Luis Rubio
Para nadie es novedad que el nuestro es un país del subdesarrollo. En lugar de avanzar y madurar, los signos que el país arroja son de involución; se privilegian las formas sobre lo sustantivo y se sobrepone el pasado al futuro. El Informe de esta semana no es sino un ejemplo más de los muchos que acontecen a diario: el formato puede ser obsoleto, pero el acto es más una reminiscencia de un país en estado caótico que de uno orgulloso de sí mismo o capaz de convencer al electorado y al mundo que el conjunto de políticos ahí reunidos tiene capacidad para conducir los destinos de una nación, ahora o en escasos quince meses.
Bien sabido es que el país se caracteriza por sus divergencias y contradicciones. Parte de la explicación de esta realidad reside en los abruptos cambios que han sufrido nuestros procesos políticos en los últimos años. Pero otra parte, no menos relevante, reside en el primitivismo de nuestras formas políticas: transitamos de un sistema rígido en el que una persona definía las formas y los parámetros de lo aceptable, a otro en el que todo y nada es aceptable, todo a un mismo tiempo. Pero las formas son cruciales en cualquier sistema político, pues son ellas las que abren la posibilidad para la interacción, la negociación y la resolución de conflictos. En todos los países civilizados se guardan las formas y se escucha a la otra parte porque nadie sabe quién será un aliado en la próxima negociación.
En este contexto, es peculiar que nuestros políticos privilegien la forma sobre el fondo, cuando no saben ni siquiera respetarse a sí mismos. El respeto al derecho del contrincante político a expresarse es una máxima fundamental de cualquier sistema político. Nuestros políticos que tanto critican y atacan al presidente Fox argumentan que el presidente no se apega a las formas. El comal le dijo a la olla.
Pero el significado más profundo de esta dislocación es que en el país no se pueden intercambiar ideas, comparar posturas o negociar posiciones. Si las partes no pueden escucharse, mucho menos podrán entenderse y sin este último requisito, resulta improbable que procuren acuerdos que satisfagan a todos los involucrados. Esta realidad amenaza la viabilidad futura del país no porque un partido o candidato gane o pierda, sino porque las diferencias que caracterizan a nuestra sociedad son cada vez más profundas, tanto como la incapacidad de los políticos para comunicarse. El problema no reside en las diferencias situación quizá indeseable, pero real y no particularmente distinta a la de muchas otras naciones sino en nuestra aparente incapacidad de sortearlas para construir un futuro mejor. Peor, es en un mar de confusión como ese que se hacen posibles las dictaduras.
Desde un punto de vista analítico, es fácil explicar el impasse en que ha caído la política mexicana. El 2000 cambió los ejes y factores de equilibrio que por décadas distinguieron a la política nacional. El realineamiento produjo ganadores y perdedores, pero de una manera nueva, distinta a lo tradicional. Sin embargo, los ganadores no supieron capitalizar la nueva realidad, en tanto que algunos de los perdedores aprendieron a convertir la adversidad en un activo aprovechable.
Históricamente, el comienzo de cada sexenio traía consigo ganadores y perdedores. Grupos políticos y económicos asociados a la facción ganadora dentro del proceso priísta, aprovechaban el momento para asegurar que la revolución les hiciera justicia. En lo que respecta a los perdedores, cuando les iba bien, acababan en puestos de tercera o de plano en el ostracismo. Cuando les iba mal, eran perseguidos e incluso encarcelados. Todo en nombre de la pureza revolucionaria.
La sucesión en 2000 fue muy diferente. Para comenzar, todos los priístas fueron perdedores y, al menos en un primer momento, ninguno fue ganador. Los perredistas, que nunca han gozado del privilegio de ejercer la presidencia, ni ganaron ni perdieron. Pero lo interesante fue el caso de los panistas, cuya dinámica les impidió consolidarse como partido gobernante. Esta situación se debe, en parte, a que el PAN no consiguió la mayoría legislativa, pero sobre todo a la distancia que existió existe entre la administración y el PAN.
Quizá lo más interesante ha sido la forma en que el PRI y el PRD supieron aprovechar las inconsistencias e incoherencia del gobierno actual para revertir la adversidad que enfrentaron en 2000. Aunque el ruido que ha emanado del congreso ha sido la impronta de nuestras percepciones políticas de los últimos años, lo relevante ha tenido lugar en otras partes. El PRI concentró sus fuerzas y esfuerzos a nivel estatal y local, al grado en que para las elecciones intermedias ya había logrado revertir la tendencia de una manera definitiva. Su victoria en la elección del estado de México fue tan abrumadora que representa el mayor triunfo de ese partido en más de dos décadas.
Por su parte, el PRD bifurcó sus esfuerzos. Por un lado, siguió una estrategia de descrédito al gobierno en el poder legislativo y, por el otro, en el Distrito Federal, construyó una opción real para el 2006 a partir de una estrategia que consistió, esencialmente, en hacer y actuar donde el presidente Fox no supo como hacerlo. El desafuero fue sin duda el punto climático de esa estrategia, pero no quedó ahí. La culminación de ese proceso la decisión del presidente de no proseguir, sin fundamentarla en ningún acto legal allanó el camino para la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, pero dejó en ascuas al sistema legal, con la incertidumbre que de ahí se derivará en los años por venir.
El realineamiento del sistema político es un proceso que no se consolidará en 15 minutos. Se trata de un proceso por demás complejo y lleno de aristas. El realineamiento obvio fue el de los partidos en el poder, pero no menos grande (y seguramente de mayor trascendencia) ha sido el de la relación de fuerzas entre la federación y los poderes locales, así como entre los sindicatos corporativistas y el gobierno federal. Las fuerzas que antes se controlaban desde Los Pinos ahora siguen dinámicas propias, con frecuencia opuestas al presidente. Los gobernadores y presidentes municipales, aun en la más positiva de las circunstancias, tienen objetivos que chocan en todos los planos con la lógica de la federación. Los sindicatos corporativistas, sin contrapeso alguno, no tienen más interés que el de sus propios líderes y, en ocasiones, de sus agremiados. Los tres partidos grandes comparten un objetivo el control absoluto del proceso político pero tienen intereses contrapuestos en los procesos electorales.
Por encima de todo esto se encuentra una sociedad caracterizada por profundas y agudas diferencias, en parte producto de diferencias sociales (la terrible desigualdad que caracteriza al país), pero también como resultado de un crispamiento del entorno político que conduce a la polarización de posturas, expectativas y preferencias. El punto donde la sociedad se une es en el rechazo a partidos y políticos, a los que ve como causantes de todos sus males. Paradójicamente, los políticos no tienen incentivo alguno para resolver problemas, zanjar diferencias o construir un mejor futuro, todo lo cual refuerza la percepción que sobre ellos tiene la ciudadanía.
Todo en la política mexicana profundiza las diferencias de intereses y posturas entre los miembros de la sociedad. Algunas de estas diferencias se resuelven y dirimen cotidianamente en procesos electorales, en tanto que otras acaban siendo, en apariencia, irreductibles. Lo patético es observar el mercado en que se ha convertido lo que en otros países se conoce con el nombre de capilla de la democracia, es decir, el poder legislativo.
El Informe es un viejo ritual que ya no funciona. El problema es que nadie define qué es lo que no funciona. Por décadas, el Informe cumplía la función de evidenciar el poder presidencial, razón por la cual acabó siendo conocido como el día del presidente. El presidente enviaba señales, premiaba y castigaba funcionarios y, al final de largas horas, permitía que todos los aspirantes al poder o la riqueza que él mismo dispensaba le besaran la mano. Era un rito construido para mitificar y endiosar al dueño del balón. Aunque no es evidente que hayamos visto el final de los presidentes autoritarios, es claro que, al menos por ahora, la función de endiosar al presiente ya no se cumple. El mito fue destruido por muchos legisladores, entre los que el diputado Vicente Fox fue un actor prominente.
Pero de la función de mitificar hemos pasado a la de destruir sin siquiera exhalar. Lo importante ahora parece ser aniquilar la presidencia, el presidente y el sistema en su conjunto. Se le reclama al presidente que utilice el púlpito para plantear su perspectiva de las cosas (como hacen todos los presidentes y primeros ministros del mundo) y que utilice los medios de comunicación para hacer campañas políticas, como si la presidencia tuviera una función distinta a la de la política.
Sintomático de todo lo anterior es que los poderes y partidos en su totalidad empleen los medios para hacer exactamente lo mismo por lo que acusan al presidente. ¿Acaso diputados y senadores, e incluso comisiones de uno u otro cuerpo colegiado, no gastan fortunas enteras (aunque sea en tiempos oficiales), para promover sus logros, frecuentemente pírricos? Lo mismo aplica para la Suprema Corte de Justicia. Todos los poderes, partidos, grupos legislativos y políticos cacarean sus acciones sin reparar en que la vida social no se ha visto afectada por tanto activismo. Pero todo ese cúmulo de acciones no les impide a los políticos partidistas reclamarle al presidente que, por primera vez en su sexenio, haga exactamente lo mismo que ellos hacen todos los días. Por supuesto que es peculiar, por decir lo menos, que un presidente hasta hace apenas unos meses dedicado en cuerpo y alma al desafuero ahora censure y ataque al PRI, lo que de manera natural puede acabar haciendo posible a su antiguo enemigo, López Obrador.
Con una nueva estrategia en la forma de su Informe, el presidente libró el mal rato, pero el acto no mostró a una nación civilizada que privilegia la interacción y el diálogo constructivo sobre la violencia retórica. Un país en el que los políticos no se respetan a sí mismos no tiene a dónde ir.