Luis Rubio
Al menos un poder sí funciona. Eso puede concluirse de las recientes decisiones emanadas de la Suprema Corte de Justicia, mismas que, poco a poco, van dando forma a una nueva institucionalidad en el país. El potencial de conflicto en una sociedad a la vez tan nueva y tan vieja como la mexicana es inmenso y permanente. En un contexto así, la función de la Corte es vital no sólo para dirimir conflictos, sino también para ir construyendo los cimientos de una sociedad democrática y funcional. Dado el entorno, es impresionante no sólo la disposición de la Corte para cumplir este papel, sino también el que los políticos, a pesar de su refunfuño permanente, la estén acatando.
Ninguna sociedad nace con todos sus problemas resueltos. Hasta las sociedades más organizadas, democráticas y funcionales pasan siempre por momentos de parálisis e inmovilidad. Las sociedades evolucionan, el tiempo cambia, los problemas son distintos y nadie, por inteligente y astuto que sea, puede prever todas las contingencias por las que atravesará una organización social en el curso del tiempo. Siempre habrá nuevas definiciones por precisar o conflictos que dirimir. No es casualidad que naciones como España y Estados Unidos, países que en dos momentos distintos, con doscientos años de distancia, se abocaron a pensar en la construcción de una nueva sociedad a partir de la redacción de una constitución enteramente novedosa y creativa, se caracterizan también por el dinamismo de sus cortes constitucionales.
Una y otra cosa van de la mano. La función de las cortes supremas o constitucionales es justamente esa: interpretar el texto constitucional, determinar la compatibilidad de las leyes secundarias con dicho texto y precisar las atribuciones de los poderes públicos (como el ejecutivo y el legislativo), así como las relaciones entre la federación y los estados. Se trata de un ejercicio no sólo indispensable para el buen funcionamiento de una sociedad, sino sobre todo para el fortalecimiento gradual de las instituciones que es, en el largo plazo, la mejor garantía de éxito de un país.
El caso de México quizá sea un tanto inusual por su historia particular. Muchas de los temas en que se ha visto involucrada la Corte tienen más que ver con los vicios de nuestro viejo sistema político que con la vida cotidiana actual, pero su impacto sobre la realidad del momento es enorme. De haber sido democrático nuestro sistema político, muchas de las decisiones que hoy resultan controvertidas, quizá se hubieran resuelto en la década de los veinte o treinta del siglo pasado, pues en muchos casos se trata de obviedades constitucionales.
Quizá el ejemplo más patente, y también recurrente en los últimos tiempos, es el de la separación de poderes. Algunos temas relativos a la separación de poderes, como el del papel de la Auditoría Superior de la Federación vis a vis el ejecutivo, han resultado frecuentes en decisiones recientes de la SCJ. En controversias entre ambas instancias, la Corte ha concluido que el Auditor se ha extralimitado de sus funciones en temas particulares como el Fobaproa y los permisos eléctricos. En ambos casos, aduce la Corte, la Auditoría tiene facultades para revisar los actos del ejecutivo y puede hacer observaciones sobre lo que encuentre en su proceso de revisión, pero no puede determinar constitucionalidad (como en el caso de los permisos eléctricos, sobre los que había dado órdenes de suspensión), ni puede decidir en temas del ejecutivo (como en el caso de los créditos sobre cuya supervisión tiene responsabilidad la Comisión Nacional Bancaria). La línea de separación entre una recomendación y una orden resulta ser, en términos constitucionales, fundamental para diferenciar las atribuciones de uno y otro poder. Además, la Corte estableció el principio de anualidad constitucional (el Auditor no puede volver a revisar la cuenta pública de años previamente revisados), lo que fortalece la seguridad jurídica.
Pero los temas de separación de poderes seguirán siendo relevantes y también menos obvios. En la medida en que una sociedad evoluciona y se torna más compleja, los temas de regulación económica se vuelven más difíciles de calibrar en un sentido económico y también jurídico. Por ejemplo, un legislador con la mejor buena fe, puede introducir mecanismos de regulación en una determinada iniciativa de ley que, sin proponérselo, invada las facultades exclusivas del ejecutivo. Algo similar se puede decir de las atribuciones que el ejecutivo se dio a sí mismo en determinadas regulaciones y que exceden visiblemente sus facultades.
La Corte se ha dedicado a precisar atribuciones y marcar diferencias en un contexto particularmente difícil. Baste recordar que a lo largo de décadas de predominancia del ejecutivo sobre todas las decisiones que tuvieron lugar en el país, el poder legislativo aprobó un sinnúmero de leyes con frecuencia contradictorias con la propia constitución, cuando no con otras leyes reglamentarias, arrojando así un mar de confusión para abogados y ciudadanos por igual. Cuando la palabra presidencial era equivalente a la Palabra del Señor, la interpretación relevante era la suya. En una era de división de poderes y de mayor libertad ciudadana, no siempre resulta evidente si el criterio aplicable es el de la época de los veinte o los ochenta. En el caso del presupuesto, por ejemplo, la Corte no se limitó a la interpretación que se había convertido en dogma para los abogados por décadas, sino que se remitió al texto constitucional original, con lo que modificó toda una manera de proceder político.
Recientemente se ha acusado a la Corte de haberse politizado. Según algunos críticos del único poder público que parece entender su función en esta era de desconcierto, la Corte ha tomado decisiones para servir al ejecutivo. De esta forma, lo que antes se hubiera explicado como producto de la valentía de los ministros de la Corte por estar dispuestos a remar a contra corriente, ahora se interpreta como sumisión. La verdad es que, si uno analiza las decisiones emitidas por ese tribunal en los últimos tiempos, sus veredictos registran variaciones pero a la vez consistencia, no con alguna de las partes en disputa, sino con una línea de interpretación.
El dilema de todas las Cortes constitucionales es el mismo: tienen dos o más actores en disputa, todos ellos (al menos en nuestro caso) son actores políticos con fuerte propensión a usar el micrófono para tratar de avanzar su causa. Frente a un escenario como ese, no hay manera en que todas las partes acaben satisfechas. La función medular de la Corte es la de dirimir conflictos entre los otros poderes, función que puede ser estrictamente jurídica, pero que inevitablemente será interpretada como política porque alguno de los actores saldrá afectado del resultado. Habiendo dicho lo anterior, hay ocasiones en que la Corte tiene que tomar una postura política no porque apoye a un partido o actor determinado, sino porque el tema sobre el que resuelve tiene consecuencias amplias y profundas para la sociedad. Lo irónico de quienes critican la politización de la Corte es que ésta más bien ha evitado tomar posturas políticas al decidirse en casi todos los casos polémicos sobre la forma, y no el fondo, de los asuntos. Llegará el día en que aborde el fondo de un tema de verdad controvertido y entonces sabremos qué tan política es dicha institución.
Quizá valdría la pena imaginarnos al México de hoy sin una SCJ como la que tenemos. La SCJ opera entre dos factores: la vida real y la letra de la ley. La vida real es de conflicto, disputa interminable por el poder, enorme desigualdad social y grandes desacuerdos intelectuales y filosóficos sobre la dirección del desarrollo. Por su parte, nuestra normatividad, comenzando por la propia Constitución, es contradictoria, omisa en un gran número de temas y rica en discrecionalidad burocrática. Mientras que la Constitución fue producto de un acuerdo entre numerosos grupos revolucionarios, la mayor parte de la legislación secundaria reflejó las posturas y preferencias de una sucesión de presidentes todopoderosos, cada uno con ideas distintas de sus predecesores. En una palabra, tenemos un entorno político propicio para el conflicto y la violencia y un entorno jurídico contradictorio en el que cada quien puede encontrar justificación para su postura particular. Si no existiera la Corte que hoy tenemos es posible que estuviéramos al borde de un conflicto civil.
Quizá sea excesiva esta afirmación, pero hay que recordar la manera en que los legisladores reaccionaron cuando la Corte aceptó la controversia del ejecutivo en materia del presupuesto, o la propia reacción del presidente cuando el presupuesto de 2005 fue votado por el congreso en diciembre pasado. Si bien no es posible derivar consecuencias violentas de dichas actitudes y la retórica inflamante, no me cabe la menor duda que la existencia de la Corte ha permitido que opere una instancia crítica para la resolución de conflictos, sin cuya existencia los problemas de gobernabilidad tan cacareados serían reales. Con todos sus problemas, y quizá por ellos, sin la Suprema Corte que tenemos, el país no gozaría de la relativa paz que existe. Cualquier observador de otras latitudes en nuestro continente podría confirmar esto de inmediato.
A la fecha, la Corte ha decidido los temas controvertidos fundamentalmente sobre la forma de los asuntos. Algunos quisiéramos ver una incursión eventual en temas de fondo, pues quizá esos permitan arraigar definiciones precisas del curso que debe orientar al país. Sin embargo, con sus decisiones sobre la forma, como las relativas a la Auditoría Superior, se han evitado conflagraciones en temas como el del Fobaproa, al que se le ha sacado todo el jugo político posible. Sin la Corte, es posible que el país todavía tuviera bancos en crisis.
La Corte ha tenido una presencia mucho más pública de lo que es común en el mundo. Sus debates se han realizado en presencia de los medios, lo que con frecuencia genera hasta quinielas sobre su votación posterior. Quizá la Corte pudiera fortalecer su credibilidad y presencia ganadas al calibrar mejor su presencia pública, abogar por su relevancia más con el texto de sus sentencias que con transcripciones de debates que, por tan públicos, reflejan la falibilidad humana que no siempre va acorde con la necesidad de una augusta y sobria institución.