La educación en la era de la información

Luis Rubio

El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) es quizá el principal obstáculo para el desarrollo del país y, sobre todo, para la disminución de la desigualdad económica y social. El problema es doble: por una parte, el sindicato vela sólo por sus intereses (lo que es legítimo). Por la otra, el triunfo de esos intereses tiene consecuencias devastadoras para la sociedad en su conjunto, sobre todo en la era de la información y el conocimiento en que nos ha tocado vivir. No hay nada de malo en que un sindicato, o cualquier otro grupo de interés en una sociedad, protejan y defiendan sus intereses; el problema es que, en esta era, los intereses del sindicato chocan de frente con los intereses de la población en su conjunto, máxime cuando los maestros son muchas veces meros peones de un sindicato caciquil con intereses que nada tienen que ver con la educación. Todavía peor es advertir que nuestro marco institucional y normativo confiere al SNTE y otros sindicatos e intereses una desproporcionada capacidad para determinar nuestro futuro.

El país se encuentra en un momento por demás delicado. Las disputas en torno a su futuro son crecientes, pero no existe una discusión seria y razonada sobre su realidad y potencial. Lo que se discute es una mezcla de realidad objetiva  con promesas o visiones de grandeza cacareadas en el discurso gubernamental y de los precandidatos a la presidencia. Al final, sin embargo, el debate acaba siendo esencialmente ideológico, pues no parte de premisas sustentables, problemas concretos y factores comparables, sino de afirmaciones en buena medida gratuitas, ilusiones sobre el deber ser y poco compromiso, más allá de la retórica, con el logro de los objetivos propuestos. Todavía más grave es la propensión a ignorar, de manera voluntaria, la realidad que nos circunda, como si ello no tuviera implicaciones y consecuencias para nosotros.

Comencemos por la educación. Desde tiempos inmemoriales, la educación ha sido siempre vista como el mecanismo más eficaz para asegurar el progreso en la escala social. El enorme apoyo colectivo que comanda la educación pública en México se explica porque la población, comenzando por las mamás, cifra en ella las expectativas de progreso de un hijo. Ir a la escuela puede ser la diferencia entre romper la barrera que mantuvo subyugada a una persona, familia o sociedad por décadas o siglos, y perseverar en la miseria y la falta de oportunidades. Las encuestas muestran que el apoyo a la educación pública es mayor mientras menor es el nivel de estudios de la mamá y/o más pobre es la familia. Se trata de una manifestación lógica: para quienes perciben que la educación favorece la movilidad social y que ésta es clave para una sustancial mejoría económica en el mediano o largo plazo, la educación pública constituye el boleto a la felicidad.

Y no cabe duda que el desempeño del sistema educativo nacional permitió una gradual transformación de la sociedad mexicana. Sin ese sistema, el país estaría infinitamente más atrasado, subdesarrollado e imposibilitado para aspirar a un mejor nivel de vida o estándar de desarrollo. Pero, con toda sensatez, esto no es suficiente. Si uno mira hacia atrás, el avance ha sido inmenso. Pero nadie mide las cosas así: todo mundo mide su progreso en términos de sus aspiraciones y de las expectativas que crea la televisión, el progreso de los vecinos y la imagen que cada cual guarda en su cabeza de lo que es posible, dado que ya existe.

Puesto en términos del sistema educativo, el que la educación haya permitido avances respecto a lo que existía en esta materia a principios del siglo XX, es irrelevante para una población que demanda satisfactores hoy para sus expectativas de ayer. Es decir, lo importante no es que el sistema educativo y  su sindicato hayan contribuido a lograr una mejoría sensible en términos absolutos (que nadie puede disputar), sino que no han impedido un rezago creciente en términos relativos. En una era caracterizada por la competencia, la disponibilidad ubicua de información y el comercio, lo que cuenta no son los avances del pasado, sino las habilidades y conocimientos con que se cuenta para poder lograr ser exitosos en esta realidad.
Esa prueba no la pasa prácticamente ningún egresado del sistema educativo nacional. Peor, debido a que la abrumadora mayoría de la población del país, incluyendo a la totalidad de la población pobre, depende de la educación pública, la conclusión ineludible es que el sistema educativo nacional no sólo no cumple su cometido, sino que se ha convertido en el principal fardo para el desarrollo nacional.

La afirmación anterior no es exagerada. La era de la información entraña características únicas que determinan la viabilidad de un país y el potencial de desarrollo de su población. A diferencia de épocas anteriores, lo que importa no es el avance o capacidad de una población en relación a su pasado, sino su capacidad de competir con otras sociedades el día de hoy. Más a favor de esta idea: en la era de la información, el éxito depende no del desempeño de una sociedad en su conjunto, sino de la acumulación de acciones individuales.

En la era de la información, la clave del éxito reside en la creatividad individual y ésta depende, además de los atributos personales, de la calidad de la educación. Dada nuestra realidad social y la pésima calidad de la educación pública, la probabilidad de que los mexicanos pobres se rezaguen todavía más es desproporcionada. Peor: la brecha se amplía en la medida en que una porción de la población, la que tiene acceso a otro tipo de educación, se integra al mundo moderno, compite y avanza, en tanto que la otra no sólo no tiene esa posibilidad, sino que, por la necedad de proteger a un sindicato cuyo interés es meramente político y pecuniario, se rezaga cada vez más. Puesto en otros términos, la brecha que divide a la población mexicana no sólo es enorme, sino que se amplía día con día.

La era de la información exige un enfoque distinto. La historia de nuestro sistema educativo y la de su sindicato de maestros corrió paralela a nuestra historia política y, por muchas décadas, el costo de su ineficacia se medía en términos del costo de oportunidad tanto a nivel agregado como individual: es decir, en las oportunidades perdidas tanto por el mal uso del presupuesto federal, como en las oportunidades que todos los educandos nunca pudieron materializar debido a que la educación que recibieron sirvió, en la mayoría de los casos, para preservar el statu quo (o sea, el control político) y no para desarrollar el potencial de la población y de cada uno de sus individuos.

Lo desperdiciado no se puede recuperar. Pero la era de la información entraña el monumental reto de evitar que esa brecha se siga ampliando y este reto se vuelve tanto más grande cuando el conocimiento, que es, a final de cuentas la gasolina de la era de la información, se hace obsoleto a la velocidad del sonido. Un sistema educativo concebido con fines de control político y un sindicato dedicado a expoliar a costa del desarrollo de la educación, son absolutamente incongruentes con esta nueva realidad. No se trata de un juicio sobre la función política del sindicato o sobre su historia; más bien, tiene que ver con lo único que importa: el futuro. Y ambas cosas son incompatibles.

El punto de todo esto no es justificar una acción contraria al sindicato de maestros. Lo que está mal no es el SNTE per se sino el sistema que lo hizo posible y que, a pesar del cambio radical que representó la derrota del PRI en el 2000,  no ha desaparecido. Aunque la pésima educación y su incongruencia con la realidad actual son causa directa de la creciente brecha social, el problema es mucho más amplio. Más al punto, sin alterar de manera radical el entorno político, será imposible modificar el sistema educativo, que es uno de sus productos más tangibles y directos.

Nuestra sociedad evidencia un paupérrimo desempeño no sólo en su sistema educativo, sino en casi todo lo demás también. Las instituciones que tanto orgullo le generaban al famoso “sistema” de antaño son hoy su gran pasivo. Todo estaba diseñado para mantener control, subyugar e impedir, exactamente lo contrario de lo que exige una sociedad del conocimiento: acceso a la información, creatividad, comunicación, imaginación, capacidad de comparar, discriminar y discernir.

El problema trasciende a nuestro sistema educativo: las instituciones públicas y políticas no sólo no contribuyen al desarrollo económico del país (la ausencia de un Estado de derecho capaz de dirimir conflictos y normar las relaciones entre la población y entre ésta y el gobierno, es un claro ejemplo de ello), sino que, en la era de la información, lo impiden. La disfuncionalidad de la educación y su sindicato son sólo dos manifestaciones más de un mal prácticamente ubicuo. Toda esa estructura, y los incentivos perversos que desata, no hacen sino paralizar al país e impedir el crecimiento de la productividad que es, a final de cuentas, la clave del crecimiento económico, la generación de empleos y la elevación de los niveles de vida. Nada más.

En este como en tantos otros temas, el país enfrenta disyuntivas fundamentales que se reducen a un asunto muy simple y obvio: queremos ver hacia adelante o seguir remembrando un pasado que, como diría Cervantes, nunca fue mejor. El atractivo del pasado es muy explicable, en buena medida porque confiere certidumbre. Pero el pasado no sólo no resolvió nuestros problemas, sino que  ahí germinaron las semillas de nuestra inviabilidad actual. El dilema es claro y transparente: hasta hoy hemos hecho todo lo posible por evitar enfrentar las causas de nuestro subdesarrollo y la cambiante realidad del mundo de la información y el conocimiento. Vaya, ni la derrota del PRI indujo a discutir, ya no digamos a intentar alterar, las instituciones y estructuras de antaño. Peor, al menos un candidato está proponiendo retornar a ese mundo de aislamiento, hoy inconcebible.

Lo que resulta perturbador es saber qué producirá los incentivos necesarios para emprender la transformación. Igual se podría comenzar por un acuerdo sobre algo menos grande, pero mucho más trascendente, como es la educación. La alternativa es seguir empobreciendo a la población. Capaz que eso concentra las mentes de al menos algunos políticos.

www.cidac.org

Nuestro persistente subdesarrollo

Luis Rubio

Para nadie es novedad que el nuestro es un país del subdesarrollo. En lugar de avanzar y madurar, los signos que el país arroja son de involución; se privilegian las formas sobre lo sustantivo y se sobrepone el pasado al futuro. El Informe de esta semana no es sino un ejemplo más de los muchos que acontecen a diario: el formato puede ser obsoleto, pero el acto es más una reminiscencia de un país en estado caótico que de uno orgulloso de sí mismo o capaz de convencer al electorado y al mundo que el conjunto de políticos ahí reunidos tiene capacidad para conducir los destinos de una nación, ahora o en escasos quince meses.

Bien sabido es que el país se caracteriza por sus divergencias y contradicciones. Parte de la explicación de esta realidad reside en los abruptos cambios que han sufrido nuestros procesos políticos en los últimos años. Pero otra parte, no menos relevante, reside en el primitivismo de nuestras formas políticas: transitamos de un sistema rígido en el que una persona definía las formas y los parámetros de lo aceptable, a otro en el que todo y nada es aceptable, todo a un mismo tiempo. Pero las formas son cruciales en cualquier sistema político, pues son ellas las que abren la posibilidad para la interacción, la negociación y la resolución de conflictos. En todos los países civilizados se guardan las formas y se escucha a la otra parte porque nadie sabe quién será un aliado en la próxima negociación.

En este contexto, es peculiar que nuestros políticos privilegien la forma sobre el fondo, cuando no saben ni siquiera respetarse a sí mismos. El respeto al derecho del contrincante político a expresarse es una máxima fundamental de cualquier sistema político. Nuestros políticos que tanto critican y atacan al presidente Fox argumentan que el presidente no se apega a las formas. El comal le dijo a la olla.

Pero el significado más profundo de esta dislocación es que en el país no se pueden intercambiar ideas, comparar posturas o negociar posiciones. Si las partes no pueden escucharse, mucho menos podrán entenderse y sin este último requisito, resulta improbable que procuren acuerdos que satisfagan a todos los involucrados. Esta realidad amenaza la viabilidad futura del país no porque un partido o candidato gane o pierda, sino porque las diferencias que caracterizan a nuestra sociedad son cada vez más profundas, tanto como la incapacidad de los políticos para comunicarse. El problema no reside en las diferencias situación quizá indeseable, pero real y no particularmente distinta a la de muchas otras naciones sino en nuestra aparente incapacidad de sortearlas para construir un futuro mejor. Peor, es en un mar de confusión como ese que se hacen posibles las dictaduras.

Desde un punto de vista analítico, es fácil explicar el impasse en que ha caído la política mexicana. El 2000 cambió los ejes y factores de equilibrio que por décadas distinguieron a la política nacional. El realineamiento produjo ganadores y perdedores, pero de una manera nueva, distinta a lo tradicional. Sin embargo, los ganadores no supieron capitalizar la nueva realidad, en tanto que algunos de los perdedores aprendieron a convertir la adversidad en un activo aprovechable.

Históricamente, el comienzo de cada sexenio traía consigo ganadores y perdedores. Grupos políticos y económicos asociados a la facción ganadora dentro del proceso priísta, aprovechaban el momento para asegurar que la revolución les hiciera justicia. En lo que respecta a los perdedores, cuando les iba bien, acababan en puestos de tercera o de plano en el ostracismo. Cuando les iba mal, eran perseguidos e incluso encarcelados. Todo en nombre de la pureza revolucionaria.

La sucesión en 2000 fue muy diferente. Para comenzar, todos los priístas fueron perdedores y, al menos en un primer momento, ninguno fue ganador. Los perredistas, que nunca han gozado del privilegio de ejercer la presidencia, ni ganaron ni perdieron. Pero lo interesante fue el caso de los panistas, cuya dinámica les impidió consolidarse como partido gobernante. Esta situación se debe, en parte, a que el PAN no consiguió la mayoría legislativa, pero sobre todo a la distancia que existió existe entre la administración y el PAN.

Quizá lo más interesante ha sido la forma en que el PRI y el PRD supieron aprovechar las inconsistencias e incoherencia del gobierno actual para revertir la adversidad que enfrentaron en 2000. Aunque el ruido que ha emanado del congreso ha sido la impronta de nuestras percepciones políticas de los últimos años, lo relevante ha tenido lugar en otras partes. El PRI concentró sus fuerzas y esfuerzos a nivel estatal y local, al grado en que para las elecciones intermedias ya había logrado revertir la tendencia de una manera definitiva. Su victoria en la elección del estado de México fue tan abrumadora que representa el mayor triunfo de ese partido en más de dos décadas.

Por su parte, el PRD bifurcó sus esfuerzos. Por un lado, siguió una estrategia de descrédito al gobierno en el poder legislativo y, por el otro, en el Distrito Federal, construyó una opción real para el 2006 a partir de una estrategia que consistió, esencialmente, en hacer y actuar donde el presidente Fox no supo como hacerlo. El desafuero fue sin duda el punto climático de esa estrategia, pero no quedó ahí. La culminación de ese proceso la decisión del presidente de no proseguir, sin fundamentarla en ningún acto legal allanó el camino para la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, pero dejó en ascuas al sistema legal, con la incertidumbre que de ahí se derivará en los años por venir.

El realineamiento del sistema político es un proceso que no se consolidará en 15 minutos. Se trata de un proceso por demás complejo y lleno de aristas. El realineamiento obvio fue el de los partidos en el poder, pero no menos grande (y seguramente de mayor trascendencia) ha sido el de la relación de fuerzas entre la federación y los poderes locales, así como entre los sindicatos corporativistas y el gobierno federal. Las fuerzas que antes se controlaban desde Los Pinos ahora siguen dinámicas propias, con frecuencia opuestas al presidente. Los gobernadores y presidentes municipales, aun en la más positiva de las circunstancias, tienen objetivos que chocan en todos los planos con la lógica de la federación. Los sindicatos corporativistas, sin contrapeso alguno, no tienen más interés que el de sus propios líderes y, en ocasiones, de sus agremiados. Los tres partidos grandes comparten un objetivo el control absoluto del proceso político pero tienen intereses contrapuestos en los procesos electorales.

Por encima de todo esto se encuentra una sociedad caracterizada por profundas y agudas diferencias, en parte producto de diferencias sociales (la terrible desigualdad que caracteriza al país), pero también como resultado de un crispamiento del entorno político que conduce a la polarización de posturas, expectativas y preferencias. El punto donde la sociedad se une es en el rechazo a partidos y políticos, a los que ve como causantes de todos sus males. Paradójicamente, los políticos no tienen incentivo alguno para resolver problemas, zanjar diferencias o construir un mejor futuro, todo lo cual refuerza la percepción que sobre ellos tiene la ciudadanía.

Todo en la política mexicana profundiza las diferencias de intereses y posturas entre los miembros de la sociedad. Algunas de estas diferencias se resuelven y dirimen cotidianamente en procesos electorales, en tanto que otras acaban siendo, en apariencia, irreductibles. Lo patético es observar el mercado en que se ha convertido lo que en otros países se conoce con el nombre de capilla de la democracia, es decir, el poder legislativo.

El Informe es un viejo ritual que ya no funciona. El problema es que nadie define qué es lo que no funciona. Por décadas, el Informe cumplía la función de evidenciar el poder presidencial, razón por la cual acabó siendo conocido como el día del presidente. El presidente enviaba señales, premiaba y castigaba funcionarios y, al final de largas horas, permitía que todos los aspirantes al poder o la riqueza que él mismo dispensaba le besaran la mano. Era un rito construido para mitificar y endiosar al dueño del balón. Aunque no es evidente que hayamos visto el final de los presidentes autoritarios, es claro que, al menos por ahora, la función de endiosar al presiente ya no se cumple. El mito fue destruido por muchos legisladores, entre los que el diputado Vicente Fox fue un actor prominente.

Pero de la función de mitificar hemos pasado a la de destruir sin siquiera exhalar. Lo importante ahora parece ser aniquilar la presidencia, el presidente y el sistema en su conjunto. Se le reclama al presidente que utilice el púlpito para plantear su perspectiva de las cosas (como hacen todos los presidentes y primeros ministros del mundo) y que utilice los medios de comunicación para hacer campañas políticas, como si la presidencia tuviera una función distinta a la de la política.

Sintomático de todo lo anterior es que los poderes y partidos en su totalidad empleen los medios para hacer exactamente lo mismo por lo que acusan al presidente. ¿Acaso diputados y senadores, e incluso comisiones de uno u otro cuerpo colegiado, no gastan fortunas enteras (aunque sea en tiempos oficiales), para promover sus logros, frecuentemente pírricos? Lo mismo aplica para la Suprema Corte de Justicia. Todos los poderes, partidos, grupos legislativos y políticos cacarean sus acciones sin reparar en que la vida social no se ha visto afectada por tanto activismo. Pero todo ese cúmulo de acciones no les impide a los políticos partidistas reclamarle al presidente que, por primera vez en su sexenio, haga exactamente lo mismo que ellos hacen todos los días. Por supuesto que es peculiar, por decir lo menos, que un presidente hasta hace apenas unos meses dedicado en cuerpo y alma al desafuero ahora censure y ataque al PRI, lo que de manera natural puede acabar haciendo posible a su antiguo enemigo, López Obrador.

Con una nueva estrategia en la forma de su Informe, el presidente libró el mal rato, pero el acto no mostró a una nación civilizada que privilegia la interacción y el diálogo constructivo sobre la violencia retórica. Un país en el que los políticos no se respetan a sí mismos no tiene a dónde ir.

 

Poca seriedad

Luis Rubio

¿Qué queremos de Estados Unidos? La realidad geográfica nos ha puesto al lado de la mayor potencia y el mayor mercado del mundo pero, luego de casi doscientos años de vida independiente, todavía no sabemos qué queremos o cómo relacionarnos con ellos; vaya, ni siquiera entendemos quiénes son y cómo funcionan. Peor, siempre reclamamos que se nos trate como iguales, pero no estamos dispuestos a vivir con las consecuencias. Como ilustra la numerosa cohorte de precandidatos a la presidencia, todo mundo quiere algo diferente de EUA; increíblemente, todos ellos siguen tratando de tapar el sol con un dedo, pretendiendo que los mexicanos no tenemos capacidad de discernir.

Las últimas semanas han sido por demás ricas en evidencia de nuestra incapacidad para definirnos respecto a nuestro vecino del norte o para entender su dinámica interna y determinar cómo convertirla en oportunidad. Se trata de un viejo círculo vicioso, ahora exacerbado por la creciente violencia en el país en general y en la región fronteriza en particular. Pero el que se trate de un problema viejo ni lo excusa ni lo explica. El nivel de violencia es un problema interno que no va a disminuir por mucho que se le reclame a los estadounidenses, mientras que el distanciamiento que ésta provoca en la relación bilateral no hace sino agudizar nuestros propios riesgos internos, tanto políticos como económicos.

La prensa de las últimas semanas es por demás reveladora: nos muestra de manera fehaciente a un gobierno totalmente incapaz de entender el problema, obsesionado con fantasmas de su propia creación y con intentos por desviar la atención hacia un rumbo en el que no hay soluciones posibles. En otras palabras, el gobierno, como ya es usual, no ha hecho sino arrinconarse, lo que no hace sino posponer el momento en que inexorablemente saldrá con la cola entre las patas. Los candidatos hablan sin comprender que hay dos lados en cada historia y que la solución de problemas internos desde la violencia hasta el desempleo- no reside simplemente en pasarlos, como los migrantes, al otro lado. Frente a todo esto, la población queda estupefacta ante la obviedad de estos absurdos y la precariedad de nuestra posición como país. También resulta explicable que el 46% de los mexicanos se iría si pudiera; si eso no es una medida objetiva de fracaso, nada lo es.

Independientemente de las afirmaciones excesivas y poco diplomáticas del embajador norteamericano, todos los mexicanos sabemos que su percepción respecto a la violencia en México es mucho más cercana a la realidad de lo que pretende el gobierno y la multiplicidad de políticos que no pueden quedarse callados bajo ninguna circunstancia. Más allá de las decisiones y motivaciones de los gobernadores de estados norteamericanos como Nuevo México y Arizona, lo evidente es que la violencia a lo largo de la frontera (y, para que mentirnos, del país en general) está destruyendo regiones enteras del país. El que algo de esa violencia esté vinculada con el narcotráfico no es más que una anécdota muy preocupante, pero en última instancia irrelevante. Los secuestros en el DF y zonas aledañas son indistinguibles en su impacto de la violencia de los narcos: ambos impiden la convivencia cotidiana, hacen imposible la creación de empleos y matan al país, así sea de a poquito.

Algunos priístas han tratado de aprovechar el río revuelto, argumentando que nada de esto sucedía cuando ellos gobernaban. Según su nublada visión, el país era un pequeño paraíso que funcionaba a la perfección y gozaba del respeto de los estadounidenses. Señalan a la incompetencia del gobierno de Fox como responsable de darle al traste a todo. De la incompetencia no hay duda, pero al menos es posible ser un poquito escéptico sobe la noción de que antes todo funcionaba como reloj suizo.

Por lo que toca al gobierno actual en el tema bilateral, hay dos cosas de las cuales es claramente responsable y otras dos en las que no hizo sino continuar por el camino trazado décadas atrás. Quizá más interesante es el hecho de que ni Fox ni el PRI o el PRD han comprendido que la naturaleza de esa relación cambió para siempre en el momento en que el PRI perdió la presidencia.

Fox se equivocó en dos cosas: primero, como demostró con gran agudeza René Delgado la semana pasada, su afán por debilitar a la Secretaría de Gobernación le llevó a acelerar la destrucción de los ya de por sí disfuncionales servicios de seguridad pública en el país, lo cual explica el crecimiento, más no el origen, de la violencia. Claramente, la violencia ha crecido en la medida en que se el viejo sistema de control político se comenzó a venir abajo. Esto empezó a ser perceptible a partir de los setenta, cuando los priístas, con eso de que hacer cumplir la ley era equivalente a reprimir, aflojaron los goznes al sistema de seguridad sin substituirlos por nada. No es casualidad que todo el sistema de control se fuera erosionando hasta acabar por desmoronarse. En todo esto, Fox no hizo sino quitarle los alfileres que quedaban. Y ahora nadie parece saber qué hacer para detener la bola de nieve de la violencia que afecta desde luego a la frontera, pero también y de manera agravada al resto del país.

El segundo gran error de Fox, este sí directamente vinculado con EUA, consistió en anunciar un objetivo inalcanzable el tema migratorio y con ello establecer el nivel mínimo de éxito en un plano imposible. A partir del momento en el que habló de un pacto migratorio, que fue presentado e interpretado como una apertura total para quien quisiera migrar a ese país, las expectativas se localizaron en un nivel tan elevado y absurdo que nada menos sería aceptable. Aunque el tema migratorio ya adquirió carta de naturalización en discurso político nacional, tarde o temprano habrá que explicarle a los mexicanos que la migración entre dos países depende, pues, de dos países y no sólo del deseo de los políticos mexicanos que, irresponsablemente, quieren quitarse el problema del desempleo de encima.

Aunque esos dos errores de la administración Fox sean funestos, no todo lo que hoy caracteriza a nuestra patética realidad es culpa suya. La violencia ya venía de antes y la incapacidad por definirnos frente a Estados Unidos es tan vieja como el país. Ninguna de esas dos realidades se le puede atribuir, o cobrar, a la administración del presidente Fox. Se puede discutir si el gobierno actual pudo haber modificado el rumbo y ser menos visceral en algunas decisiones (como la de separar Seguridad Pública de Gobernación), pero es un hecho que el país ya venía experimentando un creciente deterioro en los temas de seguridad. Los secuestros, la violencia y la inseguridad se han agudizado, pero no comenzaron en 2000.

Lo que prácticamente nadie entre los políticos o analistas- ha reconocido es que la relación bilateral cambió de manera dramática en el 2000 y no por causa del presidente Fox. Los priístas reclaman que bajo sus gobiernos, los estadounidenses mostraban un respeto y un recato que hoy en día ya no existe, y de ello culpan a Fox y su gobierno. La realidad es más complicada. Hace años, el hoy ex embajador Davidow argumentaba, con su excepcional profundidad y agudeza de siempre, que los mexicanos hablábamos de asimetría y la criticábamos, pero que realmente nunca la entendimos. Su argumento era que por mucho que los mexicanos nos quejáramos, esa asimetría beneficiaba a México.

Según su planteamiento, los americanos siempre eran cautos y cuidadosos en su trato con México precisamente por la debilidad relativa de nuestro país. Existe la anécdota de algún presidente estadounidense en las décadas pasadas que, por alguna razón suya, tenía que modificar la fecha de encuentro con su homólogo mexicano. Sin embargo, al discutir el problema con su equipo de asesores, la decisión fue que la reunión debía proseguir conforme a lo planeado, conocedores de que los mexicanos comenzaríamos a encontrar toda clase de conspiraciones escondidas en donde solamente había un problema de agenda. La asimetría permitía que México fuera tratado por los norteamericanos como un caso de excepción, lo que implicaba que cerraban los ojos frente a toda clase de situaciones que no le aceptaban a otros países. Lo hacían no porque les gustara, sino porque temían las consecuencias internas (en México) y bilaterales de una gran militancia en nuestro país. Por supuesto que hubo gobiernos (y embajadores) intensos y agresivos, pero la norma, según esta tesis, fue tratar a México como un país más débil y, por lo tanto, meritorio de un trato especial.

La emergencia de un México orgulloso de su democracia, miembro del club de los ricos (OCDE), la décima economía del mundo y un activo participante en los foros multilaterales, cambió todo eso para siempre. Según la tesis del embajador Davidow, fuimos los mexicanos los que insistimos, a lo largo de las últimas décadas, que se nos tratara como iguales y fue ello lo que permitió negociar acuerdos diversos tanto en materia comercial como diplomática que serían impensables, desde la perspectiva norteamericana, con naciones con las que no se tiene una confianza de esencia (como los europeos, japoneses y similares). Los mexicanos demandamos ser tratados como iguales y eso ha dado rienda suelta a los estadounidenses para actuar sin inhibiciones y de manera directa frente a problemas como la violencia fronteriza que, por más que aquí nos envolvamos en la bandera para ignorarlos, existen y está creciendo de manera incontenible. Tampoco es posible negar lo obvio: que a ellos esa violencia les afecta de manera directa.

Mientras que los mexicanos perseveramos en nuestra perenne incapacidad para definir lo que queremos, dentro del reino de la realidad, de la vecindad, los americanos están preocupados por las consecuencias de nuestra violencia sobre su frontera. Igual deberíamos estar de preocupados todos los mexicanos. El problema de la violencia y la inseguridad no es de carácter bilateral ni se origina en el consumo de drogas en aquel país, por más que esté inexorablemente vinculado. El problema se deriva de la extraordinaria debilidad y disfuncionalidad de nuestras instituciones tanto políticas como de seguridad- y ese problema nada tiene que ver con nuestros vecinos. El problema es nuestro y más vale que lo atendamos antes de que se comience a desmoronar no sólo la seguridad, sino el país en su conjunto.

 

De dónde y hacia dónde

Luis Rubio

Las últimas décadas han sido tiempo de cambio y transformación en México. Muchos alegan que esos cambios nos dejado peor de lo que estábamos y que nunca ha habido mejores tiempos que los vividos en el pasado; pero, a pesar de las enormes carencias que siguen caracterizando al país en general y a una buena parte de la población, cualquier medida objetiva de progreso arrojaría un saldo positivo. Sobre todo, arrojaría un sentido claro de oportunidad en espera de ser aprovechado para transformarse en realidad. Por ejemplo, ¿quién podía imaginar hace años que llegaríamos a rebasar los doscientos mil millones de dólares en exportaciones o que un partido distinto al PRI estaría gobernando al país? Y, sin embargo, ambas situaciones acontecieron. Una sugiere que el potencial de crecimiento es infinito; la otra indica que la capacidad de maduración es igualmente ilimitada. La pregunta es cuándo tendremos la capacidad de transformar el potencial en realidad.

A pesar de lo que argumenten los críticos, los cambios de las últimas décadas no han ocurrido en un vacío. El mundo se ha transformado a una velocidad asombrosa y las reformas de los ochenta y noventa en el país no fueron más que intentos, muchas veces fallidos o mal estructurados, de mantener al país al día frente a un mundo cambiante. De hecho, muchos otros países cambiaron mucho más rápido que nosotros. China e India, por citar dos ejemplos evidentes, han logrado dar enormes pasos en este sentido hasta convertirse en economías pujantes y productivas, habiéndonos rebasado en muchos frentes hace un buen rato. Entre otras, han logrado disminuir la pobreza y la desigualdad a través de su cabal incorporación a la globalización. Peor, nos han rebasado aun a pesar de la existencia de extraordinarias ventajas a nuestro favor, como es el TLC y la localización geográfica de nuestro país. Es decir, aunque pareciera que hemos sido agentes de un cambio radical, lo cierto es que, cuando mucho, sólo hemos conseguido mantenernos en un lugar constante. En un mundo competitivo lo que cuenta son los avances relativos, no los absolutos, pues esos son los que se convierten en riqueza y oportunidades de empleo.

Visto en perspectiva, el cambio que experimenta el mundo es mucho más profundo de lo aparente. La revolución de las comunicaciones ha “achicado” al mundo y los lugares más recónditos están o pueden estar comunicados como las grandes ciudades. Mejores comunicaciones han permitido una revolución no menos impactante en el ámbito financiero, pues las instituciones bancarias y financieras hoy en día tienen tantas oportunidades de acercarse a sus clientes como lo permitan las propias comunicaciones. Internet ha facilitado el vínculo entre exportadores e importadores; un fabricante puede saber dónde está su competencia prácticamente al instante. La tecnología ha eliminado muchas de las grandes limitaciones, al menos geográficas, que diferenciaban a las naciones en el pasado. O, puesto en otros términos, todos los países tienen hoy, en potencia, las mismas ventajas y desventajas que el resto.

El mundo es hoy como una cancha de fútbol en la cual ambos equipos gozan de exactamente las mismas condiciones. La cancha es plana, cada uno tiene la misma portería la mitad del partido y ambos pueden ganar. Todo depende de la disposición de cada equipo, su estrategia y su preparación. Lo mismo se puede decir de las empresas y de los países. Todo mundo sabe, o puede saber, qué es lo que hace exitoso a un país, todo mundo tiene acceso a los mismos recursos y todo mundo puede competir en igualdad de circunstancias. Dicho lo anterior, sin embargo, es evidente que no todo mundo goza de las mismas condiciones ni hace uso de los recursos disponibles con la misma oportunidad. Es decir, el que todo mundo pueda competir en igualdad de condiciones, como en un partido de fútbol, no quiere decir que todos van a convertir su potencial en realidad. Como en el fútbol, todo depende de la disposición de cada equipo, del entrenamiento que haya seguido, de la estrategia y de la infraestructura con que cuente.

Medida con ese rasero, la capacidad competitiva de la economía mexicana es más bien baja y ha venido declinando en los últimos años. Aunque contamos con las mismas oportunidades que los franceses y los chinos, los japoneses y los brasileños, durante los últimos años hemos sido mucho menos competentes que dichas naciones para explotar las oportunidades. No es casualidad que, a pesar de nuestra cercanía geográfica con Estados Unidos, China nos esté ganando en exportaciones hacia nuestro vecino país. El crecimiento de las exportaciones chinas se explica por la claridad de visión del gobierno chino, que crea condiciones propicias para la instalación de nuevas inversiones en su territorio, así como para la formación y educación de su mano de obra, amén de  una infraestructura incomparablemente superior a la nuestra. Todas las ventajas del gigante asiático son resultado de acciones emprendidas por su gobierno; ninguna de ellas se explica por una ventaja natural de origen que ellos poseyeran y nosotros no.

Volviendo al principio, aunque a mucha gente en el entorno político le parezca que el ritmo de cambios y reformas de años pasados ha sido excesivo, que hay una “fatiga” para reformar, la realidad es que más que excesos, enfrentamos oprobiosos rezagos: el país requiere de avances significativos en temas como el fiscal y el energético, de infraestructura y educación, sin los cuales el estancamiento se ahondará y nos conducirá a pérdidas crecientes respecto a nuestros más cercanos competidores.

Vistas en retrospectiva, resulta evidente que muchas de las reformas que se emprendieron en las décadas pasadas no fueron todo lo exitosas que debieron ser o no tanto como sus promotores aseguraron. Sin duda, parte de la razón de lo anterior tuvo que ver con los criterios políticos que les acompañaron (no perder el poder) o con objetivos cruzados, como el de resolver problemas fiscales del gobierno con ingresos de una sola vez, producto de la privatización de empresas públicas (en múltiples casos, el precio de venta de una empresa paraestatal se determinó tomando como referencia no su valor de mercado, sino  las necesidades de financiamiento del erario). Ambos criterios tuvieron la consecuencia de crear incentivos perversos para los entonces nuevos banqueros o para los nuevos monopolios privados. No menos significativo fue el hecho de que, dada la frecuente irracionalidad de los debates públicos en el país, los gobiernos privatizadores y reformadores se sintieron obligados a mostrar un número enorme como precio de venta, independientemente de que ese número fuese tan grande que hiciera inviable la inversión posterior. Sin el menor afán de defender la forma en que se llevaron a cabo diversas reformas y privatizaciones, no se puede ignorar que la dinámica de nuestro proceso político fue en ocasiones tan compleja y perversa que generó circunstancias inhóspitas para el éxito de las propias reformas.

La experiencia adquirida en todos estos años demuestra dos cosas. Una es que el país no puede salir adelante, remontar las excesivamente bajas tasas de crecimiento conseguidas en estos años y satisfacer las necesidades de desarrollo de la economía y de la sociedad, sin llevar a cabo una nueva ronda de reformas que impulse la inversión, eleve la productividad y cree nuevos motores de desarrollo para el país. Y otra es la imperiosa necesidad, evidente   desde 1997, de crear condiciones políticas e institucionales que hagan posible la toma de decisiones a nivel nacional, donde los partidos y el gobierno compartan la responsabilidad, pero también los beneficios, de la modernización del país. Sin mejores estructuras de decisión, la dinámica de la discusión legislativa va a reproducirse en los próximos gobiernos, independientemente del partido o persona que esté a cargo.

Muchos dudan sobre la conveniencia de perseverar por el camino de los últimos años, es decir, de intentar ser exitosos en insertar al país en la dinámica de la economía global. En términos generales, quienes así piensan lo hacen por razones ideológicas (se oponen al capitalismo) o porque temen ser perdedores. La oposición ideológica es enteramente respetable en el plano político pero no es muy relevante en la realidad en que vivimos. A uno puede no gustarle la manera en que evoluciona el mundo, pero no hay manera de impedir que así evolucione. Esa es la razón por la cual hasta las naciones más recalcitrantes en un plano ideológico, como Libia, Cuba y Vietnam, han avanzado en esa dirección. El país no tiene más alternativa que sumarse o quedarse permanentemente estancado, con todo lo que eso implica para una sociedad con la estructura demográfica de la nuestra.

Por lo que toca al temor de perder en un mundo de competencia impersonal y a ultranza, la alternativa no es retraerse, sino transformar nuestras estructuras sociales y las políticas gubernamentales relevantes para que cada mexicano cuente con el capital humano necesario (es decir, educación, habilidades y oportunidades) para poder enfrentarse con éxito al mundo en que nos ha tocado vivir. La realidad es que quienes temen a la competencia no están más que reflejando las enormes fallas de sucesivos gobiernos, pero también la extraordinaria irresponsabilidad de quienes desde el gobierno o desde el poder legislativo se niegan a llevar a cabo las transformaciones que urgentemente se requieren en temas tan obvios como la educación, la infraestructura, la energía y las cuentas fiscales.

El país se enfrenta a un verdadero dilema. Abandonamos una ribera del río que ya no era sostenible porque no producía crecimiento económico y los satisfactores que de ahí se derivan, pero no hemos hecho nada para poder llegar, sanos y salvos, a la otra orilla. Todos los políticos quieren ser presidentes y todos quieren el poder. No estaría mal que comenzaran a ganarse ese derecho llevando a cabo los cambios que el país urgentemente requiere.

Aeropuerto

En lugar de atacar el problema de fondo -las pistas- el gobierno optó por darle la mano de gato más costosa e inútil del siglo. Ahora ya está listo para seguir igual de saturado y disfuncional.

www.cidac.org

Los dos sindicalismos

Luis Rubio

Como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, México vive una verdadera esquizofrenia en el mundo sindical. Mientras que en el pasado el sindicalismo en su totalidad actuaba de acuerdo al script de una realidad monopólica y seguía una lógica básicamente política donde el bienestar de los trabajadores era secundario, por no decir irrelevante, actualmente sufre de una bifurcación: el del mundo de la competencia y el del control absoluto.

El Dr. Jekyll del sindicalismo, el del sector manufacturero, esencialmente del sector privado, está representado por la CTM, que la semana pasada perdió a otro miembro de su gerontocracia. Por su parte, el Señor Hyde encarna en el sindicalismo de entidades que siguen gozando del inexplicable control monopólico de sus sectores, como la educación, petróleo, telefonía y electricidad. En lugar de sindicalismo representativo y activo, lo que tenemos es el cascarón del viejo sistema priísta, por un lado, y un sistema de mafias abusivas, por el otro. Así ningún país puede prosperar porque los dilemas que nítidamente se observan en el sindicalismo son los mismos que enfrenta y mantienen paralizada a toda la sociedad.

Este viejo sindicalismo nació con el PRM, predecesor del PRI, que incorporó en sus filas a todas las organizaciones políticas, sindicales, partidistas y otras, en un sistema de control político que por muchas décadas le confirió estabilidad al país. Los sindicatos, que desde los cuarenta se agruparon mayoritariamente en la Confederación de Trabajadores de México, cumplieron una función central en la pacificación e institucionalización política del país luego de la gesta revolucionaria. Ciertamente, el sindicalismo mexicano nunca tuvo ni la menor aspiración de ser democrático, representativo o transparente. Lo peculiar es que la lógica que dio origen al sindicalismo postrevolucionario sigue vigente en la mente, formas de actuación y desempeño tanto del gobierno (¡panista!), como de los políticos y, sin duda, de los propios líderes sindicales.

Como tantas otras cosas del sistema político de antaño, que no por viejo deja de estar muy vivo, el sindicalismo postrevolucionario nació para controlar a los trabajadores. Los líderes negociaban control hacia abajo, a cambio de privilegios para ellos mismos. El gobierno lograba paz social y sindical a cambio de incorporar a estos líderes en el sistema de corrupción institucionalizada que acabaron administrando como verdaderos dueños, fundamentalmente por su permanencia a lo largo de las décadas. A diferencia de los políticos tradicionales, cuya longevidad con frecuencia se limitaba a un sexenio, la de los líderes era infinita, como prueban los casos de Fidel Velásquez y Leonardo Rodríguez Alcaine.

El sindicalismo mexicano fue sumamente costoso, pero a nadie le importaba. En una era en que la economía del país estaba aislada de la del resto del mundo, los costos internos eran irrelevantes. Si el costo de mantener controlado al sector obrero era alto, pues ni modo; total, los consumidores eran los que cargaban con ese costo. Sin alternativas, tenían que apechugar. Esa lógica privó en la economía mexicana por muchas décadas y permitió que creciera la industria, se mantuviera la paz social y se enriqueciera inmensamente a la llamada aristocracia sindical.

Los cambios que experimentó primero el mundo y luego México a lo largo de los ochenta y noventa, alteraron las premisas que sustentaba todo ese modelo económico y político. Con el nacimiento de lo que hoy se conoce como la globalización de la producción, el viejo sistema político-sindical dejó de ser funcional en todos los sectores que comenzaron a experimentar competencia. Independientemente de lo que quisieran los líderes sindicales, desde los más modestos hasta los más encumbrados, la apertura de la economía cambió la lógica del sindicalismo en, al menos, el sector manufacturero. Muy pronto, después de que comenzaron a ingresar al país productos manufacturados de manera legal, patrones y sindicatos tuvieron que redefinir las reglas del juego. Lo que antes era un esquema de corrupción institucionalizada dejó de ser viable en un entorno de competencia. Aunque muchos líderes se resistieron en un principio, la realidad de empresas en quiebra rápidamente cambió todo. A partir de ese momento, la que había sido una relación de confrontación, comenzó a ser una de cooperación: empresas y sindicatos empezaron a trabajar juntos en aras de la sobrevivencia de la fuente de trabajo.

Nada de eso afectó a los sectores que gozan de un monopolio legal o de facto. La vieja lógica de la corrupción siguió (y sigue) imperando en todas aquellas actividades que no enfrentan competencia significativa, sea porque se trata de sectores que los economistas llaman no comerciables, como la construcción, o aquellos que, por cualquier razón, gozan de un monopolio legal (como PEMEX o CFE) o virtual (como educación o Telmex). En esos casos, la realidad actual es prácticamente indistinguible de la de los años treinta o cuarenta del siglo pasado: los líderes sindicales siguen controlado a los trabajadores, la corrupción es rampante, el sindicato es, para todo fin práctico, propietario de la entidad (igual si se trata de PEMEX que de la SEP) y el trabajador vive sometido a un clima mafioso en el que la violencia y el miedo son la regla y no la excepción.

Lo irónico es que a pesar de la bifurcación del sindicalismo en estos dos tipos, los sindicatos y sus líderes parecen no haberse enterado. Esa situación es perfectamente explicable, por ejemplo, para el sindicato de PEMEX, que sigue siendo el factor de poder en la paraestatal, y al que el gobierno deja hacer por su falta de visión y agallas. No es así, sin embargo, para una entidad como la CTM, donde la abrumadora mayoría de sus supuestos representados han dejado de ser militantes. Es decir, mientras que, con miedo o sin el, la mayoría de los sindicalizados en entidades como el SME, el SUTERM, el SNTE o PEMEX, ve en su sindicato un factor de poder y beneficios, así sean infinitamente menores a los que gozan sus líderes, la abrumadora mayoría de los formalmente sindicalizados en la CTM probablemente no saben ni que ésta existe.

No tengo idea si alguien se ha molestado en encuestar a los miembros de estos sindicatos, pero de lo que no tengo duda es que cualquier encuesta arrojaría una fotografía como la siguiente: los sindicalizados en la CTM no ven en esa entidad y sus líderes representación alguna. Lo que verían es abuso, corrupción y falta de transparencia. Seguramente el caso de los poderosos sindicatos de empresas paraestatales sería distinto; es probable que ahí los trabajadores sí perciban beneficios derivados de su membresía, además de que, en muchos casos, exista una identificación ideológica como la que se observa en el caso del SME, que se opone a cualquier cambio en el régimen eléctrico. Como dice un anuncio, la membresía tiene sus privilegios. Y el costo de esos privilegios se ha tornado prohibitivo para el país.

El problema es que el sindicalismo mexicano es un microcosmos de la sociedad en su conjunto. Por más que la mayoría de la población rechace y aborrezca los privilegios de que gozan los miembros de sindicatos como el de PEMEX o el IMSS (sobre todo en cosas tan ostensibles como la edad de retiro o el monto de su pensión o aguinaldo), esa misma gente ansía ser parte del esquema. Es decir, el repudio que la población siente no proviene de su rechazo al privilegio (que sería la esencia de una sociedad que se considera igualitaria), sino por no gozar de la misma prerrogativa. Mientras esa lógica domine las percepciones y actitudes de la población, será imposible generar las condiciones de eficiencia, productividad y competencia que son la esencia del éxito de cualquier economía.

Puesto en otros términos, el sindicalismo mexicano enfrenta dilemas muy fundamentales que los propios sindicatos, como el resto del país, ha decidido no encarar. Hay sindicatos que no tienen que enfrentarlos porque están protegidos de la competencia y vacunados a cualquier cambio por razones históricas, políticas o ideológicas (como es el caso de los paraestatales), pero otros, como la CTM, viven del sueño de lo que fueron. Lo maravilloso, y quizá único en el mundo, es que, a pesar de tratarse de un sueño, los líderes lo viven a cabalidad, actuando y recibiendo privilegios como si fuesen jeques sauditas.

Un sindicato tiene la función de representar a sus agremiados para que, sin destruir la fuente de trabajo, obtenga el mayor beneficio posible en términos de salario y prestaciones. Un sindicato representativo buscaría fórmulas con la empresa para elevar la productividad, aumentar el mercado de los bienes o servicios que ésta produce y, de esta manera, no sólo mejorar marginalmente las condiciones de sus agremiados, sino romper con los marcos tradicionales para elevar esos beneficios por encima de lo aparentemente imaginable. Esto ya ha venido ocurriendo en el sector manufacturero, pero es impensable en el paraestatal, donde a nadie le importan los costos. Por su parte, un régimen sindical moderno partiría de la elemental libertad de afiliación y de la competencia entre sindicatos por ganar esa representación Esa es la función de un sindicato y eso es lo que México no tiene.

Como microcosmos de la sociedad mexicana, el sindicalismo imperante en el país es prueba fehaciente de que el deterioro puede ser prolongado, costoso y destructivo. Mientras que la sociedad lleva quince años de cambios brutales, ajustes incompletos y una recuperación que no acaba por consolidarse, el sindicalismo persevera en su edad de oro. Pero ambas cosas están estrechamente vinculadas: la sociedad, y la economía, no progresan porque los obstáculos siguen siendo formidables; y el sindicalismo es quizá uno de los impedimentos más costosos. Más allá de descabezar sindicatos que le eran amenazantes, desde los ochenta, el gobierno claramente abdicó su responsabilidad de encarar el problema sindical. La pregunta es cuándo la sociedad comenzará a entender que esta intolerable realidad cambiará sólo en la medida en que se decida a ejercer su derecho por la equidad y por la libre competencia. Un régimen de privilegios como el sindical sólo se muere cuando la sociedad así lo decida, ni un minuto antes.

 

La legalidad y la carabina de Ambrosio

Luis Rubio

Según el cuento, Ambrosio tenía una carabina que no servía. Igual el Estado de derecho en México. Se trata de un concepto casi religioso, un mito al que se le reverencia pero realmente nadie conoce. Lo políticamente correcto es fundamentar cualquier discurso político en la legalidad, así sea cuando alguna instancia gubernamental actúa o cualquiera apela un exceso de autoridad. El proceso de desafuero al Jefe de Gobierno del Distrito Federal fue un auténtico dechado de luminarias en este sentido: ambas partes reclamaban la paternidad sobre la legalidad, al mismo tiempo en que la abrumadora mayoría de la población reconocía el uso caprichoso del término. Para un país acostumbrado al abuso constante y sistemático que de la ley hacen políticos y autoridades, la legalidad es un concepto no sólo superfluo, sino sobre todo sospechoso. La desconfianza, esa característica central de la mexicanidad, corre paralelamente a la ausencia de legalidad. Por ello, el país no va a ningún lado.

La legalidad es un mito y un verdadero fetiche porque cada quien la interpreta y da el uso que mejor le conviene. Un concepto que, para ser operativo y útil a la convivencia pacífica en una sociedad, tendría que ser universalmente reconocido y aceptado como una base de equidad y protección idéntica para todos, es definido, interpretado y concebido como desigual, inexistente, viciado y, por lo tanto, irrelevante. En este sentido, la legalidad es algo que todos asumimos debe aplicarse a los otros y servirnos de protección, pero no las dos cosas al mismo tiempo. Una cosa es mi libertad (comenzado por la libertad de hacer lo que yo quiera, independientemente de su efecto sobre los demás) y otra cosa es la protección a la que tengo derecho por el hecho de ser quien soy (y no por ser miembro de la sociedad). Se trata de una visión peculiar del mundo en la cual la legalidad es importante sólo en la medida en que me sirve. Es decir, como tantas otras peculiaridades de nuestra realidad sociopolítica, los mexicanos demandamos derechos pero no asumimos responsabilidades. La ley debe aplicarse para mi beneficio y la considero válida sólo si me parece buena, justa y benéfica para mis intereses particulares. Todo el resto que se friegue.

La paradoja de esta fotografía es que se trata de una manera perfectamente lógica de responder a nuestra realidad. Aunque nos disguste esta manera de ser, es innegable que es profundamente racional y va de la mano con la desconfianza que también es característica muy nuestra. La población no percibe a la legalidad como equitativa o como fuente de protección efectiva y, por lo tanto, la desprecia. Lo anterior no le impide reclamar la protección de la ley cuando le conviene o lo necesita, pero ese no es más que un artificio, igual que el que emplean los políticos para explicar o justificar su actuar.

Sin embargo, para el mexicano común y corriente, lo evidente es que la ley y su aplicación son siempre discrecionales. El gobierno la emplea cuando y como le parece adecuado e, históricamente, la ha amoldado cada que lo necesita. El dictum famoso de Benito Juárez, de que a mis amigos, la ley y la gracia; y a mis enemigos la ley entraña una diferenciación que, aunque sutil, rompe con el sentido fundamental de la legalidad, donde la discrecionalidad no puede tener lugar. En la medida en que existe discrecionalidad burocrática o política es decir, arbitrariedad-, la legalidad es imposible. Más importante, genera el tipo de desconfianza hacia la autoridad que es legendaria en nuestro país.

La desconfianza surge de la impredictibilidad. Cuando un ciudadano no sabe a qué atenerse en su relación cotidiana con la autoridad, desconfía de ésta de manera visceral. Cuando a un campesino, propietario de tierras de calidad mediana o mala le ofrecen un precio atractivo por su tierra y le prometen la concesión ciertos servicios por veinte años (lo que convierte a la propuesta de compra en un potencial negocio rentable), el campesino, en lugar de aceptar de inmediato, y a sabiendas de la naturaleza de su gobierno, se cuestiona dónde está el gato encerrado. Ese escepticismo inherente al mexicano es probablemente la explicación de lo que ocurrió en Atenco. En lugar de saltar de gusto, los propietarios de los terrenos donde se construiría el nuevo aeropuerto restaron credibilidad a la oferta gubernamental. Su experiencia, además de la asesoría de intereses políticos externos, les llevó a concluir que de la oferta gubernamental sólo era atractivo el efectivo, pues lo otro era incierto (dependía de que el gobierno cumpliera su palabra, algo etéreo en el mejor de los casos). En ese contexto, el monto resultaba insuficiente para que la venta fuese realmente atractiva. El gobierno fue derrotado por esos campesinos que actuaron con la racionalidad del más moderno y avezado de los analistas o inversionistas en el sector financiero.

El tema no es nuevo ni particularmente mexicano. Un académico estadounidense, Mancur Olson, se preguntaba hace tiempo qué es peor, un pueblo controlado (o, como dicen aquí, gobernado) por un gobierno tiránico y autoritario, o una población que sufre el asalto infrecuente de alguna banda de guerrilleros y ladrones. La pregunta no es ociosa y la respuesta que da Olson se fundamenta en el cálculo racional que hace cualquier persona ante circunstancias difíciles. Olson asegura que, a lo largo de la historia, las sociedades humanas se han adaptado mejor al yugo de un gobierno autoritario y despótico que al abuso frecuente de una punta de ladrones. Aunque ambos escenarios son depredadores y abusivos, a un gobierno tiránico le conviene que la economía logre el mejor desempeño posible, pues de ello extrae un flujo constante de impuestos y tributos. No sucede así con ladrones que llegan, roban todo lo que pueden, destruyen lo que encuentran a su paso y huyen.

En otras palabras, un déspota (un ladrón sedentario) que se estaciona en un determinado lugar geográfico mantiene los impuestos lo suficientemente bajos como para hacer posible el crecimiento constante de la economía y hasta puede llegar a desarrollar incentivos para afianzar la inversión, acelerar el crecimiento de la productividad y favorecer el comercio exterior, todo en aras de generarse ingresos para sí y sus secuaces. El déspota tiene un interés creado en el desarrollo económico de mediano plazo, mientras que el ladrón o guerrillero asalta cada que le dá la gana y se lleva consigo todo lo posible (Olson, Mancur. Poder y prosperidad: la superación de las dictaduras comunistas y capitalistas. Madrid: Siglo XXI, 2001).

Esta manera de analizar el mundo es aplicable a nuestro país o, al menos, nos sirve para entender el comportamiento de la población. En México no enfrentamos hordas de guerrilleros asaltando a la población, sino más bien un sistema de gobierno que extrae rentas de la ciudadanía sin que ésta tenga mayor recurso que el de apechugar. Esta forma de gobierno no es única ni inusual, pero inexorablemente crea una manera de ser en la ciudadanía. El ciudadano que se sabe indefenso, o relativamente indefenso, inevitablemente reacciona con escepticismo y desconfianza; sabe bien que el burócrata o gobernante en turno no está ahí para proteger sus intereses, sino los propios. La mordida permite resolver problemas porque sirve para obviar las leyes y reglamentos que fueron concebidos de antemano para hacer de la arbitrariedad una forma de vivir. El ciudadano que sabe que todo es discrecional y que, por lo tanto, todo se puede cambiar en el momento que así convenga a la autoridad, prefiere pájaro en mano que cientos volando. Quizá esta perspectiva también explique porqué las Afores no gozan de la credibilidad que tienen en Chile.

A la luz de esto, es tan racional el comportamiento del campesino de Atenco como el del concesionario de un bosque o el del contratista encargado de repavimentar una calle. El campesino prefiere efectivo en mano (mucho) en lugar de promesas de concesiones en el futuro porque su historia le dice que hay que desconfiar de la autoridad. El inversionista al que se le dio la concesión para explotar un bosque tiene todo el incentivo para talar hasta el último árbol al día siguiente de que firmó los papeles (en lugar de talar y sembrar poco a poco en el periodo de la concesión), pues no sabe si diez días después (o, más probablemente, cuando cambie el gobierno) le rescindirán el acuerdo. De la misma forma, cuando a un constructor le encargan la repavimentación de una calle, su primera acción consiste en romper la mayor parte de la superficie durante el primer día, así sean kilómetros y kilómetros. No importa si esta acción causa interminables molestias a los automovilistas: el contratista sabe que, una vez rota la calle, nadie le retirará el contrato. Su comportamiento, ni duda cabe, es cien por ciento racional, así sea intolerable para la ciudadanía.

La ausencia de legalidad en el país genera formas muy lógicas y racionales de comportamiento entre los individuos, formas que no necesariamente son compatibles con una convivencia pacífica y amistosa en la sociedad. La legalidad que tanto mencionan los abogados y políticos es irrelevante si nadie la considera suya. La pregunta es si esto puede cambiar.

En esencia, la legalidad consiste en un conjunto de reglas del juego que todos los miembros de una sociedad aceptan como suyas. Cuando eso ocurre, la legalidad existe y se convierte en el procedimiento de acción e interacción entre todos los miembros de esa sociedad. En la mitología de los tratadistas del contrato social (sobre todo Russeau, Hobbes y Locke, cada uno con su perspectiva), la sociedad se organiza cuando la vida en su estado natural se torna intolerable y eso genera las condiciones para que surja un acuerdo que se convierte en la piedra de toque de una nueva organización social.

En una sociedad desarticulada como la nuestra, donde la población desconfía del gobierno por encima de cualquier cosa, la noción de un acuerdo desde abajo -como sugerirían los contractualistas- suena poco plausible. Capaz que el gobierno tendría que comenzar por ganarse la confianza de la población a través de su actuar antes de exigir que ésta cumpla con normas que sólo un burócrata abusivo podría haber imaginado.

 

Pasado vs. Futuro

Luis Rubio

El México de hoy fue construido para una época que ya no existe y, mucho más importante, que ya no es compatible con la realidad presente. Aunque todos los mexicanos reconocemos esto como una realidad, como sociedad no hemos sido capaces de actuar. La creciente conflictividad de nuestro sistema político, la violencia que aqueja a buena parte del país, la criminalidad y la incapacidad para lograr tasas elevadas de crecimiento sostenido, son indicadores claros de un país que no ha logrado aceptar su realidad y actuar en consecuencia. Resulta irónico saber –esa es la buena noticia- que las oportunidades y el potencial hacia el futuro son enormes; la mala noticia es que nos estamos quedando sin opciones. Nuestra disposición para transformar el estado de las cosas no aparece por ningún lado.

El México postrevolucionario fue construido para un mundo distinto al de hoy. En principio, cada país constituía entonces un espacio en sí mismo, en buena medida aislado del resto del planeta. Aunque nadie podía mantenerse al margen en el sentido estricto de la palabra, todos los reflectores se concentraban hacia el interior. El gobierno definía sus estrategias y elaboraba sus programas de desarrollo. Algunos lo hacían bien, otros mal, pero cada uno actuaba sin tomar demasiado en cuenta al otro. Ciertamente, existían límites a lo que cada país podía hacer. Por ejemplo, el sistema monetario internacional de la posguerra estaba caracterizado por una gran rigidez, sobre todo porque se trataba de una estructura apuntalada en tipos de cambio fijos, donde cualquier alteración en la política fiscal o monetaria forzaba a una devaluación inmediata. Pero más allá de esas fronteras, cada país velaba por su propio destino.

El mundo de hoy es de fronteras porosas, competencia inmisericorde, integración económica e interdependencia creciente en todos los campos. El mundo se ha tornado “plano”, afirma Thomas Friedman en su más reciente libro: es decir, las viejas fronteras y, en especial, los viejos mecanismos de protección han desaparecido. Hoy en día, un hindú empleado en Bangalore puede sacar del mercado no sólo a un trabajador de la industria de la confección en Puebla o en Haití, sino que también puede desplazar a un radiólogo del hospital más famoso de Londres o al contador de un banco neoyorquino. El mundo se está integrado y ese proceso genera realidades nuevas que simplemente no existían hace dos o tres décadas.

Toda realidad cambiante exige ajustes y nuevas definiciones. Cuando un fabricante de zapatos advierte que sus clientes no gustan ya de los zapatos de charol que ha vendido por años, tiene dos opciones: puede ampliar y diversificar su mercado o comenzar a producir otro tipo de zapatos que goce del gusto del consumidor; o puede también pretender que el mundo permanecerá inamovible, lo que tarde o temprano lo llevará a la quiebra. La decisión es suya.

Una gran porción de los mexicanos ha respondido en masa ante nuestra patética realidad. Unos han emigrado y otros se han estancado. Los que han emigrado, entre ellos millones de pobres, han tenido la posibilidad de evadir la realidad nacional y crear una dependencia de muchas regiones del país con sus remesas. Pero no sólo emigran los pobres. Hay un número creciente de mexicanos que ocupan espacios prominentes en la academia norteamericana, canadiense y europea, así como en las empresas más avanzadas de tecnología de punta en lugares como el Valle del Silicio y otros similares.

A diferencia de India, que ha logrado atraer a técnicos y científicos hindúes de regreso a su país, además de haber creado un espacio excepcional para el desarrollo de millones de sus nacionales a través de servicios de alto valor agregado en su propio lugar de nacimiento, nosotros nos conformamos con expulsar a todos los que aquí no consiguen empleo. Claro que todo mundo, en un acto de contrición políticamente correcto, se suma al reclamo de que sean los estadounidenses quienes abandonen sus propios intereses y resuelvan el problema de los mexicanos residentes allá, pero nadie hace nada por modificar las condiciones internas a fin de parar la ignominia que representa abandonar familia y país. Nuestras prioridades están totalmente invertidas: el problema está aquí, dentro del país.

Mientras la economía mexicana más o menos crecía, la emigración resolvió parcialmente el problema, al menos por un buen rato. Pero en la medida en que nuestra actividad económica sufre la competencia inmisericorde de productores de bienes y servicios de lugares cada vez más recónditos, la capacidad de crecimiento de nuestra economía disminuye. Las economías del sudeste asiático, China e India, por citar los casos más obvios, no crecen porque paguen bajos salarios, sino porque sus gobiernos se dedican a crear condiciones para atraer la inversión y ofrecer oportunidades de crecimiento en forma consciente y sistemática. Por más que nosotros estemos concentrados (perdidos de hecho) en el proceso de sucesión presidencial, lo relevante es nuestra capacidad de generar condiciones para el crecimiento futuro y quien sea que llegue a la presidencia tendrá que lidiar con ese factor medular, no con las grillas baratas de todos los días en el congreso, en las conferencias mañaneras o en las intrigas de Los Pinos.

El país fue construido para una realidad incompatible con el mundo de hoy. Esta situación es visible en todas las esquinas del país. Los sindicatos, por ejemplo, fueron diseñados no para proteger a los trabajadores como claman sus corruptos líderes, sino para controlar a sus agremiados. Las empresas paraestatales no fueron concebidas para competir en la economía, sino para controlar recursos naturales, generar empleo y satisfacer las necesidades financieras de políticos y candidatos (Pemexgate dixit). El sindicato de maestros fue organizado para manipular elecciones, sojuzgar al profesorado y enriquecer a caciques capaces de articular reveladoras y mordaces frases (como esa de que “la moral es un árbol que da moras o vale para una pura chingada”), pero no para educar a la niñez mexicana o prepararla para enfrentar un mundo cruel y competitivo. En una palabra, el país, y todas sus estructuras e instituciones, se construyeron para un mundo que ya murió.

Independientemente de la visión y objetivos que conformaron nuestra realidad posrevolucionaria, nuestras estructuras e instituciones se crearon para un mundo que dejó de existir. Todo eso era posible en el contexto de una economía cerrada, de un mundo caracterizado por virtuales estancos económicos. Pero el mundo de hoy, como ilustran mejor que nadie nuestros propios compatriotas en Estados Unidos, exige capacidades distintas. Nuestra desidia ha sido tan grande, que aun si aceptamos la inevitabilidad de la emigración, ni siquiera hemos tenido la capacidad de formar mejor a esos mismos migrantes (como brillantemente ha hecho el gobierno filipino) a fin de que puedan ser más productivos en la economía americana y eso se traduzca en mayores remesas. Ni eso hemos podido hacer bien.

A pesar de esta triste y grave realidad, todo en la vida pública mexicana está concentrado en la sucesión presidencial. Unos atentos al hueso que podría tocarles en el próximo gobierno, otros en hacer posible su triunfo electoral (ambos lógicos), nadie parece reconocer el hecho de que si el país fuese una empresa estaría a punto de quebrar: sus clientes migran en masa, sus activos pierden valor y no se han hecho inversiones para resolver una cosa o la otra. Aunque el símil de una empresa parezca grotesco a muchos, el ejemplo sirve para ilustrar el enorme dilema que enfrenta el país: el pasado no sólo no garantiza el futuro, sino que se ha convertido en un fardo.

Lo esencial no radica en abandonar nuestra esencia, sino en transformar nuestro presente. Los sindicatos, las empresas paraestatales y el tipo de regulaciones que fueron emblemáticos en el país a lo largo de muchas décadas durante el siglo pasado, son incompatibles con nuestras necesidades actuales y con el enorme potencial desaprovechado que tiene el país. De nada sirve pretender ignorar la realidad o simular que ésta no existe. El hecho tangible es que la educación en el país no es adecuada para los desafíos que enfrenta la población todos los días, las empresas paraestatales no contribuyen a agregar valor a la economía o a elevar su productividad y una buena parte del marco regulatorio no hace sino impedir la creación de nuevas empresas, empleos u oportunidades de desarrollo.

Los políticos de hoy, al igual que los líderes sindicales y funcionarios respectivos, no son culpables de esta situación, pero sí son responsables de su perpetuación. Todos los mexicanos, con la salvedad de un puñado de políticos empeñados en negar la realidad, sabemos que empresas como PEMEX, CFE y Luz y Fuerza son propiedad de sus sindicatos y no del gobierno ni mucho menos de la ciudadanía. Independientemente sobre cuál sea la estructura de propiedad de dichas instituciones en el futuro (sobre lo que debiera haber un debate honesto y legítimo), de nada sirve pretender que esas entidades no constituyen un problema que debe ser enfrentado.

El país tiene que definir cómo va a lidiar con su futuro. Una forma sería enfrentar cada dilema, entidad, institución y regulación en lo individual, como en buena forma se ha hecho a lo largo de la última década. Ese método asegura, sin embargo, que cada discusión se convierta en una afrenta a la soberanía del país, lo que garantiza que nada cambie. Basta observar las absurdas e interminables batallas que han tenido lugar en temas como el fiscal, el energético y otros más. El fracaso de esa manera de proceder se ha traducido en más emigración, menos crecimiento y más conflicto político. La alternativa consistiría en plantear el dilema del país como un todo, debatir las implicaciones de nuestro estancamiento y subordinar cada uno de esos temas a una discusión más general. Puesto en contexto, capaz que es posible construir un futuro distinto al pasado.

Los ciudadanos podríamos forzar a los candidatos para que nos expliquen cómo van a construir ese futuro en lugar de seguir perdiendo el tiempo con sus desafueros y otros juegos de escondidillas.

 

Contra la pared

Luis Rubio

Albert Einstein decía que es una estupidez hacer lo mismo dos veces y esperar que el resultado sea diferente; nosotros solemos cometer ese error. Como tantos otros países en los últimos años, México se ha detenido en su proceso de desarrollo. Parte del problema radica en la falta de demanda para nuestras exportaciones o en la debilidad del mercado interno, es decir, en la inexistencia de lo que comúnmente se llaman «motores de crecimiento». Las exportaciones dependen de que existan mercados externos dinámicos y crecientes, así como de productos y servicios competitivos por nuestro lado. Los motores internos del crecimiento tienen que ver esencialmente con inversiones realizadas dentro del país, entre las que sobresalen aquellas relacionadas con infraestructura (carreteras, presas, plantas eléctricas, etcétera.) Muchas cosas se podrían hacer, a nivel gubernamental, para contribuir a elevar la competitividad de los productos y servicios mexicanos y para crear oportunidades de inversión que, a su vez, se traduzcan en fuentes de demanda. Sin embargo, hay un factor que no se puede desestimar y que también ha sido insuficiente en los últimos años: el empresariado. Sin empresarios pujantes no es posible el desarrollo.

Empecemos por el principio. El empresario, como cualquier mexicano, es, o puede ser, tan capaz como el mejor del mundo. Un emigrante tras otro, con frecuencia los más humildes de los ciudadanos, han probado su capacidad de desarrollo en el mercado más duro y competido del mundo. Lo mismo es cierto para muchos empresarios a quienes les resulta más fácil ser exitosos fuera que dentro del país. Es decir, no hay razón alguna para suponer que los empresarios mexicanos son menos competentes y capaces que cualquier otro.

Pero nuestra realidad cotidiana no siempre confirma esa apreciación. El embate que han sufrido muchas empresas en el país por el ingreso de productos importados, sugiere que muchos de nuestros empresarios son menos competentes de lo deseable o necesario. En lugar de adaptarse a las cambiantes circunstancias del mercado, muchos empresarios reproducen ad infinitum los esquemas vigentes desde hace décadas, olvidándose que el consumidor tiene la última palabra en una economía abierta con algún grado de competencia, sobre todo en el sector de bienes de consumo. Fuera de muchas (miles) y muy notables excepciones, muchos empresarios han tenido más dificultades y menos capacidad de adaptación que sus contrapartes en otros países.

Parte de la diferencia estriba en los problemas y obstáculos que los empresarios mexicanos enfrentan y que los ponen en desventaja frente a sus congéneres en otras regiones. Estos factores, sobre los que se ha hablado y discutido hasta el cansancio y en los que prácticamente no ha habido avance alguno, tienen que ver con la pésima calidad de los servicios públicos, los precios y tarifas del sector público y el costo excesivo asociado al cumplimiento de obligaciones fiscales. De igual forma, otra parte no menos significativa de esta problemática se debe a la escasez de inversión privada. Ésta típicamente responde a grandes iniciativas de inversión en infraestructura, con frecuencia impulsadas o promovidas por el gobierno y que aquí brillan por su ausencia, en parte por la parálisis legislativa que padecemos. La evidencia de diversos países asiáticos y sudamericanos sugiere que cuando hay proyectos grades de inversión en infraestructura, la inversión privada crece de manera desproporcionadamente superior. Pero el problema va más lejos.

Todavía más al punto, el problema no reside exclusivamente en la incapacidad fiscal del gobierno para sacar adelante esos proyectos. Hay una lógica natural -que nada tiene de ideológica- para que sea el inversionista particular el que corra los riesgos de una inversión y asuma la responsabilidad de surtir el bien o servicio que se establece en un contrato. Es un hecho indisputable que las plantas eléctricas que han construido y operado empresas privadas en el país, son más eficientes y producen fluido eléctrico de menor costo en comparación con la CFE. Al adoptar una postura ideológica y dogmática, nuestros políticos y legisladores le están cancelando, de manera gratuita, oportunidades de desarrollo al país.

Pero todos esos obstáculos no explican la desidia y falta de competencia que caracteriza a una parte importante del empresariado nacional. Tampoco explican cómo es que florece un nuevo tipo de empresario, el informal, fuera de todo marco de acción y control gubernamental. Lo que resulta evidente es una crisis de desarrollo empresarial sobre cuyas causas hay muchas hipótesis, pero no explicaciones convincentes.

Hace cosa de trece años, en un libro intitulado Lo Hecho en México, CIDAC se propuso analizar el desempeño de las empresas luego de un lustro de apertura económica. La idea era analizar el impacto que sobre el empresariado nacional tuvo la liberalización de las importaciones: cómo se habían transformado los empresarios, qué habían hecho para sobrevivir, quiénes habían tenido mejores ideas y mecanismos para capotear el temporal e, idealmente, cómo se habían transformado en empresas competitivas y exitosas a nivel mundial. No se trataba de un ejercicio enteramente original. En los ochenta, los empresarios estadounidenses andaban de capa caída, en buena medida por el embate de las importaciones japonesas que estaban devastando sectores enteros de la economía norteamericana. Estudios similares se habían realizado en España y en otros países. Todos querían saber de dónde venía y hacia dónde iba su economía; sobre todo, querían saber si había algún chance de ser exitosos.

Nuestro estudio resultó revelador. Para comenzar, los cientos de entrevistas que realizamos permitieron dividir a las empresas en tres grandes grupos: el primero lo integraban aquellas que no habían sufrido la competencia, típicamente porque gozaban de privilegios excepcionales, generalmente de orden regulatorio o porque simplemente gozaban de circunstancias monopólicas por ley o por la naturaleza de su producto o servicio. Entre estas empresas destacaban los bancos, PEMEX, CFE, Telmex, entre otras. Aunque el impacto económico de esas empresas suele ser desproporcionado sobre el desempeño de las otras, las excluimos del estudio porque nuestro propósito era entender el impacto de la competencia sobre las empresas. El segundo grupo lo integraron las empresas que sufrieron la competencia de inmediato y de manera violenta, es decir, aquellas que no tenían la menor posibilidad de sobrevivir sin llevar a cabo cambios significativos en su forma de operar. El mejor ejemplo de este tipo fueron los fabricantes de aparatos y enseres domésticos, cuya importación y visibilidad fue inmediata: refrigeradores, hornos de microondas, radios, etcétera. Finalmente, el tercer grupo lo integraron las empresas cuya actividad o tipo de producto las colocaba en una posición de competencia menos directa respecto a las importaciones: los fabricantes de lápices y zapatos, muebles y comida, los talleres de servicio, etcétera.

Cinco años después de la apertura, es decir, en 1991, las empresas se habían diferenciado de manera notable. Irónicamente, a las que mejor les había ido, y les sigue yendo, fue a aquellas que no tuvieron más remedio que actuar. Un fabricante de refrigeradores comenzó a exportarlos con una tecnología de los años cuarenta o cincuenta (para enfrentar los más modernos de lo moderno hecho en Japón, EUA y Europa) hacia los mercados de mexicanos en Estados Unidos, con el fin de generar fondos para poder transformar su planta y poder competir exitosamente; otros buscaron aliados tecnológicos y construyeron nuevas empresas que crecieron hasta convertirse en virtuales multinacionales. Por supuesto que muchas otras fueron incapaces de competir y acabaron cerrando sus puertas, pero las que sobrevivieron y las nuevas se convirtieron en la base de un sector fuerte y competitivo que sigue siendo la base del desarrollo de la economía del país y la fuente de muchas de sus exportaciones.

A las empresas que no enfrentaron la competencia de manera directa típicamente les fue mucho menos bien. En lugar de verse desplazados por el último grito de la moda en audio, empresarios que fabricaban para el mercado nacional en pequeña escala comenzaron a ver sus ventas deteriorase sin que jamás entendieran por qué. Un fabricante de auto partes ni siquiera se había percatado de que sus productos, piezas para carburadores, eran irrelevantes con el cambio tecnológico. Es decir, aunque fabricaba buenos componentes, ya no existía mercado para ellos porque los autos nuevos de entonces ya no empleaban carburadores. Otro expresó molestia ante la pregunta de en qué estaba invirtiendo: airoso y enojado dijo que su abuelo había invertido mucho dinero en la fábrica, que su padre había vivido de ella y que él no encontraba razón alguna para invertir ni un centavo.

Para ser exitoso, el empresario requiere de un terreno propicio para poder competir, es decir, condiciones similares a las de sus competidores en términos de costos, reglamentos, burocracia, etcétera. La realidad actual no refleja ese tipo de condiciones: muchos precios y tarifas de bienes y servicios públicos son exorbitantes cuando se les compara con los de otros países, y eso sin incluir los costos asociados con la burocracia y la inseguridad pública. Todo esto explica la elevada propensión a la informalidad, evidencia pura de la pésima estructura institucional que caracteriza a nuestra economía. La solución a la mayoría de estos problemas no depende del poder legislativo ni de actores externos sino del propio ejecutivo, que podría abocarse a hacer competitivo el espacio de desarrollo empresarial. Se requiere desmantelar la vieja forma de controlar a la economía y no un programa para hacer mas changarros no competitivos.

Afortunadamente contamos con empresarios excepcionales, comparables con los mejores del mundo. Pero algo hay en nuestro proceso socioeconómico que impide que florezcan nuevos y avezados empresarios. Algo hace que sólo unos cuantos prosperen y generen riqueza. Dado el panorama, lo que no necesitamos son impedimentos como los que nos recetan cotidianamente nuestros diestros políticos. Sin empresarios no hay futuro; es imperativo crear las condiciones para hacer posible el surgimiento y desarrollo de muchos más.

 

China, Rusia y México

Luis Rubio

China está de moda en el mundo. Algunos ven el éxito de esa nación con envidia, en tanto que otros lo perciben como una amenaza indomable. Prácticamente no hay publicación europea, estadounidense, latinoamericana o mexicana que no discuta algún ángulo del éxito chino, incluyendo sus dificultades. Más allá de su éxito exportador, una de las comparaciones más interesantes es la que muchos estudiosos entablan entre Rusia y China. Por qué, se preguntan, China ha sido tan exitosa y Rusia tan desafortunada. Las lecciones de este debate son por demás relevantes para nuestro propio proceso de reforma económica y explican mucho del malestar que se percibe, en ambos lados de la disputa, sobre los cambios de las últimas décadas.

Las comparaciones entre Rusia y China surgen de su historia común. Ambas naciones, a lo largo de buena parte del siglo XX, se constituyeron en las dos potencias comunistas del mundo. La URSS no sólo enarboló el estandarte comunista, sino que, en su calidad de superpotencia militar y nuclear, se convirtió en la más aguda e importante fuente de promoción política e ideológica del comunismo en el mundo. En contraste, China fue una potencia más reservada en cuanto a la ostentación de su credo político, menos preocupada por su influencia en el resto del mundo que por su consolidación interna.

Más allá de los contrastes ideológicos y de visión en sus relaciones con el mundo, las diferencias internas y de estrategia de desarrollo entre la Unión Soviética y China fueron abismales. Mientras que la primera se abocó a la industrialización forzada a partir de grandes plantas concentradas en los sectores considerados básicos para el desarrollo de acuerdo al dogma comunista (como el acero), China preservó su naturaleza fragmentada, sostuvo una agricultura pobre y, aunque fue igualmente severa con la población en términos de pureza ideológica, respetó formas de producción y hasta de propiedad que los soviéticos jamás toleraron. Esas diferencias han cobrado una enorme importancia en la actualidad.

Por lo que toca a México y Rusia, existen muchos estudios serios que establecen paralelos significativos entre sus dos revoluciones; para ambas 1917 es fecha de referencia obligada. Aunque la dinámica histórica de las dos naciones no tiene prácticamente ninguna semejanza, es interesante notar que muchas de las instituciones políticas y económicas que surgieron de ambas revoluciones siguieron patrones similares de desarrollo. Ambas naciones, por ejemplo, desarrollaron partidos únicos con fuertes dotes corporativistas que rápidamente se convirtieron en un monopolio de acceso al poder. De igual forma, ambas naciones se caracterizaron por liderazgos fuertes y todopoderosos. Aunque en México, a diferencia de la URSS, se preservó la propiedad privada, sus formas y características ciertamente no eran dignas descendientes de los postulados de Adam Smith. Más bien, muchas de las restricciones al uso o acceso del capital privado, las reservas estatales en diversos sectores económicos y el énfasis en sectores básicos (que aquí se llamaron estratégicos) parecían inspirados en una visión socialista del mundo. Es evidente que las diferencias entre la antigua URSS y el México postrevolucionario son muchas y muy significativas, pero no hay por qué despreciar algunas semejanzas por demás interesantes. De hecho, quizá el devenir de la nueva Rusia pueda servir para comprender mejor algunos de los dilemas y malestares que hoy dominan el discurso público y, sobre todo, las preocupaciones de mexicanos en todos los ordenes.

Rusia, China y México intentaron, más o menos simultáneamente, transformarse y modernizarse a lo largo de las últimas dos décadas. Hacia la mitad de los ochenta, China comenzó su gran despertar luego de décadas de hibernación, México inició la apertura económica y Rusia mostró los estertores de inoperancia e inviabilidad de su modelo de desarrollo. Cada una de las tres naciones enfrentó sus dificultades y limitaciones de manera distinta. México gozaba de la enorme ventaja de contar con instituciones económicas que, si bien no siempre plenamente funcionales, eran parte inherente a su estructura. Por ejemplo, los precios en México podían estar distorsionados en muchos casos, como podrían ser los de energéticos o los agrícolas, pero el sistema de precios reflejaba una estructura de costos y un valor de intercambio. Para China y Rusia, los precios reflejaban prioridades políticas antes que circunstancias económicas; por eso cuando enfrentaron el tema, éste se constituyó en una revolución en sí misma. Para los rusos, la vivienda, los alimentos y la educación no tenían más que un precio simbólico. En la realidad, los precios se expresaban de otras formas, sobre todo a través de la escasez.

El hecho es que las tres naciones se encontraron con que sus estructuras económicas eran disfuncionales y no satisfacían la demanda de empleo ni las aspiraciones de progreso y desarrollo de la población. Cada nación respondió a sus retos de acuerdo a su estructura política y a la visión de sus respectivos liderazgos, pero sin dejar de tomar en cuenta las realidades estructurales de cada país. De esta forma, mientras que China podía darse el lujo de liberar a su fuerza de trabajo campesina sin perder el control político, Gorbachov se encontró con que cualquier movimiento en la economía entrañaba una transformación de sus estructuras políticas. Para poder transformar su economía, los rusos tuvieron que liberalizar recursos que monopolizaba el gobierno soviético y para ello fue inevitable desmantelarlo. En China, Deng Xiaoping fue capaz de darle la vuelta al partido y a los intereses ahí incrustados porque el gobierno chino no controlaba ni se beneficiaba de esos recursos humanos. El punto es que, a pesar de la naturaleza comunista de ambos gobiernos, las circunstancias estructurales de cada uno les empujaron por sentidos distintos.

En México, las reformas comenzaron a contracorriente en buena medida porque la población prefería por instinto la lujuria de los setenta a la austeridad de los ochenta. Evidentemente nadie en su sano juicio optaría por lo segundo, pero el problema era que, en los ochenta, el gobierno se había quedado sin alternativa. La mayor parte del crecimiento experimentado en la década anterior fue producto del súbito crecimiento de los precios del petróleo y de la deuda externa, que se adquirió amparada en la expectativa de que esos precios se mantendrían elevados y que continuarían creciendo. Al desplomarse los precios del petróleo al inicio de los ochenta, la situación cambió y, en lugar de recursos ilimitados (que, motivaron al presidente en turno a pronunciar su famosa frase: administremos la abundancia), debimos enfrentar una situación más cruda y real: pagar la deuda y ponernos a trabajar. Los ochenta fueron años de transformación no sólo económica, sino sobre todo de conciencia. El país tenía que renunciar a la falsa idea que el gobierno pregonó de que el petróleo permitiría una abundancia ilimitada y enfrentar la problemática del verdadero desarrollo, ese que se construye con el trabajo, el ahorro y la inversión. Aunque las características de nuestro proceso de modernización en los últimos años han sido distintas a las de China y Rusia, el contraste muestra tanto las limitaciones de cada una de las tres naciones como las oportunidades perdidas.

En cierta forma, China es un caso aparte por el hecho de que hasta los ochenta seguía siendo una nación esencialmente campesina. Su estructura económica era bastante rudimentaria y su sistema político poco dependiente de los campesinos; bajo un liderazgo visionario, su transformación fue extraordinaria y relativamente fácil en términos políticos. La mejor evidencia de lo anterior es que el Partido Comunista sigue a cargo.

La situación rusa y mexicana es claramente distinta. Diversos estudiosos del tema han analizado la manera en que ambos países intentaron reformar sus economías y el desempeño del sistema político en cada caso. Un punto relevante de comparación sobre el particular se ilustra con otras naciones que han perseguido transformaciones similares, como las del este de Europa (Hungría, Polonia, la República Checa y demás), cuya situación no era terriblemente distinta a la soviética y, en cierta forma, a la nuestra. La evidencia sugiere que las naciones más exitosas en su proceso de transformación económica luego del fin del monopolio unipartidista, fueron aquellas que enfrentaron el problema de manera radical, comprensiva y de golpe.

Anders Aslund, un connotado estudioso sueco, afirma que, aunque la reforma radical dislocó muchos empleos y estructuras económicas, tuvo la enorme ventaja de que todos los beneficios de la reforma comenzaron a acumularse a partir de ese momento (Building Capitalism: The Transformation of the Former Soviet Bloc, Cambrige, 2001). Es decir, en lugar de enfrentar olas sucesivas de reforma, dislocación y cambio, como en Rusia, Bulgaria y Rumania, los ciudadanos polacos y húngaros experimentaron casi pura mejoría luego del primer golpe. México, como Rusia, sigue esperando el momento de la gran mejoría.

México no es China ni es Rusia y sus circunstancias son claramente distintas a cada una de estas naciones. Con China comparte una primera etapa de crecimiento en sus exportaciones, en tanto que con Rusia una estructura económica mucho más inflexible y difícil de adaptar que la China. Los chinos han logrado convertir sus vulnerabilidades en fuentes no sólo de apoyo político, sino también de desarrollo económico. El caso de los campesinos es emblemático: su primer gran triunfo consistió en convertir al campesino pobre en el puntero de su desarrollo económico. Nosotros nos empeñamos en mantener pobres a los campesinos en aras de la pureza ideológica. Por su parte, los rusos privatizaron su petróleo y todos los recursos naturales, en buena medida como reacción a décadas de monopolio gubernamental autoritario y arbitrario. Nosotros nos empeñamos en preservar un monopolio estatal en electricidad y petróleo, como si en lugar del desarrollo, el objetivo fuera la preservación del monopolio en sí. Nuestras prioridades están todas trastocadas y los políticos gozan de preservar la pobreza. ¿Será tiempo de la alternativa radical?

 

La Corte ‘versus’ la historia

Luis Rubio

Al menos un poder sí funciona. Eso puede concluirse de las recientes decisiones emanadas de la Suprema Corte de Justicia, mismas que, poco a poco, van dando forma a una nueva institucionalidad en el país. El potencial de conflicto en una sociedad a la vez tan nueva y tan vieja como la mexicana es inmenso y permanente. En un contexto así, la función de la Corte es vital no sólo para dirimir conflictos, sino también para ir construyendo los cimientos de una sociedad democrática y funcional. Dado el entorno, es impresionante no sólo la disposición de la Corte para cumplir este papel, sino también el que los políticos, a pesar de su refunfuño permanente, la estén acatando.

Ninguna sociedad nace con todos sus problemas resueltos. Hasta las sociedades más organizadas, democráticas y funcionales pasan siempre por momentos de parálisis e inmovilidad. Las sociedades evolucionan, el tiempo cambia, los problemas son distintos y nadie, por inteligente y astuto que sea, puede prever todas las contingencias por las que atravesará una organización social en el curso del tiempo. Siempre habrá nuevas definiciones por precisar o conflictos que dirimir. No es casualidad que naciones como España y Estados Unidos, países que en dos momentos distintos, con doscientos años de distancia, se abocaron a pensar en la construcción de una nueva sociedad a partir de la redacción de una constitución enteramente novedosa y creativa, se caracterizan también por el dinamismo de sus cortes constitucionales.

Una y otra cosa van de la mano. La función de las cortes supremas o constitucionales es justamente esa: interpretar el texto constitucional, determinar la compatibilidad de las leyes secundarias con dicho texto y precisar las atribuciones de los poderes públicos (como el ejecutivo y el legislativo), así como las relaciones entre la federación y los estados. Se trata de un ejercicio no sólo indispensable para el buen funcionamiento de una sociedad, sino sobre todo para el fortalecimiento gradual de las instituciones que es, en el largo plazo, la mejor garantía de éxito de un país.

El caso de México quizá sea un tanto inusual por su historia particular. Muchas de los temas en que se ha visto involucrada la Corte tienen más que ver con los vicios de nuestro viejo sistema político que con la vida cotidiana actual, pero su impacto sobre la realidad del momento es enorme. De haber sido democrático nuestro sistema político, muchas de las decisiones que hoy resultan controvertidas, quizá se hubieran resuelto en la década de los veinte o treinta del siglo pasado, pues en muchos casos se trata de obviedades constitucionales.

Quizá el ejemplo más patente, y también recurrente en los últimos tiempos, es el de la separación de poderes. Algunos temas relativos a la separación de poderes, como el del papel de la Auditoría Superior de la Federación vis a vis el ejecutivo, han resultado frecuentes en decisiones recientes de la SCJ. En controversias entre ambas instancias, la Corte ha concluido que el Auditor se ha extralimitado de sus funciones en temas particulares como el Fobaproa y los permisos eléctricos. En ambos casos, aduce la Corte, la Auditoría tiene facultades para revisar los actos del ejecutivo y puede hacer observaciones sobre lo que encuentre en su proceso de revisión, pero no puede determinar constitucionalidad (como en el caso de los permisos eléctricos, sobre los que había dado órdenes de suspensión), ni puede decidir en temas del ejecutivo (como en el caso de los créditos sobre cuya supervisión tiene responsabilidad la Comisión Nacional Bancaria). La línea de separación entre una recomendación y una orden resulta ser, en términos constitucionales, fundamental para diferenciar las atribuciones de uno y otro poder. Además, la Corte estableció el principio de anualidad constitucional (el Auditor no puede volver a revisar la cuenta pública de años previamente revisados), lo que fortalece la seguridad jurídica.

Pero los temas de separación de poderes seguirán siendo relevantes y también menos obvios. En la medida en que una sociedad evoluciona y se torna más compleja, los temas de regulación económica se vuelven más difíciles de calibrar en un sentido económico y también jurídico. Por ejemplo, un legislador con la mejor buena fe, puede introducir mecanismos de regulación en una determinada iniciativa de ley que, sin proponérselo, invada las facultades exclusivas del ejecutivo. Algo similar se puede decir de las atribuciones que el ejecutivo se dio a sí mismo en determinadas regulaciones y que exceden visiblemente sus facultades.

La Corte se ha dedicado a precisar atribuciones y marcar diferencias en un contexto particularmente difícil. Baste recordar que a lo largo de décadas de predominancia del ejecutivo sobre todas las decisiones que tuvieron lugar en el país, el poder legislativo aprobó un sinnúmero de leyes con frecuencia contradictorias con la propia constitución, cuando no con otras leyes reglamentarias, arrojando así un mar de confusión para abogados y ciudadanos por igual. Cuando la palabra presidencial era equivalente a la Palabra del Señor, la interpretación relevante era la suya. En una era de división de poderes y de mayor libertad ciudadana, no siempre resulta evidente si el criterio aplicable es el de la época de los veinte o los ochenta. En el caso del presupuesto, por ejemplo, la Corte no se limitó a la interpretación que se había convertido en dogma para los abogados por décadas, sino que se remitió al texto constitucional original, con lo que modificó toda una manera de proceder político.

Recientemente se ha acusado a la Corte de haberse politizado. Según algunos críticos del único poder público que parece entender su función en esta era de desconcierto, la Corte ha tomado decisiones para servir al ejecutivo. De esta forma, lo que antes se hubiera explicado como producto de la valentía de los ministros de la Corte por estar dispuestos a remar a contra corriente, ahora se interpreta como sumisión. La verdad es que, si uno analiza las decisiones emitidas por ese tribunal en los últimos tiempos, sus veredictos registran variaciones pero a la vez consistencia, no con alguna de las partes en disputa, sino con una línea de interpretación.

El dilema de todas las Cortes constitucionales es el mismo: tienen dos o más actores en disputa, todos ellos (al menos en nuestro caso) son actores políticos con fuerte propensión a usar el micrófono para tratar de avanzar su causa. Frente a un escenario como ese, no hay manera en que todas las partes acaben satisfechas. La función medular de la Corte es la de dirimir conflictos entre los otros poderes, función que puede ser estrictamente jurídica, pero que inevitablemente será interpretada como política porque alguno de los actores saldrá afectado del resultado. Habiendo dicho lo anterior, hay ocasiones en que la Corte tiene que tomar una postura política no porque apoye a un partido o actor determinado, sino porque el tema sobre el que resuelve tiene consecuencias amplias y profundas para la sociedad. Lo irónico de quienes critican la politización de la Corte es que ésta más bien ha evitado tomar posturas políticas al decidirse en casi todos los casos polémicos sobre la forma, y no el fondo, de los asuntos. Llegará el día en que aborde el fondo de un tema de verdad controvertido y entonces sabremos qué tan política es dicha institución.

Quizá valdría la pena imaginarnos al México de hoy sin una SCJ como la que tenemos. La SCJ opera entre dos factores: la vida real y la letra de la ley. La vida real es de conflicto, disputa interminable por el poder, enorme desigualdad social y grandes desacuerdos intelectuales y filosóficos sobre la dirección del desarrollo. Por su parte, nuestra normatividad, comenzando por la propia Constitución, es contradictoria, omisa en un gran número de temas y rica en discrecionalidad burocrática. Mientras que la Constitución fue producto de un acuerdo entre numerosos grupos revolucionarios, la mayor parte de la legislación secundaria reflejó las posturas y preferencias de una sucesión de presidentes todopoderosos, cada uno con ideas distintas de sus predecesores. En una palabra, tenemos un entorno político propicio para el conflicto y la violencia y un entorno jurídico contradictorio en el que cada quien puede encontrar justificación para su postura particular. Si no existiera la Corte que hoy tenemos es posible que estuviéramos al borde de un conflicto civil.

Quizá sea excesiva esta afirmación, pero hay que recordar la manera en que los legisladores reaccionaron cuando la Corte aceptó la controversia del ejecutivo en materia del presupuesto, o la propia reacción del presidente cuando el presupuesto de 2005 fue votado por el congreso en diciembre pasado. Si bien no es posible derivar consecuencias violentas de dichas actitudes y la retórica inflamante, no me cabe la menor duda que la existencia de la Corte ha permitido que opere una instancia crítica para la resolución de conflictos, sin cuya existencia los problemas de gobernabilidad tan cacareados serían reales. Con todos sus problemas, y quizá por ellos, sin la Suprema Corte que tenemos, el país no gozaría de la relativa paz que existe. Cualquier observador de otras latitudes en nuestro continente podría confirmar esto de inmediato.

A la fecha, la Corte ha decidido los temas controvertidos fundamentalmente sobre la forma de los asuntos. Algunos quisiéramos ver una incursión eventual en temas de fondo, pues quizá esos permitan arraigar definiciones precisas del curso que debe orientar al país. Sin embargo, con sus decisiones sobre la forma, como las relativas a la Auditoría Superior, se han evitado conflagraciones en temas como el del Fobaproa, al que se le ha sacado todo el jugo político posible. Sin la Corte, es posible que el país todavía tuviera bancos en crisis.

La Corte ha tenido una presencia mucho más pública de lo que es común en el mundo. Sus debates se han realizado en presencia de los medios, lo que con frecuencia genera hasta quinielas sobre su votación posterior. Quizá la Corte pudiera fortalecer su credibilidad y presencia ganadas al calibrar mejor su presencia pública, abogar por su relevancia más con el texto de sus sentencias que con transcripciones de debates que, por tan públicos, reflejan la falibilidad humana que no siempre va acorde con la necesidad de una augusta y sobria institución.