Luis Rubio
Las últimas décadas han sido tiempo de cambio y transformación en México. Muchos alegan que esos cambios nos dejado peor de lo que estábamos y que nunca ha habido mejores tiempos que los vividos en el pasado; pero, a pesar de las enormes carencias que siguen caracterizando al país en general y a una buena parte de la población, cualquier medida objetiva de progreso arrojaría un saldo positivo. Sobre todo, arrojaría un sentido claro de oportunidad en espera de ser aprovechado para transformarse en realidad. Por ejemplo, ¿quién podía imaginar hace años que llegaríamos a rebasar los doscientos mil millones de dólares en exportaciones o que un partido distinto al PRI estaría gobernando al país? Y, sin embargo, ambas situaciones acontecieron. Una sugiere que el potencial de crecimiento es infinito; la otra indica que la capacidad de maduración es igualmente ilimitada. La pregunta es cuándo tendremos la capacidad de transformar el potencial en realidad.
A pesar de lo que argumenten los críticos, los cambios de las últimas décadas no han ocurrido en un vacío. El mundo se ha transformado a una velocidad asombrosa y las reformas de los ochenta y noventa en el país no fueron más que intentos, muchas veces fallidos o mal estructurados, de mantener al país al día frente a un mundo cambiante. De hecho, muchos otros países cambiaron mucho más rápido que nosotros. China e India, por citar dos ejemplos evidentes, han logrado dar enormes pasos en este sentido hasta convertirse en economías pujantes y productivas, habiéndonos rebasado en muchos frentes hace un buen rato. Entre otras, han logrado disminuir la pobreza y la desigualdad a través de su cabal incorporación a la globalización. Peor, nos han rebasado aun a pesar de la existencia de extraordinarias ventajas a nuestro favor, como es el TLC y la localización geográfica de nuestro país. Es decir, aunque pareciera que hemos sido agentes de un cambio radical, lo cierto es que, cuando mucho, sólo hemos conseguido mantenernos en un lugar constante. En un mundo competitivo lo que cuenta son los avances relativos, no los absolutos, pues esos son los que se convierten en riqueza y oportunidades de empleo.
Visto en perspectiva, el cambio que experimenta el mundo es mucho más profundo de lo aparente. La revolución de las comunicaciones ha “achicado” al mundo y los lugares más recónditos están o pueden estar comunicados como las grandes ciudades. Mejores comunicaciones han permitido una revolución no menos impactante en el ámbito financiero, pues las instituciones bancarias y financieras hoy en día tienen tantas oportunidades de acercarse a sus clientes como lo permitan las propias comunicaciones. Internet ha facilitado el vínculo entre exportadores e importadores; un fabricante puede saber dónde está su competencia prácticamente al instante. La tecnología ha eliminado muchas de las grandes limitaciones, al menos geográficas, que diferenciaban a las naciones en el pasado. O, puesto en otros términos, todos los países tienen hoy, en potencia, las mismas ventajas y desventajas que el resto.
El mundo es hoy como una cancha de fútbol en la cual ambos equipos gozan de exactamente las mismas condiciones. La cancha es plana, cada uno tiene la misma portería la mitad del partido y ambos pueden ganar. Todo depende de la disposición de cada equipo, su estrategia y su preparación. Lo mismo se puede decir de las empresas y de los países. Todo mundo sabe, o puede saber, qué es lo que hace exitoso a un país, todo mundo tiene acceso a los mismos recursos y todo mundo puede competir en igualdad de circunstancias. Dicho lo anterior, sin embargo, es evidente que no todo mundo goza de las mismas condiciones ni hace uso de los recursos disponibles con la misma oportunidad. Es decir, el que todo mundo pueda competir en igualdad de condiciones, como en un partido de fútbol, no quiere decir que todos van a convertir su potencial en realidad. Como en el fútbol, todo depende de la disposición de cada equipo, del entrenamiento que haya seguido, de la estrategia y de la infraestructura con que cuente.
Medida con ese rasero, la capacidad competitiva de la economía mexicana es más bien baja y ha venido declinando en los últimos años. Aunque contamos con las mismas oportunidades que los franceses y los chinos, los japoneses y los brasileños, durante los últimos años hemos sido mucho menos competentes que dichas naciones para explotar las oportunidades. No es casualidad que, a pesar de nuestra cercanía geográfica con Estados Unidos, China nos esté ganando en exportaciones hacia nuestro vecino país. El crecimiento de las exportaciones chinas se explica por la claridad de visión del gobierno chino, que crea condiciones propicias para la instalación de nuevas inversiones en su territorio, así como para la formación y educación de su mano de obra, amén de una infraestructura incomparablemente superior a la nuestra. Todas las ventajas del gigante asiático son resultado de acciones emprendidas por su gobierno; ninguna de ellas se explica por una ventaja natural de origen que ellos poseyeran y nosotros no.
Volviendo al principio, aunque a mucha gente en el entorno político le parezca que el ritmo de cambios y reformas de años pasados ha sido excesivo, que hay una “fatiga” para reformar, la realidad es que más que excesos, enfrentamos oprobiosos rezagos: el país requiere de avances significativos en temas como el fiscal y el energético, de infraestructura y educación, sin los cuales el estancamiento se ahondará y nos conducirá a pérdidas crecientes respecto a nuestros más cercanos competidores.
Vistas en retrospectiva, resulta evidente que muchas de las reformas que se emprendieron en las décadas pasadas no fueron todo lo exitosas que debieron ser o no tanto como sus promotores aseguraron. Sin duda, parte de la razón de lo anterior tuvo que ver con los criterios políticos que les acompañaron (no perder el poder) o con objetivos cruzados, como el de resolver problemas fiscales del gobierno con ingresos de una sola vez, producto de la privatización de empresas públicas (en múltiples casos, el precio de venta de una empresa paraestatal se determinó tomando como referencia no su valor de mercado, sino las necesidades de financiamiento del erario). Ambos criterios tuvieron la consecuencia de crear incentivos perversos para los entonces nuevos banqueros o para los nuevos monopolios privados. No menos significativo fue el hecho de que, dada la frecuente irracionalidad de los debates públicos en el país, los gobiernos privatizadores y reformadores se sintieron obligados a mostrar un número enorme como precio de venta, independientemente de que ese número fuese tan grande que hiciera inviable la inversión posterior. Sin el menor afán de defender la forma en que se llevaron a cabo diversas reformas y privatizaciones, no se puede ignorar que la dinámica de nuestro proceso político fue en ocasiones tan compleja y perversa que generó circunstancias inhóspitas para el éxito de las propias reformas.
La experiencia adquirida en todos estos años demuestra dos cosas. Una es que el país no puede salir adelante, remontar las excesivamente bajas tasas de crecimiento conseguidas en estos años y satisfacer las necesidades de desarrollo de la economía y de la sociedad, sin llevar a cabo una nueva ronda de reformas que impulse la inversión, eleve la productividad y cree nuevos motores de desarrollo para el país. Y otra es la imperiosa necesidad, evidente desde 1997, de crear condiciones políticas e institucionales que hagan posible la toma de decisiones a nivel nacional, donde los partidos y el gobierno compartan la responsabilidad, pero también los beneficios, de la modernización del país. Sin mejores estructuras de decisión, la dinámica de la discusión legislativa va a reproducirse en los próximos gobiernos, independientemente del partido o persona que esté a cargo.
Muchos dudan sobre la conveniencia de perseverar por el camino de los últimos años, es decir, de intentar ser exitosos en insertar al país en la dinámica de la economía global. En términos generales, quienes así piensan lo hacen por razones ideológicas (se oponen al capitalismo) o porque temen ser perdedores. La oposición ideológica es enteramente respetable en el plano político pero no es muy relevante en la realidad en que vivimos. A uno puede no gustarle la manera en que evoluciona el mundo, pero no hay manera de impedir que así evolucione. Esa es la razón por la cual hasta las naciones más recalcitrantes en un plano ideológico, como Libia, Cuba y Vietnam, han avanzado en esa dirección. El país no tiene más alternativa que sumarse o quedarse permanentemente estancado, con todo lo que eso implica para una sociedad con la estructura demográfica de la nuestra.
Por lo que toca al temor de perder en un mundo de competencia impersonal y a ultranza, la alternativa no es retraerse, sino transformar nuestras estructuras sociales y las políticas gubernamentales relevantes para que cada mexicano cuente con el capital humano necesario (es decir, educación, habilidades y oportunidades) para poder enfrentarse con éxito al mundo en que nos ha tocado vivir. La realidad es que quienes temen a la competencia no están más que reflejando las enormes fallas de sucesivos gobiernos, pero también la extraordinaria irresponsabilidad de quienes desde el gobierno o desde el poder legislativo se niegan a llevar a cabo las transformaciones que urgentemente se requieren en temas tan obvios como la educación, la infraestructura, la energía y las cuentas fiscales.
El país se enfrenta a un verdadero dilema. Abandonamos una ribera del río que ya no era sostenible porque no producía crecimiento económico y los satisfactores que de ahí se derivan, pero no hemos hecho nada para poder llegar, sanos y salvos, a la otra orilla. Todos los políticos quieren ser presidentes y todos quieren el poder. No estaría mal que comenzaran a ganarse ese derecho llevando a cabo los cambios que el país urgentemente requiere.
Aeropuerto
En lugar de atacar el problema de fondo -las pistas- el gobierno optó por darle la mano de gato más costosa e inútil del siglo. Ahora ya está listo para seguir igual de saturado y disfuncional.