Luis Rubio
El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) es quizá el principal obstáculo para el desarrollo del país y, sobre todo, para la disminución de la desigualdad económica y social. El problema es doble: por una parte, el sindicato vela sólo por sus intereses (lo que es legítimo). Por la otra, el triunfo de esos intereses tiene consecuencias devastadoras para la sociedad en su conjunto, sobre todo en la era de la información y el conocimiento en que nos ha tocado vivir. No hay nada de malo en que un sindicato, o cualquier otro grupo de interés en una sociedad, protejan y defiendan sus intereses; el problema es que, en esta era, los intereses del sindicato chocan de frente con los intereses de la población en su conjunto, máxime cuando los maestros son muchas veces meros peones de un sindicato caciquil con intereses que nada tienen que ver con la educación. Todavía peor es advertir que nuestro marco institucional y normativo confiere al SNTE y otros sindicatos e intereses una desproporcionada capacidad para determinar nuestro futuro.
El país se encuentra en un momento por demás delicado. Las disputas en torno a su futuro son crecientes, pero no existe una discusión seria y razonada sobre su realidad y potencial. Lo que se discute es una mezcla de realidad objetiva con promesas o visiones de grandeza cacareadas en el discurso gubernamental y de los precandidatos a la presidencia. Al final, sin embargo, el debate acaba siendo esencialmente ideológico, pues no parte de premisas sustentables, problemas concretos y factores comparables, sino de afirmaciones en buena medida gratuitas, ilusiones sobre el deber ser y poco compromiso, más allá de la retórica, con el logro de los objetivos propuestos. Todavía más grave es la propensión a ignorar, de manera voluntaria, la realidad que nos circunda, como si ello no tuviera implicaciones y consecuencias para nosotros.
Comencemos por la educación. Desde tiempos inmemoriales, la educación ha sido siempre vista como el mecanismo más eficaz para asegurar el progreso en la escala social. El enorme apoyo colectivo que comanda la educación pública en México se explica porque la población, comenzando por las mamás, cifra en ella las expectativas de progreso de un hijo. Ir a la escuela puede ser la diferencia entre romper la barrera que mantuvo subyugada a una persona, familia o sociedad por décadas o siglos, y perseverar en la miseria y la falta de oportunidades. Las encuestas muestran que el apoyo a la educación pública es mayor mientras menor es el nivel de estudios de la mamá y/o más pobre es la familia. Se trata de una manifestación lógica: para quienes perciben que la educación favorece la movilidad social y que ésta es clave para una sustancial mejoría económica en el mediano o largo plazo, la educación pública constituye el boleto a la felicidad.
Y no cabe duda que el desempeño del sistema educativo nacional permitió una gradual transformación de la sociedad mexicana. Sin ese sistema, el país estaría infinitamente más atrasado, subdesarrollado e imposibilitado para aspirar a un mejor nivel de vida o estándar de desarrollo. Pero, con toda sensatez, esto no es suficiente. Si uno mira hacia atrás, el avance ha sido inmenso. Pero nadie mide las cosas así: todo mundo mide su progreso en términos de sus aspiraciones y de las expectativas que crea la televisión, el progreso de los vecinos y la imagen que cada cual guarda en su cabeza de lo que es posible, dado que ya existe.
Puesto en términos del sistema educativo, el que la educación haya permitido avances respecto a lo que existía en esta materia a principios del siglo XX, es irrelevante para una población que demanda satisfactores hoy para sus expectativas de ayer. Es decir, lo importante no es que el sistema educativo y su sindicato hayan contribuido a lograr una mejoría sensible en términos absolutos (que nadie puede disputar), sino que no han impedido un rezago creciente en términos relativos. En una era caracterizada por la competencia, la disponibilidad ubicua de información y el comercio, lo que cuenta no son los avances del pasado, sino las habilidades y conocimientos con que se cuenta para poder lograr ser exitosos en esta realidad.
Esa prueba no la pasa prácticamente ningún egresado del sistema educativo nacional. Peor, debido a que la abrumadora mayoría de la población del país, incluyendo a la totalidad de la población pobre, depende de la educación pública, la conclusión ineludible es que el sistema educativo nacional no sólo no cumple su cometido, sino que se ha convertido en el principal fardo para el desarrollo nacional.
La afirmación anterior no es exagerada. La era de la información entraña características únicas que determinan la viabilidad de un país y el potencial de desarrollo de su población. A diferencia de épocas anteriores, lo que importa no es el avance o capacidad de una población en relación a su pasado, sino su capacidad de competir con otras sociedades el día de hoy. Más a favor de esta idea: en la era de la información, el éxito depende no del desempeño de una sociedad en su conjunto, sino de la acumulación de acciones individuales.
En la era de la información, la clave del éxito reside en la creatividad individual y ésta depende, además de los atributos personales, de la calidad de la educación. Dada nuestra realidad social y la pésima calidad de la educación pública, la probabilidad de que los mexicanos pobres se rezaguen todavía más es desproporcionada. Peor: la brecha se amplía en la medida en que una porción de la población, la que tiene acceso a otro tipo de educación, se integra al mundo moderno, compite y avanza, en tanto que la otra no sólo no tiene esa posibilidad, sino que, por la necedad de proteger a un sindicato cuyo interés es meramente político y pecuniario, se rezaga cada vez más. Puesto en otros términos, la brecha que divide a la población mexicana no sólo es enorme, sino que se amplía día con día.
La era de la información exige un enfoque distinto. La historia de nuestro sistema educativo y la de su sindicato de maestros corrió paralela a nuestra historia política y, por muchas décadas, el costo de su ineficacia se medía en términos del costo de oportunidad tanto a nivel agregado como individual: es decir, en las oportunidades perdidas tanto por el mal uso del presupuesto federal, como en las oportunidades que todos los educandos nunca pudieron materializar debido a que la educación que recibieron sirvió, en la mayoría de los casos, para preservar el statu quo (o sea, el control político) y no para desarrollar el potencial de la población y de cada uno de sus individuos.
Lo desperdiciado no se puede recuperar. Pero la era de la información entraña el monumental reto de evitar que esa brecha se siga ampliando y este reto se vuelve tanto más grande cuando el conocimiento, que es, a final de cuentas la gasolina de la era de la información, se hace obsoleto a la velocidad del sonido. Un sistema educativo concebido con fines de control político y un sindicato dedicado a expoliar a costa del desarrollo de la educación, son absolutamente incongruentes con esta nueva realidad. No se trata de un juicio sobre la función política del sindicato o sobre su historia; más bien, tiene que ver con lo único que importa: el futuro. Y ambas cosas son incompatibles.
El punto de todo esto no es justificar una acción contraria al sindicato de maestros. Lo que está mal no es el SNTE per se sino el sistema que lo hizo posible y que, a pesar del cambio radical que representó la derrota del PRI en el 2000, no ha desaparecido. Aunque la pésima educación y su incongruencia con la realidad actual son causa directa de la creciente brecha social, el problema es mucho más amplio. Más al punto, sin alterar de manera radical el entorno político, será imposible modificar el sistema educativo, que es uno de sus productos más tangibles y directos.
Nuestra sociedad evidencia un paupérrimo desempeño no sólo en su sistema educativo, sino en casi todo lo demás también. Las instituciones que tanto orgullo le generaban al famoso “sistema” de antaño son hoy su gran pasivo. Todo estaba diseñado para mantener control, subyugar e impedir, exactamente lo contrario de lo que exige una sociedad del conocimiento: acceso a la información, creatividad, comunicación, imaginación, capacidad de comparar, discriminar y discernir.
El problema trasciende a nuestro sistema educativo: las instituciones públicas y políticas no sólo no contribuyen al desarrollo económico del país (la ausencia de un Estado de derecho capaz de dirimir conflictos y normar las relaciones entre la población y entre ésta y el gobierno, es un claro ejemplo de ello), sino que, en la era de la información, lo impiden. La disfuncionalidad de la educación y su sindicato son sólo dos manifestaciones más de un mal prácticamente ubicuo. Toda esa estructura, y los incentivos perversos que desata, no hacen sino paralizar al país e impedir el crecimiento de la productividad que es, a final de cuentas, la clave del crecimiento económico, la generación de empleos y la elevación de los niveles de vida. Nada más.
En este como en tantos otros temas, el país enfrenta disyuntivas fundamentales que se reducen a un asunto muy simple y obvio: queremos ver hacia adelante o seguir remembrando un pasado que, como diría Cervantes, nunca fue mejor. El atractivo del pasado es muy explicable, en buena medida porque confiere certidumbre. Pero el pasado no sólo no resolvió nuestros problemas, sino que ahí germinaron las semillas de nuestra inviabilidad actual. El dilema es claro y transparente: hasta hoy hemos hecho todo lo posible por evitar enfrentar las causas de nuestro subdesarrollo y la cambiante realidad del mundo de la información y el conocimiento. Vaya, ni la derrota del PRI indujo a discutir, ya no digamos a intentar alterar, las instituciones y estructuras de antaño. Peor, al menos un candidato está proponiendo retornar a ese mundo de aislamiento, hoy inconcebible.
Lo que resulta perturbador es saber qué producirá los incentivos necesarios para emprender la transformación. Igual se podría comenzar por un acuerdo sobre algo menos grande, pero mucho más trascendente, como es la educación. La alternativa es seguir empobreciendo a la población. Capaz que eso concentra las mentes de al menos algunos políticos.