Luis Rubio
La contradicción es flagrante. Por un lado, el funcionamiento de una economía moderna y compleja requiere de entidades gubernamentales independientes que supervisen el funcionamiento de los mercados, aseguren la equidad en la aplicación de las normas y regulaciones, diriman diferencias y conflictos entre agentes económicos y, en una palabra, den continuidad a la operación económica cotidiana sin depender de los vaivenes políticos que afectan a cualquier país. No hay país desarrollado que no cuente con una estructura de entidades autónomas e independientes dedicadas a la regulación económica en estos términos. Pero, por otro lado, el panorama de regulación en el país es todo menos encomiable. Si bien existen numerosas instituciones y entidades dedicadas a la regulación de distintos sectores, prácticamente ninguna es independiente ni autónoma. Parecemos negados para ello. Pero hay algunos ejemplos que sugieren que esto no tiene porque ser así.
El problema es muy simple: la economía tiene que funcionar independientemente de si el gobierno es de izquierda o de derecha, si el presidente es bueno o malo. En un país grande, con una economía diversificada y compleja como la nuestra, tienen que existir mecanismos que permitan que los procesos económicos funcionen al margen del perfil ideológico o capacidades del gobierno en turno. Por supuesto, cada gobierno le imprime sus prioridades a la administración política y económica; pero para que una economía se desarrolle, se requiere de un blindaje que le permita al empresario e inversionista contar con un horizonte certidumbre de largo plazo. El empresario que quiere desarrollar un proyecto cuya maduración tiene un horizonte de años o lustros, requiere de certidumbre en las reglas del juego y de mecanismos independientes que permitan resolver conflictos de una manera predecible.
Mientras más compleja es la economía, más importante es la existencia de entidades independientes y autónomas dedicadas a la regulación. En ausencia de este tipo de entidades todo acaba dependiendo de la voluntad, competencia o preferencias de un presidente o secretario de Estado. En temas sensibles y por demás delicados (como la operación del sector financiero), la existencia de una entidad regulatoria profesional e independiente es vital; lo mismo puede decirse de los sectores que son políticamente sensibles, como el agua, la electricidad o la energía.
No cabe la menor duda de que cada gobierno le imprime su sello a la administración de la economía. Pero eso no implica que toda la economía deba sujetarse a los vaivenes que un cambio político entraña. Por ello, lo que típicamente ocurre en los países desarrollados es que las entidades reguladoras guardan una gran autonomía respecto a los cambios de gobierno. Aun cuando el director o presidente de una entidad de esta naturaleza pudiera cambiar, la estructura mantiene su independencia, a fin de que no se alteren sus funciones. Con el cambio de cabeza de una entidad, los criterios generales pueden modificarse, pero no así el funcionamiento o los criterios de aplicación de la norma.
Un ejemplo dice más que mil palabras: en Europa y Estados Unidos, la cabeza de las entidades responsables de temas clave como la competencia económica o los monopolios típicamente cambia con el relevo del gobierno (como ocurrió recientemente en la Unión Europea). Los gobiernos de izquierda tienden a ser muy severos en materia de monopolios (pensemos en el caso Microsoft), en tanto que los de derecha o pro empresariales son típicamente más permisivos en estas materias. Sin embargo, aunque el criterio político varíe, la operación de la entidad es absolutamente profesional y su personal no sólo cuenta con garantías de permanencia, sino sobre todo de independencia.
La pregunta es qué es lo que hace posible que una entidad sea independiente y autónoma. Si uno observa el funcionamiento de las entidades que hoy existen para regular las diversas actividades o sectores de la economía mexicana, el panorama es desalentador. La Comisión Nacional Bancaria demostró sus extraordinarias debilidades a lo largo del rescate del ahorro bancario en los noventa. Otro caso, aunque con rasgos distintos: la Comisión Reguladora de Energía, aunque dependiente del Secretario de Energía, es una entidad seria, pero en un sector donde la naturaleza de las dos empresas dominantes bloquea toda capacidad de regulación. Pensemos simplemente cómo la SENER ignoró la regulación que emitió en materia del gas natural. La Comisión Federal de Competencia, bien constituida y concebida, pasó buena parte de su primera década subordinada a las preferencias presidenciales y sólo en los últimos años desplegó una relativa independencia. La Comisión Nacional de Derechos Humanos, aunque en otra rama de la vida pública nacional, es un ejemplo perfecto de la intromisión política, remoción temprana de los consejeros, comenzando por su presidente, e infinita tolerancia a los malos manejos siempre y cuando se esté del lado correcto de la política. El caso más elocuente es quizá el de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (COFETEL), donde ya ni siquiera existe la pretensión de autonomía e independencia respecto al ministerio o al factotum de las telecomunicaciones en el país, como ilustran sus resoluciones en materia de tarifas telefónicas.
El dilema es por demás claro. Nuestra historia, cultura y tradición tiene enormes atributos, pero no conduce fácilmente a la formación de personas y actitudes de independencia. El estilo autoritario y patrimonialista de nuestra cultura política tiende a generar relaciones de dependencia, más que lo contrario. El funcionamiento de las entidades dedicadas a la regulación económica depende más de la voluntad de quien los nombra que de la fortaleza intrínseca de la comisión o entidad. Todo esto sirvió bien al afianzamiento de un sistema político y de una economía que giraban en torno al presidente, pero son incompatibles con el desarrollo de una economía moderna. Peor, lo que es cierto para la economía es igualmente cierto para la política y la sociedad. Las desventuras en el nombramiento de los integrantes del nuevo consejo del IFE, son muestra fehaciente de la propensión de los políticos a persistir en las relaciones de dependencia, antes que en fortalecer la viabilidad de largo plazo del país.
A pesar de lo anterior, hay tres entidades que ilustran la posibilidad de crear fundamentos razonablemente sólidos para la construcción de entidades autónomas e independientes. La más obvia de éstas es sin duda la Suprema Corte de Justicia, entidad que ha logrado una credibilidad propia y que ha minimizado, aunque sin duda no eliminado, las presiones e intromisiones políticas. Aunque menos certera y atinada en los temas económicos, la Corte tiene bien ganado el respeto que (casi) toda la sociedad le tiene.
En el reino de la economía hay dos entidades que han probado independencia, continuidad y claridad de funciones: el Banco de México y la CONSAR (Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro), esta última creada para supervisar el funcionamiento de las Afores. El Banco de México tiene el diseño institucional autónomo y firme que le ha dado la credibilidad y funcionalidad de que goza. Curiosamente, el éxito de la CONSAR (quizá el supervisor más eficiente y eficaz con que cuenta el sistema financiero) se explica menos por su estructura de autonomía e independencia que por su regulación moderna, con dientes, y la claridad con que la SHCP ha elegido a sus presidentes. A la vez, su relativa autonomía de gestión está garantizada por la peculiar integración de su consejo. Lamentablemente, CONSAR es una excepción a la regla en el gobierno federal. La lección que arrojan estas entidades es la urgencia de desarrollar una carrera dentro del servicio civil para la regulación y fortalecer a las entidades reguladoras a través de órganos de gobierno fuertes e independientes, con autonomía presupuestal. En el caso de la regulación financiera y bancaria, se avanzaría mucho si se transfiriese el control de las entidades respectivas como órganos desconcentrados del Banco de México.
La independencia y autonomía son dos características esenciales de una economía moderna, junto con una protección jurídica adecuada para los funcionarios responsables. Sin ello, es imposible que prosperen las empresas, que funcionen los procesos políticos y se consolide una sociedad moderna. A primera vista, la independencia y autonomía parecen ser meros adjetivos, pero en realidad se trata de condiciones esenciales. En contraste con la lógica política de antaño, el propósito de alentar el surgimiento de entidades independientes es precisamente para aislar las decisiones económicas de los ciclos políticos, a fin de asegurar un crecimiento sostenido de la economía. Ese es el punto de un Estado de derecho.
Muchos políticos rechazarán de entrada la premisa de la necesidad de autonomía e independencia en estos órganos del gobierno. Hijos del viejo sistema, esas personas piensan en términos de control y clientelismo. Su visión es la de un país cerrado y protegido en el que el gobierno es la autoridad suprema. Un mundo como el de los sesenta, cuando las relaciones de subordinación eran claras y todo parecía funcionar sin problemas. Independientemente de la validez de esas concepciones (porque, a final de cuentas, ese mundo se vino abajo), vivimos una nueva era que funciona por equilibrios más que por imposición; por equidad en el ejercicio de las funciones gubernamentales (y regulatorias), más que a través de subsidios y protección; por una aplicación desinteresada de los reglamentos, más que por favoritismo. Es decir, al revés que en el pasado.
El verdadero dilema es si queremos seguir aferrados a un pasado que ya no puede ser, o si rompemos con la inercia y generamos las condiciones necesarias para que el país prospere. La preservación de las formas y costumbres del pasado en el ejercicio de la función pública no rendirán fruto alguno. El país debe optar entre el mundo idílico del pasado (que nunca existió) y la oportunidad de desarrollar un país moderno y pujante. Si es lo segundo, tendremos que cambiar más que unas cuantas legislaciones o relaciones de propiedad.