Consecuencias económicas de la política

Luis Rubio

El espectáculo ofrecido por nuestros supuestos representantes a partir del pasado primero de septiembre y hasta el fin de este periodo de sesiones, puede quedar en el anecdotario de una transición inexplicablemente prolongada, compleja y ambigua o bien puede medirse en función de sus consecuencias directas. Si nos remitimos al anecdotario, quedarán registradas las caras burlonas de múltiples diputados, al parecer, inconscientes de las miradas del auditorio que los veía a través de la televisión. Sus estridencias evidenciaron las causas que los movían: retórica pura y el objetivo de echar relajo a costa del presidente. Pero si en lugar de quedarnos en el comentario de café evaluamos las consecuencias directas generadas por la inacción del poder legislativo, así como de su sistemática capacidad de bloqueo durante los últimos siete años, el balance se puede hacer en términos de tasa de crecimiento, niveles de ingreso per cápita y creación de empleo. Nunca en la historia moderna del país, quizá con la excepción de los setenta, se había registrado tal destrucción de valor potencial como en los últimos años. La toma de la tribuna por las huestes perredistas no hace sino decantar el problema. El desempeño político tiene consecuencias.

La transición política sabíamos que sería inexorablemente compleja, pero su duración debería ser motivo de extrema preocupación. Aunque las expectativas que se generaron de la alternancia de partidos en el poder ejecutivo fueron siempre excesivas, ningún agente económico realista ni actor político responsable albergaba la esperanza de que nuestros problemas políticos se resolverían de la noche a la mañana. Todos sabemos bien que, en el entorno de conflicto y disputas interminables como fue el previo a las elecciones de 1997 y las de 2000,  lo único que había sido resuelto era el mecanismo a través del cual se elegiría a nuestros gobernantes. El IFE y el Tribunal Electoral, en adición a la Suprema Corte de Justicia, se convirtieron en pilares de un proceso de cambio político que requería una transformación cabal y no meramente parcial, como  ocurrió. La fortuna es que dichas instituciones han tenido la capacidad para dirimir conflictos, al menos aquellos derivados del acceso al poder y, parcialmente, los relativos a su ejercicio.

El gran fracaso de la transición es que no ha habido los medios, la inteligencia, la capacidad de persuasión y la altura de miras en todo el aparato político para reconocer la existencia de un problema medular y actuar en consecuencia. Las instituciones son producto del quehacer humano y, en nuestro caso, ese quehacer ha sido magro o negativo. Y aunque innumerables grupos políticos, económicos y de presión gozan de criticar, demandar y exigir satisfactores particulares, el costo de la ausencia de nuevas estructuras políticas y, por lo tanto, de capacidad de acción en materia económica, lo paga el mexicano común y corriente, ése que no consigue empleo, aquél cuya productividad es bajísima y todos los que no logran satisfacer las necesidades de sus familias.

Tanto la acción como la inacción de los políticos tienen consecuencias. Si bien es lógico que tome tiempo articular mecanismos de interacción entre los poderes públicos, lo experimentado en México los últimos años es la expresión más vívida de un reino donde privan los intereses especiales, los defensores a ultranza de ideologías caducas e incompatibles con el mundo real y, sobre todo, el renacimiento de una mitología que clama por una conducción económica que  ha probado ser un manual para el empobrecimiento de cualquier país. Se trata de un fenómeno generalizado que atraviesa a los distintos partidos políticos. Y los riesgos de perseverar por ese camino son ominosos para todos, comenzando por los propios guardianes de las virtudes revolucionarias.

La conclusión casi generalizada de los comentarios y análisis emanados del espectáculo que nos han brindado los señores legisladores en las últimas semanas, es que el sistema político mexicano está atrapado y que no es probable que se encuentren salidas fáciles en el futuro mediato. Algunos culpan al presidente por su falta de iniciativa y capacidad de interlocución, pero la mayoría atribuye el problema a la inexistencia de condiciones para interactuar, así como a la indisposición de los legisladores y los líderes de sus partidos por considerar los costos del impasse en que hemos acabado. Algunos observadores y analistas se muestran escépticos de que los beneficiarios (o quienes creen que se benefician) de la parálisis política se muestren dispuestos a transformar al sistema político, cuando esto podría implicar sacrificios en términos de su poder o influencia. No es un asunto menor.

Lo cierto es que no contamos con un arreglo político compatible con las necesidades y demandas de una población creciente, especialmente en cuanto a oportunidades de desarrollo y empleo. La parálisis legislativa y el secuestro de las instituciones (el poder legislativo en primer lugar) por parte de algunos grupos políticos, impide que fluya la inversión e impone costos tan altos al empresario mexicano (por ejemplo, en el caso del gas y la energía) que le obliga a pensar en alternativas de inversión en otros países, y, en consecuencia, cancela oportunidades de desarrollo para el país y la población en general.

La inacción política y legislativa, incluyendo la incapacidad del ejecutivo por desregular amplios sectores de la economía así como por llevar a buen puerto proyectos esenciales y urgentes de inversión, como el aeropuerto de Atenco, no son sino ejemplos del desperdicio y la incompetencia que enfrenta el mexicano en su actuar cotidiano. Lo anterior se puede decir también de muchas de las acciones que sí emprenden nuestros políticos, como el absurdo programa de los changarros (orientados a facilitar la economía informal en lugar de a desincentivarla) y otras tantas legislaciones no cuidadas o mal concebidas. El país atraviesa por una etapa de estancamiento que nada tiene que ver con el mundo exterior o con los mercados internacionales, sino con la propensión a impedir el desarrollo de nuestro nuevo sistema político. El problema es grave y los costos se endosan a la población en su conjunto.

Ahora que todo en la política mexicana tiene por referencia y destino el 2006, como si ahí fuera a concluir la historia del país, los costos de la inacción pueden acabar siendo intolerables. Los legisladores que tanto disfrutaron el pasado Informe y se congratularon de sus propias travesuras ante las cámaras de televisión, no mostraron la menor capacidad de reconocer que todo el sistema corre el riesgo de colapsarse. Cualquiera que observe las tendencias en la participación y afluencia de votantes a lo largo de los últimos diez años, puede percatarse que el abstencionismo crece de manera peligrosa. Es decir, ante la ausencia de mecanismos para exigir la rendición de cuentas, premiar o castigar a sus representantes –desconocidos para la mayoría de la población-, un número creciente de ciudadanos ha optado por no votar. Lo paradójico es que esto ocurra justo cuando el mexicano consiguió hacer efectivo su voto. Se trata de una luz ámbar tendiendo a rojo.

El punto de fondo es que la política tiene consecuencias económicas. Por poco más de una década, la economía había venido operando bajo dos premisas centrales. Una: a pesar de las diferencias políticas, en la política mexicana existía un consenso tácito en torno a un conjunto de vectores clave para el funcionamiento de la economía; por ejemplo, que un déficit fiscal es pernicioso (sobre todo dados los pasivos contingentes y no reconocidos que enfrenta el gobierno) y  que el TLC es intocable por el riesgo de abrir la caja de Pandora. La otra premisa que mantuvo a la economía funcionando y a la inversión fluyendo, con todas sus limitaciones, fue la expectativa de que los políticos avanzarían en la resolución de sus disputas y que, poco a poco, construirían las estructuras institucionales que permitiesen afianzar y garantizar la estabilidad política, creando con ello un entorno propicio para un crecimiento económico acelerado de largo plazo.

Es evidente que esas dos premisas no se han cumplido a cabalidad –lo cual explica la ausencia de nuevas inversiones en el país, así como la creciente propensión del empresariado mexicano por buscar diversificación hacia el exterior. Pero es importante diferenciar lo que ha funcionado de lo que no ha avanzado. En términos generales, la primera premisa se ha cumplido casi al pie de la letra. A pesar de los múltiples llamados a revivir el proteccionismo, multiplicar subsidios y promover otros mecanismos que favorecen sólo a intereses particulares a costa del resto de los productores y consumidores, la desviación respecto al esquema que existía cuando entró en operación el TLC, aunque creciente, ha sido relativamente menor. Por su parte, es evidente que no se puede decir lo mismo respecto a la institucionalización de sistema político.

Mucho más importante, a pesar de que no ha habido cambios significativos en política económica ni desviaciones respecto a la primera premisa, sí hay dos circunstancias, ambas ominosas, que ponen en entredicho todo el esquema fraguado al inicio de los noventa  y que amenaza, una vez más, la estabilidad económica. Lo primero, y con mucho lo más importante a la fecha, es que no se han llevado a cabo los cambios, las reformas y los programas que permitirían que la política de desarrollo adoptada hace tres lustros –y la única que, en sus líneas generales, nos podría sacar de la pobreza en un periodo razonable-, sea exitosa. En términos llanos, nuestros políticos han sido un fracaso en crear condiciones idóneas para hacer posible la recuperación de la economía (sobre todo en frentes como el de la energía, la infraestructura y la educación).

Pero lo crítico en este momento es que la validez de esas premisas se encuentre bajo ataque, no sólo porque ningún político prominente las defienda y trabaje en la construcción y consolidación de una economía moderna y competitiva, sino que los conceptos que le dan sustento son cada vez más disputados. Algún día, nuestros políticos tendrán que reconocer que sus acciones y su inacción tienen consecuencias. Ojalá que no sea demasiado tarde para la población a la que desgobiernan.

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