Luis Rubio
Pocos temas son tan fundamentales para el desarrollo de un país como la educación; sin embargo, pocos son tan ignorados. Por supuesto que los políticos hablan de la educación y le echan porras, mientras los legisladores destinan enormes montos de gasto (absurdamente inflados) para atender el problema, pero nadie actúa para transformar al sistema educativo y convertirlo en el corazón del desarrollo del país. Se hace gala del tema, pero sin comprender las verdaderas dimensiones y trascendencia del rezago que existe, como ilustró recientemente el estudio de la OCDE.
No se requiere ser un experto para advertir los fracasos del sistema educativo. Es cierto que algunos índices muestran avances, pero el panorama general arroja la visión de una película dramática. Una porción enorme de la población mexicana, equivalente a varias decenas de millones de personas, no cuenta ni con las habilidades más elementales que un sistema educativo debe aportar. La mayoría sabe sólo escribir su nombre, pues esa es una condición sine qua non para satisfacer diversos requisitos burocráticos, pero más allá de eso, un porcentaje abrumador y vergonzoso de los mexicanos es de analfabetas funcionales. Se trata de un fenómeno injustificable y, por lo tanto, un asunto impostergable en la agenda nacional.
El sistema educativo nacional, particularmente el público, aunque también parte del privado, está anclado en una era prehistórica. No es sólo que los recursos que finalmente le llegan a cada escuela en lo individual sean pocos o muchos, sino que toda la concepción educativa es ajena a la realidad nacional e internacional en que nos ha tocado vivir. La escuela prototípica no le aporta conocimientos útiles a los niños; al conocimiento se le concibe como un cuerpo de hechos que los estudiantes deben memorizar para luego repetir en los exámenes periódicos sin razonamiento alguno. No se hacen esfuerzos por desarrollar la creatividad o el raciocinio de los educandos. Una porción enorme de los egresados de ese sistema educativo carece de las habilidades o instrumentos verbales, matemáticos o, en general, de raciocinio, que les permita integrarse de una manera eficaz a los mercados de trabajo.
Es evidente que la educación, sobre todo la más básica, no debe concentrarse en la formación de personal para el aparato productivo; su principal objetivo debiera ser el desarrollo de seres humanos capaces e independientes, competentes para valerse por sí mismos en la vida. Y para ello no hay nada más importante que las habilidades que trae consigo el raciocinio (sobre todo a través de las matemáticas) y el lenguaje. La educación prototípica en el país no conduce en esa dirección; lo que es más, cualquier evaluación que parta del rasero de que se trata de formar seres capaces de valerse en la vida se encontrará con que lo único que logra aportar el sistema educativo actual –obviamente hablando en los grandes números- es personal poco compatible con la demanda del sector productivo. Es decir, no sólo no se contribuye a una formación humanista como con frecuencia se pretende, sino que tampoco se desarrolla una formación compatible con la demanda del mercado de trabajo.
Uno de los principales costos de la industria nacional es la capacitación inicial de su personal, que se concentra generalmente en temas elementales que debieron aprenderse en los años de formación básica. De esta forma, mientras que los empleados y obreros de otras naciones con las que compite el trabajador y el empresario mexicanos cuentan con niveles educativos muy superiores, los mexicanos empiezan con un enorme handicap. Si todo esto fuese producto de la ausencia de recursos, el problema podría atenderse; pero lo grave es que no es éste el inconveniente, sino la concepción, el enfoque y la instrumentación.
Al reconocer el problema, por lo menos en un sentido abstracto, nuestros dilectos representantes en la legislatura pasada optaron por la solución político burocrática: echarle una barbaridad de dinero inexistente a la educación, al margen de la necesaria definición del problema. En lugar de forzar al gobierno a elaborar un diagnóstico serio que permitiera comprender la naturaleza del reto, los diputados estudiaron los montos (respecto al PIB) que supuestamente aportan otras naciones a sus respectivos sistemas educativos y decretaron la urgencia de realizar un gasto semejante, sin reparar en que ese porcentaje incluye gasto público y privado. Suponer que el sector resolverá sus dificultades con la friolera de 8% del PIB es una fantasía. Además, ni siquiera se analizó cómo es que se integran esas cifras en otras naciones, es decir, si incluyen el gasto integral en el rubro o sólo el público. En otras palabras, se actuó muy a la mexicana: con la rapidez de alguien que no quiere enfrentar un problema pero que no tiene escrúpulos para manifestarse al respecto. Lo peor del caso es que lo único que se logró fue elevar las expectativas de que habrá más dinero para la educación, sin que exista siquiera una definición de la naturaleza del problema.
El asunto contrasta brutalmente con algunos de nuestros más feroces competidores en otras latitudes. Al inicio de los sesenta, por ejemplo, el gobierno coreano se abocó a analizar las fuerzas y debilidades de su país. El estudio reveló que la mayor fortaleza potencial de esa nación residía en su población, razón por la cual había que dedicar todos los esfuerzos posibles para conferirle los medios y el instrumental idóneos para poder convertir esa fortaleza potencial en una realidad. El resto, como dicen los reporteros, es historia.
Corea convirtió a la educación en el medio para transformar a la población, enriquecerla y darle oportunidades de desarrollo antes inimaginables. El éxito de Corea en materia de desarrollo económico, político y social habla por sí mismo. No menos importante es el hecho de que la mayoría de las naciones del sudeste asiático imitaran a Corea y su decisión de hacer de la educación el factor medular de su desarrollo. Su éxito en el terreno económico no ha sido producto de la casualidad. China aprendió e instrumentó la lección a cabalidad.
Cuando estalló la crisis financiera asiática en 1997, todas las naciones reconocieron en la educación su principal fortaleza. Eso quizá explique por qué en la actualidad una nueva ola de reformas educativas esté sobrecogiendo a la región. Nadie desea quedarse afuera. El recientemente retirado primer ministro malayo, Mohathir Mohamad, hizo de la educación su principal objetivo en los últimos años de su mandato; Tailandia ha dedicado ingentes recursos a la educación y el actual gobierno ha realizado tres cambios de ministro de esta cartera para tratar de encontrar el camino hacia una reforma efectiva de la enseñanza básica; el gobierno de Singapur, siempre proactivo y promotor, no parece ser capaz de presentar argumento alguno sin referirse a la “sociedad del conocimiento”. Por donde uno le busque, los asiáticos, que ya de por sí se encuentran entre las naciones con menor analfabetismo en el mundo, procuran convertir a la educación, una vez más, en su ventaja comparativa.
¿Y nosotros dónde estamos en todo esto? La urgencia de atacar la problemática educativa es vieja y con frecuencia reconocida por tirios y troyanos. Sin menoscabo de los esfuerzos serios y honestos que se han emprendido en la última década, es evidente que el problema rebasa las soluciones propuestas. Por más que se realicen esfuerzos, algunos de ellos por demás encomiables, sigue concibiéndose a la educación como en el pasado, por lo que no es razonable esperar que los resultados futuros sean distintos a los que hoy observamos. Sin ir muy lejos, una mera oteada al sector revela que innumerables profesores son funcionalmente analfabetas. ¿Qué se puede esperar de un proceso educativo con una concepción caduca y añeja, además de carecer de los recursos humanos idóneos para llevar a cabo su cometido? El problema es evidentemente estructural y requiere de una transformación cabal, no de meros ajustes en el margen.
Debe de empezarse por reconocer la naturaleza del mercado laboral. Quienes egresaban del sistema educativo hace cincuenta años competían con sus vecinos de colonia y, cuando más, de pueblo o ciudad. La abrumadora mayoría de los empleos disponibles se encontraban cerca del hogar del egresado, por lo que las oportunidades y la competencia por el empleo se reducían a personas con una formación más o menos similar. Es decir, el sistema educativo podía ser bueno o malo, pero todos los que egresaban contaban con una formación más o menos igual y competían por los mismos empleos. La productividad resultante podía ser baja o alta, pero eso no afectaba mucho al proceso educativo. Se trataba de un mundo extraordinariamente simple.
Quien egresa ahora del sistema educativo compite con el resto del mundo. Independientemente de su nacionalidad, las empresas se instalan en los lugares más recónditos: igual México que China, India o Brasil. El egresado mexicano no compite ya con sus pares de las colonias aledañas, sino con la aldea global en pleno. La calidad educativa se ha convertido en un criterio central en el proceso de decisión dentro de las empresas para la localización de sus plantas. Las empresas reconocen una relación directa entre la naturaleza y calidad de la educación con la productividad y la calidad de sus productos. Cuando una empresa decide instalar su planta en China o India, antes que en México, lo hace con plena conciencia de que las ventajas comparativas que ofrecen los sistemas educativos de aquellas naciones son superiores a las de México. Los gobiernos chino e hindú, para seguir en el mismo ejemplo, no pelean por la soberanía en lo abstracto, como hacen nuestros políticos, sino que transforman sus sistemas educativos para asegurar la integración exitosa de sus poblaciones en los mercados productivos y, con ello, fortalecer la soberanía. Su lógica es exactamente opuesta a la nuestra.
La educación tiene que formar seres humanos en forma integral, habilitándolos con la capacidad de razonar y decidir por sí mismos. Nuestro sistema educativo ni los capacita para la vida productiva ni les confiere herramientas para su desarrollo como personas. Es tiempo de iniciar una cruzada de verdad; el futuro depende de ello.