Luis Rubio
En ausencia de mecanismos naturales y automáticos para la construcción de acuerdos y consensos dentro de la sociedad mexicana, particularmente al interior de instituciones como el poder legislativo, la capacidad de desarrollo del país depende enteramente de la disposición de individuos a construir los andamios necesarios para salir adelante. En el pasado, la capacidad de imposición del presidente garantizó la toma de decisiones y, como bien sabemos, no todas las decisiones que emanaron de ese esquema acabaron siendo buenas. La democracia, cuando opera adecuadamente, tiene la virtud de promover la activa participación de las distintas fuerzas políticas y grupos de interés en el proceso de toma de decisiones. Pero para que ésta opere adecuadamente, deben existir mecanismos de contrapeso que impidan lo que hoy es la norma en la sociedad mexicana: el reino de los intereses particulares y la parálisis que de ahí emana. Es tiempo de que los legisladores asuman la responsabilidad histórica que les corresponde.
Pedir lo anterior, sin embargo, supone violar una constante de la realidad política de cualquier país: implica que quienes se benefician del statu quo acepten dejar de hacerlo. Lo anterior es, por principio, contradictorio. Por eso es común que no se avancen reformas que, aunque necesarias, no interesan o no benefician a quienes son responsables de aprobarlas (excepto cuando las circunstancias las hacen inexorables). En todos los países, las situaciones de crisis cambian los términos de la realidad. Así, por ejemplo, en 1995 se adoptaron cambios fiscales y al sistema de seguridad social que, en otro contexto político, hubiesen sido impensables. De la misma forma, el gobierno norteamericano actual logró que se aprobara un conjunto de legislaciones que rompían con una larga tradición liberal, situación que sólo pudo ser concebible en el contexto de los ataques terroristas del 2001. Lo que no es típico, pero tampoco excepcional, es que un partido o una coalición de ellos asuman como suyos los cambios que son necesarios no por el bien de la humanidad, sino por una visión de más largo plazo de su propio interés. Me explico.
Si partimos del principio de que un legislador o su partido van a impulsar los cambios convenientes a su propio interés, la pregunta es cuál de sus intereses concebirá como prioritario. En su expresión más elemental, más primitiva, la definición de interés se reduce a la defensa o avance de cuestiones muy particulares, como pueden ser las un sindicato (como ilustran los casos del IMSS y el de los electricistas). Pero también es posible articular la definición del interés de una manera distinta: un partido, por ejemplo, puede llegar a la conclusión de que su capacidad de ganar la próxima elección es mínima de no avanzar ciertos cambios fundamentales. En esta perspectiva, resulta de su interés el procurar esos cambios, así afecten a algunos de sus grupos cercanos. Esa fue, precisamente, la lógica de las reformas de los ochenta y noventa: afectaron intereses inmediatos, en aras de grandes beneficios más adelante. Redefinidos de esta forma, los intereses políticos y partidistas adquieren una dimensión distinta. La diferencia la hace la calidad del liderazgo que conduce el quehacer de un grupo político y legislativo.
En el país hemos llegado al punto en que, fuera de una mega crisis producto de la violencia política o de una nueva conflagración financiera y fiscal, lo único que podría conducir hacia la adopción de un conjunto de reformas mínimas sería el interés de un partido por impulsarlas. Pero, en virtud de la lógica antes descrita, esto sólo puede ocurrir de existir una gran claridad de visión (que permita discriminar entre intereses limitados de corto plazo, pero perniciosos para el interés del partido en el largo plazo, y los de largo plazo, así afecten a grupos particulares) y/o una capacidad efectiva de liderazgo que permita empujar esa visión. El caso del Partido Laborista inglés bajo el liderazgo de Tony Blair es paradigmático: bajo su batuta, el partido adoptó una visión que, por décadas, había sido anatema para sus correligionarios, pero fue esa visión la que les permitió recuperar el voto ciudadano.
Hay tres factores clave que confluyen con la indisposición a actuar mostrada por nuestros políticos en los últimos años. Primero que nada está el hecho de que el país está paralizado no por una plaga de cucarachas ni a causa de una catástrofe natural, sino por la falta de visión y acción por parte de gobiernos y legisladores que pensaron menos en cómo darle cauce a la transición política que en seguir a pie juntillas el famoso dicho de a río revuelto ganancia de pescadores. Segundo, y paradójico, la agenda que el país tiene que resolver no es una particularmente disputada. Aunque existen diferencias, en ocasiones profundas, sobre cómo resolver un tema particular, el contenido de lo que debería ser la agenda legislativa, política y gubernamental goza de un amplio consenso. Finalmente, la inacción tiene consecuencias, tanto económicas como políticas. La lenta recuperación económica, y sus consecuencias en términos de empleo y generación de oportunidades, ha golpeado a una gran parte de la población. Además, irónicamente, ha gestado condiciones propicias para movimientos políticos radicales. Justo, sin duda, lo que la mayoría de los legisladores buscaba.
La agenda en la que concuerda la mayor parte de los legisladores y partidos del país incluye temas obvios como una reforma institucional que restablezca la capacidad de tomar decisiones en las nuevas circunstancias; la creación de condiciones necesarias para que la economía pueda florecer; la garantía de seguridad pública y un Estado de derecho; la incorporación exitosa de la población a la globalización; y la relación con Estados Unidos. Pocos mexicanos estarían en desacuerdo con esta agenda, aunque algunos, los menos pero con poder, objetan puntos específicos, sobre todo en materia de reformas en el entorno económico. En otros casos (la relación con Estados Unidos, por ejemplo) existe un virtual consenso sobre lo deseable, independientemente de que lo deseable sea imposible en este momento. Pero, a pesar de las diferencias, estamos hablando de matices en una agenda que goza de amplio apoyo entre todos los partidos y grupos políticos.
Pero la existencia de un virtual consenso sobre lo que hay que hacer no se ha traducido en acción. Los partidos y legisladores se han empecinado en mantener su posición, alientan a sus facciones más duras y sacrifican en el camino la viabilidad económica y política del país. En lugar de amplitud de visión, lo que ha caracterizado al congreso es lo mezquino y modesto de su actuar. No ha habido posturas visionarias o liderazgos alternativos que impulsen soluciones a las diversas problemáticas que enfrenta el país. Aunque jamás lo aceptarían, los miembros del Congreso y del Senado han demostrado, como parece ocurrirle a la mayor parte de la población, que no saben funcionar sin la presencia de un líder fuerte que los obligue a actuar. Aunque muerto desde la elección del 2000, el presidencialismo sigue vivo en la conciencia de la población y, ciertamente, de los políticos mexicanos.
Mientras todo esto pasa, la economía del país sufre los estragos de la incongruencia: mientras que en el curso de los últimos veinte años se adoptaron medidas en materia económica que fueron transformando las formas y lógicas de funcionamiento de la economía mexicana, no se llevaron a cabo los cambios que debían acompañar a esas reformas para que éstas fueran viables para la mayoría de las empresas y personas. Esta incongruencia, que borda en lo criminal, pinta de cuerpo entero a nuestro sistema de gobierno. Por ejemplo, se eliminaron fuentes de protección y subsidio para la planta productiva, algo que era necesario para generar mayor competitividad en la economía mexicana, pero no se crearon las condiciones para que esa competitividad fuese posible. Es decir, al oponerse los legisladores a generar fuentes de energía más barata, por citar el caso más evidente, condenaron a buena parte de la planta industrial a competir en una situación de desventaja. En esto de la competitividad no hay secretos: es la incongruencia y falta de seriedad en el actuar gubernamental (gobierno-legislativo) lo que produce el estancamiento actual.
Nuestra situación actual es paradójica. Por un lado, el alcance de miras difícilmente podría ser más corto. Por la otra, los problemas cotidianos consumen a los empresarios, impidiendo que se desarrolle una economía pujante que, se supone, todos los políticos y partidos pretenden promover. En lugar de acción, lo que el mexicano recibe son buenos deseos. Pero el país requiere decisiones, no plegarias. Sin embargo, lo único que parecen recibir por parte de los políticos no es más que es eso, plegarias. Cada que cierran los ojos ante la inminencia de una catástrofe energética emiten una oración, una petición a quien sabe quién, para que el país no se hunda como producto de su inacción. Lo mismo ocurre cuando suponen, esperan o confían que nada pase al mantenerse irresuelta la situación fiscal o las pensiones no financiadas del sector paraestatal o la falta de competencia en la economía mexicana. La economía mexicana demanda oxígeno y los políticos se duermen en sus laureles. Esa no es manera de conducir a un país, velar por su soberanía o pretender que están haciendo su chamba. La ausencia de visión amenaza con dejar a más de uno tirado en la lona.
Vuelvo al inicio: lo que urge es que los partidos desarrollen una capacidad por definir y diferenciar sus intereses de corto y de largo plazo. En la medida en que un partido se convierte en la oficina de protección de intereses particulares, deja de tener sentido su existencia, además de que condena al país a vivir siempre bajo la férula de ese interés particular, sea éste el de un sindicato, una empresa o una trampa ideológica. Por otro lado, en la medida en que un partido acepta costos de corto plazo en aras de avanzar sus objetivos fundamentales de largo plazo, existe la esperanza de que haga suya la agenda de modernización y transformación del país. El Congreso actual es evidencia pura de quién y qué decide por los partidos.