Luis Rubio
La soberanía es el fundamento que sostiene el concepto de nación. Se trata de un concepto relativamente nuevo, producto del fin de la era feudal, que llevó, poco a poco, a la conformación del Estado-nación y, con ello, a las definiciones políticas y jurídicas que le dan contenido. Desde Juan Bodino, el concepto de soberanía adquirió una definición esencialmente territorial y así operó por siglos. Sin embargo, en la medida en que los avances en las comunicaciones comenzaron a transformar la manera de vivir, producir y comerciar de la sociedad, la concepción original de soberanía ha experimentado una erosión significativa. El problema es idéntico para todos los países, pero cada uno ha lidiado con sus consecuencias de maneras distintas. Es tiempo de comenzar a discutirlas también en México.
La tecnología y la realidad económica han cambiado lo que por siglos fue una constante indisputada. Un país se definía precisamente por el control que su gobierno ejercía sobre su territorio, litorales, espacio aéreo y recursos naturales. Todo lo que se encontraba comprendido en ese marco geográfico era parte integral de su soberanía. A partir de este principio se construyó el conjunto de instituciones internacionales que dieron forma no sólo a las relaciones diplomáticas entre países, sino también a las instituciones encargadas de la interacción cotidiana entre unas y otras, incluyendo a la Unión Postal Universal, la Asociación Internacional de Transporte Aéreo, la Unión Internacional de Telecomunicaciones, etcétera. Cada una de estas entidades, protocolos e instituciones partió del principio de que cada nación ejerce control sobre un territorio determinado en un sentido geográfico.
Dos cosas comenzaron a erosionar esa concepción de soberanía. El primer cambio fue producto de la tecnología: la definición tradicional de soberanía comenzó a transformarse a raíz de las innumerables actividades cotidianas que no encajaban ya con la idea original de soberanía. Por ejemplo, los avances en las comunicaciones permitieron que un banco domiciliado en Londres ofreciera sus servicios en Argentina sin que ninguno de sus funcionarios caminara un metro. Para una autoridad financiera que reclama un control absoluto sobre las operaciones bancarias en su territorio, este hecho representaba una afronta directa tanto a su autoridad como a su capacidad de mantener un control de cambios efectivo, administrar la política monetaria y supervisar la operación de las instituciones bancarias.
El crecimiento del comercio agudizó la erosión que ya de por sí experimentaban las diversas autoridades gubernamentales y, por lo tanto, la concepción tradicional de soberanía. Por décadas, el crecimiento de una economía dependía casi íntegramente de las medidas instrumentadas por cada gobierno. El éxito de los gobiernos mexicanos de la era de la posguerra ilustra con claridad este punto: en la medida en que hubo consistencia en la política económica, certidumbre política e inversión en infraestructura, la economía del país experimentó décadas de crecimiento económico sostenido. Independientemente de la distorsión que sufrió esa forma de administración económica a partir de 1970, la economía mexicana había llegado a sus límites de crecimiento dentro del territorio nacional. Para poder seguir siendo exitosa y mantener una tasa de crecimiento elevada, la economía mexicana requería de mayores economías de escala, algo que sólo el comercio internacional le podía ofrecer. La incorporación del país en los circuitos internacionales de comercio y de inversión trajo consigo cambios sustantivos en el marco de responsabilidad y autoridad del gobierno mexicano. Los tratados de libre comercio, por ejemplo, entrañan una abdicación voluntaria de facultades a fin de lograr un bien más elevado, en este caso el bienestar a través del comercio y la inversión. Es decir, tanto la tecnología como el crecimiento del comercio alteraron la definición tradicional de soberanía.
Pero la erosión más aguda de este concepto se dio en otro ámbito: el de las expectativas. La penetración de ideas, imágenes y percepciones sobre el mundo exterior generó un cambio radical en las expectativas de la población de todos los países del mundo. A través de la televisión, la radio y el cine, además de Internet, un nigeriano tiene una idea bastante clara de cómo vive un inglés, un japonés o un americano. Los mexicanos que viven en el exterior transmiten imágenes sobre su manera de vivir, los bienes a los que tienen acceso y las oportunidades o problemas que perciben a su derredor. El propio fenómeno migratorio habla por sí mismo. Todo ello se traduce en expectativas que han desgastado de manera dramática la capacidad de control que tradicionalmente ejercían los gobiernos sobre su población y territorio. Es decir, la expectativa de una vida igual a la que se aprecia en otro lugar se ha convertido en un móvil incontenible en un país tras otro alrededor del mundo.
Para un gobierno que en el pasado mantuvo un estrecho control sobre el funcionamiento de su economía y las actividades de su población, estos cambios se traducen en una extraordinaria presión para realizar ajustes. Muchos gobiernos han reconocido que la necesidad de elevar los niveles de vida de su población trasciende muchas otras consideraciones, razón por la cual han negociado tratados de diverso orden, todos ellos encaminados a hacer posible la consecución de objetivos de desarrollo económico y social con una mayor celeridad.
Un caso emblemático es el de la Unión Europea, consorcio que ha sumado a veinticinco naciones en un proyecto que no sólo elimina facultades de administración económica y comercial de los gobiernos nacionales, sino que pretende en la actualidad avanzar hacia la integración de actividades y funciones adicionales, como la política exterior e incluso la de defensa, que son la esencia última de la soberanía. Lo interesante del caso europeo es que las naciones no sólo han aceptado ceder facultades, sino que lo han hecho con claridad de que el objetivo último, el bienestar de su población, constituye una definición de soberanía mucho más trascendente en esta era de la historia. De no ser así, sería imposible explicar la importancia que tiene para una nación como Turquía, país celoso de su soberanía y lugar en la historia, el ser aceptada a la Unión Europea: los beneficios esperados son tan superiores a su situación actual, que todo el país está volcado en esa dirección.
La historia de España, una nación en muchos sentidos cercana a México, es ilustrativa de los beneficios que pueden derivarse de una concepción menos ortodoxa del término. Hasta la muerte de Franco, la frase que se escuchaba en España era “Europa termina en los Pirineos”, expresión que resumía el celo con que el gobierno concebía su función y la importancia que le asignaba al control de su territorio y población. Para cuando muere el dictador, nueve naciones vecinas ya habían constituido lo que entonces se llamaba la Comunidad Económica Europea, que se había convertido en el factor de crecimiento económico más importante de la región. Para la nueva España democrática esa Europa constituía un imán que atraía con gran fuerza a su gobierno y población. La promesa de elevar los niveles de ingreso con celeridad era atractiva, pero también lo fue la idea de modernizar al país, traer nuevas ideas, atraer inversión y, por supuesto, los fondos estructurales que la Comunidad le aportó por más de veinte años y que, bien administrados, se tradujeron en la transformación integral de la infraestructura del país.
Pero, en el contexto de la historia franquista, la decisión española de procurar una integración con la Comunidad Europea no fue menor. El gobierno español, así fuera democrático, tuvo que aceptar la severa restricción de facultades que, desde tiempos ancestrales, habían sido consideradas esenciales para funcionar. Más que un cálculo pragmático asociado con la cesión tal o cual facultad, el gobierno español, como el resto de los miembros de la Comunidad, tuvo que transformar su visión del mundo. De hecho, todo el país tuvo que transformar su filosofía hasta en lo más esencial. El gobierno no sólo abandonó funciones tradicionales, sino que adoptó una perspectiva de desarrollo dentro de un conjunto más amplio de naciones, subordinando muchas de sus atribuciones a esa unidad superior. A partir de ese momento, los españoles comenzaron a percibirse como europeos y ya no sólo como españoles, algo semejante a lo que recientemente ocurrió con el primer contingente de países de la antigua órbita soviética que se integró a la Unión.
Para los españoles y otros europeos, la cesión voluntaria de sus facultades soberanas constituye un hito en la historia de la humanidad. Por siglos, todas las naciones habían procurado afianzar y fortalecer su soberanía, erigiendo barreras, desarrollando nuevos mecanismos de control y otros medios para afianzar sus posesiones territoriales. La soberanía se medía como capacidad de control sobre un espacio y población determinados. Esa ecuación ha sido invertida. Ahora las naciones aceptan, deliberadamente, la pérdida de ese control a cambio de un mayor crecimiento económico y un mayor bienestar de su población. Si uno ve alrededor, prácticamente no hay nación democrática, o que aspira a serlo, que no haya evolucionado en esta dirección.
La palabra clave en todo esto es “voluntario”. La soberanía no se afecta cuando una nación decide, voluntariamente, replantear la definición del término. Lo hace precisamente para afianzar su soberanía, definida ésta en términos de riqueza y bienestar. Es necesario que en México comencemos a debatir estos temas. El deterioro económico en el país no es resultado de la mala suerte, sino de la falta de definición y acción en temas centrales para el desarrollo, muchos de los cuales, como los energéticos, pero no sólo esos, supondría replantearnos el concepto de soberanía en su acepción tradicional. Es tiempo de pensar si la soberanía se define en función del control de recursos y si la política exterior se debe limitar a su rol tradicional. Sin definiciones de esta naturaleza, el país va a enfrentar problemas más serios que el de su soberanía.