Recuerdos encontrados del populismo

Luis Rubio

El populismo desata pasiones. Pero todas esas pasiones provienen de recuerdos encontrados sobre su naturaleza, dinámica y resultados. A unos, el populismo les recuerda años de gloria: tasas elevadas de crecimiento, tipo de cambio barato, acceso a bienes de consumo del primer mundo y oportunidades de desarrollo personal (viajes, importaciones, coche nuevo, etc.). Para otros, esas imágenes son un mero espejismo: lo que ven y evocan no son los años de lujuria, sino el pago de los platos rotos durante los años siguientes, es decir, el ajuste fiscal, la devaluación, la crisis económica, la caída en el poder adquisitivo. A decir verdad, el populismo representa ambas vertientes: los años de bondad y los años de pagar los platos rotos. Lo peculiar es lo selectivo de nuestra memoria; lo que nada tiene de peculiar son las derivaciones políticas de esos recuerdos.

Es fácil entender el choque de perspectivas. Como reza el dicho, cada quien habla como le fue en la feria. Igual con el populismo. El populismo tiene dos caras que polarizan la memoria y ésta a la sociedad. Los dos rostros son igualmente reales, pero con un cúmulo de historias personales diferentes. Es como ir a un gran restaurante, comer una suculenta y deliciosa comida y luego pagar una cuenta inverosímil. Unos se acuerdan de la cena, otros de la cuenta. Pero las dos cosas ocurrieron, una después de la otra. Más al punto, una fue causa de la otra.

Pero la memoria respecto del populismo es selectiva porque suma estructuralmente dos narrativas sociales contrastantes. Usualmente, el populismo entraña un proceso dual en el que primero todo mundo va de fiesta (la cena) y luego todos tienen que pagar los costos (la cuenta), aunque ese costo lo cargan de una manera desproporcionada los más pobres. Para quienes nunca habían tenido la oportunidad de ir al mejor restaurante, y quizá no sólo eso, sino a ese restaurante en Paris, por ejemplo, el populismo trae recuerdos únicos, inenarrables e incomparables. Para las clases medias urbanas mexicanas, los setenta evocan una época de luz y esperanza: el recuerdo de oportunidades que no se han repetido y que animan pasiones encendidas, todas ellas producto de realidades vivas: tasas elevadas de crecimiento económico, bajo índice de desempleo y un tipo de cambio real bajo que permitía comprar toda clase de importaciones.

Pero la segunda modalidad es la ingente cuenta que siempre sigue a la buena cena y que es indistinguible de la cena misma, excepto cuando uno decide, de manera conveniente, olvidarse de la relación causal. En la memoria colectiva del mexicano, las crisis cambiarias no tienen nada que ver con los años de aparente prosperidad, aunque esa disociación sea enteramente artificial. Los años duros de los ochenta, periodo al que con frecuencia se califica como la década perdida, se explican no por la naturaleza del gobierno o gobernante en turno, sino por las enormes cuentas del pasado que se pagaron en ese entonces y que se siguen pagando en la forma de deuda pública inclusive hasta nuestros días.

A menos de que uno sea un apostador capaz de sacarle jugo a las crisis, ningún ser racional escogería un periodo de crisis o contracción económica en reemplazo a uno de bonanza económica. El problema es que ambos vienen de la mano. Los ochenta no se explican sin los setenta. Pero el imaginario colectivo tiene otra perspectiva: prefiere separar este par de décadas y abstraer lo que le gustó, aislarlo de lo desagradable e idealizar lo que en su memoria resultó benéfico. Un recuerdo así, debidamente higienizado, se torna en un poderoso imán político, pero no en un esquema viable de gobierno. Pero también aquí es fácil separar una cosa de la otra. Argentina, quizá el parangón de las crisis sufridas en la segunda mitad del siglo XX, ha vuelto al populismo, encarnado en figura del presidente Kirshner, porque es tanto más fácil lograr un periodo de bonanza efímero que uno de crecimiento sostenido.

En algún momento de los ochenta, periodo en que la economía mexicana experimentó un severo ajuste (caída en las tasas de crecimiento, desempleo, volatilidad en el tipo de cambio, etcétera), alguien pintó una barda que decía, cito de memoria: queremos promesas, no más realidades. Esa pinta es sintomática: evidentemente nadie en su sano juicio puede preferir la severidad de un periodo de contracción económica sobre la era de lujuria. Pero esa misma frase evoca otra cosa, que es el pan de cada día de las pasiones políticas: la gente quiere promesas, no sólo realidades. Las duras consecuencias de un ajuste contrastan con las ilimitadas expectativas a que se presta un periodo populista. Pero ambas están íntimamente relacionadas.

En cierta forma, el populismo vive de pedirle prestado al futuro, en tanto que las crisis ocurren cuando el futuro nos alcanza y resulta inminente e impostergable pagar la cuenta. Las sociedades bien organizadas que dedican todos sus esfuerzos y recursos a la construcción de una plataforma de crecimiento saludable y sostenido no tienen esos ciclos: aunque en todas partes se cuecen habas, el crecimiento experimentado por las economías del sudeste asiático, por citar un ejemplo evidente, fue sostenido porque no recurrieron a prácticas excesivas de gasto o a una presencia destructiva del gobierno en la actividad productiva, ambas las características más prototípicas del populismo. Incluso cuando algunas de las prácticas gubernamentales llevaron a una crisis (como ocurrió con Tailandia en 1998), ésta fue pasajera en buena medida porque la lujuria no había sido parte de un proyecto político, sino de los excesos que se asocian con errores, confianza excesiva, etc.

Pero quizá la historia más relevante, por extrema, es la de Alemania, país que experimentó un periodo de lujuria tras el fin de la primera guerra mundial. Aunque no exactamente inspirado por un gobierno populista (sino por la naturaleza y consecuencias de los tratados de Versalles, que le impusieron una deuda impagable a la Alemania derrotada), la lujuria de la década de los veinte llevó al fascismo de los treinta. Aunque no hay un factor determinante que explique el tránsito de una época a la otra, el fascismo acabó siendo popular, al menos en un principio, porque ofrecía una solución a la crítica situación de desempleo y lujuria (peculiar combinación) de los años anteriores.

De igual forma, el enorme éxito de la economía chilena en la actualidad es inseparable de los años del gobierno dictatorial de Pinochet, así como éste fue una respuesta al gobierno populista de Salvador Allende. Allende, un personaje por demás atractivo en un sentido político, generó expectativas imposibles de ser satisfechas, polarizó a su sociedad, elevó el gasto público, generó tasas elevadas de crecimiento y modificó toda la estructura de regulación y acción gubernamental, todo lo cual llevó al país a un colapso monumental. La fiesta presidida por Allende acabó gestando una crisis no sólo económica, sino sobre todo política y social cuya respuesta acabó siendo Pinochet. Aunque uno envidie y admire los impresionantes logros del Chile de hoy, es imposible separarlos de sus causas inmediatas y mediatas.

Todo lo cual nos regresa al tema neurálgico: los países serios no dan bandazos en su política económica. Pero tampoco viven suponiendo que la virgen de Guadalupe, o la que corresponda a cada localidad, resolverá los problemas existentes y creará condiciones para el crecimiento económico. Nuestra permanente propensión a imitar a los países pobres y fracasados, debiera alertarnos sobre los resultados que pueden preverse de esa forma de actuar. Las economías atractivas del mundo no son las que tienen ascensos súbitos, sino las que logran un desempeño elevado y sostenido por largos periodos. Ese desempeño no se explica por cambios súbitos en la estrategia de desarrollo, sino por la existencia de una plataforma de políticas públicas, gasto gubernamental y regulación que hace posible el éxito.

Cuando se hacen ricas, las sociedades comienzan a modificar su forma de ser. Por ejemplo, en las últimas décadas, franceses y alemanes han dedicado una porción cada vez más elevada de su PIB a beneficios sociales, vacaciones, pensiones y demás. Todo ello ha impuesto severos costos que se reflejan en menores tasas de crecimiento. Pero se trata de sociedades que ya son ricas y que, para bien o para mal, han decidido esa forma de ser y vivir. Por más que pudiera ser deseable el nivel de vida de esos europeos, nuestra realidad no nos permite, al menos en este momento, aspirar a ello.

Quizá el mejor parámetro de comparación para nuestra realidad no sean las economías ricas de Europa o los llamados tigres asiáticos, cuya estrategia de desarrollo no puede reproducirse en el mundo de hoy (en parte, al menos, por la presencia de los dos gigantes asiáticos, China e India), sino las naciones liberadas del yugo soviético. Los experimentos en materia de regulación, propiedad, competencia e impuestos de países como Polonia, la República Checa y los países bálticos (Lituania, Estonia y Letonia), son ejemplos de cómo es posible revitalizar a una economía y sentar las bases para un crecimiento elevado y sostenido en un periodo relativamente breve. Como nosotros con el TLC, todos esos casos exitosos en Europa del este cuentan con el fuerte imán que representa la Unión Europea. A diferencia nuestra, dichos países poseen una plataforma de políticas públicas orientada al crecimiento, misma que instrumentaron en el curso de unos cuantos años y que hoy las colocan entre las naciones de mayor tasa de crecimiento del mundo. Todo lo que han hecho esos países es perfectamente reproducible.

El momento de confrontación política que vivimos debería ser una extraordinaria oportunidad para discutir el tema del crecimiento. Una posibilidad para nuestro futuro puede ser el retorno a la lujuria de los setenta, con todo y los costos que inevitablemente le acompañarían. Otra, mucho más atractiva, consistiría en dar el paso que nos hace falta para convertir a la economía mexicana en un nuevo tigre por su crecimiento y distribución de beneficios. Ambos escenarios son factibles, pero sólo si se antepone la razón sobre las pasiones.

 

Dictadura de los partidos

Luis Rubio

El rechazo del Senado a la iniciativa de reelección legislativa en el periodo de sesiones recién concluido revela una acusada preferencia de los partidos por mantener el control político (en demérito del que debieran ejercer los ciudadanos), pero también una profunda ignorancia sobre la función que en una sociedad democrática tiene la reelección. También sugiere un desprecio por la forma de gobierno estadounidense. En retrospectiva, la combinación de estos factores hacía imposible la alteración de ese pilar de la política mexicana posrevolucionaria.

La democracia mexicana es peculiar. En lugar de girar en torno al ciudadano y votante, gira en torno a los partidos políticos. Son los partidos quienes comandan el control de la toma de decisiones en los órganos legislativos y, por lo tanto, quienes determinan la política nacional, el funcionamiento de la economía y el alcance de nuestro desarrollo. En otras palabras, en lugar de que el potencial de desarrollo del país se fundamente en la capacidad de la población para desarrollarse a su máxima capacidad no importa si se trata de campesinos, empresarios, obreros o profesionales, nuestro desarrollo tiene un techo fincado por un sistema de organización política que privilegia los intereses de los partidos sobre los de la ciudadanía. Y ese techo es verdaderamente bajo.

La reforma electoral de 1996 consagró a los tres partidos políticos mayoritarios como los propietarios de la democracia mexicana. En la elaboración de esa reforma se incorporaron temas como el financiamiento de los partidos, la sobre-representación de sus contingentes y la eliminación de la competencia por parte de los partidos de menor tamaño (o nuevos partidos en el futuro), cuyo potencial de crecimiento fue prudentemente coartado. Con el financiamiento garantizado y la competencia limitada, los tres partidos aseguraron el control de los procesos electorales, el de las cámaras legislativas y, en consecuencia, el de la toma de decisiones nacionales. Por si lo anterior no fuera suficiente, al reafirmar y, de hecho, consolidar, ese híbrido que conforma nuestro poder legislativo, en el que conviven legisladores por elección directa y por representación proporcional, los partidos garantizaron que ningún esfuerzo ciudadano pudiera mermar su capacidad de imposición. También, recientemente, se limitó la competencia para los partidos chicos.

La reelección de legisladores choca de frente con esta realidad. En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercar a los legisladores con los votantes. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las peticiones o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto.

En todos los sistemas políticos, como en toda organización humana, los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente van a actuar bajo su propio criterio y éste, como en nuestro caso, estará fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende la carrera política del legislador. Así como antes, en la época presidencialista, los legisladores priístas respondían al presidente, de quien dependía su fortuna, hoy responden al partido. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía. No hay nada esotérico en este asunto.

Siempre fue evidente que los partidos se opondrían a la reelección. Su lógica es la del dueño: asegurar que sus agentes, en este caso los legisladores, cumplan con su cometido tal y como lo define el partido. Aceptar la reelección habría entrañado un cambio radical. Pero más allá del evidente interés partidista que determinó la decisión de los legisladores en este tema, en la discusión que precedió al voto del Senado con el cual se derrotó la iniciativa, dominó la ignorancia, en buena medida porque el punto de referencia que se empleó en la discusión pública fue el sistema de reelección estadounidense.

La reelección es una institución central del sistema electoral norteamericano. Los senadores son electos por seis años y los diputados por periodos de dos. Si uno observa los patrones de retención del puesto, resulta evidente que un porcentaje enorme de los legisladores permanece en su puesto, en ocasiones por cuatro y hasta cinco décadas. En la pasada elección de noviembre, por ejemplo, la mayoría de los diputados y prácticamente todos los senadores que compitieron fueron reelectos. De las 435 curules en la cámara baja, en 356 el diputado contaba con una ventaja superior al 20%, aun antes de comenzar la campaña, respecto a su contrincante. Sólo 14 de los 100 senadores enfrentan contiendas competitivas y de los 37 que se disputaron el pasado noviembre, 35 mantuvieron su asiento. Todo esto lleva a la conclusión evidente de que el sistema electoral estadounidense no está diseñado para generar una gran alternancia de legisladores. Pero de ahí no se puede concluir que los legisladores guarden distancia de sus votantes. Al contrario.

El sistema electoral estadounidense premia la cercanía entre el legislador y el votante, al grado en que con frecuencia se observan distorsiones ridículas, como los enormes gastos e inversiones que ocurren de vez en cuando y que no representan beneficio alguno en términos de crecimiento económico o productividad, pero que satisfacen a grupos clave de votantes. Es decir, así como nuestro sistema electoral privilegia los errores, intereses y torpezas de los líderes de los partidos, el sistema norteamericano privilegia los caprichos de los votantes. La diferencia reside en que nuestro sistema parte del principio filosófico de que el dueño es el partido, en tanto que el de allá parte de la premisa de que el dueño es el ciudadano.

En los últimos años he tenido la oportunidad de experimentar esta diferencia de manera directa. Hace poco más de una década se constituyó un grupo de académicos estadounidenses deseosos de entablar un diálogo e intercambios académicos, literarios, científicos y artísticos con sus pares cubanos. En el diseño del proyecto se invitó a una canadiense y a mí, ambos con el objeto de contribuir a evitar asperezas entre los dos contingentes. La experiencia ha sido excepcional en dos sentidos: por un lado, porque nos ha dado la oportunidad de conocer las sensibilidades y susceptibilidades particulares de ambos grupos. Pero quizá lo más interesante de ese aprendizaje ha sido la cantidad de prejuicios que unos tienen con respecto a los otros y la enorme voluntad de allanar las diferencias para trabajar en conjunto.

Pero la experiencia ha sido igualmente valiosa en otro sentido. Cuando este grupo se integró, Estados Unidos estaba experimentando uno de sus procesos recurrentes de embate contra la isla. Al inicio de los noventa, el tema era la legislación Helms-Burton, promovida por el conocido senador del estado de Carolina del Norte, cuyo objetivo genérico era penalizar a inversionistas no estadounidenses que invertían en activos que pudieran haber sido propiedad de empresas norteamericanas expropiadas por el gobierno cubano. El senador Helms, viejo conocido como un recalcitrante crítico de México e inflexible detractor del gobierno cubano, había construido su carrera legislativa como un duro e irreconciliable enemigo de Castro.

Para el buen funcionamiento de esta comisión cubano-americana se requerían fondos, mismos que fueron provistos por diversas fundaciones; sin embargo, de acuerdo a la ley que gobernaba el embargo a Cuba, cualquier gasto de esos fondos que se desembolsara en la isla o para ciudadanos cubanos requería un permiso expreso por parte de la oficina de embargo del Departamento del Tesoro de ese país. Es decir, cualquier gasto relacionado con un viaje de la comisión a Cuba o para que el contingente cubano viajara a EUA, requería de un permiso expreso por parte del gobierno estadounidense, incluso cuando los fondos respectivos provinieran de otras instancias del mismo gobierno (tal sería el caso de la National Science Foundation, el CONACYT estadounidense). La obtención de esa licencia con frecuencia tomaba de seis a ocho meses y varias veces motivó la cancelación de proyectos, viajes o envíos de libros y materiales. El tortuguismo burocrático, en no poca medida motivado por el pavor de los funcionarios de esa oficina a ser fustigados por parte del comité del senador Helms, era impresionante.

Luego de dos o tres años de frustrante burocratismo, uno de los miembros del grupo norteamericano propuso transferir el domicilio legal de la comisión de la universidad de Princeton a su institución, la universidad de North Carolina. El cambio fue meramente formal, pero las implicaciones fueron dramáticas. En lugar de que la comisión enfrentara el hostigamiento indirecto del senador Helms por su anticastrismo, la comisión súbitamente se convirtió en un asunto de atención al votante. A partir de ese momento, cada vez que la comisión requería una licencia, en lugar de que su secretariado se peleara con la oficina del embargo, bastaba una llamada a la oficina del senador Helms para que en 24 horas se expidiera la licencia.

El senador Helms, como todos los legisladores de su país, tenía una impresionante oficina de atención a los votantes. Cualquier ciudadano de su distrito o estado podía llamar a su oficina para solicitar ayuda con algún trámite, apoyo para una beca o solución a algún problema. El senador podía estar personalmente cerca o lejos de sus votantes en términos políticos o ideológicos, pero la atención a los problemas que los aquejaban era inigualable. Todo eso por la reelección. Porque la reelección hacía del ciudadano el centro de la atención del legislador.

La posibilidad de que eso ocurra en México fue derrotada en el Senado de la República.

 

Coctel Molotov

Luis Rubio

La decisión presidencial de terminar con el conflicto que su propia administración inició contra Andrés Manuel López Obrador siguió una lógica impecable: el conflicto, que hacía tiempo había rebasado al gobierno, comenzaba a desbordarse, lo que entrañaba un serio riesgo a la estabilidad política y económica del país. Por desgracia, la solución encontrada por el presidente no resuelve el problema de fondo y representa un incentivo más, por si éstos faltaran, para el abandono total, hasta de la pretensión de un Estado de derecho. El riesgo es por ello monumental.

Vale la pena recapitular los ingredientes que dan forma a este auténtico cóctel Molotov. En el conflictivo asunto del desafuero se reunieron al menos cuatro componentes. Primero, está el hecho mismo de la ilegalidad, la violación de la ley y, sobre todo, su irrelevancia, a ojo de los políticos en su actuar cotidiano. Segundo, se encuentra el absurdo precepto legal que inhabilita a cualquier político sujeto a proceso penal de participar en procesos electorales, toda vez que sus derechos políticos se cancelan aun cuando no haya sido declarado culpable. Este precepto permite que cualquier contrincante demande a un competidor, como ocurrió en esta ocasión, no por violar la ley, sino para debilitarlo o eliminarlo de la contienda (aunque aquí haya tenido el efecto contrario). El tercer ingrediente, quizá el más penoso, es el que caracterizó a este gobierno que, en sus casi cinco años, no ha podido definir una línea de acción, construir un consenso ni siquiera al interior del propio gobierno y llevarla a buen puerto. Atenco había sido sólo el más obvio y visible fracaso del proyecto gubernamental, pero hay otros, mucho peores y de enorme trascendencia en este momento, como el de su incapacidad para avanzar el Estado de derecho, quizá el proyecto más importante del sexenio. Finalmente, el cuarto componente fue el pragmatismo de todos los actores en este teatro del absurdo, donde lo importante siempre fue el cálculo político y nunca el cumplimiento de la ley, aunque todos, sin excepción, emplearon tal concepto como justificación para su proceder.

El movimiento de defensa que exitosamente había organizado el jefe del gobierno del Distrito Federal se apuntaló en todos los defectos del gobierno federal. La estrategia privilegió el contraste con el gobierno federal, enfatizando las debilidades, carencias e incapacidades de este último. Es así como se explica el contraste entre dos gobiernos, uno que hace cosas y otro que no tiene capacidad de cristalizar promesas, uno que avanza su agenda frente a otro que se queda paralizado. La estrategia es visible en todos los frentes: desde los segundos pisos hasta la relación con la prensa extranjera. El gobierno federal nunca midió sus fuerzas ni comprendió la naturaleza de reto que estaba asumiendo. El resultado está a la vista.

El movimiento organizado por el jefe del DF abrió puertas insospechadas. No sólo radicalizó el discurso del propio AMLO, sino que también evidenció los profundos rencores que existen en la sociedad mexicana en todos niveles. En un primer tiempo, antes de que se votara el desafuero, el movimiento ya mostraba su capacidad de crecimiento y amenazaba en convertir la de AMLO en una candidatura de facto, es decir, independientemente de que fuese legal. Además, mostró la cara de ese México dispuesto al conflicto para avanzar su causa. En ese momento, cuando todavía era posible parar el proceso, así fuera con una iniciativa de modificación constitucional que permitiera la preservación de los derechos políticos de cualquier ciudadano hasta que no hubiera una declaración de culpabilidad (ahora, ahogado el niño, como dice el dicho, el presidente la promueve), el gobierno y sus aliados en el PRI se envalentonaron sin jamás medir las consecuencias.

Las cosas cambiaron con el desafuero. Ya para entonces, las circunstancias eran otras: ya no se trataba de la posibilidad de cancelar los derechos políticos (factor que había nutrido el movimiento), sino la certidumbre de que eso ocurriría. Ese cambio de condiciones fue evidencia para muchos ciudadanos de que se estaba jugando sucio, de que se estaba cerrando el paso a un candidato porque no se le quería y no porque hubiera violado la ley. Independientemente de la veracidad de esa percepción, no cabe la menor duda basta leer las encuestas–, que la mayoría de la población así lo creía. El gobierno federal jamás dio razones ni convenció a nadie de la bondad de sus objetivos. Peor, dada su propia incapacidad de operación política y la consecuencia del desafuero en términos de inhabilitación para la contienda política, el gobierno iba directo al paredón.

No es difícil explicar la actuación gubernamental, aunque ésta fuese tan obtusa y tan falta de sentido político. Pero cada acción tiene consecuencias y éstas van a ser costosísimas para el futuro del país, independientemente de quien gane la contienda que se avecina.

Quizá no sea exagerado afirmar que la promesa más importante del gobierno del presidente Fox fue la de apegarse a la legalidad. Los priístas eran famosos por su respeto a las formas, pero todo mundo sabía que no existía el imperio de la ley. Cuando un presidente priísta quería algo, era suficiente con modificar la ley para que ésta se adecuara a sus necesidades y luego proceder, apegándose enteramente a las formas. Sin duda, una parte esencial de la legalidad consiste en apegarse a las formas, pero siempre y cuando el gobierno, o cualquier otro actor, no las pueda cambiar a su antojo. Cuando un gobierno tiene que cumplir la ley porque no tiene remedio, se puede decir que existe al menos la base de un Estado de derecho. Los últimos meses demuestran que no es el caso.

Desde 1997 ha habido un ligero avance hacia una menor discrecionalidad presidencial. Aunque los sucesivos congresos de oposición han identificado legalidad con bloqueo de las iniciativas presidenciales, no cabe la menor duda de que el poder judicial se ha convertido en un freno efectivo al abuso gubernamental. El caso del desafuero y todos sus vericuetos legales muestran un avance en términos de límites al ejecutivo. Pero ese freno no existe en todos los niveles (por ejemplo los estados), ni es consistente. Un gobernador de naturaleza caciquil todavía se sale con las suya cuando le da la gana. Esto es sin duda un principio, pero no más.

En este contexto, no es casual que el disparador del movimiento que en su momento se denominó neopanista fue la expropiación de los bancos en 1982 y la decisión inmediata del presidente de modificar la constitución para adecuar una decisión previamente tomada. Si algo corre en la sangre de los herederos políticos de Manuel Clouthier es la urgencia de construir un Estado de derecho. Lamentablemente, el gobierno del presidente Fox nunca logró construir esa posibilidad. Paralizado por indecisión y conflictos internos sobre cómo relacionarse con el PRI y qué hacer respecto al pasado, el gobierno desperdició la oportunidad de oro que tuvo al iniciar el sexenio tanto por la enorme legitimidad de que gozaba como por el desprestigio del PRI y los temores de sus principales integrantes.

Cinco años después, el gobierno que promovería el Estado de derecho termina con un récord atroz en este rubro. El ejecutivo no sólo cedió ante los machetes en Atenco, sino que ahora opta, otra vez, por una salida política, que no hace sino legitimar la ilegalidad como práctica cotidiana. El asunto central no son los macheteros o el jefe de gobierno del DF, sino los perversos incentivos que deja el gobierno federal como práctica de gobierno y norma de comportamiento. En cualquier sociedad, la población lee al gobierno desde el día en que toma posesión y se adecua a su forma de funcionar. Cuando un gobierno dobla las manos a la primera de cambios, la población, y todos los intereses particulares, aprenden el camino y actúan en consecuencia. Cuando un gobierno se apega estrictamente a la legalidad y cumple fehacientemente sus compromisos, la población también actúa en consecuencia. Es evidente que muchos actores clave en la sociedad mexicana le tomaron la medida a este gobierno desde su inicio. Su actuar era predecible y esa expectativa fue confirmada una vez más.

La acumulación de pruebas deja poca capacidad de maniobra al gobierno actual. Pero las consecuencias de su actuar tomarán años o lustros en curarse, y eso si los próximos gobiernos tienen claridad de la trascendencia de la legalidad como medio de interacción entre los diversos actores y participantes en una sociedad. Este punto es medular. Joseph Schumpeter, quizá el pensador más agudo sobre la democracia en el siglo XX, afirmaba que la democracia no era una cosa abstracta y teórica, sino más bien un método para la toma de decisiones en una sociedad. Según Schumpeter, la democracia consiste en un conjunto de prácticas y mecanismos que permiten que una sociedad tome decisiones con la participación activa, tanto directa como indirecta, de la sociedad. Ese método no es de derecha ni de izquierda; más bien, como todo procedimiento, permite que los ciudadanos y los partidos en contienda, al apegarse a un conjunto de reglas, generen un entorno de certidumbre para el bienestar colectivo.

Esas reglas propuestas por Schumpeter son las leyes, los procedimientos y los acuerdos que existen en la sociedad para tomar decisiones y gobernarse. En consecuencia, sin el reino de la legalidad, la democracia es imposible y nada permite distinguir a un gobierno que se dice democrático de uno dictatorial. De ahí la importancia de progresar hacia la instauración del Estado de derecho y la gravedad del interminable cúmulo de precedentes en sentido contrario que ha establecido el gobierno actual.

Nuestro futuro va a depender de la capacidad y disposición de los próximos gobiernos para asentarse en el imperio de la ley. En la medida en que el pragmatismo prevalezca, el país seguirá estancado, pues en una democracia no hay razón por la cual la gobernabilidad y la legalidad vayan en sentido contrario. En la medida en que la ley siga siendo negociable, por control del ejecutivo sobre el legislativo o por decisiones unilaterales del gobierno, el futuro seguirá sujeto a la voluntad de una persona y eso de democrático no tiene nada. Mucho menos de legal.

 

Todo a medias

Luis Rubio

Nadie duda que el país enfrenta un sinnúmero de problemas y desafíos. Así es nuestra realidad nacional y cotidiana. Ahora que concluye el periodo legislativo, vale la pena destacar nuestra imponente incapacidad para analizar y resolver los problemas que enfrentamos. No sólo mostramos resistencia para ponemos de acuerdo en la naturaleza de los problemas que nos aquejan, sino que discutimos alternativas de solución sin que exista un acuerdo, como punto de partida, sobre la definición o causa de los problemas mismos. Peor, una vez que se intenta una solución (como ha ocurrido con muchas de las iniciativas de ley en los últimos tiempos), típicamente se enfoca un aspecto del problema, lo que provoca, en el mejor de los casos, reformas a algunos componentes del problema, sin que se atienda el fenómeno en su integridad. El resultado más común, lamentablemente, no es siquiera la resolución parcial del entuerto, sino la agudización del problema general, a la vez que se crean virtuales «vacunas» contra la solución necesaria. Nuestra propensión a actuar a medias es, en buena medida, responsable de la parálisis, la inseguridad pública y la incertidumbre que agobian nuestra realidad cotidiana.

Los últimos lustros ejemplifican muy bien el tamaño de nuestras dificultades. Dos ejemplos son particularmente ilustrativos: la creciente inseguridad pública y la dinámica de las reformas económicas del final de los ochenta y principios de los noventa. Los dos ejemplos, casi opuestos en su dinámica, son reveladores de una realidad nacional compleja que claramente tiene soluciones, pero que pocas veces se avanzan. Sobre todo muestran que los avances que de hecho existen, así sean modestos, con frecuencia se topan con la imposibilidad absoluta de seguir adelante en un momento posterior.

El caso de la seguridad pública es paradigmático. Aunque nadie pone en duda la existencia misma de la criminalidad, hay dos asuntos controvertidos en torno al tema: uno sobre sus causas y otro sobre qué tanto aumenta o disminuye su incidencia. La discusión sobre las causas tiende a girar en torno a dos polos contradictorios. Unos afirman que todo en el pasado funcionaba a la perfección, que el viejo sistema político garantizaba la seguridad pública y que ha sido el desmantelamiento de aquel orden el que ha traído consigo la criminalidad. Otros afirman que son las reformas económicas, y la supuesta consecuencia de éstas en términos de desempleo, el motivo del ascenso en la criminalidad. La evidencia, casi abrumadora, indica que el gradual colapso del viejo sistema político yace en el corazón del problema de criminalidad. Al mismo tiempo, la misma evidencia muestra que las bandas de criminales, sobre todo las del crimen organizado, nada tienen que ver con la pobreza o el desempleo, lo que destruye la segunda hipótesis.

A pesar de la evidencia, sucesivos gobiernos adoptaron, por años, la premisa de que el problema de la criminalidad estaba asociado a la pobreza y al desempleo. Más recientemente, ha crecido la convicción de que el problema es de carácter institucional y el gobierno ha enviado diversas iniciativas de ley en un intento por fortalecer el marco tanto legal como institucional de las entidades responsables de velar por la seguridad. A pesar de esto, poco se ha avanzado en esta materia. Las dos cámaras legislativas han hecho gran alarde de las iniciativas aprobadas, pero hacen caso omiso de lo único relevante: el impacto de esas nuevas leyes sobre la criminalidad. A final de cuentas, las leyes son medios para lograr objetivos; dada nuestra realidad política, es explicable que los legisladores se vanaglorien de la aprobación de una iniciativa. Sin embargo, la única medida relevante de una ley radica en su incidencia sobre la realidad cotidiana, que en este caso debería reflejarse en la disminución en los índices de criminalidad.

Pero, volviendo al punto inicial, como no hay acuerdo de fondo sobre las causas del problema ni convicción sobre las soluciones idóneas, lo que ha ocurrido es que se atiendan diversos componentes del problema sin que se resuelva el conjunto. El tema de la criminalidad es paradigmático porque no se puede resolver sin un enfoque integral. Al atacar componentes sin reparar en la totalidad, el resultado se expresa en una mayor disfuncionalidad. Lo anterior es paradójico pero real: hace décadas, el sistema de seguridad pública funcionaba no porque fuese impoluto, sino porque era eficaz y esa eficacia se derivaba de los estrechos controles políticos de carácter vertical que existían en toda la sociedad mexicana. Una vez que comenzó a erosionarse esa estructura de controles, floreció la criminalidad. En ausencia de mecanismos de control y sanción, las propias policías se convirtieron en fuentes de criminalidad o en los goznes que la hacían posible.

Lo que funcionaba bajo un sistema de estrecho control, no opera en una sociedad abierta en la que el gobierno no tiene atribuciones claras, los mecanismos de contrapeso son disfuncionales (menos dedicados a generar equilibrios que a provocar venganzas políticas) y ningún componente del proceso (desde el policía hasta el juez) tiene incentivos para resolver un caso, ya sea porque las leyes de funcionarios públicos lo desalientan o porque mucho de la criminalidad surge o es solapada en esa misma estructura. Lo peor de todo es que esta disfuncionalidad genera una especie de omertá, el código de conducta de las mafias que exige la mutua protección de todos los miembros y asegura que las víctimas no denuncien el delito a menos que deseen sufrir las consecuencias.

Como vemos, las causas de la criminalidad están tan relacionadas unas con las otras que sólo un enfoque integral puede ofrecer la oportunidad de comenzar a erosionarla. A contracorriente, la suma de iniciativas parciales tiende a crear una mayor disfuncionalidad porque las áreas corruptas tienden a abrumar a las que no lo son y la poca efectividad de medidas muy vistosas presentadas con bombo y platillo, tiende a desacreditarlas. En suma, sin un enfoque integral, la criminalidad seguirá creciendo.

Algo semejante se puede decir de muchas de las reformas adoptadas en los ochenta y noventa. La mayoría de ellas, desde las privatizaciones hasta el TLC, incluyendo los profundos cambios que se experimentaron en materia de política comercial, regulación de la actividad económica y la creación de nuevas instituciones y entidades para la supervisión y regulación de la economía, seguía una lógica impecable y totalmente congruente con las necesidades de un país como el nuestro. Algunas de esas reformas fueron extraordinariamente exitosas, otras menos; algunas acabaron siendo terriblemente costosas en términos tanto financieros como sociales. Pero lo que las reformas no han logrado es una transformación radical de nuestra realidad social y económica, a pesar de que mucha de la mercadotecnia con que venían asociadas prometía precisamente eso.

Quizá la explicación a esta aparente contradicción sea muy parecida a la del problema de la criminalidad. Si bien todas, o al menos la abrumadora mayoría de las reformas que se adoptaron, seguían una lógica indisputable, las reformas no siempre fueron una respuesta idónea al problema que prometían resolver. En muchos casos hubo evidentes dificultades y contradicciones en la definición del problema. El caso de Telmex es axiomático: algunas partes del gobierno querían convertir a las comunicaciones del país en una palanca para el desarrollo, lo cual implicaba introducir competencia en el sector desde el inicio, en tanto que otros veían al monopolio telefónico como una fuente de recursos para el gobierno, lo cual implicaba posponer y limitar la competencia. Este tipo de diferencias en la forma de definir el problema permeó a muchas de las decisiones implícitas que se incorporaron en la forma y contenido de las reformas de esa era.

Por otro lado, incluso si las reformas hubiesen estado bien diseñadas, con gran frecuencia su capacidad para resolver el problema específico era limitada, en virtud de la presencia de otros fenómenos que lo afectaban. Por ejemplo, la liberalización del comercio forzó a la planta productiva a elevar sus niveles de eficiencia, mejorar la calidad de sus productos, especializarse y, sobre todo, a ver al consumidor como el corazón de la actividad económica. Sin embargo, a pesar de que la reforma en materia comercial fue exitosa y ha logrado sus objetivos específicos en términos de eficiencia y productividad, es evidente que la planta productiva mexicana no se ha transformado de manera integral y que la economía en su conjunto no se ha beneficiado en términos de acelerado crecimiento o con la generación masiva de empleos u otras oportunidades. La apertura comercial fue una reforma no sólo idónea, sino necesaria; pero para ser exitosa requería de una serie de reformas paralelas en otros ámbitos, sobre todo en servicios (banca, comunicaciones, infraestructura), pues sin ello los industriales mexicanos acabaron teniendo que competir con una mano amarrada en la espalda.

El punto de fondo es que sufrimos de una aguda propensión a ignorar la naturaleza de los problemas y a concentrarnos en debates ideológicos sobre soluciones a problemas indefinidos. Por eso todo se hace a medias y los problemas jamás se resuelven. Aunque es posible identificar tal o cual indicador de mejoría en materia de criminalidad, la inseguridad pública persiste; de la misma manera, aunque la economía mexicana es mucho más sólida que hace veinte años, es evidente que no hemos avanzado en materia de desarrollo. No hay que ser un genio para ver lo absurdo de nuestra realidad.

Peligroso el camino emprendido por TV Azteca

Acusados sus principales funcionarios por fraude por la SEC, la comisión de valores de EU (Litigation release 19022/January 4, 2005), y posteriormente por las autoridades mexicanas, por el supuesto abuso de sus accionistas minoritarios, la empresa ha lanzado un ataque burdo, pero inmisericorde, contra la SHCP, la CNBV y Banamex con el obvio propósito de desviar la atención del público. La maniobra tal vez amedrente a algunos diputados que tienen que votar la nueva Ley del Mercado de Valores, pero en nada le ayudará frente a una agencia reguladora profesional como la SEC, además de que invita a pensar en la necesidad de revisar la Ley de Radio y Televisión.

Regimen de ilegalidad

Luis Rubio

La buena noticia es que la ley y la constitución se han convertido en temas de discusión entre todos los mexicanos. La mala es que la ley esté sujeta a discusión. Esta aparente paradoja resume mucho de lo que hemos estado viviendo en estos días. El espectáculo ofrecido por abogados de mucho y poco pelo, políticos versados en la ley y legisladores experimentados, leguleyos y analistas, lo mismo serios que de dudosa reputación, es inenarrable. Todos y cada uno de ellos ofrece una perspectiva distinta que deja azorado hasta al más pintado. Por supuesto que la ley, en cualquier país, está sujeta a interpretación, pero la diversidad de enfoques, artículos contradictorios y leyes ambiguas ponen en evidencia las enormes lagunas que enfrenta el país para construir un Estado de derecho que es, a final, la justificación, al menos formal, al tema del desafuero. Todo esto también ha exhibido la fragilidad del régimen y lo absurdo (e increíble) del proceso de toma de decisiones dentro del gobierno.

Lo menos que puede decirse es que tenemos una base legal bastante peculiar. Las opiniones encontradas, las múltiples interpretaciones, las distintas versiones de uno y otro lado del debate político-legal de las últimas semanas refleja, por el lado benigno, un inusitado interés por los temas legales. Los mexicanos, acostumbrados a que la ley fuera simplemente una formalidad sujeta a cambios caprichosos por parte del gobierno, ahora vemos como se convierte en el meollo de una disputa importante y trascendente. Por décadas, si no es que por siglos, la ley era lo que el señor presidente (y sus predecesores, del tlatoani en adelante) decía que era. Si existía un vacío legal, el presidente mandaba una reforma, así fuera constitucional; si existía una contradicción, como muchas de las que ahora comienzan a surgir, la interpretación del señor presidente era infalible. El mandato divino resolvía toda contradicción y solventaba cualquier deficiencia.

En una demostración fehaciente tanto de la división de poderes como de la libertad de litigar y defender a un acusado, dos avances dramáticos dada nuestra historia, la discusión que ha cobrado forma y fuerza hace patentes todas estas incoherencias, contradicciones y lagunas. Pero también hace gala de las oportunidades que se nos presentan, por gracia de la democracia, así sea una imperfecta. Por más que todo este debate genere una evidente incertidumbre, nadie puede dejar de apreciar la belleza que representa el que todo esto aparezca a plena luz del día.

Por supuesto que nada de esto hubiera ocurrido en un Estado de derecho. La razón es simple: tan pronto se hubiera evidenciado una flagrante ausencia o contradicción, cualquiera un quejoso, una parte interesada o, simplemente, alguien con una postura o interpretación distinta- hubiera iniciado un proceso legal para que el poder judicial resolviera. Pero en un país dominado por un ejecutivo todopoderoso y con una Suprema Corte inaccesible al ciudadano común, la posibilidad de avanzar en este proceso era nula. Todo eso ha cambiado. Seguramente tomará tiempo allanar el camino, pero la necesidad de avanzar en esa dirección ya está ahí.

Pero nada de esto resuelve el problema del momento. En lo que parece un drama digno de Shakespeare, el país está sumido en una disputa que no sólo amenaza la estabilidad del país, sino que revela una realidad tan obscura e inasequible, que es imposible desarrollar fuentes de certidumbre para los interesados, así como para la población en general. Vale la pena tratar de reconstruir donde estamos para poder analizar vías de salida.

Lo que tenemos en este momento es una disputa que, para fines analíticos, se puede dividir en tres componentes: a) una pésima estructura legal; b) un gobierno incapaz de administrar un proceso político-legal; y c) un conflicto político. Cada uno de estos componentes tiene su propia dinámica, pero todos interactúan entre sí en diversos foros: desde la Suprema Corte (también dividida y litigando en las calles) hasta los cafés y los medios de comunicación, pasando por el Congreso, la Asamblea de Representantes del DF, el poder ejecutivo y el lugar en que se encuentre Andrés Manuel López Obrador en un momento dado. Todo el país parece sumido en el conflicto.

Luego de semanas de argucias legales, demandas y contra demandas, controversias constitucionales, ofertas (aparentes) de indulto y toda una caterva de argumentos por parte de abogados y analistas, muchos de ellos contradictorios, una cosa nos queda clara: que la coherencia no es la principal característica de nuestro sistema legal. Los resquicios que existen para argumentar una cosa en contra de otra son infinitos, al grado en que hasta los más avezados expertos legales han cometido pifias en sus interminables apariciones mediáticas. La buena nueva de esto es darnos cuenta de los problemas que debemos enfrentar. La mala noticia es que no parece obvio que, dada la (aparente) imposibilidad de diálogo entre los tres poderes, pueda limpiarse el frente legal a mediano o corto plazo, a fin de sedimentar la base de una nueva legalidad.

El caso español es ilustrativo en esta materia. Aunque su problema no era de incompatibilidades y contradicciones caprichosas como el nuestro, los españoles enfrentaron un problema conceptualmente similar a la muerte de Francisco Franco. La legalidad que había construido Franco no era compatible con una democracia; sin embargo, el dilema para los nuevos demócratas era cómo hacer la transición legal. Luego de muchas discusiones, se decidió dar continuidad al sistema legal y las leyes emanadas de la era franquista a fin de que no hubiera un quebranto en el Estado de derecho, pero procediendo a partir de esa plataforma hacia una nueva estructura legal. Un par de años más tarde, España inauguró una nueva, y ejemplar, constitución, a partir de la cual no sólo se creó una nueva legalidad democrática, sino que sentó las bases para la consolidación de su democracia y pujante economía. Aunque las dinámicas sean distintas, hay obvias razones para pensar que ese precedente es directamente aplicable a nuestra circunstancia actual.

Si la legalidad es un problema, la conducción del proceso político y legal, desde el inicio del gobierno, pero particularmente con el desafuero, ha sido atroz. El gobierno del presidente Fox desperdició en el primer año de su gobierno una oportunidad de oro para negociar un pacto de legalidad, justo cuando el PRI se encontraba desgarrado y el PRD dispuesto a hablar de opciones. Luego se enfiló hacia el tema del desafuero sin claridad de objetivos, con diferencias flagrantes de enfoque dentro de su administración y sin haber meditado las posibles consecuencias de su actuar. Todas esas deficiencias se han tornado dramáticas en la actualidad.

Es por demás evidente que el las diferencias dentro del gobierno se han ahondado. Estas diferencias no sólo son explícitas sino públicas; las contradicciones flagrantes y la búsqueda de salidas vergonzosa por sus formas y por sus contenidos. Todavía peor, lo patético reside en que todo lo que ahora se comienza a replantear era previsible y fue analizado ad hominem por innumerables analistas y políticos. Una administración que ya de por sí no se había distinguido por su consistencia, perseverancia o capacidad de negociación, se embarca ahora en un proceso por demás complejo, saturado de agujeros y riesgos. Aunque en un sentido hipotético era entendible la lógica del desafuero, nadie pudo tener la certeza de que éste sería un camino fácil, seguro o confiable.

Por si lo anterior no fuera suficiente, el tema del desafuero no es un hecho aislado que pueda ser discutido en abstracto, sino el síntoma de una aguda disputa política que tiene dividido al país. Parte del conflicto se deriva plena y llanamente de proyectos políticos encontrados que nadie ha intentado conciliar, aunque no deja de ser patético que, en un mundo globalizado en que no hay opciones reales (como ilustra Brasil), se siga discutiendo el qué hacer en lugar de debatir cómo hacerlo. Pero lo fundamental del conflicto reside en la indisposición de las partes a buscar puntos de encuentro. Aguerridos y absolutamente convencidos de su verdad y de su estrategia, tanto el presidente como el (¿ex?) jefe de gobierno se enfrascaron en un proceso que ambos estaban seguros convenía a sus objetivos, pero que sólo uno tuvo la habilidad de explotar en su beneficio. Lo que el gobierno no ha entendido es que su peor escenario es el conflicto y eso es lo que su proceder está engendrando.

El desafuero y la situación política actual han dividido al país, pero las motivaciones de quienes lo han apoyado o quienes se han opuesto, no son las mismas. Aunque parece haber pocas dudas de que hubo una violación de la ley, mucho del apoyo al desafuero trasciende esas consideraciones. De particular relevancia son los cálculos del PRI, cuya lógica, fuera de desacreditar al gobierno, no es evidente ni, valga la redundancia, muy lógica. Lo mismo se puede decir de quienes han rechazado el desafuero de manera tajante: sus motivaciones tienen que ver con un proyecto político, lo que no implica que todos estén cegados ante la posibilidad de que, efectivamente, pudieran existir violaciones a la ley. De ganar su candidato, igual podrían acabar padeciendo las consecuencias de ignorar la importancia de la legalidad.

Quizá las motivaciones más complejas en todo este proceso sean las del propio presidente Fox. Preocupado por la legalidad, ha avanzado un planteamiento ambicioso y, al menos en la retórica, convincente. A pesar de lo anterior, esa retórica no es compatible con el actuar del propio presidente Fox y su gobierno a lo largo de estos años, lo que abre un flanco evidentemente vulnerable. Pero tampoco parece haber mayor duda que el presidente, fiel a su naturaleza, entró en este proceso de buena fe, convencido de que la población (y las encuestas de opinión pública) le darían la razón. Los titubeos de los últimos días parecen sugerir que las encuestas no han sido buena guía para su desempeño en esta materia y que la falta de comprensión de lo esencial de la política puede acabar revirtiendo todo el proceso en su contra. Aunque en términos políticos lo peor que podría hacer es dar marcha atrás (y repetir el numerito de Atenco), seguir adelante podría implicar un conflicto incontenible. El poder no es lo suyo, pero el país no puede vivir de los vaivenes de las encuestas o los humores de cada mañana.

 

El peor de los mundos

Luis Rubio

Las reformas estructurales a la economía mexicana comenzaron en los ochenta y prácticamente desaparecieron a mitad de los noventa. Aunque sustanciales, dichas reformas fueron insuficientes para transformar a la economía mexicana en su integridad. De hecho, aunque presuntamente las reformas tenían el propósito de convertir a la mexicana en una economía de mercado, muchas de éstas tuvieron el perverso efecto de fortalecer el corporativismo tradicional. Lo cierto es que la transformación de la economía se quedó trunca y, para cuando llegó la crisis del 94, los intereses que se habían visto afectados tomaron la iniciativa de recobrar sus posiciones. En consecuencia, el país se encuentra hoy en el peor de los mundos: ya no es una economía controlada por el gobierno, pero ciertamente tampoco es una economía de mercado. Lo peor de todo es que el equilibrio inestable en que hemos terminado es un mundo ideal para los viejos intereses corporativistas políticos, sindicales y empresariales- pues les permite depredar de la población en su conjunto, todo ello de una manera legítima.

El problema de cualquier reforma estructural es que afecta mucho a unos pocos y beneficia poco a muchos. La lógica de cualquier reforma estructural es, por definición, la de transformar un determinado mercado, empresa o regulación, con el objeto de propiciar una mayor competencia, menores obstáculos al acceso de nuevos productores o proveedores de servicios y mejorar el bienestar del consumidor. Aunque cada reforma represente pocos beneficios para muchos, la acumulación de esos beneficios y, sobre todo, la eliminación de obstáculos, se traduce en una enorme mejoría en el curso del tiempo.

El problema en México es doble. Por un lado, como consecuencia de reformas que se dejaron a medias, la acumulación de beneficios ha sido mucho menor a la esperada. Sirva un ejemplo para ilustrar lo anterior. El crecimiento que la economía mexicana registró en la segunda mitad de los noventa se debió en gran medida a la inversión que se materializó al inicio de la década, en anticipación a que se instrumentaran más reformas. Al no darse esa segunda etapa de reformas, la inversión en nueva planta productiva se estancó, lo que ha redundado en menores tasas de crecimiento en estos últimos años. Junto con lo anterior, se erigieron nuevas barreras a la competencia (pero ahora no arancelarias, como el padrón de importadores) y se preservaron ingentes cotos de poder, sobre todo para los sindicatos de entidades gubernamentales. En lugar de que estos privilegios sean denunciados como ilegítimos e inaceptables, tanto por los políticos como por la población en general, la sociedad mexicana ha dado un vuelco tal que parece no sólo condonar su existencia, sino que otorga una mayor legitimidad a esos privilegiados que a quienes trabajan para vivir.

Por otro lado, la crisis del 94 tuvo el perverso resultado de fortalecer a quienes se habían visto perjudicados por las reformas o, más precisamente, a quienes se oponían a ellas desde un principio. La falta de destreza política del gobierno de Zedillo llevó a que los ataques a su predecesor se convirtieran también en ataques al proyecto de reforma económica, logrando con ello que ambos acabaran siendo percibidos como ilegítimos por igual. En este sentido, las reformas económicas no sólo se detuvieron a partir de 1994, sino que su oposición comenzó a crecer, hasta convertirse en el bloque que hoy lo paraliza todo en el congreso.

El punto es que el país está atorado por el choque entre reformas inconclusas e insuficientes y los intereses corporativos dedicados a hacerlas imposibles. En este contexto, no es casualidad que las reformas gocen de poca credibilidad y de que tanto el gobierno como los partidos y empresarios sean vistos como beneficiarios de un orden político y económico de carácter corporativista que tiene atorado al país.

Con todo, las condiciones actuales son insostenibles. Peor, todos los referentes históricos son inadecuados. En la retórica política se discuten dos fechas críticas como si fueran mágicas: 1970 y 1982. Algunos atacan, correctamente, la desastrosa estrategia de política económica de los sexenios de 1970 a 1982. Otros enaltecen los logros alcanzados antes de 1970. La verdad es que ambos están errados. Nadie puede dudar que la economía mexicana acabó virtualmente en bancarrota en 1982 no sólo por lo obvio (los desequilibrios fiscales y el excesivo endeudamiento externo), sino también por las onerosas regulaciones que se instrumentaron y que tuvieron el efecto de destruir y/o expropiar empresas, eliminar toda flexibilidad, impedir la inversión privada y, en una palabra, obstaculizar el desarrollo del país, además de posponer su reencauzamiento por décadas. Pero tampoco es posible ignorar que la economía mexicana ya enfrentaba círculos viciosos antes de 1970, pues todo el esquema industrial del desarrollo estabilizador había alcanzado sus límites. Lamentablemente, en lugar de proceder a una liberalización comercial gradual a partir de ese momento, que era la prescripción apropiada, los dos gobiernos posteriores a 1970 hicieron exactamente lo contrario, iniciando el círculo vicioso de crisis que duró décadas.

En lugar de comenzar un proceso gradual y perfectamente administrable de reformas a partir de 1970, el país entró en el reino de los intereses particulares y en el afianzamiento del corporativismo. Por ejemplo, la mayor parte de los contratos laborales que hoy paralizan al país se consolidaron en esos años. Los poderes fuertemente encumbrados que se instalaron a partir de ese momento siguen depredando y expoliando, todo ello en detrimento de la población en general y del desarrollo económico en particular. Esos mismos poderes, principal fuente de oposición a las reformas de los ochenta y noventa, reencontraron su espacio a partir de 1994 y se han venido afianzando una vez más. Por supuesto, es lógico que los beneficiaros del viejo orden, ahora reagrupados y con amplia representación legislativa, traten de recobrar lo perdido, pero igual de lógico debería ser el desarrollo de una fuente de oposición a ese mundo de privilegios. A final de cuentas, esa es la lógica de la democracia.

Si uno se pone en los zapatos del mexicano promedio, es lógico que su instinto sea el de rechazar las reformas. A final de cuentas, luego de casi dos décadas de intentos fallidos, es poco razonable esperar que una persona a la que se le ha prometido el cielo y las estrellas acepte que un poco más de lo mismo va a resolver sus problemas por arte de magia. En este tenor, es más lógico que la abrumadora mayoría de la población perciba a las reformas como la causa de sus males que a la infranqueable estructura corporativista como la beneficiaria de su pobreza. Por más retórica que se emplee, no hay manera de darle la vuelta a la sabiduría popular que lleva siglos formándose.

Esta situación lleva a una conclusión evidente: aunque hay mucho que el gobierno, el congreso y los políticos podrían y deberían hacer para poder encauzar el desarrollo del país, la situación política hace cualquier avance sumamente difícil. Peor, la división casi en tercios que caracteriza a la política electoral a nivel federal introduce un elemento de permanente incertidumbre y tiende a generar gobiernos de minoría que, aunque fuesen más diestros que el actual, siempre encontrarían grandes obstáculos para romper con las estructuras corporativas que han acabado por atorarlo todo.

Nuestro dilema es grave porque no parece haber muchas opciones. Ciertamente, un liderazgo efectivo que construyera un andamiaje de apoyos podría comenzar a romper los estancos que hoy hacen imposible la prosperidad. Sin embargo, es igual de cierto que la mayor parte de los intereses que deberían ser sumados para poder desarrollar una estrategia de esa naturaleza tienen un interés creado en que nada cambie. Si bien es posible articular alianzas que incluyan a algunos de esos grupos para neutralizar el poder de otros, eso requeriría de una enorme destreza. Pero el resultado podría ser espectacular. Baste recordar el enorme apoyo popular que logró el entonces presidente Salinas cuando actuó de manera decidida contra la Quina, cabeza del grupo corporativo más evidente y brutal de la política mexicana en ese momento.

Más allá de la estrategia política que decida, o pueda, emplear el próximo gobierno, el problema del desarrollo del país es el tema fundamental de hoy y nada, incluyendo la discusión sobre el desafuero y anexas, va a cambiar ese hecho medular. Nada se está haciendo para romper con los obstáculos al desarrollo ni para hacer posible la construcción de un país moderno a través de los tres temas centrales para lograrlo: el Estado de derecho y la eficacia de la gestión gubernamental (incluyendo la seguridad pública), la infraestructura y la educación. Lo patético es que el gobierno actual ni siquiera ha logrado incidir sobre los dos últimos que, presumiblemente, requerían menos astucia política y más sentido de dirección y oportunidad.

La respuesta a nuestro dilema sobre el futuro del desarrollo no se encuentra atrás, ni en un pasado idílico, sino en romper con los impedimentos que hoy obstaculizan la construcción de un país moderno, de un capitalismo en el que toda la población tenga oportunidad de prosperar (como ilustran los paisanos que, dejando todo en el país, se van a Estados Unidos y que, en miles de casos, triunfan siendo prósperos empresarios). Es necesario mirar hacia adelante, pues lo que va a cambiar al país no son los malos ejemplos históricos del pasado, sino la eliminación del interminable número de obstáculos a la creación y desarrollo de empresas, que es el vehículo más eficiente que haya desarrollado la humanidad para avanzar su prosperidad. En esto no hay soluciones mágicas, pero tampoco son soluciones imposibles o impensables. En México todo parece estar diseñado para que lo que funciona en otras partes no sea posible aquí. Nuestro país, como todos, es único; pero lo que funciona en otras latitudes funcionará aquí, si existe la capacidad de adoptarlo. Ya es tiempo de comenzar a romper los dilemas en lugar de dedicarnos a preservarlos.

 

El genio de la lámpara mágica

Luis Rubio

La realidad política nacional ha cambiado de una manera dramática a lo largo de los últimos años y de los últimos días. Por un lado está la apertura y democratización política del país en general y, por el otro, el desafuero del jefe de gobierno del DF. Ambos procesos han dejado su huella en la realidad nacional y son irreversibles. En términos metafóricos, es como si alguien se hubiera dedicado a frotar la lámpara del cuento de Aladino por mucho tiempo, hasta que se salió el genio todopoderoso. Una vez afuera, la realidad es otra y el genio ya no puede regresar a su alojamiento anterior. La pregunta ahora es cómo lidiar con las consecuencias.

Los cambios han sido de dos órdenes: los que han sido producto de años de apertura y cambio; y los que ha generado, y todavía podría generar, la serie de decisiones que culminaron con el desafuero. Ambos deben entenderse en su dimensión correcta.

La realidad política lleva años transformándose como resultado de estímulos propios y planeados. La sucesión de crisis económicas de los setenta a los noventa, dio paso a una sociedad cada vez más crítica y menos tolerante de los errores gubernamentales. Las iniciativas de reforma económica de los ochenta y noventa crearon nuevos espacios de organización y participación política, a la vez que alteraron el marco de referencia de la vida pública en el país. Las reformas electorales hicieron posible que todas esas presiones y tendencias se conjuntaran para arrojar la democratización gradual, pero real, de la vida política nacional.

El sistema político abierto y competitivo de la actualidad contrasta con las formas autoritarias y mecanismos de control del pasado. En su vertiente positiva y más atractiva, la población es hoy libre, se siente libre y actúa con libertad. Basta escuchar la apertura con que se expresan ciudadanos comunes y corrientes en entrevistas de radio y televisión para atestiguar el surgimiento de una sociedad que ya no se somete al gobierno o al reino de los políticos con facilidad. Ciertamente, sigue habiendo espacios premodernos en la política mexicana tanto por los controles que retienen algunos caciques y gobernadores, como por la manipulación a que muchos políticos todavía dedican tiempos interminables. También es cierto, y preocupante, que no se haya creado una sociedad civil pujante, sino una sociedad de demandantes de beneficios, que no reconoce responsabilidades y que evidencia una fuerte propensión a la  bronca. Sin embargo, a pesar de las deficiencias que todavía manifiesta el sistema político –y que son las que ahogan y mantienen paralizado al país, como ilustra la ausencia de reformas clave- nadie puede dudar que la vida política nacional guarda poca semejanza con el viejo sistema político, sobre todo por lo que toca a la población. Este es el punto crucial: los mexicanos han cambiado de una manera impresionante y ya no admiten los abusos a que por décadas estuvieron sometidos.

Son pocos los políticos que comprenden el cambio que ha sobrecogido a la sociedad mexicana. Muchos, los más tradicionales, siguen viviendo en su mundo, pretendiendo que Fox y su gobierno son una excepción a la regla y que todo retornará a la normalidad al terminar este sexenio. Es decir, suponen que es posible regresar al genio a su lámpara. Algunos otros, más realistas, reconocen que la competencia política ha llegado para quedarse y que el mundo idílico del pasado priísta (bajo la batuta de cualquier partido) ya no existe ni existirá. Muchos concluyen que la problemática actual se reduce a la falta de conducción política del actual gobierno y otros más culpan a la democracia de los males que aquejan al país. Casi ninguno reconoce que el cambio profundo trasciende al ejecutivo, al congreso y a las instituciones públicas y yace, en su manifestación más preclara y trascendente, en la sociedad, en la receptividad que ésta le confiere a posturas, ideas y opiniones diversas y en la capacidad crítica que ha desarrollado. El México de hoy poco se parece al del pasado y casi nadie comprende que esa nueva realidad no se puede entender o atender con reformas centradas en el mundito político, sino con una reconcepción radical de la ciudadanía como el corazón de la vida política nacional.

El desempate entre el mundo de los políticos –el del presidente, los partidos, los líderes de las cámaras y buena parte del establishment en general- y la realidad de la población es patente. Quizá su manifestación más impactante se puede apreciar en el largo proceso de desafuero que culminó en los últimos días. Aunque hay buenos argumentos, al menos en un plano conceptual, a favor del desafuero de un funcionario que no sólo ignoró una decisión judicial, sino que mostró un repetido desprecio por las formas legales y el reino de la ley, el proceso que llevó a las decisiones de los últimos días parece haber sido concebido en un planeta distinto al de la mayoría de la población. Para comenzar, excepción hecha de los usualmente débiles argumentos que presentaron miembros de la PGR sobre todo en los días previos a la reunión de la Comisión Instructora, el gobierno realmente nunca intentó siquiera explicar, y mucho menos convencer a la población de los méritos de su acción. En un proceso flagrantemente arrogante, el gobierno inició un proceso y nunca reparó sobre las posibles consecuencias políticas de largo plazo del mismo.

En este sentido, la política mexicana acaba de dar una vuelta hacia lo desconocido. Hay quienes justifican el proceso de desafuero de Andrés Manuel López Obrador y quienes lo fustigan, pero muy pocos de los actores clave en este proceso han reparado en las consecuencias de proceder de esta manera. Quienes apoyan la medida confían en que las aguas retornarán a su cauce en un futuro cercano. Quienes se oponen y se sienten traicionados por lo que perciben como una medida injusta y arbitraria, afirman que el mundo está a punto de colapsarse. Lo irónico de todo esto es que la mayoría de la población -obviamente incluyendo a uno y otro bando de esta controvertida acción- percibe que la culpa de todo esto es la democracia mexicana: unos porque ha excedido sus atribuciones y otros porque ha abierto las puertas al caos.

Como bien explicaron varios diputados en estos días, el desafuero no constituye, por sí mismo, una declaración de culpabilidad. Sin embargo, esa sutileza escapa la comprensión e interés de la mayoría de la población, cuyo instinto, para bien o para mal, le dice que se trata de un abuso. Ya de por sí el mexicano se inclina tradicionalmente a favor del débil y desprotegido, como ilustra el apoyo implícito a Irak cuando la invasión estadounidense, o las manifestaciones de solidaridad con Cuba. La habilidad del jefe de gobierno del DF para presentarse como la víctima de un proceso autoritario ha sido una hábil y astuta maniobra que construye sobre esa característica. En una palabra, visto en un plano abstracto, el jefe del gobierno tuvo una extraordinaria habilidad para definir el tema en sus términos y para deslegitimar la acción gubernamental tiempo antes de que ésta hubiera tenido lugar.

Pero las consecuencias de los procesos políticos que hoy vivimos no tienen nada de abstracto. La suma de un agudo proceso de cambio político de largo plazo y del desafuero, y lo que eso entrañe en términos de legitimidad para el sistema y las instituciones en su conjunto, constituyen realidades nuevas con las que hay que lidiar. El cálculo político que animó la decisión de avanzar hacia el desafuero, si es que hubo cálculo alguno, se centró en el objetivo (inhabilitar al jefe del gobierno de la ciudad para la contienda electoral), sin jamás reparar en las posibles consecuencias de semejante acción.  Los políticos que con enorme aplomo apostaron al desafuero partían del supuesto de que la mexicana sigue siendo una sociedad resignada, aplacada y dispuesta a tolerar cualquier acción. La pregunta hoy, cuya respuesta puede acabar determinando la estabilidad de largo plazo del país, es precisamente si esa apreciación es correcta. La evidencia parece decir exactamente lo contrario.

Lo que tenemos hoy es una sociedad cada vez más crítica y demandante; una clase política que se quedó varada en el espacio (y en una realidad política, institucional y estructural de los setenta); y un proceso político lleno de incertidumbre, desatado por el desafuero y por la falta de comprensión del momento en que vivimos, que igual puede llevarnos a un nuevo plano democrático que a una destrucción sistemática de las pocas instituciones que aún quedan en el país. Es posible, al menos en concepto, que la sociedad acabe mostrando una mayor capacidad de ajuste y adaptación a la cambiante realidad que sus gobernantes y que, por ende, utilice los pocos instrumentos con que cuenta de una manera inteligente para darle una salida pacífica e institucional a la deteriorada situación política en que nos encontramos.

Pero igualmente posible es que la sociedad pruebe ser menos madura, en un sentido democrático, de lo que un reto de esta magnitud requeriría, o que sus instrumentos (como el voto o la crítica) sean simplemente demasiado débiles para hacer la diferencia. A final de cuentas, los políticos han sido mucho más diestros para ignorar y evadir el reto de darle forma y cauce a una sociedad democrática a través de la trasformación y reforma de las instituciones políticas (desde la reelección hasta la constitución de un gobierno eficaz), que para correr extraordinarios riesgos a la estabilidad como los que entraña el desafuero para un sistema gobierno tan débil e incompetente como el que hoy existe.

El desafuero puede constituir una respuesta honesta y legal a la forma de actuar de un determinado funcionario. Lo que no es obvio es que haya sido una respuesta inteligente y, sobre todo, sabia, ante una realidad política tan frágil como la que hoy vivimos. El genio ya no está en la lámpara y tal vez nadie pueda pararlo ya. El gobierno, y el Congreso, se han jugado el todo por el todo. Independientemente de los méritos del desafuero, éste ha modificado la realidad política del país. Ahora falta lidiar con las consecuencias.

www.cidac.org

Otra vez, una nación a la espera

Luis Rubio

México está una vez más a la espera. A la espera de que el próximo gobierno haga esto o aquello, de que las cosas cambien y de que todo mundo recobre el orgullo no sólo de saber hacia dónde se dirige, sino también de cómo llegar ahí. Si algo ha caracterizado al país por décadas es ese vendaval de expectativas sin medida, que siempre acaba destrozado por la terca realidad. Cada sexenio, el mexicano espera la salvación mágica en manos de un presidente iluminado y, tras esos seis años, advierte que la redención no fue alcanzada. Obviamente, la solución a este círculo vicioso residiría en que cada mexicano —desde el político más poderoso hasta el campesino más humilde, pasando por los empresarios, trabajadores, profesionales, estudiantes y todos los demás— se ponga a trabajar y haga bien ese trabajo. Pero, a falta de esa solución que el excepcional sarcasmo del mexicano ha denominado “salida milagrosa”, en contraste con la que sería “racional” (rezarle a la virgen), sólo nos queda determinar el tamaño del riesgo que corremos como país y sociedad en cada paso que damos (o, más frecuentemente, que no damos).

La sabiduría popular invoca el “no hay mal que dure seis años” desde hace mucho tiempo, pero la naturaleza de dicha expresión ha cambiado en los últimos tiempos. Antes, la expectativa residía en una persona: un presidente que salvaría al país, transformaría al mundo y resolvería todos los problemas pendientes. Aunque algo de eso queda, visible sobre todo en la estrategia mediática de Andrés Manuel López Obrador, la verdadera incertidumbre del momento proviene menos de las personas involucradas que de la fortaleza o debilidad de las instituciones del país. En el pasado nadie dudaba de las instituciones que existían: éstas podían ser buenas o malas, benignas o malignas, pero el presidente, quienquiera que éste fuera, las podía utilizar y manipular sin recato alguno. Las instituciones estaban ahí para controlar a la población y servir al presidente.

La incertidumbre actual surge por la situación contraria: el riesgo de que las instituciones con que hoy cuenta el país sean débiles e incapaces de cumplir las funciones para las que fueron creadas. Peor, por si hubiera dudas, varias de las instituciones más críticas para la estabilidad política, comenzando por el IFE y el TRIFE, pero también la Suprema Corte de Justicia, se encuentran bajo ataque sistemático y claramente intencionado. Mucha gente que defiende o critica el proceso de desafuero contra el jefe del gobierno del DF usa los mismos argumentos para avanzar su posición, lo que ilustra el tamaño del problema: unos dicen que las instituciones son suficientemente fuertes como para aguantar un proceso tan politizado, pero temen que no lo sean y no puedan actuar como contrapeso en caso de que AMLO gane la presidencia. Otros afirman que las instituciones no funcionan, son corruptas y representan intereses obscuros, pero añaden que los temores de los promotores del desafuero son injustificados dado que las instituciones y los contrapesos evitarían excesos por parte de ese o cualquier otro candidato. La paradoja es que nadie tiene certeza sobre la fortaleza de las instituciones y eso constituye un factor de enorme riesgo por el hecho evidente de que si las instituciones no generan confianza y certidumbre, no son instituciones.

La fortaleza de las instituciones se puede evaluar de diversas formas. Una obvia (y crítica) tiene que ver con su capacidad para limitar el abuso de partidos y gobernantes. Nadie sabe, por ejemplo, si las decisiones del IFE y el TRIFE en la próxima contienda presidencial serán respetadas, tema que no sólo tiene que ver con el nuevo Consejo del IFE, sino con la debilidad de las propias instituciones: por ejemplo, aunque nunca sabremos qué hubiera pasado si el candidato del PRI hubiera resultado victorioso en las elecciones en 2000, pocas dudas caben que, al menos, el candidato del PAN habría armado un escándalo mayúsculo. La fortaleza de las instituciones se mide por su legitimidad a la hora de la verdad. En el caso de las instituciones formales, la hora de la verdad llega cuando se tiene que cumplir un fallo, como los del IFE, TRIFE o la Suprema Corte. Pero hay otras instituciones, como la presidencia, cuya legitimidad tiene más que ver con su desempeño que con cualquier otra cosa.

El candidato Vicente Fox generó extraordinarias expectativas que ha seguido atizando a lo largo de su gobierno. Esa estrategia (¿?) se ha revertido toda vez que la población, aunque aprecie al presidente como persona, lo ignora o desacredita como gobernante. Y este factor lleva a que el país nuevamente se encuentre a la espera de una nueva salvación. Pero el cambio político altera también ese proceso de expectativas, así tenga siglos de existir. Una vez que el reino del PRI de antaño dio paso a la dictadura de los tres grandes partidos, la capacidad de abuso por parte de un político en lo individual ha disminuido, pero también la capacidad de un presidente de llevar a cabo un programa de gobierno. Si antes las promesas de campaña eran siempre excesivas, como en todo el mundo, ahora son cada vez más incumplibles, a menos, claro está, que hubiera una reversión, como la que Putin ha encabezado en Rusia.

Todo esto arroja una interrogante crucial: si la mayor parte de los mexicanos desprecia al gobierno y al establishment en general, qué es lo que determina su decisión sobre cómo votar, sobre todo ahora que los cacicazgos y las coacciones sobre la población para que vote de una u otra manera han disminuido, por lo menos en algunas partes del país. Parte de la respuesta radica sin duda en que la premisa última (que la capacidad de imposición ha disminuido) es falsa, como ilustra la experiencia del Distrito Federal, Oaxaca y otros estados sobre todo del sur y sureste, donde la capacidad de manipulación del voto, por viejos o nuevos métodos, sigue tan viva como siempre. Pero otra posible respuesta, en adición a la anterior, es que quizá la población es más rápida para adaptarse a las oportunidades, o a la adversidad, de lo que se supone comúnmente.

El desprecio a los políticos es legendario y la era de autoritarismo priísta no hizo sino exacerbar ese ánimo. Pero, como todos sabemos, el mexicano siempre ha tenido una excepcional capacidad de adaptación, así sea en la pobreza. Desde el famoso “obedezco pero no cumplo” de la era colonial, los mecanismos de auto defensa han estado siempre presentes. Durante el reinado priísta, la población, reconociendo lo limitado de su voto, intercambiaba obra pública y otros beneficios (como lecherías, tiendas Consaupo, etc.) antes de la elección, por un voto favorable al tricolor. De esta manera aseguraba que, al menos, algo quedara de su frágil instrumento. Ahora, en la era semi-democrática, aunque no hay indicadores precisos, existen pocas razones para creer que ha habido un cambio sensible en los dos rasgos distintivos del electorado mexicano: uno, su desprecio por los políticos y, dos, la expectativa de que el próximo será un salvador.

Tampoco han cambiado los mecanismos de adaptación. Si uno acepta la premisa de que el electorado desprecia a los políticos y los culpa de sus males (independientemente si espera o no de ellos la redención), así como de que el mexicano sabe procurar mecanismos de adaptación, entonces la dinámica de la contienda actual es muy fácil de explicar: un candidato está regalando dinero (en efectivo) y promete ampliar el número y categorías de beneficiarios en caso de ganar. Para una ciudadanía acostumbrada al abuso, la recepción de beneficios de manera directa es un bien en sí mismo. Además, nadie puede negar que el proceso de desafuero se ha convertido en una causa brillantemente explotada por el jefe del gobierno del DF, quien ha identificado que mucha gente no percibe como legítimas a las instituciones y acepta otros medios para avanzar sus intereses o dirimir sus diferencias. Pero nada de esto disminuye el desprecio que el electorado pudiera sentir por los políticos, aunque explica mucho de su evolución: mientras que la mayor parte de los candidatos y partidos se encuentra ofreciendo el cielo y las estrellas a la manera tradicional, uno los está subsidiando de manera directa y mensual. Independientemente de cómo lleguen a votar, es fácil explicar que los beneficiarios (así como los expectantes y envidiosos) vean pájaro en mano como un bien superior a cientos volando.

La contienda por la presidencia no sólo es enconada, sino también apretada. Las encuestas sugieren que, al menos a nivel de candidatos, cualquiera de los tres principales puede ganar. Cada candidato y cada partido tienen sus atributos, sus fuerzas y debilidades. Aunque sin duda los electores tendrán la oportunidad de decidir el día de las elecciones, la aritmética electoral es muy relevante en esta materia.

La mayor parte de los analistas y encuestólogos supone que la población se dividirá más o menos en tercios. Esta suposición se deriva de la popularidad de los candidatos, aunque casi ninguna elección reciente ha mostrado ese patrón de comportamiento. Sin embargo, si uno acepta esa premisa, entonces es posible que la elección se decida por la fragmentación del electorado. De haber sólo tres candidatos en contienda, las diferencias individuales entre los candidatos pueden ser suficientes para que uno logre la delantera. Sin embargo, si el electorado se fragmenta por la presencia de más de tres candidatos, sobre todo si alguno de los otros es relativamente atractivo, entonces la elección puede acabar siendo decidida por el voto duro de cada partido. Mientras más candidatos haya en contienda, más probable será que el voto duro de cada partido se convierta en determinante del resultado, toda vez que, presumiblemente, el voto no comprometido se fragmentaría entre los diversos contendientes.

No cabe la menor duda de que este será el proceso de sucesión presidencial más complejo y conflictivo de nuestra historia moderna. El explosivo tema del desafuero lo ilustra de manera cabal. Independientemente del resultado que arrojen las elecciones el próximo año, una cosa es segura: el proceso va a cimbrar a las instituciones existentes y las someterá a presiones nunca antes vistas. En este sentido, en los próximos comicios se estará jugando no sólo la presidencia, sino también la estabilidad de largo plazo del país.

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Irlanda: otro mundo

Luis Rubio

Nación excepcionalmente dotada de recursos, dueña de una naturaleza que invita a considerar el valor de la vida y una estrategia de desarrollo que le ha permitido pasar de ser el hermano pobre de la Unión Europea a uno de los más ricos en menos de una generación, Irlanda ilustra lo que es posible cuando se alinean las fuerzas políticas para tomar decisiones que abren oportunidades y transforman a un país. Para los mexicanos, Irlanda es un país envidiable pero menos por lo que ha hecho que por la súbita explosión de su energía productiva, luego de décadas de somnolencia. Como diría el anuncio, se pusieron las pilas y el resultado es impactante.

Irlanda tuvo dos etapas muy distintas y contrastantes antes de iniciar el espectacular boom de las últimas dos décadas. Primero se pasó más de un siglo expulsando a su población, la mayor parte de la cual acabó sirviendo de mano de obra barata, particularmente en la industria de la construcción, en el noreste estadounidense. La mayor parte de esos irlandeses salieron de su país con la esperanza de hacer dinero y, eventualmente, regresar a la isla. Como tantos mexicanos que se han ido al otro lado, los irlandeses pronto se arraigaron y, conscientes de la falta de trabajo y oportunidades en su país, acabaron instalándose definitivamente en Estados Unidos. Algunos, los menos, retornaron ya para retirarse, creando la irónica situación de un país que nunca se benefició de las capacidades productivas de esa población, pero que ahora tenía que lidiar con los costos de su vejez.

Con la creación de la Comunidad Europea, a los irlandeses, como a tantas otras poblaciones del continente, se les iluminaron los ojos. Ya para entonces, al inicio de los setenta, los forjadores de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el primer antecedente de la Unión Europea, llevaban más de veinte años dándole forma a una estructura supranacional que le diera un nuevo rumbo económico y político a la región occidental del continente. Los primeros integrantes del grupo, Alemania, Francia, Italia y el Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), habían encontrado en la Comunidad la oportunidad de estrechar vínculos comerciales y económicos, además de concentrarse en lo importante, el desarrollo económico, en lugar de seguir ahondando diferencias que habían llevado al continente a transitar de guerra en guerra a lo largo de los siglos. Para cuando Irlanda se incorpora (junto con el Reino Unido y Dinamarca), la idea central ya no era formar un nuevo mundo, sino sumarse a un esquema de oportunidades para el desarrollo económico.

Mientras que todas las naciones que a esa fecha formaban parte de la entonces llamada Comunidad Económica Europea habían realizado ajustes a sus economías para poder elevar su nivel de desarrollo, los irlandeses percibieron la oportunidad, negociaron su entrada y luego, en un estilo que recuerda mucho a México después de finalizar la negociación y aprobación del TLC norteamericano, se echaron a dormir. En lugar de dedicarse a transformar su economía, adecuar sus estructuras e instituciones legales y económicas, además de establecer un plan de desarrollo compatible con la nueva realidad europea, Irlanda mal utilizó los fondos estructurales que recibió de la Comunidad (subsidios que los otros europeos han aportado a cada nuevo integrante para elevar su nivel de vida con celeridad y así ampliar el mercado para todos). Tampoco se construyó la infraestructura que se requería ni se preparó a la población para la competencia. Por quince años, entre 1973 y 1988, los irlandeses perdieron el tiempo. Al final de ese periodo, el ingreso per cápita de los irlandeses seguía siendo cercano al 75% del promedio europeo. Sólo para comparar, en sus primeros quince años como miembro de la Comunidad, España elevó su ingreso por habitante en casi diez puntos respecto al promedio europeo. Por donde uno le busque, Irlanda no había sabido aprovechar su pertenencia a la Comunidad.

De pronto, en 1988, los irlandeses se vieron en el espejo y se percataron de lo obvio: su país se estaba rezagando no por causa de una conspiración del resto o porque el pasado fuera sagrado, ni porque las importaciones desplazaran a sus productores locales o porque faltara capital u oportunidades de inversión o exportación, sino simple y llanamente porque ellos mismos estaban inertes. Súbitamente, en parte por la existencia de un liderazgo político efectivo, pero en mucho por el reconocimiento generalizado de que no era posible seguir sin hacer nada, los irlandeses se organizaron, transformaron sus estructuras institucionales y, en el curso de unos meses, construyeron los cimientos de lo que acabaría siendo la economía europea de más rápido crecimiento. Hoy en día, dieciséis años después, Irlanda tiene un ingreso per cápita superior al promedio europeo y, de sostener su tasa de crecimiento, va a convertirse en uno de los hermanos más ricos de la Unión Europea, como se denomina hoy la agrupación.

Irlanda demuestra que las limitantes no son económicas, sino mentales y políticas. Una vez que estuvieron dispuestos a enfrentar sus carencias y a organizarse para aprovechar su potencial, las oportunidades económicas se abrieron casi por arte de magia. En lo fundamental, los irlandeses reconocieron que la mera membresía en la Comunidad no les garantizaba ni un mejor nivel de vida ni una tasa de crecimiento significativa. Es decir, que para progresar ellos mismos debían repensar todas sus instituciones y actuar en consecuencia.

Lo impresionante del éxito irlandés es lo fácil que resultó su resurgimiento. Lo primero que reconocieron fue que el desarrollo no se construye con cemento y varilla, sino con instituciones apropiadas y con una enorme inversión en capital humano. De hecho, fueron cuatro los componentes esenciales del programa que revitalizó la economía irlandesa y que tuvo el efecto no sólo de terminar con la expulsión sistemática de su población, sino de motivar el retorno de cientos de miles de compatriotas que ahora veían en su país las oportunidades que antes simplemente no existían. Los cuatro componentes fueron el marco legal, la ley laboral, el sistema impositivo y la educación.

Por lo que toca al marco legal, el tenor del cambio tuvo que ver con la eliminación de todos los obstáculos que impedían la instalación de empresas nuevas o que obstaculizaban a la inversión extranjera. Se crearon nuevos mecanismos legales para garantizar la propiedad, liberalizaron al sistema financiero y, en una palabra, convirtieron a Irlanda en el país más amigable para la inversión privada. Es decir, reconocieron lo elemental del desarrollo: que una persona ahorra e invierte si tiene certidumbre y la protección legal para hacerlo. Lo anterior les llevó a abandonar toda noción paternalista del desarrollo, dejando en manos de los individuos el liderazgo del desarrollo.

La ley laboral irlandesa había sido formulada bajo un esquema de protección ad hominem del trabajador, al grado de hacer imposible su contratación. Los costos de emplear a una persona eran tan altos que el efecto de una ley concebida para proteger al trabajador acabó con las oportunidades de empleo. ¿Para qué invertir en Irlanda si los costos laborales hacen imposible construir una empresa económicamente viable? Con el cambio en la ley laboral, los irlandeses apostaron a que la acelerada creación de empleos resolvería más problemas sociales y económicos que una ley laboral tan completa que de facto hacía imposible el crecimiento económico.

El cambio más radical que emprendió el gobierno irlandés tuvo que ver con la política de impuestos. Hasta 1988, Irlanda contaba con una legislación fiscal fundada en el principio de que los impuestos son para financiar el gasto del gobierno. Pronto invirtió la lógica de manera radical: los impuestos debían estar diseñados para promover la inversión, pues un monto mayor de inversión arrojaría ingresos muy superiores que un impuesto alto sobre poca inversión. Hoy en día, Irlanda tiene un impuesto corporativo de 12.5%, una de las tasas más bajas del mundo

Finalmente, el secreto último de la transformación irlandesa consistió en convertir a su población en el factor medular de competitividad. En lugar de invertir en puentes y carreteras, el gobierno reconoció que la esencia del desarrollo residía en la preparación de su gente, en lo que los economistas llaman el capital humano. Es decir, el gobierno comprendió que la inversión física, obviamente necesaria, es irrelevante si no existe una población capacitada que la pueda explotar. De esta manera, se dedicaron ingentes recursos a transformar al sistema educativo con el fin de que se elevara la calidad de la formación de la población y para ofrecerle las habilidades necesarias para competir en el mundo del siglo XXI. No por casualidad Irlanda se anuncia como el país de los bajos impuestos, una fuerza de trabajo capacitada y flexible y una de las poblaciones más jóvenes y mejor educadas de Europa. Ninguna de esas virtudes era cierta hace sólo quince años.

Irlanda ilustra lo mejor del desarrollo. En lugar de dormirse en sus laureles o de lamentarse de lo que no pasa, los irlandeses enfrentaron el reto y ahora, en sólo tres lustros, están gozando los dividendos de una estrategia que brilla por su sencillez. El ejemplo irlandés es tan obvio que bien haríamos en imitarlo. Pero, como siempre, seguramente lo mejor será ignorar un ejemplo exitoso como éste. A final de cuentas, es más importante ver para atrás y permitir que se siga expulsando a miles de mexicanos al mes, como hacían los irlandeses cuando eran pobres, que vernos en el espejo para reconocer que el mundo está saturado de oportunidades a nuestro alcance. Eso hicieron los irlandeses y hoy evidencian, de una manera excepcional, lo que se puede hacer con un poco de sentido común.

 

El cambio que no llega

Luis Rubio

Mientras el país se consume en conflictos estériles, el mundo avanza y nos deja en la retaguardia. La limpieza electoral y el financiamiento de las campañas son clave para el desarrollo político del país, tanto como lo es la transparencia de la función pública y el respeto absoluto e irrestricto a la ley y a las resoluciones judiciales. Pero todas éstas son sólo precondiciones para el desarrollo, no su substancia fundamental. El hecho de que en ellas se concentren las disputas cotidianas es testimonio fehaciente de lo lejos que estamos del camino hacia el desarrollo. Tal vez la conectividad permitiría acelerar el paso.

El mundo cambia a la velocidad del sonido, pero también se está dividiendo. Algunos países aceleran su paso, en tanto que otros se rezagan. Los primeros ven crecer su economía y el nivel de vida de su población. Los segundos se quedan atrás, aumentan el resentimiento de una población que se incrementa en forma descomunal y cierran la puerta al desarrollo de su ciudadanía. La misma dualidad la encontramos en el seno de muchas naciones, comenzando por la nuestra. Una parte de los mexicanos se integra al mundo moderno, participa en las oportunidades de desarrollo y se incorpora a los circuitos educativos, tecnológicos, comerciales, políticos y financieros del mundo del futuro. El resto se rezaga y permanece, si no exactamente en la edad de piedra, sí en el mundo del pasado. Muchos de esos mexicanos no viven de manera distinta a la época colonial. Pero las diferencias se acentúan cada día más, toda vez que el nuevo factor diferenciador es la conectividad.

La conectividad (el acceso a Internet) se ha vuelto el nuevo factor diferenciador en el mundo. La diferencia entre China y Afganistán en cuanto a su incorporación al mundo moderno puede medirse en términos de conectividad. Lo mismo puede afirmarse de decenas de naciones africanas, muchas latinoamericanas y asiáticas. Pero el fenómeno no es sólo signo distintivo entre naciones, sino que también caracteriza a muchas en su interior. En algunos casos, como China, se trata de un proceso que va avanzando sin pausa, pero las distancias físicas y psicológicas (y, sin duda, de control político) son enormes; aun así el gobierno del gigante asiático tiene claro que el futuro depende de la inserción cabal de su país en los circuitos modernos del mundo y que lo que es válido para sus zonas costeras, donde se concentra la mayor parte de su población y también de su crecimiento económico, deberá serlo también para el resto del país. En un número de años, toda China se habrá integrado a la modernidad electrónica.

En México la división es brutal. El México moderno convive con un México que difícilmente se distingue de la era colonial. Y entre uno y otro, la mayoría de la población se encuentra un verdadero vacío: una población con la capacidad de integrarse al mundo moderno, pero sin los medios para lograrlo. De esta manera, el país se rezaga menos por lo que su población no puede hacer que por la falta de visión de sus autoridades. La población rural, la más pobre del país, no cuenta ni con el capital humano (sobre todo una educación que contribuya a su desarrollo y no a su sometimiento político), ni con la infraestructura para su integración al mundo moderno. La población urbana, por su lado, vive en zonas donde la conectividad existe pero con serias restricciones. El hecho de que innumerables familias se comuniquen hoy en día con sus parientes en Estados Unidos por medio de correo electrónico sugiere que las barreras son artificiales, pero aún así en muchos casos insalvables. De lo que no hay duda es que el país carece de una política de conectividad que funcione y en esto nuestras diferencias con países como China son abismales.

La conectividad es el vínculo directo a la revolución informática que ha sobrecogido al mundo. La conectividad le abre una ventana de oportunidades a cada persona que tiene el acceso y esas oportunidades se traducen en información, reconocimiento y desarrollo personal. Quien cuenta con acceso a Internet tiene una ventana a fuentes de información que nunca antes fueron asequibles. Un individuo, de cualquier edad, puede saber lo que existe en otras latitudes y, con ello, informarse y compararse. De la comparación surge el reconocimiento tanto de sus fuerzas como de sus debilidades: en qué soy mejor que el francés o el chino y en dónde enfrento deficiencias notables. El reconocimiento le puede permitir al estudiante saber qué tiene que aprender, qué le falta y qué no le están enseñando. Lo mismo es cierto para el empresario, que puede comparar sus productos, encontrar nuevos medios de distribución y, sobre todo, una perspectiva novedosa sobre lo que está ocurriendo en su sector o rama de actividad en otros puntos del planeta. El valor y la utilidad del Internet se convierten en una cosa obvia para quien lo tiene, pero constituye una barrera infranqueable para quien se quedó fuera del círculo.

El desarrollo está hoy estrechamente ligado a la conectividad, la razón por la cual todos los países con una claridad de visión en términos del desarrollo se han asegurado que ningún ciudadano o región carezca de acceso. Son los casos de todos los países europeos, de Estados Unidos, Canadá, China, el sudeste asiático, Brasil y todos los países que comprenden hacia dónde va el mundo. En todos y cada uno de esas naciones, detrás del esfuerzo hacia la conectividad se encuentra un gobierno con visión. En algunos casos, como en Estados Unidos, el gobierno trazó la visión estratégica y dejó que fuera el sector privado el que la hiciera posible; en otros casos, como Singapur y China, ha sido el gobierno el gestor de la conectividad. El resto del mundo ha fluctuado entre grandes visiones, condiciones a los concesionarios de los servicios, subsidios y acciones directas. Sea como fuere, el hecho es que la conectividad se ha convertido en un factor central del crecimiento económico en todos esos países porque facilita el crecimiento de la productividad, porque incorpora al conjunto de la población y porque eleva la competitividad de las empresas.

Hay países que están dentro del círculo de la conectividad y países que se han quedado fuera. Otros tantos nosotros seríamos una suerte de paradigma en este conjunto– permanecen a la mitad del camino. El gobierno mexicano no ha impedido el desarrollo de la conectividad, pero tampoco ha hecho de éste un factor estratégico de desarrollo. En lugar de avanzar la conectividad, los esfuerzos gubernamentales (englobados en el proyecto denominado e-México) se han limitado al desarrollo de portales gubernamentales que le ofrecen información cada vez más amplia a la ciudadanía. En algunos casos, como en el del pago de impuestos, ya es obligatorio para una porción importante de los causantes el uso del portal correspondiente. Pero lo que de verdad revoluciona a una sociedad no son los anuncios de un gobierno por Internet, sino el acceso que el ciudadano pueda tener a ese medio de comunicación. Todavía más importante es que el ciudadano común y corriente tenga la oportunidad de comparar lo que ha hecho el municipio de Seara en Brasil o el de Beijing en China con el de la ciudad de Guadalajara o de México. Eso hará más por el desarrollo de un buen gobierno que todas las buenas intenciones de los políticos del país.

En suma, la conectividad es el factor individual más importante de transformación que el mundo haya conocido desde la Revolución Industrial. El acceso a la información cambia la manera de ver al mundo y lo hace para todos y en todos los ámbitos. Innumerables empresarios mexicanos se han quedado estancados en el mundo de los cincuenta: mientras que sus pares en otras naciones se transforman aceleradamente, muchos mexicanos se han quedado rezagados, frecuentemente sin saber qué está ocurriendo o, incluso para los mejor informados en el sentido antiguo de la palabra (a través de lecturas o televisión), sin haber tenido la oportunidad de encontrar maneras de agregar valor a sus productos o servicios. Hasta el dueño de un taller automotriz podría beneficiarse si conociera la manera en que cambia su industria, cómo operan talleres similares en Corea o en España o qué otros servicios podría estar ofreciendo. Aun cuando ese individuo ya no tuviera la formación o el deseo de aprender, el acceso a la información transformaría a sus hijos de una manera decisiva.

El acceso a la información se ha convertido en una nueva barrera diferenciadora para los estudiantes mexicanos. Aquellos que están conectados ven al mundo como una oportunidad; aquellos que no lo están crecen percibiéndolo como una amenaza. Ahí se forjan diferencias que luego se traducen en un nivel de desempeño educativo muy distinto y, eventualmente, en ingresos familiares dramáticamente diferentes. La conectividad incentiva el aprendizaje de otros idiomas y promueve el desarrollo de habilidades que nadie percibiría como útiles en otro contexto. La suma de estos elementos se convierte en un motor de desarrollo que sólo no lo ven quienes tienen por objetivo la preservación de la pobreza y del subdesarrollo, tanto mental como económico.

El desarrollo del país requiere, como directriz estratégica, extender la conectividad a todos los rincones del país. El gobierno tiene que hacer suyo el propósito de asegurar que todas las escuelas del país estén conectadas (además de sus obvios beneficios, quizá así se pueda ayudar a que los estudiantes logren superar las barreras inherentes a la educación y al magisterio en el país) y que ello se convierta en un factor motriz del desarrollo.

Una vez trazado e rumbo, lo demás tendría que comenzar a acomodarse por sí mismo: la conectividad evidenciaría la lacra educativa y las deficiencias en términos de infraestructura que caracterizan al país. El acceso a la información llevaría a los niños y a los adultos a entender el mundo en que viven y eso les permitiría enfocar sus propias actividades (y demandas al gobierno) de una manera más precisa y práctica de lo que ocurre en la actualidad. En otros términos, si el camino de las reformas por la vía legislativa no avanzan, capaz que se le puede pasar corriente al país a través de la conectividad.