Poca seriedad

Luis Rubio

¿Qué queremos de Estados Unidos? La realidad geográfica nos ha puesto al lado de la mayor potencia y el mayor mercado del mundo pero, luego de casi doscientos años de vida independiente, todavía no sabemos qué queremos o cómo relacionarnos con ellos; vaya, ni siquiera entendemos quiénes son y cómo funcionan. Peor, siempre reclamamos que se nos trate como iguales, pero no estamos dispuestos a vivir con las consecuencias. Como ilustra la numerosa cohorte de precandidatos a la presidencia, todo mundo quiere algo diferente de EUA; increíblemente, todos ellos siguen tratando de tapar el sol con un dedo, pretendiendo que los mexicanos no tenemos capacidad de discernir.

Las últimas semanas han sido por demás ricas en evidencia de nuestra incapacidad para definirnos respecto a nuestro vecino del norte o para entender su dinámica interna y determinar cómo convertirla en oportunidad. Se trata de un viejo círculo vicioso, ahora exacerbado por la creciente violencia en el país en general y en la región fronteriza en particular. Pero el que se trate de un problema viejo ni lo excusa ni lo explica. El nivel de violencia es un problema interno que no va a disminuir por mucho que se le reclame a los estadounidenses, mientras que el distanciamiento que ésta provoca en la relación bilateral no hace sino agudizar nuestros propios riesgos internos, tanto políticos como económicos.

La prensa de las últimas semanas es por demás reveladora: nos muestra de manera fehaciente a un gobierno totalmente incapaz de entender el problema, obsesionado con fantasmas de su propia creación y con intentos por desviar la atención hacia un rumbo en el que no hay soluciones posibles. En otras palabras, el gobierno, como ya es usual, no ha hecho sino arrinconarse, lo que no hace sino posponer el momento en que inexorablemente saldrá con la cola entre las patas. Los candidatos hablan sin comprender que hay dos lados en cada historia y que la solución de problemas internos desde la violencia hasta el desempleo- no reside simplemente en pasarlos, como los migrantes, al otro lado. Frente a todo esto, la población queda estupefacta ante la obviedad de estos absurdos y la precariedad de nuestra posición como país. También resulta explicable que el 46% de los mexicanos se iría si pudiera; si eso no es una medida objetiva de fracaso, nada lo es.

Independientemente de las afirmaciones excesivas y poco diplomáticas del embajador norteamericano, todos los mexicanos sabemos que su percepción respecto a la violencia en México es mucho más cercana a la realidad de lo que pretende el gobierno y la multiplicidad de políticos que no pueden quedarse callados bajo ninguna circunstancia. Más allá de las decisiones y motivaciones de los gobernadores de estados norteamericanos como Nuevo México y Arizona, lo evidente es que la violencia a lo largo de la frontera (y, para que mentirnos, del país en general) está destruyendo regiones enteras del país. El que algo de esa violencia esté vinculada con el narcotráfico no es más que una anécdota muy preocupante, pero en última instancia irrelevante. Los secuestros en el DF y zonas aledañas son indistinguibles en su impacto de la violencia de los narcos: ambos impiden la convivencia cotidiana, hacen imposible la creación de empleos y matan al país, así sea de a poquito.

Algunos priístas han tratado de aprovechar el río revuelto, argumentando que nada de esto sucedía cuando ellos gobernaban. Según su nublada visión, el país era un pequeño paraíso que funcionaba a la perfección y gozaba del respeto de los estadounidenses. Señalan a la incompetencia del gobierno de Fox como responsable de darle al traste a todo. De la incompetencia no hay duda, pero al menos es posible ser un poquito escéptico sobe la noción de que antes todo funcionaba como reloj suizo.

Por lo que toca al gobierno actual en el tema bilateral, hay dos cosas de las cuales es claramente responsable y otras dos en las que no hizo sino continuar por el camino trazado décadas atrás. Quizá más interesante es el hecho de que ni Fox ni el PRI o el PRD han comprendido que la naturaleza de esa relación cambió para siempre en el momento en que el PRI perdió la presidencia.

Fox se equivocó en dos cosas: primero, como demostró con gran agudeza René Delgado la semana pasada, su afán por debilitar a la Secretaría de Gobernación le llevó a acelerar la destrucción de los ya de por sí disfuncionales servicios de seguridad pública en el país, lo cual explica el crecimiento, más no el origen, de la violencia. Claramente, la violencia ha crecido en la medida en que se el viejo sistema de control político se comenzó a venir abajo. Esto empezó a ser perceptible a partir de los setenta, cuando los priístas, con eso de que hacer cumplir la ley era equivalente a reprimir, aflojaron los goznes al sistema de seguridad sin substituirlos por nada. No es casualidad que todo el sistema de control se fuera erosionando hasta acabar por desmoronarse. En todo esto, Fox no hizo sino quitarle los alfileres que quedaban. Y ahora nadie parece saber qué hacer para detener la bola de nieve de la violencia que afecta desde luego a la frontera, pero también y de manera agravada al resto del país.

El segundo gran error de Fox, este sí directamente vinculado con EUA, consistió en anunciar un objetivo inalcanzable el tema migratorio y con ello establecer el nivel mínimo de éxito en un plano imposible. A partir del momento en el que habló de un pacto migratorio, que fue presentado e interpretado como una apertura total para quien quisiera migrar a ese país, las expectativas se localizaron en un nivel tan elevado y absurdo que nada menos sería aceptable. Aunque el tema migratorio ya adquirió carta de naturalización en discurso político nacional, tarde o temprano habrá que explicarle a los mexicanos que la migración entre dos países depende, pues, de dos países y no sólo del deseo de los políticos mexicanos que, irresponsablemente, quieren quitarse el problema del desempleo de encima.

Aunque esos dos errores de la administración Fox sean funestos, no todo lo que hoy caracteriza a nuestra patética realidad es culpa suya. La violencia ya venía de antes y la incapacidad por definirnos frente a Estados Unidos es tan vieja como el país. Ninguna de esas dos realidades se le puede atribuir, o cobrar, a la administración del presidente Fox. Se puede discutir si el gobierno actual pudo haber modificado el rumbo y ser menos visceral en algunas decisiones (como la de separar Seguridad Pública de Gobernación), pero es un hecho que el país ya venía experimentando un creciente deterioro en los temas de seguridad. Los secuestros, la violencia y la inseguridad se han agudizado, pero no comenzaron en 2000.

Lo que prácticamente nadie entre los políticos o analistas- ha reconocido es que la relación bilateral cambió de manera dramática en el 2000 y no por causa del presidente Fox. Los priístas reclaman que bajo sus gobiernos, los estadounidenses mostraban un respeto y un recato que hoy en día ya no existe, y de ello culpan a Fox y su gobierno. La realidad es más complicada. Hace años, el hoy ex embajador Davidow argumentaba, con su excepcional profundidad y agudeza de siempre, que los mexicanos hablábamos de asimetría y la criticábamos, pero que realmente nunca la entendimos. Su argumento era que por mucho que los mexicanos nos quejáramos, esa asimetría beneficiaba a México.

Según su planteamiento, los americanos siempre eran cautos y cuidadosos en su trato con México precisamente por la debilidad relativa de nuestro país. Existe la anécdota de algún presidente estadounidense en las décadas pasadas que, por alguna razón suya, tenía que modificar la fecha de encuentro con su homólogo mexicano. Sin embargo, al discutir el problema con su equipo de asesores, la decisión fue que la reunión debía proseguir conforme a lo planeado, conocedores de que los mexicanos comenzaríamos a encontrar toda clase de conspiraciones escondidas en donde solamente había un problema de agenda. La asimetría permitía que México fuera tratado por los norteamericanos como un caso de excepción, lo que implicaba que cerraban los ojos frente a toda clase de situaciones que no le aceptaban a otros países. Lo hacían no porque les gustara, sino porque temían las consecuencias internas (en México) y bilaterales de una gran militancia en nuestro país. Por supuesto que hubo gobiernos (y embajadores) intensos y agresivos, pero la norma, según esta tesis, fue tratar a México como un país más débil y, por lo tanto, meritorio de un trato especial.

La emergencia de un México orgulloso de su democracia, miembro del club de los ricos (OCDE), la décima economía del mundo y un activo participante en los foros multilaterales, cambió todo eso para siempre. Según la tesis del embajador Davidow, fuimos los mexicanos los que insistimos, a lo largo de las últimas décadas, que se nos tratara como iguales y fue ello lo que permitió negociar acuerdos diversos tanto en materia comercial como diplomática que serían impensables, desde la perspectiva norteamericana, con naciones con las que no se tiene una confianza de esencia (como los europeos, japoneses y similares). Los mexicanos demandamos ser tratados como iguales y eso ha dado rienda suelta a los estadounidenses para actuar sin inhibiciones y de manera directa frente a problemas como la violencia fronteriza que, por más que aquí nos envolvamos en la bandera para ignorarlos, existen y está creciendo de manera incontenible. Tampoco es posible negar lo obvio: que a ellos esa violencia les afecta de manera directa.

Mientras que los mexicanos perseveramos en nuestra perenne incapacidad para definir lo que queremos, dentro del reino de la realidad, de la vecindad, los americanos están preocupados por las consecuencias de nuestra violencia sobre su frontera. Igual deberíamos estar de preocupados todos los mexicanos. El problema de la violencia y la inseguridad no es de carácter bilateral ni se origina en el consumo de drogas en aquel país, por más que esté inexorablemente vinculado. El problema se deriva de la extraordinaria debilidad y disfuncionalidad de nuestras instituciones tanto políticas como de seguridad- y ese problema nada tiene que ver con nuestros vecinos. El problema es nuestro y más vale que lo atendamos antes de que se comience a desmoronar no sólo la seguridad, sino el país en su conjunto.