Luis Rubio
El populismo desata pasiones. Pero todas esas pasiones provienen de recuerdos encontrados sobre su naturaleza, dinámica y resultados. A unos, el populismo les recuerda años de gloria: tasas elevadas de crecimiento, tipo de cambio barato, acceso a bienes de consumo del primer mundo y oportunidades de desarrollo personal (viajes, importaciones, coche nuevo, etc.). Para otros, esas imágenes son un mero espejismo: lo que ven y evocan no son los años de lujuria, sino el pago de los platos rotos durante los años siguientes, es decir, el ajuste fiscal, la devaluación, la crisis económica, la caída en el poder adquisitivo. A decir verdad, el populismo representa ambas vertientes: los años de bondad y los años de pagar los platos rotos. Lo peculiar es lo selectivo de nuestra memoria; lo que nada tiene de peculiar son las derivaciones políticas de esos recuerdos.
Es fácil entender el choque de perspectivas. Como reza el dicho, cada quien habla como le fue en la feria. Igual con el populismo. El populismo tiene dos caras que polarizan la memoria y ésta a la sociedad. Los dos rostros son igualmente reales, pero con un cúmulo de historias personales diferentes. Es como ir a un gran restaurante, comer una suculenta y deliciosa comida y luego pagar una cuenta inverosímil. Unos se acuerdan de la cena, otros de la cuenta. Pero las dos cosas ocurrieron, una después de la otra. Más al punto, una fue causa de la otra.
Pero la memoria respecto del populismo es selectiva porque suma estructuralmente dos narrativas sociales contrastantes. Usualmente, el populismo entraña un proceso dual en el que primero todo mundo va de fiesta (la cena) y luego todos tienen que pagar los costos (la cuenta), aunque ese costo lo cargan de una manera desproporcionada los más pobres. Para quienes nunca habían tenido la oportunidad de ir al mejor restaurante, y quizá no sólo eso, sino a ese restaurante en Paris, por ejemplo, el populismo trae recuerdos únicos, inenarrables e incomparables. Para las clases medias urbanas mexicanas, los setenta evocan una época de luz y esperanza: el recuerdo de oportunidades que no se han repetido y que animan pasiones encendidas, todas ellas producto de realidades vivas: tasas elevadas de crecimiento económico, bajo índice de desempleo y un tipo de cambio real bajo que permitía comprar toda clase de importaciones.
Pero la segunda modalidad es la ingente cuenta que siempre sigue a la buena cena y que es indistinguible de la cena misma, excepto cuando uno decide, de manera conveniente, olvidarse de la relación causal. En la memoria colectiva del mexicano, las crisis cambiarias no tienen nada que ver con los años de aparente prosperidad, aunque esa disociación sea enteramente artificial. Los años duros de los ochenta, periodo al que con frecuencia se califica como la década perdida, se explican no por la naturaleza del gobierno o gobernante en turno, sino por las enormes cuentas del pasado que se pagaron en ese entonces y que se siguen pagando en la forma de deuda pública inclusive hasta nuestros días.
A menos de que uno sea un apostador capaz de sacarle jugo a las crisis, ningún ser racional escogería un periodo de crisis o contracción económica en reemplazo a uno de bonanza económica. El problema es que ambos vienen de la mano. Los ochenta no se explican sin los setenta. Pero el imaginario colectivo tiene otra perspectiva: prefiere separar este par de décadas y abstraer lo que le gustó, aislarlo de lo desagradable e idealizar lo que en su memoria resultó benéfico. Un recuerdo así, debidamente higienizado, se torna en un poderoso imán político, pero no en un esquema viable de gobierno. Pero también aquí es fácil separar una cosa de la otra. Argentina, quizá el parangón de las crisis sufridas en la segunda mitad del siglo XX, ha vuelto al populismo, encarnado en figura del presidente Kirshner, porque es tanto más fácil lograr un periodo de bonanza efímero que uno de crecimiento sostenido.
En algún momento de los ochenta, periodo en que la economía mexicana experimentó un severo ajuste (caída en las tasas de crecimiento, desempleo, volatilidad en el tipo de cambio, etcétera), alguien pintó una barda que decía, cito de memoria: queremos promesas, no más realidades. Esa pinta es sintomática: evidentemente nadie en su sano juicio puede preferir la severidad de un periodo de contracción económica sobre la era de lujuria. Pero esa misma frase evoca otra cosa, que es el pan de cada día de las pasiones políticas: la gente quiere promesas, no sólo realidades. Las duras consecuencias de un ajuste contrastan con las ilimitadas expectativas a que se presta un periodo populista. Pero ambas están íntimamente relacionadas.
En cierta forma, el populismo vive de pedirle prestado al futuro, en tanto que las crisis ocurren cuando el futuro nos alcanza y resulta inminente e impostergable pagar la cuenta. Las sociedades bien organizadas que dedican todos sus esfuerzos y recursos a la construcción de una plataforma de crecimiento saludable y sostenido no tienen esos ciclos: aunque en todas partes se cuecen habas, el crecimiento experimentado por las economías del sudeste asiático, por citar un ejemplo evidente, fue sostenido porque no recurrieron a prácticas excesivas de gasto o a una presencia destructiva del gobierno en la actividad productiva, ambas las características más prototípicas del populismo. Incluso cuando algunas de las prácticas gubernamentales llevaron a una crisis (como ocurrió con Tailandia en 1998), ésta fue pasajera en buena medida porque la lujuria no había sido parte de un proyecto político, sino de los excesos que se asocian con errores, confianza excesiva, etc.
Pero quizá la historia más relevante, por extrema, es la de Alemania, país que experimentó un periodo de lujuria tras el fin de la primera guerra mundial. Aunque no exactamente inspirado por un gobierno populista (sino por la naturaleza y consecuencias de los tratados de Versalles, que le impusieron una deuda impagable a la Alemania derrotada), la lujuria de la década de los veinte llevó al fascismo de los treinta. Aunque no hay un factor determinante que explique el tránsito de una época a la otra, el fascismo acabó siendo popular, al menos en un principio, porque ofrecía una solución a la crítica situación de desempleo y lujuria (peculiar combinación) de los años anteriores.
De igual forma, el enorme éxito de la economía chilena en la actualidad es inseparable de los años del gobierno dictatorial de Pinochet, así como éste fue una respuesta al gobierno populista de Salvador Allende. Allende, un personaje por demás atractivo en un sentido político, generó expectativas imposibles de ser satisfechas, polarizó a su sociedad, elevó el gasto público, generó tasas elevadas de crecimiento y modificó toda la estructura de regulación y acción gubernamental, todo lo cual llevó al país a un colapso monumental. La fiesta presidida por Allende acabó gestando una crisis no sólo económica, sino sobre todo política y social cuya respuesta acabó siendo Pinochet. Aunque uno envidie y admire los impresionantes logros del Chile de hoy, es imposible separarlos de sus causas inmediatas y mediatas.
Todo lo cual nos regresa al tema neurálgico: los países serios no dan bandazos en su política económica. Pero tampoco viven suponiendo que la virgen de Guadalupe, o la que corresponda a cada localidad, resolverá los problemas existentes y creará condiciones para el crecimiento económico. Nuestra permanente propensión a imitar a los países pobres y fracasados, debiera alertarnos sobre los resultados que pueden preverse de esa forma de actuar. Las economías atractivas del mundo no son las que tienen ascensos súbitos, sino las que logran un desempeño elevado y sostenido por largos periodos. Ese desempeño no se explica por cambios súbitos en la estrategia de desarrollo, sino por la existencia de una plataforma de políticas públicas, gasto gubernamental y regulación que hace posible el éxito.
Cuando se hacen ricas, las sociedades comienzan a modificar su forma de ser. Por ejemplo, en las últimas décadas, franceses y alemanes han dedicado una porción cada vez más elevada de su PIB a beneficios sociales, vacaciones, pensiones y demás. Todo ello ha impuesto severos costos que se reflejan en menores tasas de crecimiento. Pero se trata de sociedades que ya son ricas y que, para bien o para mal, han decidido esa forma de ser y vivir. Por más que pudiera ser deseable el nivel de vida de esos europeos, nuestra realidad no nos permite, al menos en este momento, aspirar a ello.
Quizá el mejor parámetro de comparación para nuestra realidad no sean las economías ricas de Europa o los llamados tigres asiáticos, cuya estrategia de desarrollo no puede reproducirse en el mundo de hoy (en parte, al menos, por la presencia de los dos gigantes asiáticos, China e India), sino las naciones liberadas del yugo soviético. Los experimentos en materia de regulación, propiedad, competencia e impuestos de países como Polonia, la República Checa y los países bálticos (Lituania, Estonia y Letonia), son ejemplos de cómo es posible revitalizar a una economía y sentar las bases para un crecimiento elevado y sostenido en un periodo relativamente breve. Como nosotros con el TLC, todos esos casos exitosos en Europa del este cuentan con el fuerte imán que representa la Unión Europea. A diferencia nuestra, dichos países poseen una plataforma de políticas públicas orientada al crecimiento, misma que instrumentaron en el curso de unos cuantos años y que hoy las colocan entre las naciones de mayor tasa de crecimiento del mundo. Todo lo que han hecho esos países es perfectamente reproducible.
El momento de confrontación política que vivimos debería ser una extraordinaria oportunidad para discutir el tema del crecimiento. Una posibilidad para nuestro futuro puede ser el retorno a la lujuria de los setenta, con todo y los costos que inevitablemente le acompañarían. Otra, mucho más atractiva, consistiría en dar el paso que nos hace falta para convertir a la economía mexicana en un nuevo tigre por su crecimiento y distribución de beneficios. Ambos escenarios son factibles, pero sólo si se antepone la razón sobre las pasiones.