijas o temporales) cuando nadie tiene una mayoría garantizada.

Pero la política mexicana sigue siendo premoderna. No sólo dominan actitudes antropofágicas, sino que todo parece evolucionar (¿o tal vez involucionar?) hacia mayores grados de inflexibilidad, una menor capacidad de negociación y una menor tolerancia. Hace no mucho tiempo, el editor del principal diario holandés comentaba en un artículo que la multiplicidad de partidos en su país hacía altamente improbable para cualquiera alcanzar una mayoría absoluta, razón por la cual, añadía, ningún político se atrevería jamás a insultar a otro, pues bien podría ser el socio de una futura coalición. Los políticos toman posturas contrastantes, unos critican las posturas de los otros, pero jamás llegan al insulto personal o a la descalificación. Esa anécdota, evidente para cualquier político parlamentario, resulta inconcebible en nuestro país.

Los dogmas partidistas, sobre todo aquellos que se derivan del origen mismo de los partidos, se encuentran tan profundamente arraigados, que parecen inamovibles. La vida política nacional parece determinada por el ensimismamiento de sus protagonistas. Lo que importa es la pureza ideológica y no el poder, la destrucción del contendiente y no el avance de una visión distinta para el desarrollo del país, el interés de corto plazo y no la discusión de mejores opciones de política pública.

Los priístas siguen pensando y actuando como el partido dominante y, de hecho, como dueños del país. Cuando negocian con el gobierno con frecuencia exigen pagos para sus líderes sindicales como precio de la cooperación, como si nada hubiera cambiado. Los perredistas siguen viviendo con la ilusión de que sólo cuando ellos lleguen al poder México habrá rebasado el umbral democrático. Por su lado, los panistas vuelven sus ojos hacia un pasado de pureza ideológica y quieren barrer, eliminar toda vinculación con el gobierno, sin procurar maneras de mantener el control del gobierno después del 2006. En lugar de mirar hacia adelante, los partidos vuelven su mirada a 1929, 1989 y 1939, respectivamente.

Quizá no haya una mejor ilustración de lo antidemocrático de nuestra política que la poca importancia atribuida al votante, al ciudadano, que no existe en la mente o cálculos de los políticos. En un sistema político democrático no hay nada más básico que atender las demandas ciudadanas; el sistema en su conjunto, y cada uno de sus participantes, se vuelca hacia el votante, procurando empatar la oferta del candidato, legislador y partido con las demandas del ciudadano. Pero nada de eso existe en el país. Lo típico del político mexicano es repetir los dogmas propios o partidistas, ignorando al elector. Peor, cuando algún funcionario electo osa aprovechar lo que dicen las encuestas para elaborar programas que responden al sentir de la población, se le acusa de “electorero”, como si hubiera una virtud más elevada en la política democrática que la de servir a la ciudadanía.

Mientras que en la política existe una explicación, tortuosa pero no por ello menos válida, sobre la distancia que media entre la vieja política y la aspiración de crear un sistema democrático de gobierno, dado el marco institucional vigente, que dificulta o imposibilita el ajuste de los políticos a la nueva realidad, no existe justificación alguna en el caso de la economía. La explicación en el caso político es tortuosa, pues son los propios políticos los responsables de que sigamos viviendo bajo un régimen heredado del siglo XIX. Pero en la economía, a pesar de todas las dificultades que existen para la creación de empresas y su operación cotidiana, la competencia del exterior es un poderoso incentivo para que todos los agentes económicos se adapten. Desafortunadamente, eso no ocurre de manera generalizada.

Aunque hay estrellas luminosas en el firmamento de la economía mexicana, lo que domina es un sector empresarial incapaz y poco dispuesto a enfrentar la competencia que es inherente a una economía moderna. En algunos casos, los obstáculos gubernamentales, políticos o regulatorios son tan enormes que abruman a sectores enteros de la economía (como aquellos en que el gas u otros combustibles son el insumo medular). Pero la mayoría del empresariado mexicano se ha ido rezagando. Para nada es común en nuestro contexto la empresa que encuentra un nicho de mercado no explotado, o el emprendedor que desarrolla una tecnología para mejorar la eficiencia en la producción de determinado producto. Los hay, por supuesto, pero lo típico, y patético, es el empresario que lleva años de observar una caída gradual y sistemática de sus ventas, sin que haga nada para corregir el camino. Algunas empresas enfrentaron la competencia del exterior de manera súbita y brutal, como fue el caso de los fabricantes de electrodomésticos; esas empresas tuvieron que adecuarse o morir. Sin embargo, la realidad de la mayor parte del sector industrial es muy distinta: en lugar de enfrentar un embate directo, esas empresas han experimentado una erosión gradual de su mercado: venden unos cuantos lápices o cajas o lo que sea menos cada año.

Un empresario que enfrenta la erosión de su mercado tendría que encontrar nuevas formas de fabricar sus productos, comprender qué es lo que hace mejor su competidor y elevar la eficiencia de sus productos o servicios. Obviamente es más fácil criticar que hacer; pero una buena parte del empresariado mexicano se ha quedado a la retaguardia: no fabrica cosas nuevas ni mejores y aun así aguarda la fidelidad del consumidor. Cuando ya ni ese engaño funciona, el siguiente paso es convencer al gobierno para que le imponga trabas a la importación: ya sea a través de compras preferenciales a empresas nacionales, salvaguardas para protegerse de las importaciones, acusaciones de dumping y demás. El problema es que el nacionalismo no es substituto del trabajo y la calidad.

Resulta obvio afirmar que carecemos de políticas públicas, tanto en la economía como en la política, que contribuyan a hacer posible lo que ni los políticos ni los empresarios han sabido hacer por sí mismos. Pero dichas políticas tienen que orientarse a hacer más flexible y responsivo al sistema político y más productiva la actividad económica y no a afianzar la cerrazón y la incompetencia. El reto es mayúsculo.

 

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¿Menos democracia?

Luis Rubio

La pregunta es si la democracia ha ido demasiado lejos. Luego de años de liberalización política, crecen las quejas sobre el desempeño de los procedimientos democráticos, con frecuencia se exacerban las tensiones entre los distintos poderes públicos y no se toman muchas decisiones que son urgentes y necesarias o, cuando sí se actúa, como en estos días, se toman decisiones excesivas, torpes y que ponen en riesgo la estabilidad política. La democracia resulta ser un sistema de organización política que decepciona a muchos y deja insatisfechos a otros. Lo fácil es criticarla, atacarla, despreciarla y hasta desecharla, pero la verdad es que no conocemos mejor sistema para la toma de decisiones en una sociedad. La clave de su éxito reside en la constitución de mecanismos idóneos que hagan posible su funcionamiento efectivo, algo que ciertamente no existe en el México de hoy.

Los problemas de la democracia no son privativos de México. Prácticamente no hay país del mundo que reniegue de la democracia (o, al menos, que no le hagan todo tipo de caravanas) pero, al mismo tiempo, es rara la nación que no disputa algunos de sus procedimientos. Es interesante hacer notar que hasta los dictadores más recalcitrantes adoptan formas democráticas, como las elecciones, independientemente de que sus sistemas políticos sean todo menos democráticos. Pero también es evidente que la existencia de procedimientos electorales debidamente organizados (y hay pocos en el mundo como el nuestro en este sentido) es insuficiente para asegurar que la democracia funcione de manera eficiente.

Los enojos con el funcionamiento del gobierno actual han dado brío y fuerza a los detractores de la democracia. Muchos políticos y líderes partidistas lanzan implacables ataques no a la ineptitud de un gobierno o a una estructura institucional poco idónea para el desarrollo del país, sino a la democracia en su conjunto. Ignorantes de la famosa frase de Miguel de Cervantes de que ningún tiempo pasado fue mejor, muchos políticos idealizan el pasado y fustigan lo que hoy existe. En lugar de corregir y reparar los males de la estructura institucional actual, algunos políticos tratan de retornar a algo que ya no es posible. Sólo para ilustrar el absurdo frecuentado por muchos detractores de la realidad actual, baste decir que una mayoría de priístas desearía retornar al viejo sistema pero, eso sí, sin su componente central, el presidencialismo.

La realidad es que hay pocas razones para estar satisfechos con el desempeño de la democracia mexicana, pero también es cierto que mucho de lo que hoy existe constituye avances singulares hacia un mejor sistema de organización política y social. Lo que falta es darle forma integral. Es ahí donde el proceso de toma de decisiones en la sociedad mexicana ha fallado estrepitosamente. La combinación de un sistema político diseñado para funcionar dentro del contexto de un presidencialismo fuerte junto a la ausencia de ese mismo elemento, producto del nuevo régimen electoral, ha arrojado resultados poco encomiables y procesos de decisión sumamente deficientes. La pregunta es cómo corregir y resolver la problemática actual.

Fareed Zakaria, un académico norteamericano, publicó hace unos meses un libro que se aboca precisamente a estos temas. El texto, intitulado El futuro de la libertad: la democracia no liberal en casa y en el resto del mundo, analiza los problemas de la democracia moderna. Según Zakaria, la democracia, para funcionar y cumplir su cometido, tiene que desarrollarse en un entorno propicio en el que existan instituciones fuertes que garanticen los derechos individuales. Su visión, un tanto pesimista, es que la democracia ha tendido a minar el crecimiento de la libertad individual y que su adopción demasiado rápida y sin que existan las condiciones idóneas para su desarrollo, puede acabar arrojando resultados despreciables, como el de una democracia no liberal. Uno de sus ejemplos favoritos es el de Rusia porque explica la prisa con la que se pasó de un sistema autoritario a uno democrático hizo imposible el desarrollo de las instituciones liberales que son indispensables para el funcionamiento de la democracia, lo que trajo como resultado inestabilidad y una democracia no liberal, algo que para Zakaria es una contradicción de términos.

Zakaria dedica su análisis a tres grandes temas: la relación entre la democracia y la libertad, el crecimiento económico y la democracia y, particularmente, las instituciones que hacen posible su funcionamiento. Respecto al primero, la historia es por demás evidente: desde Atenas, la democracia y la libertad no siempre han ido de la mano; baste recordar que las primeras democracias se caracterizaban por la esclavitud, institución que sobrevivió hasta hace poco más de un siglo. De la misma manera, pero en sentido contrario, en el siglo XIX los ciudadanos de algunas sociedades, sobre todo las anglosajonas, gozaban de enormes libertades, pero poca democracia. Fue sólo en los últimos dos siglos en que la búsqueda de la libertad y, sobre todo, de medios para institucionalizarla, llevaron a la conformación de la democracia moderna.

Sin embargo, quizá lo mejor del análisis de Zakaria reside en su argumentación sobre los factores que hacen de esta forma de organización política un sistema de gobierno funcional. Desde esta perspectiva, el éxito de la democracia no reside en la organización eficiente y confiable de elecciones, por más que ello sea una condición necesaria y, de hecho, indispensable, sino en la existencia de instituciones que hagan posible el ejercicio de la función gubernamental. Lo mejor de Zakaria es precisamente su insistencia que la democracia no es un concepto etéreo, sino una forma de gobierno que tiene por propósito la toma de decisiones. En la medida en que es posible tomar decisiones de una manera legítima, la democracia cumplió su cometido.

El problema de las democracias no consolidadas es que, típicamente, se quedan a la mitad del camino. Adoptan ciertas formas o componentes de la democracia (las elecciones, por ejemplo), pero se olvidan de todo lo demás, cuando es eso lo que hace posible que se logre un sistema de gobierno eficiente. Cuando se idealiza la democracia como concepto y se ignora lo crucial, que se trata de una forma de gobierno, se corre el riesgo de fracasar en la economía, en la organización política y, por lo tanto, en la consecución de la legitimidad.

Lo medular de la democracia reside en la existencia de mecanismos que obligan a todo mundo a jugar el papel que les corresponde. Es decir, una democracia funciona cuando los incentivos de cada uno de sus actores están alineados con los objetivos que se persiguen. Dado que esos objetivos son, generalmente, la construcción de un sistema político representativo, el desarrollo de un sistema de toma de decisiones eficiente y una mejora económica sostenida y sistemática, los incentivos de los políticos y funcionarios tienen que estar perfectamente orientados a su consecución. En la medida en que así ocurra, el gobierno logrará su legitimidad. Planteado de esta manera, la democracia no es legítima por la manera en que se eligen sus gobernantes, sino por la manera en que éstos funcionan, rinden cuentas y cumplen con los objetivos de la sociedad.

La consecución de los objetivos de la sociedad no siempre depende de instituciones democráticas. Los bancos centrales y las cortes supremas, por ejemplo, son dos instituciones clave de las sociedades democráticas y, sin embargo, lo usual es que sean entidades autónomas, no sujetas al escrutinio democrático. Lo que es más, según Zakaria, en la medida en que se intenta someter a ese tipo de escrutinio a entidades como éstas, se corre el riesgo de que pierdan su funcionalidad. La clave reside en que los estatutos que norman a ese tipo de entidades cuenten con mecanismos y contrapesos que produzcan incentivos adecuados para que cumplan con sus objetivos. Es en este contexto que Zakaria afirma que el sistema de gobierno occidental se caracteriza menos por la existencia de plebiscitos masivos que por jueces imparciales. Es decir, por mecanismos institucionales que garantizan la existencia de condiciones propicias para el desarrollo político, social y económico, más allá de las habilidades o miras del gobierno en turno.

Muchos gobiernos pueden adoptar formas democráticas y, de hecho, Zakaria muestra contundentemente cómo muchas de las democracias más recientes han sido producto de autócratas liberalizadores, lo cual no garantiza su éxito. Muchos gobernantes han asumido que el adoptar algunos elementos típicos de las democracias se traducirá en sistemas funcionales de gobierno y economías crecientes. Además de constituir una lectura poco informada de lo que hace funcionar a una democracia, esta manera de proceder ilustra la incomprensión que con frecuencia circunda a la democracia: dado que ésta consiste, antes que nada, en un sistema de pesos y contrapesos, es decir, de límites al poder, si un individuo, así sea un autócrata, intenta decretar la democracia, entonces lo que resultará será algo distinto a lo buscado. Para Zakaria la clave del éxito de una democracia reside en la existencia de un estado de derecho (rule of law) y de una moneda sana y saludable. La combinación simultánea de estos dos aspectos resulta infalible y comprueba la existencia de pesos y contrapesos. Un gobierno puede imponer muchas cosas, pero no la legitimidad del sistema; ésta se gana en el tiempo cuando la evidencia le demuestra a la ciudadanía que hay un gobierno efectivo y, al mismo tiempo, que existen límites al poder gubernamental.

Quizá la lección más valiosa que arroja este libro se refiere a la secuencia de circunstancias necesarias para que un país logre construir una democracia funcional y efectiva. Para Zakaría, el fin último de una democracia consolidada tiene que ser el orden con libertad. La combinación de estas dos fuerzas produce, a la larga, un gobierno legítimo, prosperidad y una democracia liberal. Una vez logrado lo anterior, todo el resto acaba acomodándose por sí mismo. Capaz que podríamos empezar a avanzar en esta dirección.

El pasado

Vicente Fox nunca se definió frente al PRI y frente al pasado, pero sí desató fuerzas descontroladas y semi autónomas para lidiar con ambos que pueden acabar destruyendo el pequeño avance democrático que representó su elección. O peor.

 

Los bancos, el crédito y la sociedad mexicana

Luis Rubio

Los bancos, al igual que el gobierno, las empresas y las organizaciones ciudadanas de cualquier ámbito, son una parte orgánica de la sociedad. Su crecimiento y desarrollo corren en paralelo con el devenir de la sociedad y su capacidad de ofrecer servicios y oportunidades de crédito depende enteramente del desarrollo de la propia sociedad. Es decir, aunque toda la sociedad mexicana –ciudadanos, políticos, empresarios, consumidores y partidos políticos- demanda a las instituciones bancarias ampliar el crédito, la evolución de los bancos y sus posibilidades de satisfacer dicha demanda están estrechamente vinculadas al desarrollo y transformación de la sociedad. Y las últimas décadas han creado un ambiente social extraordinariamente hostil para el desarrollo de los servicios bancarios, especialmente el del crédito. Para nadie debería ser sorpresa que el crédito no crezca.

El crédito bancario, sobre todo a las empresas, se encuentra estancado; en contraste, las estadísticas muestran que el crédito al consumo sigue creciendo. Muchos críticos en la prensa y en diversas tribunas políticas, acusan a los bancos de depredar del erario público a través del Fobaproa, además de incumplir con la “función social” y primordial de las instituciones bancarias, que es la del crédito. Los críticos tienen razón al afirmar que los bancos no han ampliado el otorgamiento de crédito de manera paralela y proporcional a la demanda, pero a la vez ignoran la naturaleza de la función bancaria.

Los bancos son, ante todo, intermediarios. Como la palabra indica, su responsabilidad es doble: por un lado, al recibir el depósito de una persona física o moral, el banco adquiere un pasivo, es decir, una obligación de cuidar ese dinero y devolverlo al vencimiento del depósito con el interés que se haya pactado; por el otro, el banco coloca ese dinero con usuarios de crédito que ofrecen una razonable certidumbre de que lo emplearán de manera productiva y, al final del tiempo acordado, lo devolverán con un pago de intereses por concepto de uso. Con ello, el banco cierra el círculo. Si todo funciona como debe ser, el círculo anterior permite que el acreditado realice un negocio (construya una fábrica, compre una máquina o adquiera una casa o un coche), el ahorrador obtenga un retorno por su ahorro y el banquero gane una utilidad por guardar el dinero, evaluar el riesgo del crédito y recuperar el crédito mismo. Pero el México de hoy no es un lugar normal donde operar.

Hasta los setenta, el círculo ahorro-crédito funcionaba de manera normal y natural. Los ahorradores se sentían confiados de dejar su dinero en el banco y los acreditados se sentían obligados a pagar el crédito. Lo que es más, había una fuerte sanción social para quien incumplía con los bancos, que crecían y se desarrollaban en paralelo con el crecimiento de la economía pues existía una comunión de objetivos en todos los ámbitos. La estructura institucional daba cobertura al desarrollo de los negocios y la cultura social sancionaba esas relaciones. Todo mundo salía ganando.

Digo que la estructura institucional funcionaba, pero uno no debe dejarse llevar por las apariencias. Estamos hablando de la era de Ernesto P. Uruchurtu en la jefatura del entonces llamado Departamento del DF, época en la que el país se mantenía en orden no porque el gobierno respetara formas y procedimientos, sino porque empleaba mecanismos extra institucionales (es decir, arbitrarios) para asegurar que no hubiera delincuencia, ni comercio informal en las calles. Cualquier violación a las normas se castigaba sin miramiento, en un escenario donde las autoridades judiciales no eran autónomas. Las medidas funcionaban independientemente de que fueran legales o decentes y gozaban del reconocimiento social.

Por lo que toca a los bancos, el exitoso funcionamiento de la economía había creado una cultura de repudio a quienes no cumplían con sus compromisos y ser una persona señalada por “transa” constituía el peor de los insultos. En ese ambiente, los bancos no discutían garantías o procedimientos judiciales, sino la fortaleza intrínseca del negocio demandante de crédito. Si la empresa prometía o si el demandante de crédito satisfacía los criterios convencionales de honorabilidad, el banco otorgaba el crédito y punto.

Las cosas cambiaron en algún momento de los setenta y, en particular, con la expropiación bancaria en 1982. En lugar de que las arbitrariedades institucionalizadas de antaño evolucionaran hacia el desarrollo de un sistema judicial eficiente y la consolidación de la legalidad como la norma de interacción social, el país comenzó a experimentar justo lo contrario. De la arbitrariedad institucionalizada y funcional pasamos a la descomposición del gobierno, de las normas de convivencia social y, eventualmente, de la sociedad misma, problemas todos que hoy nos amenazan. Del país en que la transa era reprobable, pasamos a otro que se resume con el dicho “el que no transa no avanza”.

En el sistema bancario, a partir del 82, las obligaciones comenzaron a ser relativas. Con la toma de los bancos por parte de burócratas y políticos, en el contexto de una galopante inflación, todas las normas, sociales y bancarias, comenzaron a erosionarse. En lugar de criterios bancarios esencialmente objetivos (paga o no paga, cumple o no cumple), el “nuevo sistema bancario” comenzó a operar bajo normas y criterios esencialmente políticos: primero se procedió a premiar intereses políticos (amistades, sindicatos, etc.); luego, ya en manos de políticos, la opción para no ser acusado de duro, consistió en no molestar a nadie. Pronto aparecieron los vivales que encontraron que no había sanción para el no cumplimiento de los compromisos.

En un tema tan fundamental para el crecimiento económico como el crédito, de las consideraciones financieras que hicieron posible un desarrollo tan exitoso de los cincuenta a los setenta, pasamos al control político y burocrático de esas decisiones y, con ello, a la inauguración de una nueva cultura social al respecto. El punto más alto de ese declive se alcanzó durante los noventa, cuando lo común fue la cultura del no pago. Una persona adquiría un crédito para luego sentirse desobligada a pagarlo. La percepción era que si el costo de los intereses subía, uno tenía razón para incumplir. La sociedad en pleno acabó por despreciar a quienes actuaban de acuerdo a sus compromisos y a la ley que, por lo demás, parecía premiar a quien no pagaba. Los bancos, que ciertamente no son hermanas de la caridad, pero que tampoco están en este mundo para serlo, se encontraron con que para poder cobrar se tenían que echar encima a toda la sociedad. La desaparición del crédito fue una respuesta inevitable y lógica a esta realidad.

Pero no sólo la sociedad condonó a quienes incumplían: también el poder judicial se sumó a la corriente. Los ministerios públicos rechazaban demandas para el pago de créditos, los jueces se oponían a decidir en favor del acreedor, incluso en los casos más flagrantes y cuando la evidencia era incontrovertible. En los pocos casos en que un juez dictaminó favorablemente al  banco, el actuario responsable de hacer valer el fallo usualmente lo rehuía.

La lógica social y el comportamiento de las diversas instancias del poder judicial son perfectamente explicables. Si uno adopta una perspectiva sociológica, es fácil entender el resentimiento social, la dislocación motivada por la crisis y la  inflación, la dificultad para pagar cargos elevados de intereses y, en general, los aprietos sufridos por cualquier familia de clase media urbana para atender las múltiples demandas que ejercen hijos, padres y hermanos para obtener los satisfactores mínimos necesarios. El comportamiento de la sociedad es comprensible, pero eso no disculpa su proceder. Al rechazar la prioridad que la sociedad de antaño le deba al cumplimiento de las obligaciones adquiridas y, peor, al tener al poder judicial como cómplice, la sociedad mexicana y sus gobiernos minaron el campo en el que opera el sistema financiero.

A partir de ese momento, la sociedad mexicana dejó de discutir en términos de obligaciones y contratos, para entrar en el terreno pantanoso de lo que es justo. Se abandonó la discusión de lo que es legal para adentrarse en un concepto anodino de justicia, siempre otorgándole a éste una importancia superior. De esta forma, pasamos de instituciones débiles a partir de las cuales el gobierno actuaba de manera arbitraria, a instituciones débiles en las que el gobierno simplemente se convierte en parte del problema por su inacción.  La justicia se valora de manera indefinida y muy por encima de la ley, que es lo único que, en teoría al menos, nos iguala a todos. Puesto en otros términos, en el curso de los ochenta y noventa, la sociedad mexicana abandonó una institucionalidad sostenida con acciones arbitrarias pero, en lugar de proceder a fortalecer la institucionalidad por medio de la legalidad y la construcción de un poder judicial fuerte y autónomo, pasó a una institucionalidad igual de débil pero disfuncional. En el camino perdimos la oportunidad de construir una sociedad moderna fundamentada en la igualdad ante la ley y la justicia.

Al romperse el lazo entre justicia y legalidad, la función bancaria entró en un terreno por demás resbaloso. La evaluación del crédito ya no podía depender de la existencia de buenos proyectos (que, desafortunadamente hay muy pocos), sino del carácter de las personas. El concepto de justicia pasó a depender de las creencias personales, la capacidad de manipulación partidista y las actitudes grupales, y no de la letra de la ley y la imparcialidad de un juez. En ese mundo, la función bancaria no puede prosperar, mucho menos cuando desde el gobierno se sanciona el incumplimiento. Nadie debe sorprenderse de la escasez del crédito cuando las garantías no son abrumadoras.

Fobaproa

El arreglo sobre Fobaproa concebido e impulsado por la SHCP cierra un triste capítulo de la historia bancaria del país, capítulo que se distinguió por lo peor de la administración gubernamental al propiciar comportamientos irresponsables y abusivos por parte de algunos banqueros, la burocracia y muchos acreditados. Se trata de un hito, pero tan sólo de una condición necesaria, más no suficiente, para consolidar una plataforma de crecimiento económico sostenido. Todos deberíamos aplaudirlo.

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La salida milagrosa

Luis Rubio

El debate en materia económica está tan viciado en nuestro país que es imposible avanzar una agenda de desarrollo. Independientemente de la postura que cada persona tenga sobre los temas que se discuten, los problemas del país son reales y no van a desaparecer como resultado del escándalo de la semana o por el mero hecho de que uno apoye o se oponga a las iniciativas de ley o proyectos de reforma que se encuentran en manos de los miembros del poder legislativo. La divergencia de posturas refleja una mezcla de incertidumbre, preocupación, añoranza por los buenos tiempos y desesperanza por la realidad objetiva. No importa el enfoque que uno tome, el hecho tangible es que el país está atorado y no va a salir de su situación a menos de que exista una idea clara, un sentido de dirección, que logre amalgamar voluntades en todo el espectro político.

Aunque a los mexicanos nos gusta percibirnos como un caso único y excepcional, la verdad es que los problemas económicos y el reto del desarrollo son comunes a muchas naciones. México no es el único país que comparte frontera con una potencia económica, ni tampoco es el único con contrastes tan acusados entre la pobreza y la riqueza. Así mismo, no somos excepcionales en nuestra incapacidad para adoptar un proyecto consistente y viable de desarrollo; si así fuera, seríamos la única nación con problemas en el mundo. Tal vez nuestra única, y paradójica, excepcionalidad radica en la absurda y casi permanente propensión a observar e imitar los desastres. En lugar de ver a Francia o a Japón, a Irlanda o a Chile, nos encanta ver a Cuba y Haití, a Venezuela y Brasil.

La realidad es que nuestros problemas económicos no son fuera de lo común. Existe una gama amplia de ejemplos sobre cómo han enfrentando muchos países, unos con éxito y otros sin fortuna, cada uno de los temas materia de controversia política en nuestro país. Más allá de los intereses concretos que defienden una postura determinada en temas como el eléctrico o el fiscal, nuestro problema es que solemos inclinarnos siempre por los ejemplos errados. Sólo por citar un caso, en lugar de analizar las causas del fracaso del modelo de desregulación del sistema eléctrico en Brasil o en el estado norteamericano de California una exigencia obvia para cualquier proceso legislativo serio-, nuestros políticos derivan conclusiones automáticas que nada tienen que ver con el problema que nos concierne. Por supuesto, si se adoptan esquemas de desregulación como los de California y Brasil, es altamente probable que reproduzcamos el fracaso y enfrentemos problemas de abasto o de distribución eléctrica. Pero precisamente por eso los problemas se analizan y discuten a la luz de esos ejemplos: para evitar repetir problemas que ya se conocen de antemano. Esto que parece bastante elemental está ausente en el debate político mexicano.

Si analizamos el tema más amplio del desarrollo, hay ejemplos verdaderamente atractivos de naciones que lograron romper con décadas o siglos de decadencia y salieron airosos de lo que parecía un ocaso inevitable. Aunque casos como el de España son particularmente atractivos como modelo para nosotros, tanto por razones culturales como históricas, la verdad es que España ha seguido un proceso de desarrollo que poco se asemeja a nuestra realidad. En honor a la verdad, España emprendió el camino al desarrollo desde lo sesenta, si bien fue en los ochenta, con gobiernos visionarios y en el contexto de la Unión Europea, que pudo despegar y transformarse para siempre. España es un extraordinario ejemplo de lo que se puede y debe lograr, pero no tan fácil de imitar por las peculiaridades que le son propias. Más parecido es el caso de Irlanda, nación que por décadas o siglos fue pobre y cuya ciudadanía no veía mayor porvenir hasta que se instrumentaron políticas consistentes y de largo alcance. Hoy es la principal estrella del firmamento europeo.

Mucha gente atribuye el éxito irlandés a los fondos de cohesión que la entonces Comunidad Europea transfirió para facilitar su ingreso a ella. Sin duda, esos fondos fueron útiles, pero no hicieron la diferencia pues, si así fuera, Grecia, Portugal o el sur de Italia habrían registrado el mismo desarrollo que Irlanda, algo que simplemente no ha ocurrido. La transformación de Irlanda se puede apreciar a través de un indicador muy preciso: hasta los ochenta, Irlanda mantuvo un ingreso per cápita de aproximadamente 60% de la media europea; hoy en día está por encima de esa media y experimenta el ritmo de crecimiento económico consistentemente más elevado de toda la Comunidad. De manera similar a México, Irlanda era un país que exportaba a su población pobre porque no le ofrecía opciones para su desarrollo. Hoy es una nación cuya economía crece a tasas casi asiáticas y que no sólo retiene a su población, sino que atrae migrantes de otras latitudes. En lugar de concentrarnos en tanta controversia bizantina, bien haríamos en estudiar con detenimiento el ejemplo irlandés para replicar su espectacular éxito.

Aunque se pueden enumerar los factores que hicieron posible la transformación irlandesa, el meollo de su éxito residió no en la política fiscal o la laboral, la de inversiones o de gasto público, aun cuando en cada una de éstas existen excepcionales lecciones para nosotros, sino en el amplio compromiso político que las sustentó. Aquí radica la fuente del éxito irlandés, de la misma manera que el origen de nuestro caos permanente parece ser la infinita capacidad para evadir nuestros problemas.

Mientras que los irlandeses se pusieron de acuerdo en que el objetivo era alcanzar los niveles de desarrollo de los países más exitosos de la Unión Europea, nosotros parecemos incapaces de definir siquiera eso. A diferencia de ellos, que tenían perfecta claridad de lo que se proponían lograr, nosotros no sólo somos incapaces de definir un modelo concreto que nos parezca atractivo, sino que nos empeñamos en impedir que cualesquiera cobre forma cabal. Peor, la ceguera político-ideológica impide una discusión seria, analítica de los temas serios que el país enfrenta. Todos parecen apostar al retorno de un sistema proto priísta en el que el presidente podía decidir cualquier cosa porque tenía control del poder legislativo, a pesar de que semejante escenario es virtualmente imposible en la actualidad.

Lo anterior no impide que las pasiones e intereses personales dominen el panorama: un político cree que la participación privada en la electricidad es equivalente a traición a la patria, situación que paraliza al país en la materia. Otro está convencido de que la situación presente es producto de las reformas de los ochenta y noventa, lo que le lleva a repudiar cualquier reforma, así fuera para corregir los errores del pasado. Un empresario se empeña en que el gobierno gaste más de lo que recauda porque así prosperarán sus negocios particulares, haciendo caso omiso de las crisis económicas que han sido el pan de cada día de nuestra historia reciente y dificultando la necesaria reforma fiscal. En ausencia de un compromiso claro respecto al futuro del país, la discusión nacional mira hacia el pasado. Y la tragedia del pasado es que los políticos e intereses particulares tienen tantas cuentas que saldar entre sí, que es imposible salir adelante.

La esencia del desarrollo comienza con el trazo de un rumbo claro, así como de la convicción y capacidad para articularlo. Por supuesto, sólo una combinación óptima de políticas públicas puede hacer posible la consecución de ese proyecto, pero sin proyecto y convicción, las líneas individuales y específicas de cualquier estrategia económica acaban siendo no más que medios de contención para evitar una crisis. El ejemplo fiscal es por demás ilustrativo: si hubiera un rumbo claro y la convicción de hacerlo realidad, la política fiscal podría ser mucho más activa de lo que es en la actualidad; dada la ausencia de rumbo y la incertidumbre generalizada, la política fiscal necesariamente tiene que ser el muro de contención en que se ha convertido. De romper con el principio de estabilidad fiscal que hoy existe en el contexto de incertidumbre actual, el país caería en una crisis de inmediato.

Más allá de la claridad y convicción de rumbo, ambos factores políticos, Irlanda se transformó gracias a la existencia de una combinación de políticas públicas claras y consistentes. En primer lugar, al igual que nosotros, los irlandeses sufrieron de inestabilidad económica e inflación y no fue sino hasta que se llevó a cabo una aguda corrección fiscal (bajando tasas de impuestos y recortando gastos) que logró estabilidad y una base sostenible para el crecimiento de la economía en general. En segundo término, el gobierno irlandés privilegió a la educación como tema prioritario y rompió con toda clase de intereses para conseguirlo. Al liberalizar la legislación laboral hizo posible, irónicamente, que se contratara a mucha más gente, pues el proteccionismo anterior hacia los trabajadores era tan grande que nadie quería contratarlos. Visto con atención, el caso irlandés no es particularmente excepcional: las políticas instrumentadas son bastante obvias y han probado su éxito en tantas latitudes que son ahora de sentido común. Lo mismo debería ocurrir en México.

A diferencia de nuestro país, Irlanda apalancó su transformación en su ingreso a la Unión Europea. El gobierno aprovechó entonces la oportunidad para unir a toda la población en torno a un proyecto claro y consistente de desarrollo que se empeñó en llevarlo a cabo. En contraste, nosotros vimos al TLC como un objetivo en sí mismo, en lugar de concebirlo como el instrumento que es. En su calidad de objetivo, permitió imprimir un marco legal y de operación al comercio e inversión en la zona, y sus resultados están a la vista. Sin embargo, a diferencia de Irlanda, ninguno de los gobiernos subsecuentes al TLC tuvo la capacidad de visión para convertirlo en un instrumento para el desarrollo del país. Los irlandeses muestran lo que la claridad de rumbo y la consistencia en las políticas públicas pueden lograr, pero siempre y cuando se adopte un rumbo lógico. Para nosotros esto debería ser más que evidente. La pregunta es quién será capaz de hacerlo realidad.

 

La hora de la ciudadanía

Luis Rubio

Uno no puede hacer un omelet -decía Lenin- sin romper unos cuantos huevos. La marcha de la semana pasada rompió muchos paradigmas y muchos más prejuicios. La sociedad mexicana se hizo presente y demandó soluciones, acciones concretas, ante autoridades que viven en el autismo promovido por nuestra peculiar democracia no representativa. Contra los prejuicios, la marcha fue imponente en número lo mismo que en su composición social. El balón está ahora en la cancha de los políticos y funcionarios, quienes, vergonzosamente, se empeñan en comportarse como candidatos, cuando son los únicos responsables de actuar.

El mensaje de la ciudadanía fue tan claro que es imposible ignorarlo. Más allá de la reacción política que emane de los partidos, los políticos en lo individual y los funcionarios encargados de la seguridad, la respuesta gubernamental no será nada fácil. Por clara y precisa que sea la demanda ciudadana, no existen recetas automáticas que resuelvan el problema de fondo, ni necesariamente son éstas las que están siendo discutidas dentro del poder legislativo o en las oficinas de las entidades responsables de la seguridad en los gobiernos locales y federal. En este sentido, el riesgo de la marcha de la semana pasada es precisamente que el mensaje se pierda, que se diluya en el marasmo de absurdas disputas entre los políticos del momento y que el punto de fondo, la criminalidad, siga impune.

La expresión ciudadana del pasado domingo abrió varios frentes críticos. Por una parte, acabó con la noción de una sociedad apática e incapaz de adoptar los papeles de una ciudadanía moderna. Se derrumbó el paradigma entronizado por la entrevista Díaz-Creelman en 1908, cuando el entonces presidente afirmó que los mexicanos no estaban listos para la democracia. No fue otro el paradigma de los regímenes priísta a lo largo de más de siete décadas y no otro sigue siendo para la mayoría de los políticos de hoy.

En segundo lugar, la manifestación evidenció la incompetencia de las autoridades y su incontenible verborrea. La población se niega a ser vista como una masa imbécil, como pretendió el procurador del Distrito Federal en los días previos a la marcha. En actitudes que recordaban al vocero de Saddam Hussein, el procurador del DF no sólo se mostró ciego a la realidad, sino que pretendió tomarle el pelo a la población. Si alguien recibió un jitomatazo directo en la cara el domingo pasado, fue precisamente el responsable de la (in)justicia en la ciudad de México.

Finalmente, el problema para los gobernantes es cómo responder. Algunos volverán a sus aposentos, pretendiendo que no pasó nada; otros intentarán desesperadamente dar respuesta mediática que atice el furor ciudadano. Ojalá que algunos entiendan que el reclamo es de fondo y que la ciudadanía no se va a quedar callada; o,  como decía una pancarta, si no hay respuesta, “nos vemos en las urnas”.

La protesta ciudadana comenzó como un reclamo elemental: que las autoridades hagan su chamba. Nada más fundamental para la vida en sociedad que la convivencia pacífica, secuestrada a los mexicanos desde hace mucho, sobre todo en algunas ciudades y regiones. La primera demanda es por efectividad: que se prevenga el delito, que se actúe de manera inmediata y se acabe la impunidad. Si uno acepta la premisa que la función esencial de cualquier estado es velar por la seguridad de sus gobernados, el reclamo de la sociedad mexicana es una petición para que las autoridades cumplan con lo básico.

Max Weber, un sociólogo alemán de principios del siglo pasado, definió al Estado como una entidad que tiene el monopolio del uso de la violencia. Nuestra realidad demuestra que en el país ocurre justo lo opuesto: si los criminales no pueden ser controlados y castigados por la ley, ellos son el Estado y, por lo tanto, suyo el monopolio de la violencia. La manifestación hizo evidente que la sociedad no pretende substituir al gobierno; quiere, simplemente, que recupere el monopolio del uso de la fuerza: nada más, pero nada menos.

La ciudadanía demostró que no se dejará secuestrar por políticos desinteresados, funcionarios incompetentes, procuradores que la engañan, policías corruptos y un sistema judicial pernicioso y disfuncional. La sociedad está harta del asalto, la vejación y la falta de respuesta gubernamental. Por supuesto que las autoridades responden, pero su interés es mediático, no operativo. Sociedades tan diversas como la salvadoreña y la neoyorquina, la hongkonesa y la queretana, han demostrado que es posible acabar con la criminalidad, que el problema no es técnico, sino político: cuando las autoridades deciden actuar y adoptan las medidas necesarias, el problema se resuelve. En México es evidente es que la lucha contra la inseguridad no ha sido una prioridad gubernamental. Las evidencias lo exhiben en forma escandalosa y la marcha es una prueba más de ello. La ciudadanía está demandando que los políticos asuman el costo de responder al reclamo y se pongan a trabajar en lo que es (debería ser) su responsabilidad esencial.

Lo más impactante de la marcha fue la diversidad de sus actores. La violencia y la delincuencia han unido a toda la población, porque todos hemos sufrido sus estragos. La población mostró, una y otra vez, su indignación por ser víctima de la disfuncionalidad gubernamental al caer en las manos de un delincuente, pero también por el abuso adicional que representa lidiar con los ministerios públicos (no pocas veces ligados con la delincuencia), que tratan a las víctimas como si fueran una punta de criminales. O peor –diría  Churchill– como si en lugar de empleados de la ciudadanía, fuesen sus dueños.

La incompetencia de las autoridades es flagrante en todos los frentes. El gobierno federal, más preocupado por el viejo poder de la Secretaría de Gobernación, le quitó su instrumento operativo y dividió las responsabilidades, disminuyendo, con ello, el incentivo y capacidad para actuar. En lugar de atacar el problema de entrada, el gobierno de la ciudad de México navegó por un buen rato asumiendo que era el gobierno federal quien pagaría el costo político de la delincuencia, lo que le hizo perder un tiempo precioso. Uno y otro evaden la responsabilidad sin que la ciudadanía encuentre respuesta a su clamor. En contraste, algunos gobiernos estatales han tomado iniciativas interesantes, pero los resultados siguen siendo pírricos. La manifestación del domingo hizo evidente que el problema no se resolverá hasta que las autoridades, federales y locales, den prioridad al combate contra la inseguridad frente a sus intereses políticos particulares. Así fue como se avanzó en El Salvador y en Nueva York: con los mismos policías e instituciones, pero con estrategias nuevas, creativas y efectivas. Aunque se requiere adoptar políticas apropiadas, la clave no es técnica, sino de compromiso político.

La ausencia de gobierno, que es, a final de cuentas, el reverso de la inseguridad, conlleva todo tipo de vicios. Algunas personas cifran su esperanza en el poder legislativo, otros en penas más elevadas (la reivindicación de la pena de muerte, por ejemplo). Otras, desesperadas por los costos de la delincuencia, abandonan sus trabajos o negocios. Si sumamos todo lo que los políticos obstruyen para recuperar la senda del crecimiento económico a lo que no hacen para terminar con la delincuencia, el gobierno mexicano (legislativo y ejecutivo) resulta disfuncional en lo que hace e incompetente por lo que no hace. Esto sugiere que la solución a los problemas de inseguridad no descansa en leyes o penas sino en acciones concretas que terminen con la impunidad. Para conseguir lo anterior es necesario limpiar los cuerpo policíacos y alentar cambios en la administración de justicia, pero por encima de todo se requiere un cambio de enfoque.

La marcha obliga a todos, gobierno y ciudadanos, a poner las cosas en perspectiva, a definir qué es lo importante. La ciudadanía ha colocado a los políticos contra la pared, pero su ámbito de acción es muy limitado: puede avergonzarlos, como esperamos haya ocurrido el domingo pasado; puede volver a salir a las calles y negar su voto a quienes identifique como responsables. Más allá de cualquier cosa, lo que la marcha arrojó es que se trata de un grupo de votantes sin preferencia político-partidista absoluta y dispuesta a volcarse por quien resuelva lo más elemental de su existencia: su seguridad personal y patrimonial. En este sentido, la marcha es una advertencia que puede acabar siendo mucho más poderosa de lo que aparenta a primera vista.

Resulta claro que hay dos grandes líneas de acción que tienen que ser atendidas por los gobiernos actuales y futuros. En primer lugar, es imperativo atender el problema de la inseguridad. Esto requiere acciones conjuntas y concertadas por parte de los distintos niveles de gobierno, acciones que tienen que ser directas, puntuales y no politizadas. A menos que la delincuencia decline de manera vertical, es difícil creer que alguien se beneficiará directamente de su combate, pero todos pagarán un elevadísimo precio de continuar la ola incontenible.

Por otro lado, resulta igualmente obvio que el país necesita reencontrar su camino al desarrollo. Aunque la evidencia muestra que no hay conexión directa entre pobreza y criminalidad, es evidente que la sociedad mexicana se ha polarizado y que mucho de la saña y violencia que acompaña a los secuestros y otros delitos, es reflejo de una situación social intolerable. La pregunta política es cómo (y quién) puede sumar a toda la población en un proyecto político que lleve al país a otro umbral, lejos de la criminalidad actual, de la polarización social y de la desesperanza que, como mostró la marcha, consume a la sociedad en la actualidad. La respuesta no parece nada obvia.

La marcha fue un éxito que rebasó cualquier expectativa. Pero fue un éxito porque la sociedad hizo suya la calle. Su potencial es inmenso para cualquiera que quiera verlo: demostró que es imperativo dar respuesta al drama de la inseguridad, pero también que ahí está la plataforma que permite hacer posible el desarrollo. De lo que no hay duda es que el balón está en la cancha de los políticos y de los gobernantes. Vaya el santo al que nos tenemos que encomendar.

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Acabar con la inseguridad

Luis Rubio

Es paradójico, por decir lo menos, que en un país en el que no se respeta la ley y en el que sus autoridades no se ocupan siquiera de cumplir con las formas más elementales de los procedimientos legales y judiciales, los políticos, casi sin excepción, afirmen que la solución a los problemas (de cualquier índole) se encuentra en la aprobación de más leyes. Donde la ley no existe todo se resuelve con más leyes, parecen afirmar. El caso de la inseguridad pública es paradigmático.

El problema de la inseguridad en el país es cada día peor. Evidencia dura y anecdótica sugiere que el problema crece en lugar de disminuir, que cada vez abarca a una parte mayor de la población y que las policías son tan impotentes e incompetentes hoy como lo eran en el pasado. Aunque hay algunas estrellas en el firmamento y, sin duda, muchas acciones encomiables a cargo de distintas instancias gubernamentales, los políticos han preferido echarse unos a otros la pelota y jugar a las diferencias entre el fuero común y el fuero federal en lugar de unirse para actuar. A diferencia de otros temas que también se caracterizan por un peloteo interminable, como las llamadas reformas estructurales, en el caso de la inseguridad es la ciudadanía quien carga con todo el peso y todos los costos.

El tiempo ha alcanzado a los políticos. La estrategia de ignorar el problema les fue útil a las pasadas administraciones federales, así como a los gobiernos del DF y de otros estados en situación crítica, porque creían que, en la medida en que sus periodos acabarían pronto, el tiempo los favorecía. Pero nadie puede eximir a los gobiernos locales y federal del momento, pues todos ellos entraron en funciones bajo la nube de la inseguridad. Peor, ahora que aparentemente la criminalidad se ha democratizado (término desafortunado para indicar que el problema ya afecta a toda la población), las autoridades responsables suponen que con avalar esa percepción han cumplido con su deber. A fin de cuentas, ellos parecen decir lo que es parejo no es chipotudo.

Ciertamente, no todo en la gran masa de problemas y delitos que se resumen bajo el rubro de inseguridad pública ha permanecido estático. Aunque la criminalidad parece ir en ascenso, ahora en forma renovada, hay esfuerzos que parecen exitosos, sobre todo el encabezado por la Agencia Federal de Investigación (AFI), pero sus funciones no son las de prevenir el crimen, sino las de investigarlo y perseguirlo. Esa función es sin duda necesaria, mas no sustituye la labor de prevención más elemental que es, a final de cuentas, la razón de ser de cualquier gobierno. Además, obviamente, lo que importa y preocupa a la ciudadanía es que no haya delincuencia y en esto las autoridades responsables han mostrado un estruendoso fracaso.

El fracaso no ha impedido que existan excusas para todo. Frente a la abrumadora realidad, la salida fácil para tirios y troyanos es reclamarle al poder legislativo su inacción en este terreno: que las leyes que existen no sirven, que los delincuentes tienen demasiados recursos legales desventajosos para la autoridad, que hay muchas iniciativas pendientes descuidadas por el poder legislativo y, el reclamo favorito, que las penas son inadecuadas.

Existen problemas serios, de eso no hay duda, en cada una de estas instancias. Algunos problemas son verdaderamente risibles, como el hecho de que las autoridades responsables de la prevención sólo pueden actuar en flagrancia; aun así, con frecuencia los tecnicismos y argucias legales permiten que un delincuente comprobado ande libre haciendo de las suyas. Pero estas explicaciones tienden a sonar huecas porque la impunidad es prácticamente absoluta. Mientras un delincuente sepa que la probabilidad de ser detenido y procesado es prácticamente nula, el tamaño de las penas resulta irrelevante. La violencia, crueldad y atrocidad creciente de los actos, reflejan el poco temor a ser capturados. Este punto es crucial: la delincuencia, como todo negocio, es atractiva sólo en la medida de su rentabilidad. Quizá en el México de hoy no haya negocio más rentable, con la salvedad del narcotráfico, que la delincuencia.

En un libro recién publicado por el FCE, Crimen Sin Castigo, Guillermo Zepeda analiza con todo cuidado los índices de criminalidad y los procesos que se siguen desde el momento del delito hasta su sanción. Uno de sus importantes hallazgos es que sólo en el 3.3% de los delitos denunciados un inculpado llega ante un juez. Es decir, aun si la totalidad de los delitos fuese denunciada, sólo tres de cada cien llegaría ante un juez, lo que equivale a una impunidad del 83% luego de eliminar casos en los que no hay delito que perseguir o en que la víctima perdona al delincuente. Si a este dato se añade el número elevadísimo de delitos no denunciados, la cifra sería todavía mayor, cercana al 100%. Ante esto, la mera noción de elevar las penas resulta absurda: ¿de qué sirve la pena capital o dos mil años de cárcel si la probabilidad de aplicar estas sanciones es cero? El valor de una pena es su poder disuasivo; si nunca se aplica, como ocurre en nuestra ciudad y país, dicho valor es irrelevante.

Es obvio que la solución al problema de la inseguridad, como tantos otros que mezclan lo político con la función gubernamental, no reside en aprobar más leyes. Es cierto que algunos ordenamientos jurídicos deben ser modificados o fortalecidos, pero el tema de fondo es político, no legal. Mientras no exista un virtual contrato social sobre cómo gobernar el país, todos los esfuerzos que se realicen en materia legislativa seguirán siendo meros paliativos y, en realidad, engaños. La criminalidad es producto de la incapacidad política de las autoridades responsables, quienes han privilegiado el conflicto y los intereses particulares, incluyendo el de solapar a la criminalidad, antes que crear una plataforma política sólida que resuelva el problema de las relaciones de poder en la sociedad mexicana.

En este sentido, el tema de la inseguridad no es distinto, en concepto al menos, al de la lucha política fuera de los marcos institucionales, que se ha convertido en la cosa nuestra de cada día. En la medida en que la criminalidad sirva a alguien para avanzar una causa particular que puede ser tan simple como el enriquecimiento y tan compleja como la generación de mayores niveles de conflictividad social como instrumento para llegar al poder-, ésta no va a disminuir.

Además del tema relativo a la inseguridad pública, la agenda nacional está saturada de propuestas para la solución de problemas políticos fundamentales: desde la incorporación de un sistema electoral de dos vueltas hasta la adopción de un sistema parlamentario de gobierno. Independientemente de sus méritos, estas propuestas, incluidas las del combate a la inseguridad pública, son meros artificios formales que no resuelven el problema de las relaciones de poder. Es decir, las formas (estructuras de gobierno, procedimientos de elección de gobernantes, etc.) deben complementar y darle institucionalidad a la realidad inmanente y no al revés. O, puesto de otra manera, no por adoptar una constitución perfecta la realidad cambiará. Lo mismo ocurre con la inseguridad.

El punto es simple: sólo cuando se alcance un pacto entre las fuerzas políticas del país es que podremos crear formas e instituciones adecuadas para resolver problemas. El caso del IFE es paradigmático: aunque muchos políticos disputan ahora las facultades del IFE, su creación fue posible gracias a que los tres principales partidos políticos llegaron a un acuerdo sobre la necesidad de gestar una estructura con credibilidad que garantizara la organización de los procesos electorales y la resolución de las disputas que de ahí emanaran. Si la reforma constitucional que dio nacimiento al IFE fue aprobada por unanimidad en el congreso, se debió a la resolución de los conflictos políticos subyacentes en aquel entonces. Cierto, los tres partidos mayoritarios se llevaron la tajada del león en ese momento (lo que hace un tanto ridículas sus pretensiones de cambiar ahora las reglas del juego, pero ese es otro asunto). Pero el tema importante es que, al resolver el problema de la administración del acceso al poder, se terminó con una fuente de interminables disputas políticas que amenazaban la estabilidad del país.

Algo semejante tendrá que hacerse con los otros temas en disputa, y en forma prioritaria el de la inseguridad, tema con el que los políticos corren el riesgo de alienar al conjunto de la sociedad y, con ello, condenar al país a un proceso de desintegración social. En el caso de la criminalidad, el tema medular es la inexistencia de un conjunto de reglas que partidos y políticos estén dispuestos a respetar. Es decir, el problema de fondo reside en que no hay un acuerdo entre los políticos sobre la importancia de contar con un conjunto de reglas claras y específicas y que todos estén dispuestos a hacer cumplir sin distracción ni dilación. En la actualidad existen muchas reglas en el papel desde la constitución hasta el último reglamento- que en la práctica son ignoradas, cuando no despreciadas. Esas reglas sirvieron en la época del presidencialismo cuando los mecanismos de control político eran efectivos para administrar y limitar la criminalidad, pero no funcionan en una era donde todo mundo compite con el resto, la descalificación del adversario y de las reglas del juego es cotidiana.

La criminalidad no va a disminuir mientras no se adopte un cuerpo de reglas nuevas con las que todos los políticos y autoridades puedan vivir, reglas que sean suyas. Las policías, un eslabón crítico en la cadena de la seguridad pública, no se van a disciplinar ni van a tener la capacidad de prevenir la delincuencia, mientras sus jefes políticos no acepten en su propio fuero interno que ese es el objetivo fundamental. Y este es un asunto político, no técnico. Así como al crear el IFE los partidos y políticos negociaron los términos que regularían el acceso al poder, esos mismos partidos y políticos tienen que ponerse de acuerdo sobre cómo van a gobernar. Cuando tengan la disposición y capacidad para ello, será posible enfrentar la impunidad. Es entonces, y sólo entonces, cuando se podrá enfrentar con seriedad el tema de las atribuciones que deben tener las policías y su preparación. Mientras la impunidad sea una medalla que los políticos se cuelgan del saco, la criminalidad seguirá siendo como hasta hoy, un excelente negocio.

 

Desarrollo ¿para quién?

Luis Rubio

El país lleva años debatiendo, casi siempre de manera implícita, cómo enfocar su desarrollo. Digo de manera implícita porque prácticamente nadie enfoca el problema del desarrollo de manera frontal y en términos de sus beneficiarios; la tendencia es centrar la atención en las carencias que la situación económica arroja. Todo mundo parece querer ver el vaso medio vacío, de lo cual llega a conclusiones injustificadas. Por ejemplo, aunque hay suficiente evidencia para demostrar que no existe una correlación robusta entre inseguridad pública y la situación económica, muchos afirman que una es la causa de la otra. De igual forma, existe una gran confusión en torno a ideas (la mayoría viejas y obsoletas) como la de crear los llamados campeones industriales, concepto que obligaría al gobierno a volcarse en apoyos para un conjunto de sectores económicos que, presumiblemente, podrían convertirse en punteros del desarrollo. Ninguno de estos temas es privativo de México. En todo el mundo se debate la mejor manera de elevar la tasa del crecimiento de la economía. Lo que no se quiere reconocer es que es el consumidor y el ciudadano, y no el empresario, el burócrata o el sindicato, quien se encuenta al final del camino.

El dilema podría presentarse de la siguiente manera: ¿debe el gobierno proteger, y hasta salvar, a las empresas existentes, o debe abocarse a crear condiciones para que cualquier empresa, nueva o vieja, pueda prosperar? Este es un dilema central para la definición de la estrategia de desarrollo del país en la actualidad. Aunque rara vez se enfoca de esta manera, son frecuentes los alegatos sobre la necesidad de una política industrial, término que en general se entiende como un conjunto de subsidios y apoyos para la industria en general o para un núcleo de empresas o sectores que se consideran clave para el desarrollo. Muchos también plantean que es necesario enfatizar el mercado interno por encima de las exportaciones (como si se tratara de dos economías distintas y diferenciables), o que se debe dar un tratamiento distinto a ciertas empresas o sectores por ser (en apariencia al menos) propiedad de mexicanos o calificarse como actividades que tradicionalmente se han asociado con el desarrollo de un país (como podrían ser algunas industrias básicas, como el acero, los ferrocarriles, etcétera).

Ninguno de estos temas es nuevo, pero si se debaten ahora con insistencia significa que no hay una claridad y acuerdo en torno a cómo debería enfocarse el desarrollo del país. Mucha gente afirma que nuestro verdadero problema es que no tenemos un proyecto de desarrollo y que dicha ausencia explica lo mismo las crisis de las últimas décadas que las disputas en torno al sentido de la política gubernamental en materia del crecimiento de la economía, así como la cuestión sobre si debería mantenerse un régimen comercial abierto o proteccionista. La noción de que no existe un proyecto de desarrollo ha adquirido dimensiones míticas que no hacen sino confundir la discusión.

La mayor parte de las personas que piensa que no existe un proyecto de desarrollo pueden agruparse en dos rubros: el primero y más crítico, rechaza de entrada la noción de una economía integrada al resto del mundo, repudia la inversión privada en industrias que consideran clave para el desarrollo y, en general, disputa la esencia de una economía capitalista. Para quienes así piensan, lo que se requiere es una mano firme por parte del gobierno para asegurar que las cosas salgan tal y como el político o burócrata responsable las imagina sentado en su sillón. El desarrollo ocurre porque así lo imagina el dueño del poder. Algunos críticos de la política económica de las últimas décadas van menos lejos de lo que implica este párrafo, pero igualmente consideran que el gobierno debe encauzar el desarrollo a través de una política fiscal agresiva en materia de incentivos, subsidios y otros medios de promoción a sectores y actividades favoritas (y, más recientemente, a empresas propiedad de mexicanos).

El segundo grupo no critica lo hecho por el gobierno en las últimas décadas, sino que expresa una profunda frustración por todo lo que no ha hecho, lo que ha hecho mal o, de plano, las acciones estancadas en un limbo inamovible. Para estas personas el problema no reside, por ejemplo, en el régimen comercial que caracteriza al país, sino en las flagrantes contradicciones entre el régimen de competencia que caracteriza al sector manufacturero y la protección de que gozan muchos de los servicios (como telefonía y banca) fundamentales para el éxito de la industria. De igual forma, no rechazan la necesidad de competir, pero aseguran que es imposible hacerlo cuando el gobierno administra los precios de bienes y servicios clave, como los de la energía eléctrica y el gas, cuya dinámica refleja un sindicalismo depredador, un régimen legal barroco y un gobierno dependiente de esos precios para su estabilidad financiera.

En otras palabras, mientras que para un grupo de críticos el problema reside en la existencia de una economía abierta y en competencia, para el otro el problema consiste precisamente en que no se puede competir en el entorno que caracteriza al país. Si uno analiza los argumentos implícitos en este debate, resulta obvio es que sí hay un proyecto de desarrollo, pero a los primeros no les gusta, en tanto a los segundos les parece un dechado de incongruencias. Este es el verdadero tema: en los ochenta el país dio un viraje en su estrategia de desarrollo, situación que molestó a los estadólatras tradicionales (quienes afirman ahora que el país estaba a punto de resolver todos sus problemas entonces), pero el viraje fue solo parcial e incompleto, pues preservó muchos de los vicios de antaño y, en consecuencia, hizo imposible consolidar la nueva estrategia de desarrollo. Ahí está el problema: abandonamos la ribera del río en que el gobierno lo hacía y decidía todo y no se crearon las condiciones para arribar a la otra orilla con una economía competitiva y exitosa. Nos quedamos a la mitad del río, padeciendo las lacras del viejo sistema económico y sin disfrutar las ventajas del nuevo.

La gran pregunta es: ¿para quién debe ser el desarrollo? Esta pregunta es mucho más trascendente de lo que aparenta porque lleva implícitos otros dilemas: ¿debe privilegiarse al burócrata o al ciudadano?, ¿al industrial o a los sindicatos?, ¿al consumidor o al productor? Hay países cuyos gobiernos realizaron sesudos estudios y concluyeron que ciertos sectores de la economía serían punteros en el desarrollo, lo que les llevó a diseñar estrategias de apoyo a esos productores, en detrimento de los demás. Japón es un buen ejemplo de lo anterior: la burocracia determinó que algunos sectores serían clave para su desarrollo y creó toda una estrategia de protección y subsidios para acelerar su desarrollo. Lo irónico fue que sectores no privilegiados, como el automotriz, resultaron ser fundamentales para el crecimiento de su economía, en tanto que el criterio discriminatorio condenó al subdesarrollo a toda la economía interna, paradoja que se refleja en las contradicciones de una economía donde coexisten algunas de las industrias más modernas del mundo con otras comparables en su rezago a algunas en América Latina.

Para quién es el desarrollo resulta una pregunta capital en términos filosóficos y de política pública. Más allá de la retórica de los políticos, es evidente que en el país no hemos enfrentado los dilemas que esta definición exige. Veamos. La apertura a las importaciones sugiere, en apariencia, privilegiar al consumidor. Sin embargo, el régimen de protección que rige sobre las comunicaciones, la televisión, los transportes y demás, sólo privilegia a un pequeño grupo de empresas, donde la competencia es inexistente y se obtienen cuantiosos beneficios por las rentas extraídas a los consumidores, menguados al no tener otras opciones. Por su parte, mientras que los consumidores pueden escoger el cereal que más les atraiga, los productores dependen del humor con que se despierta el despachador de la energía eléctrica o la disposición del Senado para alentar más inversión en la extracción de gas. En pocas palabras, vivimos en un mundo de confusiones donde todo se convierte en un obstáculo permanente a la inversión y, por lo tanto, al crecimiento de la economía y del empleo.

Por más que muchos críticos claman por la aniquilación del modelo económico que se comenzó a instrumentar en los ochenta, lo cierto es que las opciones planteadas por ellos son más bien limitadas. En el terreno energético, por ejemplo, México es hoy virtualmente el único país del mundo que prohíbe la inversión privada de manera absoluta. La globalización de los procesos industriales es un hecho ineludible con el que hay que lidiar de manera cotidiana.

La verdadera disyuntiva para el país no se da entre proyectos alternativos de desarrollo, sino entre la pobreza y el estancamiento por un lado, y la transformación y modernización por el otro. El primer binomio implicaría quedarnos donde estamos o revertir algunos instrumentos de política (a través de mayor gasto público o protección a algunas empresas o sectores), todo ello con la falsa noción que pretende concederle a la burocracia la inefabilidad absoluta en materia de decisiones económicas. Esta noción es peligrosa porque, además de ser ahistórica y falaz en nuestra propia experiencia, pretende que México puede ir contra todas las corrientes que dominan al mundo en la actualidad.

La transformación y modernización del país es nuestra única opción real, lo cual obliga a resolver los dilemas y contradicciones que hoy dominan los procesos económicos para definir con precisión qué o quién debe ser el objetivo último del desarrollo y romper con todos los impedimentos para conseguirlo. La confusión imperante hace posible que se preserven los cotos sindicales y las prebendas políticas, pero también prolonga la parálisis en que se encuentra sumergido el país. Para combatir nuestro subdesarrollo es necesario definir un solo beneficiario y someter al resto a ese criterio. Si queremos ser una democracia verdadera, el beneficiario no puede ser otro que el consumidor y el ciudadano; todos los demás deben subordinarse a ese objetivo fundamental.

 

La nueva y vieja disputa

Luis Rubio

El país vive una nueva era de disputa política e ideológica. Otra vez, como en los ochenta, todo está a discusión. Unos exigen la definición de un modelo de país, en tanto que otros se oponen a lo existente, pero todo mundo parece insatisfecho con el statu quo. Buenas razones hay para ello, pues el país se encuentra paralizado. Desde la izquierda se denuncia una conspiración de las derechas; desde el sector empresarial se demanda la articulación de políticas y reformas congruentes con decisiones ya tomadas, sobre todo en el frente del comercio exterior y la inversión. Mientras los políticos se indefinen, la oposición a todo lo existente crece y, con ello, el riesgo de que no lleguemos a ninguna parte. Mientras esto continúe, la economía seguirá estancada.

Todo está en disputa y las consecuencias de este hecho pueden ser enormes. El proceso de modernización y apertura de la economía que se inició hace veinte años, transformó la estructura económica del país, pero evidentemente no resolvió todos los problemas. Hay buenas explicaciones de por qué no se han logrado los resultados anunciados, pero en el entorno de conflicto que vivimos en la actualidad nadie quiere analizar y discutir los temas de acuerdo a sus méritos. La disputa es política e ideológica y, cuando las cosas son así, lo que prevalece no es la razón sino la retórica.

Hay muchos críticos del modelo económico actual, pero la mayoría se inscribe en dos grupos: aquellos que debaten algunos de sus componentes y quienes lo rechazan de entrada. Los primeros incluyen a quienes plantean pequeñas adecuaciones (desde reformas adicionales hasta una política fiscal más agresiva), en tanto que los críticos rechazan sin concesiones el concepto de una economía abierta y, de hecho, el capitalismo en general; para ellos se trata de una disputa ideológica y no sólo de una corrección marginal. En ocasiones, sobre todo cuando la retórica resulta ser estruendosa, es difícil distinguir entre unos y otros, pero la diferencia es obviamente diametral.

La disputa ideológica que caracteriza a nuestro ámbito sociopolítico no es privativa de México. Algo similar ha sobrecogido a numerosos países desde hace años. Baste ver el panorama de naciones como Venezuela y Argentina, pero también algunas europeas, al igual que Estados Unidos, para reconocer que muchos de los puntos de confrontación que caracterizan a esas naciones son los mismos que saturan el discurso político nacional. Temas como la desigualdad y los efectos de la globalización sobre las estructuras salariales de cada país son frecuentes en todo el mundo. China, país que por décadas buscó, como dogma casi religioso, la igualdad a ultranza, acabó por reconocer que el crecimiento económico es más importante que su viejo objetivo porque el crecimiento es la mejor manera de combatir la pobreza. Como resultado de esa decisión política, los ingresos de toda la población han ascendido, a pesar de que las diferencias de ingresos también se incrementan. Es decir, todos han ganado, aunque unos lo han hecho más que otros.

India y China, dos de las naciones más exitosas del mundo en términos de crecimiento económico en las últimas dos décadas, constituyen un caso paradigmático. Aunque hay críticos internos que cuestionan que la desigualdad sea el precio a pagar en aras de la transformación de sus economías y naciones, la decisión política fue absolutamente transparente. En el caso de India, la decisión fue producto de una negociación dentro de un contexto democrático, en tanto que en China surgió de un gobierno con capacidad para definir el rumbo de toda la nación. Pero el hecho importante es que ambas naciones no sólo decidieron un rumbo, sino que se han dedicado a hacerlo exitoso. El contraste con nuestra realidad no podía ser más acusado: aquí se dio la decisión política de modernizar la economía, pero no se emprendieron los cambios necesarios para que esa decisión fructificara. Y ahora estamos estancados y envueltos por disputas político-ideológicas que creíamos ya superadas.

La disputa trasciende el marco de la economía. A pesar de su cercanía con Estados Unidos en numerosos temas, los principales países de Europa se han distanciado en múltiples frentes. Mientras que en la época de la guerra fría ambos lados del Atlántico compartieron valores fundamentales, el fin de la Unión Soviética acentuó las divergencias. Movimientos de protesta como el de los globalifóbicos habrían sido inconcebibles hace veinte años, en tanto que hoy son cosa de cada día. Como algunos grupos en México, los globalifóbicos rechazan no algunos aspectos de la política económica, en este caso la globalización y sus implicaciones en términos de flujos de inversión y comercio, sino la esencia misma del capitalismo. El disfraz es atractivo, pero el mensaje detrás es claro y contundente.

En nuestro caso, los cambios económicos de las últimas décadas han alterado no sólo las relaciones entre productores y consumidores, sino que han trastocado muchos valores que se daban por permanentes e inamovibles. Pero quizá lo más notable del panorama socio económico del país en los últimos años sea el rechazo casi visceral a la realidad en que vivimos. Aunque innumerables empresarios y obreros, comerciantes y consumidores, para no hablar de los ciudadanos en general, se han beneficiado de manera extraordinaria de la (incompleta) modernización de la economía, todo mundo parece aferrado inexorablemente al statu quo, así sea sensiblemente inferior en calidad, beneficios y resultados de lo que podría ser la realidad si se promovieran las reformas necesarias para reducir los costos de instalación de empresas, facilitar la generación de empleos, elevar la productividad del trabajo, etcétera.

Es por la ausencia de un jalón adicional en el proceso de reformas que México persiste en su parálisis. El punto aquí no es asignar culpas, sino plantear dos fenómenos de extraordinaria trascendencia para el momento actual: uno es que el estancamiento tiene consecuencias y no sólo en el ámbito económico. El hecho de que innumerables mexicanos se dediquen sin siquiera pensarlo a actividades informales o ilegales supone no sólo que la economía se fragmenta y que los beneficios no se generalizan, sino también, y sobre todo, que el potencial de crecimiento y desarrollo de esa población se limita de manera inevitable. Por ejemplo, un changarro puede existir por décadas, pero mientras no se formalice no puede crecer, desarrollarse e impactar el empleo y la generación de riqueza en el país. En otras palabras, la extraordinaria inflexibilidad de nuestra economía limita el desarrollo de las personas y del país. La reticencia del gobierno a reformarse a sí mismo y del congreso a avanzar transformaciones clave para el desarrollo tiene implicaciones fundamentales.

El otro fenómeno producto de la falta de ese jalón es, precisamente, esa disputa ideológica que parece consumir al país. Muchos mexicanos se oponen legítimamente al modelo económico porque rechazan su esencia (el capitalismo), pero muchos más se han sumado a movimientos que promueven el rechazo por la falta de oportunidades que perciben en la economía mexicana. La globalización es un hecho inexorable al que todas las naciones tienen que adecuarse, como ilustran incluso algunos de los casos más extremos y recalcitrantes del mundo: Vietnam, Cuba, Libia, etcétera. Pero el hecho de que la globalización sea inevitable no implica que toda la población de un país tenga los elementos (el llamado capital humano y las condiciones y servicios públicos requeridos) para poder ser exitoso en ese entorno. En México, por decirlo metafóricamente, la población fue enviada a la guerra sin fusil. Las masas que claman a los vendedores de milagros en la forma de un rechazo a la modernidad lo hacen porque se sienten impotentes frente a fuerzas que no pueden siquiera comprender. Esa impotencia es resultado directo de la incompetencia de nuestros gobernantes (ejecutivo y congreso), que no han sabido construir el andamiaje necesario para que la economía pueda ser exitosa.

No cabe la menor duda de que el país atraviesa por un momento complejo y riesgoso. El simple hecho de que la economía crezca poco y, sobre todo, que no existan motores internos de crecimiento, nos deja en una situación de extraordinaria vulnerabilidad. El empobrecimiento de una parte significativa de la población es un hecho real y tangible y, por lo tanto, un componente natural e inevitable de la disputa política que nos caracteriza. Todos sabemos, en efecto, que los problemas del país no comenzaron con la política económica de los últimos años. La pobreza ha sido un mal endémico que tiene siglos de ser una de las circunstancias más vergonzosas de nuestra realidad. Es obvio, por eso, que la existencia de un pasado idílico ofrecido ahora como panacea es pura ficción. Pero ese hecho no cambia dos situaciones igualmente tangibles: una, la población siente miedo frente a una realidad que desconoce, no entiende y no sabe cómo enfrentar; y otra, la abrumadora mayoría de la población no cuenta con los instrumentos para poder enfrentar los retos de un entorno distinto.

El país tiene opciones y nuestros problemas tienen solución. Pero las soluciones no provendrán de una lucha ideológica cuya dinámica nos arroja al inmovilismo. Como no se discuten problemas sino preferencias políticas e ideológicas, la solución no puede venir por la vía de la confrontación. La población requiere soluciones concretas que le permitan salir adelante en su vida cotidiana, algo que no existe en la actualidad. De la misma manera, se requieren acciones específicas en terrenos como el de la educación, la infraestructura y las regulaciones. Nada de esto es ciencia compleja o imposible, sino la razón de ser del gobierno y la política. Pero sin acciones ni respuestas, el país continuará sumiéndose en el sopor que se ha vuelto característico de nuestra realidad. Vale la pena recordar que Singapur era una de las naciones más pobres en los sesenta y hoy tiene el segundo ingreso per cápita más alto del mundo. China era todavía más pobre hace sólo una década y hoy ya es una potencia económica mundial. Tenemos que trascender la lucha ideológica que sólo nos erosiona, aunque sea de a poquito.