Impunidad y legalidad

Luis Rubio

México inició su transición política sin que mediara mucho análisis, pensamiento o cálculo. Las circunstancias crearon el momentum y arrojaron un proceso complejo, sinuoso y, sobre todo, obscuro en cuanto a las características del puerto de arribo. A diferencia de naciones como España o Alemania, que gozaron de una definición precisa al momento de zarpar en su proceso de transición, además de tener la visión y la capacidad política para planear cada paso en el camino, en México se debate incluso cuándo comenzó la transición (que si en 1968, en 1988 o en el 2000) y nadie sabe qué características debería mostrar la sociedad mexicana cuando la transición haya concluido. Quizá no avanzaremos nada si antes no definimos un factor central de cualquier transición: el problema de cómo adoptar la legalidad y lidiar con la impunidad (y el pasado). Nuestra experiencia reciente no es nada encomiable.

Cada proceso de transición arroja lecciones interesantes. En muchos sentidos, la transición de la Alemania del Este a partir de 1989 es como ninguna otra, pues en realidad se trató de una adquisición o una absorción por parte de su vecino mayor. Mientras que los españoles, polacos, chilenos y otros pueblos que han experimentado un cambio radical de régimen tuvieron que rascarse con sus propias uñas, como dice el dicho, los alemanes del este se encontraron con que, de la noche a la mañana (y de acuerdo a un plan, a la alemana, tan detallado que no dejaba nada al azar) todo había sido predeterminado: la inversión y transferencia de riqueza que ha tenido lugar en lo que antes fue Alemania oriental, no tiene precedente en la historia (así hasta vale la pena dirían algunos), pero no sólo eso. Para cuando los alemanes orientales se levantaron luego de la borrachera de la caída del Muro, las instituciones de Alemania occidental habían tomado control de todo: el marco legal, el sistema bancario, la seguridad pública y, por supuesto, la infraestructura. Así, mientras que otras transiciones han sido organizadas y dirigidas por burócratas improvisados que no aprenden rápido, los alemanes llegaron con la mesa puesta.

A pesar del enorme privilegio, los resultados a tres lustros de ese dramático momento no son tan favorables como uno podría suponer. Muchos alemanes del este preferirían restaurar el viejo régimen: las encuestas sugieren que muy pocos consideran la transición exitosa y muchos más se sienten profundamente infelices. Parte de la explicación es generacional, pero los expertos concluyen con una evaluación que parece ser perfectamente aplicable a México: aun si se acierta en la organización de todos los ingredientes -tanto los económicos como los políticos- de la transición hacia una democracia liberal, y aun si se logra evitar brotes violentos (o algo peor), toma años, quizá una o hasta dos generaciones, sedimentar el cambio que entraña romper con un sistema autoritario o semi autoritario y con una economía fundamentada en decisiones burocráticas. Muy poca gente tiene los arrestos para ajustarse a los cambios, en especial quienes son o fueron responsables de administrar los procesos del viejo régimen o quienes tuvieron que aprender a sobrevivir en él. Hay incluso una interpretación bíblica sobre este punto: los cuarenta años que le tomó a los israelitas llegar de Egipto a la tierra prometida no fueron producto de la casualidad, sino de un diseño: para poder entrar a su nuevo entorno era necesario desprenderse de los hábitos mentales que se derivaban de la esclavitud.

El caso alemán es interesante porque demuestra que la economía no es el tema central o fundamental del proceso de transición, así sea clave. Quizá el punto medular de una transición tenga más que ver con la necesidad de llevar a cabo ajustes en la manera de ser, pensar y actuar de las personas, desde el ciudadano más modesto hasta el político, funcionario o empresario más encumbrado.

En esta línea de pensamiento, una de las cosas que la transición mexicana ha abandonado a su suerte y que quizá acabe siendo uno de los factores que impidan que ésta culmine con broche de oro, como ha ocurrido en otras latitudes, es el de la legalidad. Aunque la sociedad mexicana actual es sin duda más libre que la que le precedió, nada ha cambiado en términos de la precariedad de su existencia ni en la realidad de inseguridad jurídica que le caracteriza. Como ilustra la interminable serie de escándalos políticos, la transición ha sido muy buena para exhibir la corrupción, pero no para evitarla. No hay duda que la disponibilidad de información y la creciente transparencia de muchos procesos públicos contribuyen a inhibir el abuso y la corrupción, pero tampoco hay duda que la impunidad sigue a la orden del día.

La gran pregunta es cómo establecer el reino de la ley. Una revisión a nuestra realidad cotidiana ilustra la complejidad de semejante empresa. Para comenzar, siempre hay argumentos que justifican anteponer la razón política sobre la razón legal. En un país en el que la ley es la ley, nadie discute si es conveniente aplicarla o si esta debe usarse de manera diferenciada según sea el asunto en cuestión. En México, en cambio, este tipo de discusiones son el pan de todos los días y buena parte de ello lo explica la existencia de intereses poderosos que hacen todo lo posible por evitar que el país ingrese al mundo de legalidad y transparencia. Son intereses que viven y depredan de la inexistencia de un Estado de derecho en el país y que crean temas tabú y amenazan con inestabilidad para preservar sus cotos de caza.

La única manera de convertir a la ley en el corazón de los procesos políticos nacionales, la que ha funcionado en otros países que han seguido procesos de transición política exitosos, es marcando una línea de separación entre el pasado y el futuro. El gran problema de instaurar el reino de la ley es que quienes tienen deudas o cuentas pendientes con el pasado, no tienen incentivo alguno para adoptar la legalidad y, con ello, exponerse a que se les finquen responsabilidades por crímenes, delitos o faltas del pasado. Los países que han sido exitosos en romper con ese fardo de antaño son aquellos que pintaron una raya respecto al pasado, con el objeto de hacer posible la construcción de un futuro mejor.

Se trata, como se puede apreciar con toda claridad, de un dilema moral terriblemente difícil de encarar. Quien ha sufrido del abuso de las policías, los excesos de los sindicatos, los atropellos de la burocracia y la arrogancia del gobierno, ve con malos ojos que de un plumazo se exonere a todos aquellos que abusaron. Y eso que, en nuestro caso, fueron relativamente pocos los casos de abuso extremo (como tortura o muerte) semejantes a los ocurridos en Argentina y Chile. A final de cuentas, pintar una raya equivale a dejar en la impunidad a muchos posibles criminales, muchos de ellos intolerables en más de un sentido. Por otra parte, el argumento racional es igualmente obvio y no menos relevante: si no cerramos esos capítulos, nunca saldremos del círculo vicioso en el que nos encontramos. Algunos países se han quedado atorados en ese proceso, otros aceptaron este trade off, así fuera a la manera de un pacto con el diablo, porque ya estaban cansados de no ir a ningún lado. La alternativa era siempre peor.

En casi todos los países que aceptaron ese pacto con la impunidad se recurrió a otros medios para expiar culpas, resolver dilemas personales o, simplemente, lidiar con el pasado. En algunos, los menos, hubo acciones gubernamentales, sobre todo en la forma de comisiones de la verdad orientadas a transparentar el pasado y, con ello, tratar de dar sepultura a las atrocidades que se hubieran cometido. Pero en la mayoría han sido los novelistas e historiadores quienes hicieron suya la tarea de explicar el pasado, darle voz a los millones que sufrieron y, con ello, sentar las bases de un futuro diferente y más sólido. Mucha de la literatura e historia que ha surgido de Rusia y los países de Europa del centro y del este, así como del cono sur, comparte el mismo ánimo y sugiere lo que le hace falta a México.

No hay manera de pasar de la razón política a la razón legal, de la impunidad a la legalidad, sin delimitar la esfera del pasado y el futuro con claridad. Mientras eso no ocurra, el país seguirá pasmado y paralizado porque nadie quiere comprometerse con el futuro mientras no quede claro el pasado. Como se puede observar en la vida política nacional, ese pasado se sigue empleando en todos los niveles de gobierno y de la política como un medio para someter a intereses opuestos, controlar políticos y subyugar enemigos. Es ese y no otro el propósito, ya viejo pero no tan frecuente en el pasado, de judicializar a la política. Nada ha cambiado en ese reino y, mientras no cambie, el país no cambiará ni en lo económico ni en lo político.

Andrei Sakharov, el científico ruso que se convirtió en el líder espiritual de la disidencia en la era soviética, decía que un Estado que maltrata a sus propia población no puede ser confiable internamente o con sus vecinos. Para él, el totalitarismo soviético era el factor que creaba el entorno mundial de desconfianza característico de la guerra fría. Los mexicanos vivimos nuestra propia guerra fría interna y padecemos una pasmosa incapacidad de romper con ese pasado que nos atosiga. Urge el liderazgo y la visión que permita romper con ese fardo de una vez por todas.

Aviación

Aeroméxico y Mexicana llevan años de actuar como una sola empresa. Desde el punto de vista de sus dueños (esencialmente el gobierno y el IPAB), así como de cualquier inversionista potencial, lo obvio es fusionarlas para maximizar el precio de venta y sus rentas futuras. Fusionándolas se acaban las molestias que causa la competencia, se resuelve el problema de los altos costos laborales, las ineficiencias de las empresas y se puede ignorar el interés de los usuarios. Nadie puede acusar a las autoridades de Comunicaciones, los responsables por asegurar la competencia en la economía y los dueños, actuales y futuros, de la empresa de preocuparse por el desarrollo de la economía y el interés del consumidor. Sólo queda preguntar si no al consumidor, ¿a quién debe servir la economía?