Luis Rubio
Como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, México vive una verdadera esquizofrenia en el mundo sindical. Mientras que en el pasado el sindicalismo en su totalidad actuaba de acuerdo al script de una realidad monopólica y seguía una lógica básicamente política donde el bienestar de los trabajadores era secundario, por no decir irrelevante, actualmente sufre de una bifurcación: el del mundo de la competencia y el del control absoluto.
El Dr. Jekyll del sindicalismo, el del sector manufacturero, esencialmente del sector privado, está representado por la CTM, que la semana pasada perdió a otro miembro de su gerontocracia. Por su parte, el Señor Hyde encarna en el sindicalismo de entidades que siguen gozando del inexplicable control monopólico de sus sectores, como la educación, petróleo, telefonía y electricidad. En lugar de sindicalismo representativo y activo, lo que tenemos es el cascarón del viejo sistema priísta, por un lado, y un sistema de mafias abusivas, por el otro. Así ningún país puede prosperar porque los dilemas que nítidamente se observan en el sindicalismo son los mismos que enfrenta y mantienen paralizada a toda la sociedad.
Este viejo sindicalismo nació con el PRM, predecesor del PRI, que incorporó en sus filas a todas las organizaciones políticas, sindicales, partidistas y otras, en un sistema de control político que por muchas décadas le confirió estabilidad al país. Los sindicatos, que desde los cuarenta se agruparon mayoritariamente en la Confederación de Trabajadores de México, cumplieron una función central en la pacificación e institucionalización política del país luego de la gesta revolucionaria. Ciertamente, el sindicalismo mexicano nunca tuvo ni la menor aspiración de ser democrático, representativo o transparente. Lo peculiar es que la lógica que dio origen al sindicalismo postrevolucionario sigue vigente en la mente, formas de actuación y desempeño tanto del gobierno (¡panista!), como de los políticos y, sin duda, de los propios líderes sindicales.
Como tantas otras cosas del sistema político de antaño, que no por viejo deja de estar muy vivo, el sindicalismo postrevolucionario nació para controlar a los trabajadores. Los líderes negociaban control hacia abajo, a cambio de privilegios para ellos mismos. El gobierno lograba paz social y sindical a cambio de incorporar a estos líderes en el sistema de corrupción institucionalizada que acabaron administrando como verdaderos dueños, fundamentalmente por su permanencia a lo largo de las décadas. A diferencia de los políticos tradicionales, cuya longevidad con frecuencia se limitaba a un sexenio, la de los líderes era infinita, como prueban los casos de Fidel Velásquez y Leonardo Rodríguez Alcaine.
El sindicalismo mexicano fue sumamente costoso, pero a nadie le importaba. En una era en que la economía del país estaba aislada de la del resto del mundo, los costos internos eran irrelevantes. Si el costo de mantener controlado al sector obrero era alto, pues ni modo; total, los consumidores eran los que cargaban con ese costo. Sin alternativas, tenían que apechugar. Esa lógica privó en la economía mexicana por muchas décadas y permitió que creciera la industria, se mantuviera la paz social y se enriqueciera inmensamente a la llamada aristocracia sindical.
Los cambios que experimentó primero el mundo y luego México a lo largo de los ochenta y noventa, alteraron las premisas que sustentaba todo ese modelo económico y político. Con el nacimiento de lo que hoy se conoce como la globalización de la producción, el viejo sistema político-sindical dejó de ser funcional en todos los sectores que comenzaron a experimentar competencia. Independientemente de lo que quisieran los líderes sindicales, desde los más modestos hasta los más encumbrados, la apertura de la economía cambió la lógica del sindicalismo en, al menos, el sector manufacturero. Muy pronto, después de que comenzaron a ingresar al país productos manufacturados de manera legal, patrones y sindicatos tuvieron que redefinir las reglas del juego. Lo que antes era un esquema de corrupción institucionalizada dejó de ser viable en un entorno de competencia. Aunque muchos líderes se resistieron en un principio, la realidad de empresas en quiebra rápidamente cambió todo. A partir de ese momento, la que había sido una relación de confrontación, comenzó a ser una de cooperación: empresas y sindicatos empezaron a trabajar juntos en aras de la sobrevivencia de la fuente de trabajo.
Nada de eso afectó a los sectores que gozan de un monopolio legal o de facto. La vieja lógica de la corrupción siguió (y sigue) imperando en todas aquellas actividades que no enfrentan competencia significativa, sea porque se trata de sectores que los economistas llaman no comerciables, como la construcción, o aquellos que, por cualquier razón, gozan de un monopolio legal (como PEMEX o CFE) o virtual (como educación o Telmex). En esos casos, la realidad actual es prácticamente indistinguible de la de los años treinta o cuarenta del siglo pasado: los líderes sindicales siguen controlado a los trabajadores, la corrupción es rampante, el sindicato es, para todo fin práctico, propietario de la entidad (igual si se trata de PEMEX que de la SEP) y el trabajador vive sometido a un clima mafioso en el que la violencia y el miedo son la regla y no la excepción.
Lo irónico es que a pesar de la bifurcación del sindicalismo en estos dos tipos, los sindicatos y sus líderes parecen no haberse enterado. Esa situación es perfectamente explicable, por ejemplo, para el sindicato de PEMEX, que sigue siendo el factor de poder en la paraestatal, y al que el gobierno deja hacer por su falta de visión y agallas. No es así, sin embargo, para una entidad como la CTM, donde la abrumadora mayoría de sus supuestos representados han dejado de ser militantes. Es decir, mientras que, con miedo o sin el, la mayoría de los sindicalizados en entidades como el SME, el SUTERM, el SNTE o PEMEX, ve en su sindicato un factor de poder y beneficios, así sean infinitamente menores a los que gozan sus líderes, la abrumadora mayoría de los formalmente sindicalizados en la CTM probablemente no saben ni que ésta existe.
No tengo idea si alguien se ha molestado en encuestar a los miembros de estos sindicatos, pero de lo que no tengo duda es que cualquier encuesta arrojaría una fotografía como la siguiente: los sindicalizados en la CTM no ven en esa entidad y sus líderes representación alguna. Lo que verían es abuso, corrupción y falta de transparencia. Seguramente el caso de los poderosos sindicatos de empresas paraestatales sería distinto; es probable que ahí los trabajadores sí perciban beneficios derivados de su membresía, además de que, en muchos casos, exista una identificación ideológica como la que se observa en el caso del SME, que se opone a cualquier cambio en el régimen eléctrico. Como dice un anuncio, la membresía tiene sus privilegios. Y el costo de esos privilegios se ha tornado prohibitivo para el país.
El problema es que el sindicalismo mexicano es un microcosmos de la sociedad en su conjunto. Por más que la mayoría de la población rechace y aborrezca los privilegios de que gozan los miembros de sindicatos como el de PEMEX o el IMSS (sobre todo en cosas tan ostensibles como la edad de retiro o el monto de su pensión o aguinaldo), esa misma gente ansía ser parte del esquema. Es decir, el repudio que la población siente no proviene de su rechazo al privilegio (que sería la esencia de una sociedad que se considera igualitaria), sino por no gozar de la misma prerrogativa. Mientras esa lógica domine las percepciones y actitudes de la población, será imposible generar las condiciones de eficiencia, productividad y competencia que son la esencia del éxito de cualquier economía.
Puesto en otros términos, el sindicalismo mexicano enfrenta dilemas muy fundamentales que los propios sindicatos, como el resto del país, ha decidido no encarar. Hay sindicatos que no tienen que enfrentarlos porque están protegidos de la competencia y vacunados a cualquier cambio por razones históricas, políticas o ideológicas (como es el caso de los paraestatales), pero otros, como la CTM, viven del sueño de lo que fueron. Lo maravilloso, y quizá único en el mundo, es que, a pesar de tratarse de un sueño, los líderes lo viven a cabalidad, actuando y recibiendo privilegios como si fuesen jeques sauditas.
Un sindicato tiene la función de representar a sus agremiados para que, sin destruir la fuente de trabajo, obtenga el mayor beneficio posible en términos de salario y prestaciones. Un sindicato representativo buscaría fórmulas con la empresa para elevar la productividad, aumentar el mercado de los bienes o servicios que ésta produce y, de esta manera, no sólo mejorar marginalmente las condiciones de sus agremiados, sino romper con los marcos tradicionales para elevar esos beneficios por encima de lo aparentemente imaginable. Esto ya ha venido ocurriendo en el sector manufacturero, pero es impensable en el paraestatal, donde a nadie le importan los costos. Por su parte, un régimen sindical moderno partiría de la elemental libertad de afiliación y de la competencia entre sindicatos por ganar esa representación Esa es la función de un sindicato y eso es lo que México no tiene.
Como microcosmos de la sociedad mexicana, el sindicalismo imperante en el país es prueba fehaciente de que el deterioro puede ser prolongado, costoso y destructivo. Mientras que la sociedad lleva quince años de cambios brutales, ajustes incompletos y una recuperación que no acaba por consolidarse, el sindicalismo persevera en su edad de oro. Pero ambas cosas están estrechamente vinculadas: la sociedad, y la economía, no progresan porque los obstáculos siguen siendo formidables; y el sindicalismo es quizá uno de los impedimentos más costosos. Más allá de descabezar sindicatos que le eran amenazantes, desde los ochenta, el gobierno claramente abdicó su responsabilidad de encarar el problema sindical. La pregunta es cuándo la sociedad comenzará a entender que esta intolerable realidad cambiará sólo en la medida en que se decida a ejercer su derecho por la equidad y por la libre competencia. Un régimen de privilegios como el sindical sólo se muere cuando la sociedad así lo decida, ni un minuto antes.