Contra la pared

Luis Rubio

Albert Einstein decía que es una estupidez hacer lo mismo dos veces y esperar que el resultado sea diferente; nosotros solemos cometer ese error. Como tantos otros países en los últimos años, México se ha detenido en su proceso de desarrollo. Parte del problema radica en la falta de demanda para nuestras exportaciones o en la debilidad del mercado interno, es decir, en la inexistencia de lo que comúnmente se llaman «motores de crecimiento». Las exportaciones dependen de que existan mercados externos dinámicos y crecientes, así como de productos y servicios competitivos por nuestro lado. Los motores internos del crecimiento tienen que ver esencialmente con inversiones realizadas dentro del país, entre las que sobresalen aquellas relacionadas con infraestructura (carreteras, presas, plantas eléctricas, etcétera.) Muchas cosas se podrían hacer, a nivel gubernamental, para contribuir a elevar la competitividad de los productos y servicios mexicanos y para crear oportunidades de inversión que, a su vez, se traduzcan en fuentes de demanda. Sin embargo, hay un factor que no se puede desestimar y que también ha sido insuficiente en los últimos años: el empresariado. Sin empresarios pujantes no es posible el desarrollo.

Empecemos por el principio. El empresario, como cualquier mexicano, es, o puede ser, tan capaz como el mejor del mundo. Un emigrante tras otro, con frecuencia los más humildes de los ciudadanos, han probado su capacidad de desarrollo en el mercado más duro y competido del mundo. Lo mismo es cierto para muchos empresarios a quienes les resulta más fácil ser exitosos fuera que dentro del país. Es decir, no hay razón alguna para suponer que los empresarios mexicanos son menos competentes y capaces que cualquier otro.

Pero nuestra realidad cotidiana no siempre confirma esa apreciación. El embate que han sufrido muchas empresas en el país por el ingreso de productos importados, sugiere que muchos de nuestros empresarios son menos competentes de lo deseable o necesario. En lugar de adaptarse a las cambiantes circunstancias del mercado, muchos empresarios reproducen ad infinitum los esquemas vigentes desde hace décadas, olvidándose que el consumidor tiene la última palabra en una economía abierta con algún grado de competencia, sobre todo en el sector de bienes de consumo. Fuera de muchas (miles) y muy notables excepciones, muchos empresarios han tenido más dificultades y menos capacidad de adaptación que sus contrapartes en otros países.

Parte de la diferencia estriba en los problemas y obstáculos que los empresarios mexicanos enfrentan y que los ponen en desventaja frente a sus congéneres en otras regiones. Estos factores, sobre los que se ha hablado y discutido hasta el cansancio y en los que prácticamente no ha habido avance alguno, tienen que ver con la pésima calidad de los servicios públicos, los precios y tarifas del sector público y el costo excesivo asociado al cumplimiento de obligaciones fiscales. De igual forma, otra parte no menos significativa de esta problemática se debe a la escasez de inversión privada. Ésta típicamente responde a grandes iniciativas de inversión en infraestructura, con frecuencia impulsadas o promovidas por el gobierno y que aquí brillan por su ausencia, en parte por la parálisis legislativa que padecemos. La evidencia de diversos países asiáticos y sudamericanos sugiere que cuando hay proyectos grades de inversión en infraestructura, la inversión privada crece de manera desproporcionadamente superior. Pero el problema va más lejos.

Todavía más al punto, el problema no reside exclusivamente en la incapacidad fiscal del gobierno para sacar adelante esos proyectos. Hay una lógica natural -que nada tiene de ideológica- para que sea el inversionista particular el que corra los riesgos de una inversión y asuma la responsabilidad de surtir el bien o servicio que se establece en un contrato. Es un hecho indisputable que las plantas eléctricas que han construido y operado empresas privadas en el país, son más eficientes y producen fluido eléctrico de menor costo en comparación con la CFE. Al adoptar una postura ideológica y dogmática, nuestros políticos y legisladores le están cancelando, de manera gratuita, oportunidades de desarrollo al país.

Pero todos esos obstáculos no explican la desidia y falta de competencia que caracteriza a una parte importante del empresariado nacional. Tampoco explican cómo es que florece un nuevo tipo de empresario, el informal, fuera de todo marco de acción y control gubernamental. Lo que resulta evidente es una crisis de desarrollo empresarial sobre cuyas causas hay muchas hipótesis, pero no explicaciones convincentes.

Hace cosa de trece años, en un libro intitulado Lo Hecho en México, CIDAC se propuso analizar el desempeño de las empresas luego de un lustro de apertura económica. La idea era analizar el impacto que sobre el empresariado nacional tuvo la liberalización de las importaciones: cómo se habían transformado los empresarios, qué habían hecho para sobrevivir, quiénes habían tenido mejores ideas y mecanismos para capotear el temporal e, idealmente, cómo se habían transformado en empresas competitivas y exitosas a nivel mundial. No se trataba de un ejercicio enteramente original. En los ochenta, los empresarios estadounidenses andaban de capa caída, en buena medida por el embate de las importaciones japonesas que estaban devastando sectores enteros de la economía norteamericana. Estudios similares se habían realizado en España y en otros países. Todos querían saber de dónde venía y hacia dónde iba su economía; sobre todo, querían saber si había algún chance de ser exitosos.

Nuestro estudio resultó revelador. Para comenzar, los cientos de entrevistas que realizamos permitieron dividir a las empresas en tres grandes grupos: el primero lo integraban aquellas que no habían sufrido la competencia, típicamente porque gozaban de privilegios excepcionales, generalmente de orden regulatorio o porque simplemente gozaban de circunstancias monopólicas por ley o por la naturaleza de su producto o servicio. Entre estas empresas destacaban los bancos, PEMEX, CFE, Telmex, entre otras. Aunque el impacto económico de esas empresas suele ser desproporcionado sobre el desempeño de las otras, las excluimos del estudio porque nuestro propósito era entender el impacto de la competencia sobre las empresas. El segundo grupo lo integraron las empresas que sufrieron la competencia de inmediato y de manera violenta, es decir, aquellas que no tenían la menor posibilidad de sobrevivir sin llevar a cabo cambios significativos en su forma de operar. El mejor ejemplo de este tipo fueron los fabricantes de aparatos y enseres domésticos, cuya importación y visibilidad fue inmediata: refrigeradores, hornos de microondas, radios, etcétera. Finalmente, el tercer grupo lo integraron las empresas cuya actividad o tipo de producto las colocaba en una posición de competencia menos directa respecto a las importaciones: los fabricantes de lápices y zapatos, muebles y comida, los talleres de servicio, etcétera.

Cinco años después de la apertura, es decir, en 1991, las empresas se habían diferenciado de manera notable. Irónicamente, a las que mejor les había ido, y les sigue yendo, fue a aquellas que no tuvieron más remedio que actuar. Un fabricante de refrigeradores comenzó a exportarlos con una tecnología de los años cuarenta o cincuenta (para enfrentar los más modernos de lo moderno hecho en Japón, EUA y Europa) hacia los mercados de mexicanos en Estados Unidos, con el fin de generar fondos para poder transformar su planta y poder competir exitosamente; otros buscaron aliados tecnológicos y construyeron nuevas empresas que crecieron hasta convertirse en virtuales multinacionales. Por supuesto que muchas otras fueron incapaces de competir y acabaron cerrando sus puertas, pero las que sobrevivieron y las nuevas se convirtieron en la base de un sector fuerte y competitivo que sigue siendo la base del desarrollo de la economía del país y la fuente de muchas de sus exportaciones.

A las empresas que no enfrentaron la competencia de manera directa típicamente les fue mucho menos bien. En lugar de verse desplazados por el último grito de la moda en audio, empresarios que fabricaban para el mercado nacional en pequeña escala comenzaron a ver sus ventas deteriorase sin que jamás entendieran por qué. Un fabricante de auto partes ni siquiera se había percatado de que sus productos, piezas para carburadores, eran irrelevantes con el cambio tecnológico. Es decir, aunque fabricaba buenos componentes, ya no existía mercado para ellos porque los autos nuevos de entonces ya no empleaban carburadores. Otro expresó molestia ante la pregunta de en qué estaba invirtiendo: airoso y enojado dijo que su abuelo había invertido mucho dinero en la fábrica, que su padre había vivido de ella y que él no encontraba razón alguna para invertir ni un centavo.

Para ser exitoso, el empresario requiere de un terreno propicio para poder competir, es decir, condiciones similares a las de sus competidores en términos de costos, reglamentos, burocracia, etcétera. La realidad actual no refleja ese tipo de condiciones: muchos precios y tarifas de bienes y servicios públicos son exorbitantes cuando se les compara con los de otros países, y eso sin incluir los costos asociados con la burocracia y la inseguridad pública. Todo esto explica la elevada propensión a la informalidad, evidencia pura de la pésima estructura institucional que caracteriza a nuestra economía. La solución a la mayoría de estos problemas no depende del poder legislativo ni de actores externos sino del propio ejecutivo, que podría abocarse a hacer competitivo el espacio de desarrollo empresarial. Se requiere desmantelar la vieja forma de controlar a la economía y no un programa para hacer mas changarros no competitivos.

Afortunadamente contamos con empresarios excepcionales, comparables con los mejores del mundo. Pero algo hay en nuestro proceso socioeconómico que impide que florezcan nuevos y avezados empresarios. Algo hace que sólo unos cuantos prosperen y generen riqueza. Dado el panorama, lo que no necesitamos son impedimentos como los que nos recetan cotidianamente nuestros diestros políticos. Sin empresarios no hay futuro; es imperativo crear las condiciones para hacer posible el surgimiento y desarrollo de muchos más.