Luis Rubio
Todo en el país parece diseñado para que prospere la corrupción. La obra pública -los aeropuertos, por ejemplo- se construye para favorecer posibles negocios chuecos, hasta en su diseño físico. Las reglas institucionales se definen de una manera tan ambigua, o tan discrecional, que siempre es posible interpretarlas de tal manera que permitan y faciliten la corrupción o, de igual manera, castigar sin misericordia una acción perfectamente lícita y adecuada cuando así conviene al político en turno. En pocas palabras, la corrupción no es producto de la casualidad, sino de un diseño implícito que la hace posible y perdurable. Si de verdad se quiere acabar con la corrupción, hay que modificar las reglas que la reproducen.
En el tema de la corrupción la pregunta relevante no es de carácter moral, sino práctico. Si uno parte del principio de que por igual hay gente honesta que deshonesta, la clave entonces no son las personas, sino el entorno y las instituciones que delimitan su conducta. Si no fuese así, tendríamos que aceptar que la moral de una persona determina el potencial de corrupción de una actividad o puesto público y caeríamos de inmediato en la indefinición que animaba a muchos priístas cuando decían “no me des; sólo ponme donde hay”. Es obvio que el tema no es de moralidad, sino de oportunidad. La pregunta es qué es lo que crea la oportunidad de la corrupción.
La corrupción florece bajo dos condiciones evidentes: la obscuridad y la discrecionalidad. Cuando no existe transparencia y claridad sobre los procesos y decisiones que tienen lugar en una determinada empresa o entidad, los funcionarios de la misma tienen amplias oportunidades para hacer de las suyas. Es decir, el que existan espacios de decisión que no están sujetos al escrutinio público se convierte en una oportunidad para que un funcionario deshonesto aproveche la circunstancia para su beneficio personal o el de terceros. Algo parecido ocurre cuando la legislación o regulaciones que norman el funcionamiento de una empresa pública o entidad gubernamental otorga a sus funcionarios facultades discrecionales tan amplias que permiten cualquier interpretación al momento de tomar una decisión. De esta manera, cuando la autoridad cuenta con la facultad de aprobar o rechazar una petición, permiso o adquisición sin que medie un análisis y un procedimiento escrupuloso y sin tener que dar explicación alguna, entonces el potencial de incurrir en situaciones de corrupción es infinito. Además, ese potencial se multiplica cuando no existen sanciones por violar las regulaciones (incluida, por ejemplo, la falta de transparencia, así la ordene la ley).
El punto es que la corrupción no surge en un vacío. Más bien, son las reglas que gobiernan el proceso de toma de decisiones las que crean o impiden la existencia de oportunidades de corrupción. Si esto es tan obvio, entonces la manera de terminar con la corrupción es con reglas del juego (ya sea en el propio marco jurídico o en la forma de decidir) que obliguen a la transparencia tanto como a la reducción al mínimo indispensable de la discrecionalidad con que cuenta el tomador de decisiones. Además sería indispensable dar facultades a la población para que demande a quien no cumpla con esas reglas del juego. Es evidente que los niveles de discrecionalidad que son necesarios para el buen ejercicio de la función pública varían de una entidad a otra y de un tipo de decisión a otro. Esto también debe quedar contemplado en cualquier esfuerzo encaminado a eliminar la corrupción, pues de otra manera no se haría más que paralizar a la entidad o garantizar la corrupción en cualquier y todas las decisiones que ahí se tomen (como ocurre en la actualidad).
Quizá la pregunta pertinente es cómo se puede y debe incorporar la transparencia en los procesos de decisión de una manera tal que no se entorpezca la toma de decisiones, a la vez que se reduce el potencial de corrupción. Hay dos ejemplos que sugieren formas en que esto se podría instrumentar, ejemplos que también muestran la trascendencia de una decisión gubernamental comprometida con extinguir la corrupción. Ambos ejemplos tienen que ver con Pemex.
Pemex es una de las entidades nacionales que más participación y vinculación tiene en los mercados financieros, tanto nacionales como internacionales. Por años, la empresa ha emitido diversos tipos de bonos para financiar su operación cotidiana y, hace no mucho, la empresa anunció la posibilidad de emitir algún tipo de acciones que permitan a los inversionistas privados tener una participación en el financiamiento de riesgo de la empresa a través de un fideicomiso. Tanto los bonos como las acciones son mecanismos a los que empresas de la más diversa índole y nacionalidad recurren para financiar sus operaciones. Sin embargo, cuando Pemex emite un bono o una acción, no tiene que adecuarse a las reglas de transparencia que caracterizan a todas las demás empresas del mundo, dado que goza de una garantía –implícita o explícita- del gobierno federal.
Lo anterior podría sonar lógico, dado que se trata de una empresa propiedad del gobierno. Sin embargo, de estar el gobierno realmente comprometido con la transparencia y decidido a acabar con la corrupción atávica de la entidad, no tendría más que someterla a las mismas reglas aplicables a cualquier empresa en el mundo que acude a los mercados internacionales. Es decir, bastaría con que el gobierno retirara la garantía a las operaciones de la empresa. Acto seguido, los operadores de los mercados se verían obligados a exigir que Pemex se sometiera a los requerimientos de transparencia exigibles a cualquier otra empresa. A partir de ese momento, no habría funcionario de la entidad que estuviera dispuesto a correr el menor riesgo, so pena de ser demandado no sólo ante nuestro caprichudo y corrupto ministerio público, sino ante tribunales en cualquier lugar del mundo en que se encuentre domiciliado el inversionista afectado.
El segundo ejemplo sería mucho más revolucionario, pero no menos trascendente. Mucha de la corrupción en el país se deriva no sólo de la falta de transparencia, sino de la vasta discrecionalidad que caracteriza a la administración pública. En el caso de Pemex, la corrupción lo permea todo porque las reglas del juego (o su inexistencia) así lo permiten. A ello se debe que las adquisiciones que realiza la empresa, por citar un ejemplo, sean una fuente inagotable de oportunidades de corrupción. Pero lo mismo es cierto en el caso del contrato colectivo de trabajo, diseñado para que todo en la empresa acabe beneficiando al sindicato, sobre todo a su liderazgo. Quizá valdría la pena preguntarse por qué no se le da la oportunidad a los dueños de la empresa a revisar el contrato colectivo y, a través de una consulta pública, votar para que éste sea aprobado o rechazado. Aunque la retórica de los defensores del statu quo se fundamenta en la noción de que Pemex es del pueblo de México, todos sabemos que, en la práctica, la empresa es propiedad de su burocracia y sindicato. ¿Por qué no someter a consulta de los supuestos dueños, el pueblo de México, los términos del contrato colectivo de trabajo y otros contratos igualmente centrales al funcionamiento de la empresa?
La mejor, realmente la única, forma de acabar con la corrupción es haciendo pública la información sobre las decisiones que pueden hacerla posible. La ley de transparencia es un instrumento clave en este proceso, pero no es el único, ni siempre el más adecuado para lograr el objetivo. La razón de lo anterior es doble. Por un lado, la ley de transparencia ve en retrospectiva. Es decir, permite observar las decisiones que se tomaron con anterioridad. Desde luego, en la medida en que los funcionarios públicos saben que sus decisiones podrán ser revisadas en el futuro, su propensión a delinquir es infinitamente menor y eso tiene un valor en sí mismo.
Pero la otra razón por la que la ley de transparencia no es siempre el mejor vehículo para impedir la corrupción reside en que las reglas escritas y no escritas del juego en la administración pública mexicana con frecuencia hacen imposible que se actúe con probidad. Las reglas en la administración pública se diseñaron para hacer posible tanto la corrupción de los amigos, como la persecución judicial de los enemigos. Las leyes y reglamentos que norman la función pública son asfixiantes para un funcionario honesto, pues le impiden tomar decisiones racionales, a sabiendas de que todo puede ser mal interpretado en el futuro. En no pocas ocasiones, los funcionarios acaban tomando decisiones erradas, pero indisputables bajo la normatividad existente. El gobierno del presidente Fox ha hablado mucho sobre la corrupción, pero no ha cambiado nada de la normatividad que la hace posible.
La ley de transparencia es un instrumento valiosísimo para disminuir la corrupción, pero es imperativo ir más lejos. Es evidente que la normatividad, tanto legal como reglamentaria, que existe en la actualidad es inadecuada para el funcionamiento eficiente de un gobierno. Pero también es cierto que en el país existe un enorme número de “poderes reales”, o “fácticos” como les llaman algunos, que nada tienen que ver con las reglas que rigen al común de los ciudadanos. Por ejemplo, los sindicatos operan bajo un esquema de chantajes políticos que nunca pasa por la criba del poder judicial. Innumerables intereses expolian al erario a través del robo de gasolinas o de la economía informal. El contrabando no sería posible sin el contubernio de autoridades aduanales y policiacas. La obscuridad y la discrecionalidad hacen posible la corrupción en todos los recovecos de la realidad nacional.
No hay como la apertura y la transparencia para exhibir esas realidades. A diferencia de los procedimientos judiciales, que además de costosos son igualmente propensos a la corrupción, la apertura informativa cierra espacios a la corrupción de manera automática. Como ilustran los ejemplos citados, la apertura permitiría enfrentar hasta al mayor de los dinosaurios. Lo mismo se podría lograr de hacerse pública la información sobre aduanas y procesos judiciales. El país aspiraba a un cambio. Hay muchos lugares por donde se podría comenzar.