Otra vez, una nación a la espera

Luis Rubio

México está una vez más a la espera. A la espera de que el próximo gobierno haga esto o aquello, de que las cosas cambien y de que todo mundo recobre el orgullo no sólo de saber hacia dónde se dirige, sino también de cómo llegar ahí. Si algo ha caracterizado al país por décadas es ese vendaval de expectativas sin medida, que siempre acaba destrozado por la terca realidad. Cada sexenio, el mexicano espera la salvación mágica en manos de un presidente iluminado y, tras esos seis años, advierte que la redención no fue alcanzada. Obviamente, la solución a este círculo vicioso residiría en que cada mexicano —desde el político más poderoso hasta el campesino más humilde, pasando por los empresarios, trabajadores, profesionales, estudiantes y todos los demás— se ponga a trabajar y haga bien ese trabajo. Pero, a falta de esa solución que el excepcional sarcasmo del mexicano ha denominado “salida milagrosa”, en contraste con la que sería “racional” (rezarle a la virgen), sólo nos queda determinar el tamaño del riesgo que corremos como país y sociedad en cada paso que damos (o, más frecuentemente, que no damos).

La sabiduría popular invoca el “no hay mal que dure seis años” desde hace mucho tiempo, pero la naturaleza de dicha expresión ha cambiado en los últimos tiempos. Antes, la expectativa residía en una persona: un presidente que salvaría al país, transformaría al mundo y resolvería todos los problemas pendientes. Aunque algo de eso queda, visible sobre todo en la estrategia mediática de Andrés Manuel López Obrador, la verdadera incertidumbre del momento proviene menos de las personas involucradas que de la fortaleza o debilidad de las instituciones del país. En el pasado nadie dudaba de las instituciones que existían: éstas podían ser buenas o malas, benignas o malignas, pero el presidente, quienquiera que éste fuera, las podía utilizar y manipular sin recato alguno. Las instituciones estaban ahí para controlar a la población y servir al presidente.

La incertidumbre actual surge por la situación contraria: el riesgo de que las instituciones con que hoy cuenta el país sean débiles e incapaces de cumplir las funciones para las que fueron creadas. Peor, por si hubiera dudas, varias de las instituciones más críticas para la estabilidad política, comenzando por el IFE y el TRIFE, pero también la Suprema Corte de Justicia, se encuentran bajo ataque sistemático y claramente intencionado. Mucha gente que defiende o critica el proceso de desafuero contra el jefe del gobierno del DF usa los mismos argumentos para avanzar su posición, lo que ilustra el tamaño del problema: unos dicen que las instituciones son suficientemente fuertes como para aguantar un proceso tan politizado, pero temen que no lo sean y no puedan actuar como contrapeso en caso de que AMLO gane la presidencia. Otros afirman que las instituciones no funcionan, son corruptas y representan intereses obscuros, pero añaden que los temores de los promotores del desafuero son injustificados dado que las instituciones y los contrapesos evitarían excesos por parte de ese o cualquier otro candidato. La paradoja es que nadie tiene certeza sobre la fortaleza de las instituciones y eso constituye un factor de enorme riesgo por el hecho evidente de que si las instituciones no generan confianza y certidumbre, no son instituciones.

La fortaleza de las instituciones se puede evaluar de diversas formas. Una obvia (y crítica) tiene que ver con su capacidad para limitar el abuso de partidos y gobernantes. Nadie sabe, por ejemplo, si las decisiones del IFE y el TRIFE en la próxima contienda presidencial serán respetadas, tema que no sólo tiene que ver con el nuevo Consejo del IFE, sino con la debilidad de las propias instituciones: por ejemplo, aunque nunca sabremos qué hubiera pasado si el candidato del PRI hubiera resultado victorioso en las elecciones en 2000, pocas dudas caben que, al menos, el candidato del PAN habría armado un escándalo mayúsculo. La fortaleza de las instituciones se mide por su legitimidad a la hora de la verdad. En el caso de las instituciones formales, la hora de la verdad llega cuando se tiene que cumplir un fallo, como los del IFE, TRIFE o la Suprema Corte. Pero hay otras instituciones, como la presidencia, cuya legitimidad tiene más que ver con su desempeño que con cualquier otra cosa.

El candidato Vicente Fox generó extraordinarias expectativas que ha seguido atizando a lo largo de su gobierno. Esa estrategia (¿?) se ha revertido toda vez que la población, aunque aprecie al presidente como persona, lo ignora o desacredita como gobernante. Y este factor lleva a que el país nuevamente se encuentre a la espera de una nueva salvación. Pero el cambio político altera también ese proceso de expectativas, así tenga siglos de existir. Una vez que el reino del PRI de antaño dio paso a la dictadura de los tres grandes partidos, la capacidad de abuso por parte de un político en lo individual ha disminuido, pero también la capacidad de un presidente de llevar a cabo un programa de gobierno. Si antes las promesas de campaña eran siempre excesivas, como en todo el mundo, ahora son cada vez más incumplibles, a menos, claro está, que hubiera una reversión, como la que Putin ha encabezado en Rusia.

Todo esto arroja una interrogante crucial: si la mayor parte de los mexicanos desprecia al gobierno y al establishment en general, qué es lo que determina su decisión sobre cómo votar, sobre todo ahora que los cacicazgos y las coacciones sobre la población para que vote de una u otra manera han disminuido, por lo menos en algunas partes del país. Parte de la respuesta radica sin duda en que la premisa última (que la capacidad de imposición ha disminuido) es falsa, como ilustra la experiencia del Distrito Federal, Oaxaca y otros estados sobre todo del sur y sureste, donde la capacidad de manipulación del voto, por viejos o nuevos métodos, sigue tan viva como siempre. Pero otra posible respuesta, en adición a la anterior, es que quizá la población es más rápida para adaptarse a las oportunidades, o a la adversidad, de lo que se supone comúnmente.

El desprecio a los políticos es legendario y la era de autoritarismo priísta no hizo sino exacerbar ese ánimo. Pero, como todos sabemos, el mexicano siempre ha tenido una excepcional capacidad de adaptación, así sea en la pobreza. Desde el famoso “obedezco pero no cumplo” de la era colonial, los mecanismos de auto defensa han estado siempre presentes. Durante el reinado priísta, la población, reconociendo lo limitado de su voto, intercambiaba obra pública y otros beneficios (como lecherías, tiendas Consaupo, etc.) antes de la elección, por un voto favorable al tricolor. De esta manera aseguraba que, al menos, algo quedara de su frágil instrumento. Ahora, en la era semi-democrática, aunque no hay indicadores precisos, existen pocas razones para creer que ha habido un cambio sensible en los dos rasgos distintivos del electorado mexicano: uno, su desprecio por los políticos y, dos, la expectativa de que el próximo será un salvador.

Tampoco han cambiado los mecanismos de adaptación. Si uno acepta la premisa de que el electorado desprecia a los políticos y los culpa de sus males (independientemente si espera o no de ellos la redención), así como de que el mexicano sabe procurar mecanismos de adaptación, entonces la dinámica de la contienda actual es muy fácil de explicar: un candidato está regalando dinero (en efectivo) y promete ampliar el número y categorías de beneficiarios en caso de ganar. Para una ciudadanía acostumbrada al abuso, la recepción de beneficios de manera directa es un bien en sí mismo. Además, nadie puede negar que el proceso de desafuero se ha convertido en una causa brillantemente explotada por el jefe del gobierno del DF, quien ha identificado que mucha gente no percibe como legítimas a las instituciones y acepta otros medios para avanzar sus intereses o dirimir sus diferencias. Pero nada de esto disminuye el desprecio que el electorado pudiera sentir por los políticos, aunque explica mucho de su evolución: mientras que la mayor parte de los candidatos y partidos se encuentra ofreciendo el cielo y las estrellas a la manera tradicional, uno los está subsidiando de manera directa y mensual. Independientemente de cómo lleguen a votar, es fácil explicar que los beneficiarios (así como los expectantes y envidiosos) vean pájaro en mano como un bien superior a cientos volando.

La contienda por la presidencia no sólo es enconada, sino también apretada. Las encuestas sugieren que, al menos a nivel de candidatos, cualquiera de los tres principales puede ganar. Cada candidato y cada partido tienen sus atributos, sus fuerzas y debilidades. Aunque sin duda los electores tendrán la oportunidad de decidir el día de las elecciones, la aritmética electoral es muy relevante en esta materia.

La mayor parte de los analistas y encuestólogos supone que la población se dividirá más o menos en tercios. Esta suposición se deriva de la popularidad de los candidatos, aunque casi ninguna elección reciente ha mostrado ese patrón de comportamiento. Sin embargo, si uno acepta esa premisa, entonces es posible que la elección se decida por la fragmentación del electorado. De haber sólo tres candidatos en contienda, las diferencias individuales entre los candidatos pueden ser suficientes para que uno logre la delantera. Sin embargo, si el electorado se fragmenta por la presencia de más de tres candidatos, sobre todo si alguno de los otros es relativamente atractivo, entonces la elección puede acabar siendo decidida por el voto duro de cada partido. Mientras más candidatos haya en contienda, más probable será que el voto duro de cada partido se convierta en determinante del resultado, toda vez que, presumiblemente, el voto no comprometido se fragmentaría entre los diversos contendientes.

No cabe la menor duda de que este será el proceso de sucesión presidencial más complejo y conflictivo de nuestra historia moderna. El explosivo tema del desafuero lo ilustra de manera cabal. Independientemente del resultado que arrojen las elecciones el próximo año, una cosa es segura: el proceso va a cimbrar a las instituciones existentes y las someterá a presiones nunca antes vistas. En este sentido, en los próximos comicios se estará jugando no sólo la presidencia, sino también la estabilidad de largo plazo del país.

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Irlanda: otro mundo

Luis Rubio

Nación excepcionalmente dotada de recursos, dueña de una naturaleza que invita a considerar el valor de la vida y una estrategia de desarrollo que le ha permitido pasar de ser el hermano pobre de la Unión Europea a uno de los más ricos en menos de una generación, Irlanda ilustra lo que es posible cuando se alinean las fuerzas políticas para tomar decisiones que abren oportunidades y transforman a un país. Para los mexicanos, Irlanda es un país envidiable pero menos por lo que ha hecho que por la súbita explosión de su energía productiva, luego de décadas de somnolencia. Como diría el anuncio, se pusieron las pilas y el resultado es impactante.

Irlanda tuvo dos etapas muy distintas y contrastantes antes de iniciar el espectacular boom de las últimas dos décadas. Primero se pasó más de un siglo expulsando a su población, la mayor parte de la cual acabó sirviendo de mano de obra barata, particularmente en la industria de la construcción, en el noreste estadounidense. La mayor parte de esos irlandeses salieron de su país con la esperanza de hacer dinero y, eventualmente, regresar a la isla. Como tantos mexicanos que se han ido al otro lado, los irlandeses pronto se arraigaron y, conscientes de la falta de trabajo y oportunidades en su país, acabaron instalándose definitivamente en Estados Unidos. Algunos, los menos, retornaron ya para retirarse, creando la irónica situación de un país que nunca se benefició de las capacidades productivas de esa población, pero que ahora tenía que lidiar con los costos de su vejez.

Con la creación de la Comunidad Europea, a los irlandeses, como a tantas otras poblaciones del continente, se les iluminaron los ojos. Ya para entonces, al inicio de los setenta, los forjadores de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el primer antecedente de la Unión Europea, llevaban más de veinte años dándole forma a una estructura supranacional que le diera un nuevo rumbo económico y político a la región occidental del continente. Los primeros integrantes del grupo, Alemania, Francia, Italia y el Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), habían encontrado en la Comunidad la oportunidad de estrechar vínculos comerciales y económicos, además de concentrarse en lo importante, el desarrollo económico, en lugar de seguir ahondando diferencias que habían llevado al continente a transitar de guerra en guerra a lo largo de los siglos. Para cuando Irlanda se incorpora (junto con el Reino Unido y Dinamarca), la idea central ya no era formar un nuevo mundo, sino sumarse a un esquema de oportunidades para el desarrollo económico.

Mientras que todas las naciones que a esa fecha formaban parte de la entonces llamada Comunidad Económica Europea habían realizado ajustes a sus economías para poder elevar su nivel de desarrollo, los irlandeses percibieron la oportunidad, negociaron su entrada y luego, en un estilo que recuerda mucho a México después de finalizar la negociación y aprobación del TLC norteamericano, se echaron a dormir. En lugar de dedicarse a transformar su economía, adecuar sus estructuras e instituciones legales y económicas, además de establecer un plan de desarrollo compatible con la nueva realidad europea, Irlanda mal utilizó los fondos estructurales que recibió de la Comunidad (subsidios que los otros europeos han aportado a cada nuevo integrante para elevar su nivel de vida con celeridad y así ampliar el mercado para todos). Tampoco se construyó la infraestructura que se requería ni se preparó a la población para la competencia. Por quince años, entre 1973 y 1988, los irlandeses perdieron el tiempo. Al final de ese periodo, el ingreso per cápita de los irlandeses seguía siendo cercano al 75% del promedio europeo. Sólo para comparar, en sus primeros quince años como miembro de la Comunidad, España elevó su ingreso por habitante en casi diez puntos respecto al promedio europeo. Por donde uno le busque, Irlanda no había sabido aprovechar su pertenencia a la Comunidad.

De pronto, en 1988, los irlandeses se vieron en el espejo y se percataron de lo obvio: su país se estaba rezagando no por causa de una conspiración del resto o porque el pasado fuera sagrado, ni porque las importaciones desplazaran a sus productores locales o porque faltara capital u oportunidades de inversión o exportación, sino simple y llanamente porque ellos mismos estaban inertes. Súbitamente, en parte por la existencia de un liderazgo político efectivo, pero en mucho por el reconocimiento generalizado de que no era posible seguir sin hacer nada, los irlandeses se organizaron, transformaron sus estructuras institucionales y, en el curso de unos meses, construyeron los cimientos de lo que acabaría siendo la economía europea de más rápido crecimiento. Hoy en día, dieciséis años después, Irlanda tiene un ingreso per cápita superior al promedio europeo y, de sostener su tasa de crecimiento, va a convertirse en uno de los hermanos más ricos de la Unión Europea, como se denomina hoy la agrupación.

Irlanda demuestra que las limitantes no son económicas, sino mentales y políticas. Una vez que estuvieron dispuestos a enfrentar sus carencias y a organizarse para aprovechar su potencial, las oportunidades económicas se abrieron casi por arte de magia. En lo fundamental, los irlandeses reconocieron que la mera membresía en la Comunidad no les garantizaba ni un mejor nivel de vida ni una tasa de crecimiento significativa. Es decir, que para progresar ellos mismos debían repensar todas sus instituciones y actuar en consecuencia.

Lo impresionante del éxito irlandés es lo fácil que resultó su resurgimiento. Lo primero que reconocieron fue que el desarrollo no se construye con cemento y varilla, sino con instituciones apropiadas y con una enorme inversión en capital humano. De hecho, fueron cuatro los componentes esenciales del programa que revitalizó la economía irlandesa y que tuvo el efecto no sólo de terminar con la expulsión sistemática de su población, sino de motivar el retorno de cientos de miles de compatriotas que ahora veían en su país las oportunidades que antes simplemente no existían. Los cuatro componentes fueron el marco legal, la ley laboral, el sistema impositivo y la educación.

Por lo que toca al marco legal, el tenor del cambio tuvo que ver con la eliminación de todos los obstáculos que impedían la instalación de empresas nuevas o que obstaculizaban a la inversión extranjera. Se crearon nuevos mecanismos legales para garantizar la propiedad, liberalizaron al sistema financiero y, en una palabra, convirtieron a Irlanda en el país más amigable para la inversión privada. Es decir, reconocieron lo elemental del desarrollo: que una persona ahorra e invierte si tiene certidumbre y la protección legal para hacerlo. Lo anterior les llevó a abandonar toda noción paternalista del desarrollo, dejando en manos de los individuos el liderazgo del desarrollo.

La ley laboral irlandesa había sido formulada bajo un esquema de protección ad hominem del trabajador, al grado de hacer imposible su contratación. Los costos de emplear a una persona eran tan altos que el efecto de una ley concebida para proteger al trabajador acabó con las oportunidades de empleo. ¿Para qué invertir en Irlanda si los costos laborales hacen imposible construir una empresa económicamente viable? Con el cambio en la ley laboral, los irlandeses apostaron a que la acelerada creación de empleos resolvería más problemas sociales y económicos que una ley laboral tan completa que de facto hacía imposible el crecimiento económico.

El cambio más radical que emprendió el gobierno irlandés tuvo que ver con la política de impuestos. Hasta 1988, Irlanda contaba con una legislación fiscal fundada en el principio de que los impuestos son para financiar el gasto del gobierno. Pronto invirtió la lógica de manera radical: los impuestos debían estar diseñados para promover la inversión, pues un monto mayor de inversión arrojaría ingresos muy superiores que un impuesto alto sobre poca inversión. Hoy en día, Irlanda tiene un impuesto corporativo de 12.5%, una de las tasas más bajas del mundo

Finalmente, el secreto último de la transformación irlandesa consistió en convertir a su población en el factor medular de competitividad. En lugar de invertir en puentes y carreteras, el gobierno reconoció que la esencia del desarrollo residía en la preparación de su gente, en lo que los economistas llaman el capital humano. Es decir, el gobierno comprendió que la inversión física, obviamente necesaria, es irrelevante si no existe una población capacitada que la pueda explotar. De esta manera, se dedicaron ingentes recursos a transformar al sistema educativo con el fin de que se elevara la calidad de la formación de la población y para ofrecerle las habilidades necesarias para competir en el mundo del siglo XXI. No por casualidad Irlanda se anuncia como el país de los bajos impuestos, una fuerza de trabajo capacitada y flexible y una de las poblaciones más jóvenes y mejor educadas de Europa. Ninguna de esas virtudes era cierta hace sólo quince años.

Irlanda ilustra lo mejor del desarrollo. En lugar de dormirse en sus laureles o de lamentarse de lo que no pasa, los irlandeses enfrentaron el reto y ahora, en sólo tres lustros, están gozando los dividendos de una estrategia que brilla por su sencillez. El ejemplo irlandés es tan obvio que bien haríamos en imitarlo. Pero, como siempre, seguramente lo mejor será ignorar un ejemplo exitoso como éste. A final de cuentas, es más importante ver para atrás y permitir que se siga expulsando a miles de mexicanos al mes, como hacían los irlandeses cuando eran pobres, que vernos en el espejo para reconocer que el mundo está saturado de oportunidades a nuestro alcance. Eso hicieron los irlandeses y hoy evidencian, de una manera excepcional, lo que se puede hacer con un poco de sentido común.

 

El cambio que no llega

Luis Rubio

Mientras el país se consume en conflictos estériles, el mundo avanza y nos deja en la retaguardia. La limpieza electoral y el financiamiento de las campañas son clave para el desarrollo político del país, tanto como lo es la transparencia de la función pública y el respeto absoluto e irrestricto a la ley y a las resoluciones judiciales. Pero todas éstas son sólo precondiciones para el desarrollo, no su substancia fundamental. El hecho de que en ellas se concentren las disputas cotidianas es testimonio fehaciente de lo lejos que estamos del camino hacia el desarrollo. Tal vez la conectividad permitiría acelerar el paso.

El mundo cambia a la velocidad del sonido, pero también se está dividiendo. Algunos países aceleran su paso, en tanto que otros se rezagan. Los primeros ven crecer su economía y el nivel de vida de su población. Los segundos se quedan atrás, aumentan el resentimiento de una población que se incrementa en forma descomunal y cierran la puerta al desarrollo de su ciudadanía. La misma dualidad la encontramos en el seno de muchas naciones, comenzando por la nuestra. Una parte de los mexicanos se integra al mundo moderno, participa en las oportunidades de desarrollo y se incorpora a los circuitos educativos, tecnológicos, comerciales, políticos y financieros del mundo del futuro. El resto se rezaga y permanece, si no exactamente en la edad de piedra, sí en el mundo del pasado. Muchos de esos mexicanos no viven de manera distinta a la época colonial. Pero las diferencias se acentúan cada día más, toda vez que el nuevo factor diferenciador es la conectividad.

La conectividad (el acceso a Internet) se ha vuelto el nuevo factor diferenciador en el mundo. La diferencia entre China y Afganistán en cuanto a su incorporación al mundo moderno puede medirse en términos de conectividad. Lo mismo puede afirmarse de decenas de naciones africanas, muchas latinoamericanas y asiáticas. Pero el fenómeno no es sólo signo distintivo entre naciones, sino que también caracteriza a muchas en su interior. En algunos casos, como China, se trata de un proceso que va avanzando sin pausa, pero las distancias físicas y psicológicas (y, sin duda, de control político) son enormes; aun así el gobierno del gigante asiático tiene claro que el futuro depende de la inserción cabal de su país en los circuitos modernos del mundo y que lo que es válido para sus zonas costeras, donde se concentra la mayor parte de su población y también de su crecimiento económico, deberá serlo también para el resto del país. En un número de años, toda China se habrá integrado a la modernidad electrónica.

En México la división es brutal. El México moderno convive con un México que difícilmente se distingue de la era colonial. Y entre uno y otro, la mayoría de la población se encuentra un verdadero vacío: una población con la capacidad de integrarse al mundo moderno, pero sin los medios para lograrlo. De esta manera, el país se rezaga menos por lo que su población no puede hacer que por la falta de visión de sus autoridades. La población rural, la más pobre del país, no cuenta ni con el capital humano (sobre todo una educación que contribuya a su desarrollo y no a su sometimiento político), ni con la infraestructura para su integración al mundo moderno. La población urbana, por su lado, vive en zonas donde la conectividad existe pero con serias restricciones. El hecho de que innumerables familias se comuniquen hoy en día con sus parientes en Estados Unidos por medio de correo electrónico sugiere que las barreras son artificiales, pero aún así en muchos casos insalvables. De lo que no hay duda es que el país carece de una política de conectividad que funcione y en esto nuestras diferencias con países como China son abismales.

La conectividad es el vínculo directo a la revolución informática que ha sobrecogido al mundo. La conectividad le abre una ventana de oportunidades a cada persona que tiene el acceso y esas oportunidades se traducen en información, reconocimiento y desarrollo personal. Quien cuenta con acceso a Internet tiene una ventana a fuentes de información que nunca antes fueron asequibles. Un individuo, de cualquier edad, puede saber lo que existe en otras latitudes y, con ello, informarse y compararse. De la comparación surge el reconocimiento tanto de sus fuerzas como de sus debilidades: en qué soy mejor que el francés o el chino y en dónde enfrento deficiencias notables. El reconocimiento le puede permitir al estudiante saber qué tiene que aprender, qué le falta y qué no le están enseñando. Lo mismo es cierto para el empresario, que puede comparar sus productos, encontrar nuevos medios de distribución y, sobre todo, una perspectiva novedosa sobre lo que está ocurriendo en su sector o rama de actividad en otros puntos del planeta. El valor y la utilidad del Internet se convierten en una cosa obvia para quien lo tiene, pero constituye una barrera infranqueable para quien se quedó fuera del círculo.

El desarrollo está hoy estrechamente ligado a la conectividad, la razón por la cual todos los países con una claridad de visión en términos del desarrollo se han asegurado que ningún ciudadano o región carezca de acceso. Son los casos de todos los países europeos, de Estados Unidos, Canadá, China, el sudeste asiático, Brasil y todos los países que comprenden hacia dónde va el mundo. En todos y cada uno de esas naciones, detrás del esfuerzo hacia la conectividad se encuentra un gobierno con visión. En algunos casos, como en Estados Unidos, el gobierno trazó la visión estratégica y dejó que fuera el sector privado el que la hiciera posible; en otros casos, como Singapur y China, ha sido el gobierno el gestor de la conectividad. El resto del mundo ha fluctuado entre grandes visiones, condiciones a los concesionarios de los servicios, subsidios y acciones directas. Sea como fuere, el hecho es que la conectividad se ha convertido en un factor central del crecimiento económico en todos esos países porque facilita el crecimiento de la productividad, porque incorpora al conjunto de la población y porque eleva la competitividad de las empresas.

Hay países que están dentro del círculo de la conectividad y países que se han quedado fuera. Otros tantos nosotros seríamos una suerte de paradigma en este conjunto– permanecen a la mitad del camino. El gobierno mexicano no ha impedido el desarrollo de la conectividad, pero tampoco ha hecho de éste un factor estratégico de desarrollo. En lugar de avanzar la conectividad, los esfuerzos gubernamentales (englobados en el proyecto denominado e-México) se han limitado al desarrollo de portales gubernamentales que le ofrecen información cada vez más amplia a la ciudadanía. En algunos casos, como en el del pago de impuestos, ya es obligatorio para una porción importante de los causantes el uso del portal correspondiente. Pero lo que de verdad revoluciona a una sociedad no son los anuncios de un gobierno por Internet, sino el acceso que el ciudadano pueda tener a ese medio de comunicación. Todavía más importante es que el ciudadano común y corriente tenga la oportunidad de comparar lo que ha hecho el municipio de Seara en Brasil o el de Beijing en China con el de la ciudad de Guadalajara o de México. Eso hará más por el desarrollo de un buen gobierno que todas las buenas intenciones de los políticos del país.

En suma, la conectividad es el factor individual más importante de transformación que el mundo haya conocido desde la Revolución Industrial. El acceso a la información cambia la manera de ver al mundo y lo hace para todos y en todos los ámbitos. Innumerables empresarios mexicanos se han quedado estancados en el mundo de los cincuenta: mientras que sus pares en otras naciones se transforman aceleradamente, muchos mexicanos se han quedado rezagados, frecuentemente sin saber qué está ocurriendo o, incluso para los mejor informados en el sentido antiguo de la palabra (a través de lecturas o televisión), sin haber tenido la oportunidad de encontrar maneras de agregar valor a sus productos o servicios. Hasta el dueño de un taller automotriz podría beneficiarse si conociera la manera en que cambia su industria, cómo operan talleres similares en Corea o en España o qué otros servicios podría estar ofreciendo. Aun cuando ese individuo ya no tuviera la formación o el deseo de aprender, el acceso a la información transformaría a sus hijos de una manera decisiva.

El acceso a la información se ha convertido en una nueva barrera diferenciadora para los estudiantes mexicanos. Aquellos que están conectados ven al mundo como una oportunidad; aquellos que no lo están crecen percibiéndolo como una amenaza. Ahí se forjan diferencias que luego se traducen en un nivel de desempeño educativo muy distinto y, eventualmente, en ingresos familiares dramáticamente diferentes. La conectividad incentiva el aprendizaje de otros idiomas y promueve el desarrollo de habilidades que nadie percibiría como útiles en otro contexto. La suma de estos elementos se convierte en un motor de desarrollo que sólo no lo ven quienes tienen por objetivo la preservación de la pobreza y del subdesarrollo, tanto mental como económico.

El desarrollo del país requiere, como directriz estratégica, extender la conectividad a todos los rincones del país. El gobierno tiene que hacer suyo el propósito de asegurar que todas las escuelas del país estén conectadas (además de sus obvios beneficios, quizá así se pueda ayudar a que los estudiantes logren superar las barreras inherentes a la educación y al magisterio en el país) y que ello se convierta en un factor motriz del desarrollo.

Una vez trazado e rumbo, lo demás tendría que comenzar a acomodarse por sí mismo: la conectividad evidenciaría la lacra educativa y las deficiencias en términos de infraestructura que caracterizan al país. El acceso a la información llevaría a los niños y a los adultos a entender el mundo en que viven y eso les permitiría enfocar sus propias actividades (y demandas al gobierno) de una manera más precisa y práctica de lo que ocurre en la actualidad. En otros términos, si el camino de las reformas por la vía legislativa no avanzan, capaz que se le puede pasar corriente al país a través de la conectividad.

 

¿Otro 94?

Luis Rubio

El signo de los tiempos parece ser de encono, conflicto y polarización, pero también de capacidad de operación política en los partidos. Las muestras de lo anterior son ostensibles en todos los ámbitos. Frente a la creciente tensión que caracteriza a la política mexicana, los partidos responden con aplomo, unidad interna y capacidad de articulación de posturas y grupos. Esto sugiere que no todo está perdido en el camino de la próxima sucesión. Pero una golondrina no hace verano: la última vez que vivimos un clima de hostilidad, conflicto y polarización, las consecuencias fueron un sistema político ensangrentado, un proceso electoral saturado de riesgos y una total desatención de los problemas reales, de fondo, del país. No es tiempo para rasgarse las vestiduras, ni mucho menos para reclamar triunfos que, en un escenario más amplio, bien pueden terminar siendo pírricos.

Si uno quiere ver el vaso medio vacío, la evidencia es infinita. Basta ver los diarios cualquier día para apreciar un entorno político que se desvalija a causa de una agresiva disputa por el poder en la que todo se vale. Las disputas tienen lugar en varios planos: entre los partidos y entre los precandidatos dentro de los partidos; entre los gobernadores y el gobierno federal; entre el jefe del gobierno del Distrito Federal y los banqueros. Por si todo lo anterior fuese insuficiente, y contra toda lógica y tradición, entre el presidente y el titular del gobierno capitalino. El encono se ha vuelto el signo distintivo de la política mexicana y, en este contexto, es difícil imaginar un futuro mediato en el que las aguas pudiesen volver a su cauce sin enormes disrupciones.

Y, sin embargo, la historia sexenal ofrece una perspectiva un tanto distinta. El viejo chiste lo dice todo: no hay mal que dure seis años. La costumbre ha sido que los tiempos buenos y los malos se asocian, por igual, con la dinámica sexenal. Un buen gobierno baja las tensiones, establece cimientos para el desarrollo y crea un entorno para poder prosperar; un mal gobierno se dedica a la confrontación y al saqueo, destruyendo las pocas cosas que parecían permanentes mientras mina la confianza y el sentido de continuidad. La historia sexenal, desde que se inventó en la década de los treinta del siglo pasado, refleja un patrón de comportamiento muy mexicano que se remite, según los cuentos de Fray Bernardino de Sahagún, a la espera de un salvador que resuelva todos los problemas sin que nadie tenga que trabajar o molestarse demasiado. El problema de esperar a un redentor es que las soluciones fáciles no existen.

En adición a la historia sexenal, a partir del 2000 la política mexicana tomó un giro que no sólo ha incrementado el nivel de complejidad, sino que hace tanto más difíciles las soluciones mágicas. Aunque el país dista mucho de contar con una democracia consolidada, ya tenemos muchas formas democráticas, pero la mayoría de ellas es disfuncional. Por ejemplo, como ilustra el poder legislativo, tenemos pesos, pero no contrapesos: el presidente ya no se sale con la suya, pero el congreso no tiene capacidad de funcionar. Lo anterior sin duda constituye un avance respecto a la capacidad de imposición autoritaria del pasado, pero no representa una solución a los problemas de un país que no acaba por consolidar las bases para su desarrollo de largo plazo.

Si a este escenario se le agrega la extraordinaria conflictividad asociada con el ejercicio del poder, es fácil concluir que, a menos que algún futuro gobernante pretenda regresar las manecillas del reloj (al estilo Putin) para reinstalar un sistema semi-autoritario de cualquier signo ideológico, el potencial de avance será relativamente limitado. No hay duda que una mejor conducción del gobierno (difícil imaginar que pudiera ser peor) se traduciría en acciones concretas, quizá algunos arreglos legislativos y una relativa mejoría económica. Pero tampoco hay duda de que la descentralización del poder y la mayor libertad estructural que caracteriza a los diversos actores (políticos y no políticos) en el entorno nacional constituyen frenos efectivos (contrapesos, de hecho) a la capacidad de acción e imposición de cualquier gobierno. En este sentido, la conclusión inevitable sería que el futuro es poco promisorio.

Pero siempre hay otra perspectiva. El devenir de los últimos días permite apreciar una dinámica distinta para el futuro mediato del país. Si quiere uno ver el vaso medio lleno, es suficiente con ver la forma en que los partidos políticos han conducido sus propios procesos internos para apreciar una capacidad de operación que parecía ya extinta en el país. El PRI y el PAN sostuvieron asambleas internas, el primero para reformar sus estatutos y el segundo para renovar su liderazgo. Por su parte, el PRD está inmerso en un proceso de relevo de su dirigencia que concluirá las próximas semanas. Los tres partidos han logrado montar una escenografía literalmente espectacular.

A contracorriente de las múltiples Casandras y los agoreros del desastre, el PRI emergió de su asamblea con muestras de unidad que hace tiempo no se veían. Independientemente de las diferencias que existan entre los aspirantes a la candidatura presidencial dentro del PRI (diferencias que son naturales cuando sólo puede haber un ganador), los priístas evidenciaron su capacidad de articulación, eliminaron muchas de las camisas de fuerza que absurdamente se habían autoimpuesto y, sobre todo, reiteraron la máxima histórica del PRI: el poder es lo que los une y, en este momento, la prioridad es recuperarlo. Todavía más impactante, sobre todo cuando se compara con otras transiciones políticas recientes, es que el PRI no sólo no se haya desmantelado, sino que ha logrado al menos suficiente renovación como para mantenerse en pie y, potencialmente, recobrar la presidencia. Para cualquiera que haya observado las transiciones del este de Europa, para no hablar de España o Portugal, ninguno de estos resultados era obvio al iniciar el actual gobierno.

El resultado del proceso de renovación del liderazgo del PAN fue menos complejo que el de la asamblea del PRI, pero su resultado no menos impactante. El PAN siempre ha sido un partido más institucional, menos rijoso y más atemperado que sus dos contrapartes, pero el espectáculo público que han ofrecido sus precandidatos a la presidencia, en poco se distinguía de la de aquéllos. El proceso de renovación de la presidencia del partido había dado varias vueltas, en parte como reflejo de los intereses de los precandidatos a la presidencia pero, en el fondo, como fiel imagen de la verdadera línea de ruptura entre los panistas: por un lado, aquellos que quieren retornar al viejo nicho de una oposición cómoda en la que nadie se ensucia las manos con el ejercicio cotidiano del poder y con las responsabilidades que todo eso entraña (y que se expresa en un profundo rechazo a Fox con la consecuente sensación de que les robó la candidatura en el 2000). Por el otro, aquellos que ya han vivido y comenzado a apreciar el ejercicio del poder y las responsabilidades públicas, que han aprendido y comienzan a entender lo que todo ello implica y quieren mantenerlo a cualquier precio. El PAN emergió fortalecido el fin de semana pasado porque logró consolidar una línea de pragmatismo al ganar quienes tienen vocación real de poder, sin la cual su oportunidad de mantener el gobierno hubiese sido mínima.

Aunque el PRD no ha concluido su proceso de sucesión interna, las piezas se han acomodado de una manera tal que parece haber pocas dudas de que logrará por segunda vez en su historia (luego del momento de su constitución en que nadie disputó el liderazgo del ingeniero Cárdenas) un relevo sin conflicto ni confrontación. La unidad perredista sigue una dinámica muy distinta a la de los otros partidos, esencialmente porque surge de la combinación de dos factores: por un lado, la presencia de un candidato fuerte y con enorme prestigio en el partido; y, por el otro, la sensación de acoso de que ha sido objeto ese candidato a partir del tema del desafuero. Ambos factores han creado un ambiente de inusitada unidad interna, todo lo cual se ha traducido en un proceso casi lineal de sucesión en la presidencia del partido.

Desafortunadamente, la capacidad de operación al interior de los partidos influye poco en la perversa y destructiva dinámica del sistema político en su conjunto. Al contrario: la fortaleza interna de los partidos amenaza con hacer tanto más caótico y conflictivo el proceso de sucesión presidencial. Cuando los intereses de cada precandidato o del partido se convierten en absolutos, los intereses del país y de la ciudadanía pasan a un nivel inferior. En un escenario de esa naturaleza, lo que parecería lógico y natural para satisfacer los objetivos de un candidato o de un partido, puede ser absolutamente contradictorio con las necesidades del país o de la ciudadanía en su conjunto.

Este punto es crucial para apreciar los riesgos que enfrentará el país en los próximos meses. En el entorno de absoluta incivilidad que caracteriza al país en la actualidad, donde la ilegalidad es la norma, si cada candidato (o precandidato) y cada partido actúan de acuerdo a lo que parece maximizar sus propios intereses, no es nada difícil que se acabe recreando un entorno de conflicto y confrontación como el que llevó a los trágicos sucesos de 1994. Aquel momento no surgió de un vacío, sino de una lucha descarnada por el poder, en buena medida inspirada, cuando no encauzada, por actores surgidos desde el interior del propio aparato gubernamental. Cada actor en aquel momento se abocó a un solo objetivo: maximizar su posibilidad de acceder al poder, sin que mediaran consideraciones legales o morales de ningún tipo.

No es difícil explicar la lógica de cada candidato en un proceso como el actual. Lo que cada uno de ellos hace tiene una explicación que parece incluso razonable. Sin embargo, la combinación de estas lógicas puede acabar destruyendo la incipiente democracia mexicana. De ese tamaño es lo que se juega en el proceso de sucesión que estamos viviendo. Quizá sea tiempo de que el presidente contemple una efectiva, pero sobre todo desinteresada, conducción y operación del proceso en los próximos 15 meses, para bien suyo y del país.

 

El elector y los candidatos

Luis Rubio

¿Sabe el elector promedio lo que quiere? La respuesta a esta interrogante refleja, en buena medida, la visión que cada cual tiene de la política mexicana en la actualidad. A juzgar por las estrategias mediáticas de los partidos y precandidatos, la respuesta a esta pregunta varía según el partido, en primer lugar, y el aspirante a una candidatura, en una segunda y distante instancia. Pero independientemente de cómo cada candidato responda a la pregunta y desarrolle su estrategia en consecuencia, una cosa que parece cierta es que la mayoría de los contendientes parte de la premisa de que el elector es tonto, ignorante e incapaz de discernir. El 2006 será un buen momento para poner a prueba esta percepción.

Una pregunta clave de la política mexicana se reduce a dos planteamientos muy obvios: primero, ¿hizo diferencia la elección del 2000 en el sentido de liberar al electorado de la vieja política de manipulación (por parte de cualquier político) o nada cambió en el panorama electoral, excepto que algunos ciudadanos se sientan más libres de cambiar de partido? Segundo, ¿es correcta la percepción de los partidos y candidatos en el sentido de que el elector es manipulable y no ha crecido (para muchos, nunca crecerá) como actor crítico de la política nacional? Vale la pena ver los dos lados de la moneda.

La estrategia del PRI ha sido, fiel a su historia, ignorar al elector. Lo que importa son los candidatos y sus conflictos; el votante está ahí para legitimar lo que las cúpulas partidistas ya decidieron de antemano. De esta manera, lo importante en el resultado de la elección de Guerrero no fue el hartazgo de la población, asediada por un caudal de malos gobiernos, a lo que se sumaba la oferta de un candidato que había sido efectivo y exitoso en el puerto de Acapulco, sino los abusos electorales del PRD. De igual forma, en la nominación del candidato para el Estado de México, lo relevante eran las pugnas cupulares más que la nominación de un candidato que pudiera ganarse la confianza de los electores. En una palabra, el elector no existe en los planes del PRI.

Con miras hacia el 2006, el PRI está inmerso en un proceso por demás conflictivo para elegir a su candidato a la presidencia. En cierta forma, la única novedad real del proceso que hoy atestiguamos es que tiene lugar a plena luz del día. Para empezar, el PRI se creó precisamente para institucionalizar el conflicto político, comenzando por la sucesión presidencial, siempre el componente más conflictivo de cualquier sistema político. La evidencia anecdótica y los escasos datos duros respecto al funcionamiento del proceso de sucesión bajo el régimen priísta de antaño, sugieren que siempre hubo retos al favorito del presidente en turno y que el proceso de nominación consistía, precisamente, en negociar las posiciones entre todos los involucrados e interesados. Lo interesante del momento actual es que, en ausencia de un jefe máximo, esa negociación es perfectamente visible y podría, en un caso extremo, pero improbable, llevar a alguna fractura. Pero a ninguno de los involucrados parece interesarle el punto de vista del elector.

Algo semejante, aunque en sentido inverso, ocurre en el PRD. Ahí la filosofía no es la de una camarilla que sabe gobernar y va a imponer su modo de entender el mundo, sino la avanzada del pueblo amorfo que ya eligió de antemano, sin que mediara un proceso electoral formal. Para los perredistas, lo relevante no es atender las necesidades del electorado, explicar un proyecto de gobierno de manera cabal y detallada, sino reprobar al gobierno en turno y plantear una serie de vaguedades que no comprometan a quien resulte candidato y potencial presidente. Lo que cuenta es la organización de las bases, la manipulación del electorado y la construcción de una mitología a la que el votante se pueda asociar. De manera semejante al PRI, los perredistas viven sus propias luchas cupulares (aunque disminuidas por el sentido de asedio que viven), pero a ninguno parece importarle el elector: su función es la de votar y aceptar el mandato del partido y no al revés.

En la medida en que avanza el proceso político interno, el PRD adquiere una relevancia inusitada, gracias al activo que representa para el partido el jefe del gobierno del DF. Andrés Manuel López Obrador no ha cejado en emplear todos los recursos a su alcance, discursivos y económicos, para avanzar su causa. Con enorme habilidad, ha convertido todo el asunto del desafuero en una plataforma de lanzamiento para su candidatura: a estas alturas, el desafuero se ha convertido en una mera excusa para promover su causa. Por su parte, Cuauhtémoc Cárdenas ha ido construyendo su alternativa de una manera inteligente y sagaz: por un lado, ofreciendo garantías de estabilidad y continuidad, presumiblemente diseñadas para contrastar con los temores que instiga el activismo de AMLO. Por el otro, ensamblando una plataforma que pudiera capitalizar el potencial desafuero de AMLO. A ninguno parecen inquietarle las preferencias del electorado.

El caso del PAN es quizá un poco menos extremo, pero no más convincente. Aunque se trata de un partido con mayor cercanía histórica a la ciudadanía, sus procesos de nominación de candidatos han sido tan cupulares como los de los demás. El gobierno actual, menos poderoso que sus predecesores, ha sido casi tan impermeable a la ciudadanía como cualquiera otro en la historia. Aunque sus precandidatos no se asumen como salvadores de la patria (en franco contraste con los otros dos partidos), su dinámica y lógica sigue siendo la que se deriva de los grupos partidistas al interior de su organización. El electorado poco tiene que ver con sus planes.

La dinámica de la elección interna del PAN sigue una lógica un tanto peculiar. Para comenzar, la vieja propensión a que el presidente elija a su sucesor está tan presente como siempre. Por otro lado, los panistas no reparan en el hecho de que el presidente será un factor en el proceso interno de nominación, incluso de manera negativa, como pudiera estar ocurriendo con su inexplicable estrategia (¿?) declarativa respecto a AMLO. Actuando como en los viejos tiempos, los panistas se consideran ajenos al gobierno y asumen que la población así los percibe. Esta situación lleva a escenas no sólo equívocas, sino risibles, toda vez que con frecuencia las peores críticas, sobre todo las más agrias que reciben el gobierno y Santiago Creel, el precandidato más prominente, vienen precisamente del PAN. Felipe Calderón, el segundo precandidato más popular, ha organizado su campaña en torno a una crítica sistemática al presidente emanado de su propio partido. Pero lo más notable es que el elector no existe en los planes del partido o de sus precandidatos: su chamba se limita a votar.

Como si el tiempo se hubiera congelado, los partidos siguen viviendo en un espacio que parecía ya superado por el 2000. Con el rompimiento del monopolio del PRI en la presidencia, el país entró en una nueva etapa de su historia. Todavía está por dilucidarse si ese rompimiento consolidará una democracia fructífera, pero de lo que no hay duda es que las relaciones de poder cambiaron. El ambiente de libertad en que se conduce la población, expresado de muchas formas, pero de manera notable en el modo en que miles de ciudadanos se expresan a través de la radio y la televisión, muestra que el cambio fue profundo. Sin embargo, la estrategia implícita que han adoptado los partidos y sus candidatos hace evidente que la mayoría de ellos no lo ve así. Mucho de lo que pase en las elecciones federales del próximo año dependerá de esta diferencia de percepciones.

La posición de los partidos es muy clara: el votante importa, pero sólo el día de la elección; todo el resto es irrelevante. Mejor que no dé lata: que deje de protestar y se percate, de acuerdo a los spots publicitarios que se han vuelto cotidianos, de las maravillas que están realizando los legisladores y el gobierno, independientemente de que resuelvan los problemas que aquejan a la ciudadanía. Según la visión de la política implícita en esos comerciales, el político cumple su cometido cuando aprueba una pieza de legislación o cuando el gobierno diseña un programa de trabajo, y no cuando se resuelve un determinado problema. O sea, se trata de la perspectiva del funcionario o político que se siente dueño, en lugar de agente del ciudadano. Para esa persona resulta irrelevante el que esos planes, leyes o programas mejoren las condiciones de la población, induzcan un acelerado crecimiento de la economía, disminuyan la inseguridad pública o incentiven el desarrollo del país. La política no es para mejorar la calidad de vida de la población sino para que el político sea dueño del balón.

Quizá la mayor interrogante de la política mexicana actual es si esta manera de proceder de los candidatos y sus partidos empata la naturaleza del electorado o si, por el contrario, los votantes tienen su propia lógica y están siendo olímpicamente ignorados por el proceder de los políticos. De ser lo primero, la mexicana seguiría siendo una democracia no sólo inmadura, sino decepcionante. En esa perspectiva, nuestro sistema político habría hecho avances estructurales significativos, aunque todavía insuficientes, pero no habría rebasado el umbral del chantaje implícito en el intercambio del voto por beneficios, del que los priístas eran unos maestros. La alternativa, la posibilidad de que los votantes no sean unos entes meramente pasivos a la espera de ser pastoreados y manipulados por los políticos, entrañaría una perspectiva ciudadana muy atractiva y potencialmente devastadora para todos aquellos candidatos y partidos que esperan que sus rituales logren, en el más puro estilo priísta, un nuevo milagro.

La evidencia indica que los políticos están apostando por la ignorancia e incapacidad, además de inmadurez, de los electores. Diversas elecciones regionales y la mayor libertad que muestra un gran número de ciudadanos sugieren que lo contrario es cierto. Las elecciones del 2006 van a ser relevantes precisamente por eso: porque ahí se podrá medir si los electores tienen claridad de objetivos y disposición a asumir los costos y las consecuencias de sus decisiones o si, por el contrario, la apuesta de los partidos prueba ser correcta: que los electores son manipulables, ignorantes y siempre expectantes de un salvador.

 

México y su política exterior

Luis Rubio

“Tiene todas las virtudes que no me gustan y ninguno de los vicios que admiro”, solía decir Winston Churchill sobre uno de sus muchos contrincantes políticos. Lo mismo se puede decir de la política exterior del país. Tratándose de una nación de tamaño y poderío medio, tendemos a esperar beneficios de superpotencia, en tanto que estamos dispuestos a aportar como si fuéramos naciones del quinto mundo. Peor, luego de décadas de prueba y error, hemos sido incapaces de definir una estrategia de política exterior que goce de una receptividad amplia en la política mexicana, sirva a los intereses del país y sea compatible con nuestra idiosincrasia y realidad económica.

La problemática es muy simple de definir, pero compleja de articular. Históricamente, la política exterior ha girado de una manera maniquea entre dos polos, como si éstos fuesen excluyentes: Estados Unidos y América Latina. Se actuaba y pretendía que la cercanía con uno entrañaba un distanciamiento con el otro, como si el origen, idioma y cultura fuesen a variar por el hecho de adoptar una posición determinada. Peor, se excluían opciones potencialmente importantes para el desarrollo del país (como pudo haber sido la construcción de un paso interoceánico a través del Istmo de Tehuantepec) por suponer que eso afectaría a otras naciones, sin jamás haberlo consultado con las partes interesadas o, incluso, sin haber analizado sus implicaciones para nuestro propio desarrollo.

Quizá lo más interesante, y patético, del proceso de articulación de una política exterior, razón también por la que no hay un amplio consenso sobre cómo debe ser, es nuestra atávica incapacidad para definir, con precisión y en blanco y negro, cuál es el interés nacional. Parte de la explicación quizá radique en que hay concepciones encontradas sobre cuál es el interés nacional y eso ha llevado, muy a la mexicana, a preferir una situación imprecisa antes que abrir un nuevo frente de contención. Esa estrategia fue muy conveniente a lo largo de muchas décadas en las que el país comerciaba poco con el exterior y la mayor parte de sus asuntos internacionales se reducía esencialmente a intercambios culturales, participación en foros multilaterales y otros temas de relativamente poca conflictividad (o, como con el caso de Cuba y la OEA, cuya conflictividad era menor y entrañaba costos irrisorios para el país, pero elevados dividendos internos). Mucho del prestigio gozado por México en el concierto internacional se derivó precisamente de una política que asumía sus principios con gran entereza, a sabiendas de que no existían costos al desplegarlos.

Pero el mundo ha evolucionado y México se encuentra ante una realidad cambiante, para la cual los viejos principios, si bien en muchos sentidos válidos, no siempre coinciden con nuestras aspiraciones o nuestras realidades. Es decir, en la medida en que el país ha desarrollado una multiplicidad de vínculos con el resto del mundo, hemos creado también redes de intereses que no siempre se ajustan, por un lado, a los principios filosóficos que se remiten a la doctrina Estrada y, por el otro, a las aspiraciones de protagonismo que no son infrecuentes en materia exterior. El mejor ejemplo de lo anterior es el de nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas durante 2002 y 2003, uno de los periodos más conflictivos de los últimos tiempos, que obligó al país a definirse en temas por demás controvertidos con los enormes riesgos –internos y externos- que eso suponía. El punto no es que sea deseable o indeseable, por sí mismo, participar en el Consejo de Seguridad, sino que para participar hay que tener definiciones precisas sobre cuál es nuestro interés nacional. Al no tener claridad en ese punto, como probó ese ejercicio, la propensión suicida es enorme: puros costos, ningún beneficio.

En alguna época se habló de zonas de influencia para la política exterior mexicana. Algunos de sus proponentes, los más realistas, hablaban de Centroamérica y el Caribe; otros, más ambiciosos, hablaban del hemisferio en su conjunto. Brasil, país con ambiciones de potencia y una definición precisa de su interés nacional, hizo sentir pronto su peso, obligándonos a una retracción no muy discreta. A pesar de que la tensión con Brasil es constante, nuestro dilema parece inalterado: hacia abajo o hacia arriba. Sugerente de la realidad geopolítica, por más que el país guarda relaciones de amistad con numerosos países clave del cono sur, ninguno se atreve a entablar relaciones más allá de lo  mínimo con nosotros: esas relaciones van tan lejos como Brasil se los permite y el desencuentro actual con relación a una posible expansión del Consejo de Seguridad es otra expresión de la misma realidad.

Lo que es peculiar es nuestra doble manía de pretender que se trata, primero, de optar entre el norte y el sur, cuando la realidad es que tenemos intereses y necesidades en ambos flancos. Segundo, una observación somera de cualquier estadística del país con el exterior revela una cosa muy simple: independientemente de EUA, hay muchos países que son para México mucho más importantes en términos políticos, económicos, comerciales y de inversión que prácticamente cualquier nación sudamericana. Con Chile hemos establecido relaciones comerciales significativas, pero se trata de un país de dimensiones muy pequeñas. Lo increíble es que nuestra ambición internacional se obsesione con el sur, cuando hay naciones como Japón, Inglaterra, España, Alemania, Francia, Suiza, los Países Bajos y otros, incluida China, que son trascendentales.

Lo anterior por lo que toca al plano económico y a las naciones que son políticamente relevantes. Más allá de esos intereses, una de las aspiraciones permanentes de todos los partidos políticos y de gran parte de la opinión pública, es conseguir una fuerte presencia, de hecho influencia, en los organismos multilaterales. Algo de añoranza por el pasado hay en esa aspiración, pero sin duda también un intento por diversificar relaciones y contactos con países y entidades distintos que representen una alternativa a la envolvente relación bilateral con EUA. Yo me pregunto si no habría manera de construir una estrategia de política exterior anclada precisamente en estos principios. Pero es importante guardar conciencia de que el problema con este y otros planteamientos es que sólo funcionan si definimos para qué los queremos, es decir, si precisamos cuál es nuestro interés nacional, idealmente, de una manera que genere apoyos a través de las líneas partidistas.

Primero, independientemente de preferencias, todos los mexicanos sabemos que la principal relación que tiene y siempre tendrá el país es con Estados Unidos. La geografía ha creado un vínculo cada vez más estrecho, mismo que se profundiza cada vez que cruza un mexicano la frontera, para no hablar del sinnúmero de intercambios, inversiones y puntos de contacto y conflicto que son el pan de cada día en esa relación. Además, la relación es vital para la estabilidad interna y una potencialmente formidable palanca para nuestro desarrollo.

Segundo, la región centroamericana y del Caribe es una zona que ha sido objeto de atención sólo de manera esporádica, pero que constituye una oportunidad, así como fuente de problemas pero también de soluciones. Pocas dudas caben que en esos países se encuentran mercados naturales para nuestros productos, pero también entrañan no pocas y serias dificultades, comenzando por la migración ilegal, que es un problema no sólo mexicano, sino también regional. Además, cualquier relación que queramos desarrollar hacia el norte entraña acciones en la frontera sur, lo que enfatiza aún más la naturaleza estratégica de la región.

Tercero, Canadá es un país con el que tenemos un creciente intercambio comercial, pero con el que la relación política es relativamente menos avanzada. Además de compartir logros importantes con Canadá gracias al TLC norteamericano, es evidente que una mayor proximidad con esa nación podría convertirse en una fuente potencial de aprendizaje y equilibrio ante el vecino común.

Cuarto, existe un conjunto de naciones clave para el país, tanto en términos políticos como económicos, con las cuales no hay ninguna definición estratégica que trascienda lo esencialmente diplomático (con frecuencia limitado estrictamente al intercambio de embajadas y una ocasional visita recíproca) o, en algunos casos, lo comercial. En todo caso, han sido iniciativas comerciales y de inversión las que han afianzado relaciones con un enorme potencial, pero que nunca se han desarrollado. Ahí están naciones europeas como Inglaterra, Alemania, España, Portugal, Suiza, Holanda, Francia y otras con las que existen puntos de contacto, pero no una estrategia.

Quinto, en los organismos multilaterales el país tiene tradición, experiencia y un fuerte deseo de hacerse sentir, pero al no poseer una definición clara del interés nacional, incurrimos en riesgos que a veces resultan contraproducentes. ¿De qué sirve una presencia vistosa en estos organismos cuando no tenemos claridad sobre cómo participar o, cuando lo hacemos, no tenemos percepción clara del riesgo que esa participación entraña? El punto no es prestarnos de intermediarios para un conflicto como el que existe entre las dos Coreas, asunto en el que claramente no tenemos nada que hacer, sino definir para qué queremos ser prominentes en entidades como las Naciones Unidas y la FAO, pasando por el BID y la OEA. Los organismos multilaterales son instrumentos útiles o inútiles, dependiendo de nuestros objetivos. En ausencia de definición, cualquier iniciativa es por demás peligrosa.

En el corazón de cualquier definición que eventualmente llegara a adoptarse en materia exterior se encuentra el tema de siempre controvertido: la relación con Estados Unidos. Como ilustra el pantano en que se ha convertido el asunto migratorio, no es posible pretender que se puede desarrollar una relación tan profunda y estrecha como la que implicaría un eventual acuerdo migratorio sin definiciones claras por nuestra parte. La paradoja de esa relación reside en que todo el poderío norteamericano no impide que seamos nosotros los que determinemos la dinámica de la relación. La pregunta es si sabemos qué queremos de ella, y de la política exterior en su conjunto, para poder dar pasos firmes en todos los frentes.

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Necesidades de la sociedad vs. lógica electoral

Luis Rubio

México se encuentra en un punto por demás delicado. Un empujón en la dirección correcta podría crear una dinámica de cambio y transformación capaz de sacar al país de su letargo y acelerar el paso del crecimiento económico, la creación de empleo y la reducción de la desigualdad. De la misma manera, un empujón en la dirección opuesta podría conllevar el efecto opuesto: una depresión económica, mayor polarización social y económica y una nueva crisis financiera. El problema es doble. Por un lado, la lógica electoral, por su misma naturaleza, lleva a la contraposición de posturas, lo que agudiza el problema y eleva el riesgo político y económico. Por el otro, en el ambiente tan enconado en que vivimos hoy en día, es prácticamente imposible discutir los temas sobre la base de sus méritos y se descalifica lo que es clave para el desarrollo de la economía, todo lo cual genera un ambiente propicio para que se creen vacunas contra las acciones que serían necesarias para sacar al país adelante.

Propiamente dicho, la situación actual no es culpa de nadie en particular. El ambiente de encono que vive el país se remonta a dos momentos muy específicos de nuestra historia reciente –los setenta y los noventa-, épocas en que la descalificación fue política de Estado. En los setenta, el gobierno dio un viraje hacia el populismo, sumiendo al país en la pobreza: el crecimiento del gasto gubernamental acabó con el sistema bancario, endeudó excesivamente al país y erosionó  la capacidad creativa del empresariado, todo lo cual arrojó la serie de crisis económicas que fueron la característica de la economía del país a partir de entonces. En los noventa se dio un viraje en sentido contrario, hacia una economía más de mercado y más cercana al entorno internacional. Este segundo viraje pretendió reactivar la actividad económica mediante la eliminación de los excesos burocráticos, la privatización de empresas y la liberalización comercial. En retrospectiva, se trató de un esfuerzo mucho más tímido de lo necesario para poder sentar las bases de un crecimiento sostenido. Los rezagos y problemas que no se atacaron entonces, acabaron configurando una estructura económica demasiado frágil para poder funcionar por sí misma. Peor, crearon vacunas en contra del tipo de reformas que hoy son necesarias y dieron nueva vida a todos los beneficiarios del viejo orden corporativista.

Pero ambos esfuerzos, el de la modernización de los noventa y el del estatismo de los setenta, constituyeron rompimientos radicales con el statu quo del momento, intentos dramáticos de construir una nueva plataforma de crecimiento económico. Quizá más relevante para la realidad actual, ambos se caracterizaron por la descalificación de la oposición, suponiendo que ello haría más expedito el cambio que se pretendía lograr. Quizá como todo movimiento revolucionario, ninguno logró su cometido de manera cabal: el primero por sus limitaciones intrínsecas (porque el gobierno no es substituto de la sociedad), y el segundo porque nunca rompió con las estructuras políticas y corporativistas existentes. Lo que sí quedó y ha perdurado es el encono y la descalificación que son la moneda de uso corriente en la política mexicana actual. La descalificación y el encono son la esencia de la antropofagia que hoy nos caracteriza y que hace virtualmente imposible consolidar nuestra incipiente democracia.

Tan grave es el problema que los mexicanos ni siquiera nos podemos poner de acuerdo en los temas que se discuten. Los debates nacionales no son debates: son monólogos dedicados a la descalificación y no  espacios para el intercambio de posturas constructivas orientadas al aprendizaje mutuo. Los políticos mexicanos no quieren aprender unos de otros, sino cancelar el derecho de su oponente a pensar diferente. La noción de que puede haber muchas verdades y no solo una, la del demagogo en turno, escapa al psique colectivo de la política mexicana. Para ilustrar baste ver igual los temas del desafuero que de la reforma eléctrica o el reporte de la CIA.

Esta situación es la que explica la polarización que caracteriza a la sociedad y que se refleja nítidamente en las campañas presidenciales que paulatinamente van cobrando forma. En lugar de atender las demandas de la población y plantear soluciones a la problemática que enfrenta el país, las campañas enarbolan posturas extremas dedicadas a cultivar al voto más confiable de cada partido, es decir, el que no cuestiona la verdad partidista, dejando a la mayoría de la población al margen de la política y de la posibilidad de influir en el proceso de toma de decisiones. Aunque ésta es la lógica de cualquier campaña en sus primeras etapas (pues en la medida en que se acerca el día de la elección todos los candidatos tienden a procurar el voto de la población en el centro político, aquélla que por definición es más moderada), la patología política mexicana actual tiene características propias que hacen dudar de esa racionalidad.

Para comenzar, la población mexicana está legítimamente confundida y la ausencia de liderazgo político ha acentuado esa condición. Años de choques de expectativas, altibajos gubernamentales y crisis económicas no han hecho sino causar esta confusión. A lo anterior se suma la incapacidad de políticos y candidatos para apreciar lo esencial: que prácticamente todas las discusiones y propuestas que pululan en el ambiente público no atienden las preocupaciones, miedos y realidades del ciudadano común y corriente.

Un ejemplo dice más que mil palabras: mucha tinta y papel se ha consumido en torno a la pretendida reforma eléctrica. Sin embargo, ninguno de los políticos que apoya o rechaza tal o cual iniciativa de ley sobre la materia ha atendido lo que en última instancia es lo relevante: cómo afectaría un cambio en el régimen eléctrico las tarifas que paga un consumidor promedio. La realidad es que la mayor parte de la población tiene miedo de que una reforma eléctrica se traduzca en una elevación de su factura bimestral, en parte porque no confía en el gobierno y en parte porque eso fue lo que pasó con la privatización telefónica. Independientemente del compromiso con el statu quo que muchos de los políticos clave en el asunto de la reforma eléctrica tan discutida puedan tener, el hecho es que ninguno de los que buscan esas reformas las ha planteado de una manera aceptable y digerible para la población en su conjunto. Lo mismo se puede decir del resto de los proyectos de reforma económica del sexenio y de los que se requieren pero  no se han planteado como tales.

La dinámica de la política mexicana actual tiende a la antropofagia en buena medida porque no atiende los temas medulares. Aunque el debate dentro de lo que el presidente Fox llamó el “círculo rojo”, es decir, quienes discuten, opinan y tienen poder de decisión en la sociedad mexicana, se ha concentrado en las reformas tanto políticas como económicas que podrían ser deseables o necesarias para consolidar una base más saludable para el desarrollo del país, muy pocos reconocen lo obvio: que sólo si se resuelven los temas que afectan a la población en la base de la pirámide será posible crear las condiciones para que se atienda otro conjunto de temas de más largo aliento, como son las reformas energética y fiscal, del Estado y laboral.

Lo que aqueja a la mayoría de la población son los temas de empleo y seguridad. Lo que se argumenta en el debate público tiene que ver con crecimiento de la economía y eficiencia política y económica. Evidentemente, existe una natural complementariedad entre uno y otro grupo de temas, pues sin crecimiento económico es imposible la generación de empleo y sin una mayor eficiencia en la toma de decisiones políticas y en el funcionamiento de la economía, no habrá inversión que haga posible el crecimiento. Sin embargo, estos temas resultan ser esotéricos para la mayor parte de la población que padece de falta de oportunidades para emplearse y de inseguridad en su vida cotidiana. Mientras los políticos y candidatos no atiendan estas carencias y ofrezcan soluciones en esta dimensión, la política mexicana seguirá discutiendo (y privilegiando) el pasado en lugar de plantear soluciones hacia el futuro.

Las campañas en curso se caracterizan por su enfoque hacia el pasado. Aunque hay muchos candidatos, ninguno ha esbozado un planteamiento claro y directo hacia la construcción de un futuro mejor. Algunos no lo hacen simplemente porque no tienen una visión hacia el futuro, lo que les lleva a refugiarse en un pasado que, aunque inhóspito, le ofrece una sensación de seguridad a un núcleo de votantes. Bajo la concepción de que más vale malo por conocido que bueno por conocer, buena parte de la población mexicana se ha tornado conservadora, siempre presta a rechazar cualquier iniciativa o proyecto que pudiera beneficiarla, por el riesgo (y miedo) inherente a cualquier cambio. Pero la mayor parte de quienes aspiran a la presidencia saben bien que el país no se puede refugiar en el pasado, pues más allá de la historia ahí no están las respuestas y las herramientas que puedan darle forma a un futuro mejor. La pregunta es cómo articular ese futuro.

El país requiere y exige una transformación cabal. Llámesele modernización o como se quiera, lo que el país necesita es una transformación radical de muchas de sus estructuras e instituciones, tanto en lo político como en lo económico y social. Muchas de esas estructuras no se pueden cambiar en una etapa en que el encono deslegitima cualquier cambio (como ilustran las desventuras del IFE). Pero si todos los candidatos se abocan a lo esencial, a los empleos y la seguridad, capaz que comienzan a surgir planteamientos serios y sólidos que no sólo sirvan para diferenciar a los candidatos a los ojos del electorado, sino incluso para avanzar soluciones a los problemas del país. Eso si sería una combinación insólita.

 

Pregunta

¿En qué país moderno y civilizado el gobierno, las cámaras legislativas y la Suprema Corte de Justicia producen spots informativos para justificar su actuar y proceder? ¿Será que les remuerde la conciencia por no hacer lo que debieran estar haciendo?  A final de cuentas, no es lo mismo hacer las cosas bien, como pretende su propaganda, que hacer lo que se debe hacer.

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Las dos caras del poder judicial

Luis Rubio

El poder judicial en México tiene dos caras: la de un tribunal profesional, impoluto y funcional que cobra forma en la Suprema Corte de Justicia (SCJ), y la de un sistema corrupto, no profesional y disfuncional, con el que tiene que lidiar el ciudadano común y corriente todos los días, sobre todo a nivel estatal y local. Se trata de dos componentes igualmente reales de la vida pública mexicana. La ironía es que la vertiente funcional de este poder, la que ha demostrado ser un pilar institucional insustituible en esta era de conflicto e incertidumbre, está bajo el fuego irredento de políticos que no aparentemente pueden tolerar la división de poderes ni los pesos y contrapesos, esencia de cualquier sistema político democrático y moderno.

En la última década, la SCJ se ha transformado de manera integral. En el pasado constituía la cima de un poder judicial disfuncional y subdesarrollado. Pero a partir de las reformas de 1994, que modificaron de raíz su estructura y naturaleza, la Corte ha ido adquiriendo los poderes de un tribunal moderno, potencialmente capaz de cumplir la función medular de dirimir conflictos políticos. Aunque como toda institución pública está integrada por seres humanos falibles, su transformación fue integral y los resultados están a la vista en la forma de resoluciones y fallos sobre temas difíciles en los cuales ha mostrado entereza. La trascendencia de la corte no puede ser minimizada e invita a pensar que la modernidad es factible en el país, independientemente de que todavía haya camino por recorrer. Se podría afirmar que se trata de la primera institución moderna de la nueva era política del país.

En su primera década de existencia, la nueva SCJ ha logrado afianzar no sólo su relevancia, sino también su credibilidad. Quizá lo más importante es que su aparición en escena tuvo lugar casi de manera simultánea con el nacimiento de disputas políticas que antes se resolvían dentro del marco de un presidencialismo exacerbado y que ahora sólo encontraron cauce no violento a través de la Corte. Contra muchos pronósticos, la Corte rápidamente se convirtió en el punto de referencia para gobernadores que estaban en desacuerdo con el proceder del ejecutivo federal (nada nuevo, pero impensable en el pasado), pero también para el Congreso en sus diferencias con el gobierno federal y así sucesivamente. Quizá todavía más sorprendente es el hecho que las partes hubiesen acatado sus fallos sin discusión (aunque esto no esté pasando, al menos en las formas, con el reciente conflicto en torno al presupuesto). Gracias a la existencia de la Corte, el país se ha ahorrado muchos momentos de potencial violencia política.

Pero el poder judicial no comienza y termina en la SCJ. Aunque la Corte tenga mayor visibilidad por la naturaleza de las disputas con que lidia, la mayor parte de los conflictos y problemas que aquejan a la ciudadanía y que competen al poder judicial desde riñas hasta el incumplimiento de contratos- tienen lugar en los juzgados locales, no en el poder judicial federal. Y ahí los claroscuros son la norma, no la excepción. Algunos de los casos que se disputan en esos tribunales acaban llegando a la SCJ, pero la mayoría languidece en un medio que es sucio, corrupto y nunca expedito. Cuando no se dirimen en estos ámbitos y llegan a la SCJ, éstos irremediablemente llevan los vicios de origen. Tal es el caso de disputas como la del Paraje de San Juan, la del sobrino de Francisco Franco o la demanda de la señora Celia Reyes viuda de Lujano.

Todos estos casos son sugerentes de la problemática que aqueja al poder judicial del país. Los miles o cientos de miles de casos que pasan por el poder judicial usualmente inician en los tribunales locales. Con gran frecuencia, esos tribunales carecen de gente profesional, padecen una fuerte dependencia respecto a sus respectivos gobernadores o procuradores y la inexistencia de cultura jurídica, todo ello un caldo cultivo natural para que sea imposible la consecución del objetivo expreso del poder judicial: la justicia pronta y expedita. Los tribunales proceden con un tortuguismo legendario, pero su mayor defecto reside en otra parte: en el hecho de que las investigaciones en que fundamentan sus decisiones son, con la mayor de las frecuencias, inadecuadas. La ausencia de expertos y profesionales, la falta de cuidado en el manejo de las pruebas y la propensión a que las conclusiones a que se llega sean predeterminadas por desidia o por la presión de terceros constituyen una combinación explosiva.

Son los juzgados a nivel local los que típicamente establecen la base de lo que eventualmente constituye la decisión en esa instancia y en todas las demás. Es decir, en ese primer contacto se determinan los hechos sobre los cuales se juzgará el caso en lo sucesivo, igual si se termina la disputa en esa instancia o si procede por los vericuetos del sistema hasta llegar incluso a la SCJ. Lo relevante aquí es que la SCJ (o cualquier otra instancia) acaba teniendo que emitir un fallo en función de hechos que bien pueden no tener relación con la realidad ya sea por la pésima calidad de la investigación inicial (a cargo del ministerio público) o por la corrupción que haya influido en el proceso posterior.

Todo indica que ésta es la situación en casos como el del Paraje de San Juan, el de Francisco Bahamonde Franco o la señora Reyes. Los tres casos ejemplifican la propensión del poder judicial a distorsionarlo todo. En el caso del Paraje San Juan, la última resolución de la Corte sugiere que, como afirmaba el gobierno del DF, efectivamente los demandantes nunca habían demostrado propiedad del predio que diputaban, algo que, uno supondría, tuvo que haber quedado determinado desde el momento en que se inició la demanda respectiva. De esta manera, la Corte resolvió no sobre los méritos del caso, sino sobre hechos que, en un proceso judicial normal, nunca debieron haber trascendido la primera instancia.

El caso de la señora Reyes contra Atlántico, al igual que el del señor Franco contra Santander, es elocuente porque sugiere que el potencial de corrupción es enorme. Esta persona demandó a un banco argumentando que había realizado un depósito en los años ochenta que debió haberse reinvertido por un plazo indefinido a la tasa pactada, una tasa elevadísima por las inflaciones de la época. Según la demandante, el monto que el banco ahora le debe ahora es estrafalario, superior al PIB del país, por los intereses compuestos a lo largo de más de dos décadas. Asumiendo que los hechos establecidos en el caso eran válidos, el poder judicial, a lo largo de varias instancias, falló a favor de la demandante. Ahora que el caso está en manos de la SCJ, resulta evidente que el expediente está plagado de errores, potencialmente producto de corrupción. Como en muchos casos similares, todo indica que hay un sinnúmero de errores factuales en la documentación que le llegó a la SCJ, misma que se vino acumulando a lo largo de varios juicios en las diversas instancias y tribunales del poder judicial. Es posible que la documentación del depósito no hubiera estado errada como sostiene la demandante pero, más importante, también es posible que el depósito hubiera sido retirado del banco desde hace años, aunque el banco no lo pueda comprobar, en cuyo caso podría tratarse de un fraude de la señora contra el banco.

El punto de todo esto es que el potencial de corrupción en el poder judicial es virtualmente infinito en la actualidad porque en él conviven dos mundos incompatibles: el de un tribunal excepcional por su seriedad y profesionalismo (sobre todo en el contexto mexicano) y el de un sistema de (in)justicia institucionalizada, propenso a la corrupción y a la presión política. La Suprema Corte de Justicia puede acabar recibiendo casos de dudosa veracidad que impiden, en lugar de hacer posible, la justicia. Es decir, en lugar de que se le presenten casos sólidos y transparentes para que la SCJ resuelva sobre el fondo de los asuntos, con frecuencia se topa con errores, potencialmente engañosos o fraudulentos, en la información original, en los hechos mismos. De ser correcta esta situación, se confirmaría una preocupante presunción: que todo, o al menos mucho, de lo que ocurre en las instancias inferiores del poder judicial está corrompido o, en el mejor de los casos, carece de la pulcritud y profesionalismo que un país moderno requiere y que son la característica esencial de la propia Suprema Corte en la actualidad.

Todo esto lleva a dos conclusiones obvias. En primer lugar, el poder judicial no es una unidad, sino una combinación de entidades federales y locales que no tienen nada en común. En términos generales (aunque con excepciones notables) la evidencia muestra que mientras más abajo transita uno en la escala de los tribunales y juzgados locales, peor es la situación por la falta de personal profesional y por la influencia de factores externos, desde el control ejercido por autoridades locales hasta la corrupción abierta. Es decir, tenemos un poder judicial a nivel local que no cumple su función en términos de la vida cotidiana de la ciudadanía, las empresas y los contratos. La paradoja es que nadie en el mundo político ataca esa realidad, presumiblemente porque quienes podrían cambiarlo se benefician del statu quo. Para los gobernadores es muy conveniente mantener esa fuente de poder, control y corrupción. Que la justicia sea responsabilidad de otro.

La otra conclusión es que contamos con una Suprema Corte profesional y consolidada, pero que padece el ataque inmisericorde de quienes deberían someterse a sus fallos. Además, el hecho de que muchos de los juicios que le llegan a la Corte estén apuntalados en información dudosa en su origen y veracidad, revela una seria debilidad institucional en el sistema judicial del país. También revela cuan riesgosos son los intentos de varios diputados por desacreditarla, pues constituyen una afronta no sólo a la integridad de los ministros mismos, sino a una de las pocas instituciones modernas con que cuenta el país en la actualidad. Todos los que creemos en la necesidad de transformar al país para construir una democracia moderna y funcional debemos reprobar estos ilegítimos e intolerables ejercicios de intimidación.

 

Irak, bush y el terrorismo

Luis Rubio

Las elecciones celebradas en Irak la semana pasada marcaron un hito en la historia del Medio Oriente, tanto por ser un hecho inusual en esa región como por la presencia de tropas norteamericanas en ese país. Las elecciones constituyen el final de un proceso que comenzó con la ocupación estadounidense y que continuó con una escalada violenta, aparentemente interminable. Sugestivamente, los atentados violentos en las semanas previas a las elecciones fueron menos contra los soldados norteamericanos que contra los propios iraquíes, a quienes se pretendía disuadir de votar. Estas elecciones conjugan tres elementos: el futuro político del propio Irak; una lucha intestina, dentro del mundo musulmán, entre quienes pretenden aislarse del mundo moderno y quienes desean adecuar el Islam al mundo cambiante del siglo XXI; y el devenir de la lucha norteamericana contra el terrorismo. Aunque se trata de tres elementos distintos, sin duda unos afectan a los otros.

La ocupación norteamericana de Irak constituye uno de los hitos de la era de la posguerra pues se trata de la primera vez en que las potencias aliadas rompen filas. Aunque durante las décadas de la guerra fría hubo momentos de disidencia (es el caso de la guerra del Sinaí de 1956, cuando Inglaterra, Francia e Israel tomaron esa península y fueron forzadas a replegarse por la presión norteamericana), nunca se dio un rompimiento como el de los últimos dos años. El fin de la guerra fría cambió la dinámica entre las naciones vencedoras de la segunda guerra mundial y ahondó sus diferencias de intereses y perspectivas. Independientemente del resultado electoral en Irak, la ocupación norteamericana creó ya un vacío institucional que afecta la naturaleza misma de las Naciones Unidas, estimula la profundización de la unificación europea y deja todo el asunto del conflicto al interior del Islam -que afecta a todo Occidente- en una situación mucho más precaria de lo que hubiera sido de haber existido una alianza Europa-Estados Unidos en esta coyuntura.

El punto de mayor conflicto entre los dos lados del Atlántico reside en la diferencia de visión e interpretación sobre la naturaleza del fenómeno del terrorismo. Para las naciones europeas, que han vivido décadas de terrorismo, la respuesta norteamericana ha sido inadecuada y excesiva. Para Estados Unidos, donde el fenómeno es nuevo, al menos en su territorio, lo crucial era dar una respuesta fuerte, directa y contundente. Pero quizá la diferencia medular entre los dos bandos de la antigua alianza Atlántica resida en que la estrategia estadounidense para combatir a su nuevo enemigo, Al Qaeda, es en buena medida inconfesable.

Ese al menos es el argumento de un libro de reciente aparición: La Guerra Secreta de Estados Unidos (Americas Secret War) de George Friedman (Doubleday). Según el autor, Al Qaeda es un fenómeno esencialmente saudita y toda la estrategia en torno a la guerra de Irak tiene que ver con Al Qaeda y no con armas nucleares o directamente con la democracia en ese país. El argumento de Friedman descansa en dos elementos centrales. Primero, no obstante que muchos operativos y miembros de la red de Al Qaeda son de nacionalidades diversas, sus líderes y miembros principales son sauditas, su ideología es Wahabi y su financiamiento original provino de ciudadanos de ese país. En ese sentido, Al Qaeda es indistinguible de Arabia Saudita toda vez que su origen está profundamente enraizado en la vida e historia de ese país. Lo que es más, la aparición de Al Qaeda en la escena pública le creó un enorme problema a la familia real de ese país, pues representaba una amenaza a los delicados equilibrios internos que la sostenían en el poder.

El otro elemento que constituye la esencia del argumento de este libro sugiere que el verdadero objetivo de los ataques terroristas contra Estados Unidos de 2001 no era la nación norteamericana, sino la población islámica en su conjunto. Friedman afirma que Al Qaeda no estaba motivada por un odio hacia EUA, la cultura norteamericana o la democracia de ese país, sino que buscaba ganar credibilidad en el mundo islámico al asestar un fuerte y muy visible golpe a la potencia más prominente del mundo. Es decir, lo que Al Qaeda perseguía con esos atentados era golpear a una nación muy poderosa, además de soporte importante de muchas de las dictaduras árabes, con el objeto de que ganara credibilidad la idea de constituir una nación islámica en el Medio Oriente. En otras palabras, el propósito ulterior de Al Qaeda es construir un califato islámico en alguna de las naciones más prominentes del mundo árabe (idealmente Egipto o Arabia Saudita).

Desde un punto de vista estratégico, Al Qaeda partía de la premisa de que EUA era vulnerable porque su credibilidad en el mundo árabe era muy baja. A EUA se le percibía como un gigante con pies de barro, incapaz de lograr sus propios objetivos estratégicos en el mundo. Friedman argumenta que esa es la impresión que quedó en el mundo árabe no sólo por las fallidas incursiones estadounidenses en lugares como Somalia y Líbano, sino también en el caso de la guerra del golfo, guerra percibida como victoriosa en occidente, pero que es percibida como un factor de debilidad en ese rincón del mundo por no haber tumbado a Sadam Hussein. Desde esta perspectiva, Al Qaeda confiaba en humillar a los norteamericanos frente al mundo árabe, suponiendo que, siguiendo la lógica de atentados que habían tenido lugar en la década previa, EUA no respondería más que con una serie de ataques menores e intrascendentes.

Pero esos ataques cambiaron la percepción de los estadounidenses respecto a sí mismos y el mundo. Ello explica su disposición a modificar su perspectiva y a asumir una actitud muy distinta respecto al mundo. Sin embargo, dice Friedman, la administración Bush se vio ante la necesidad de articular una estrategia no convencional precisamente porque se encontraba ante un enemigo no tradicional. En lugar de enfrentarse a un Estado como ocurría en las guerras tradicionales, los estadounidenses se enfrentaban a un grupo no identificado con una nación específica, sin un ejército visible o un territorio particular. Como organización transnacional, Al Qaeda contaba con bases móviles en diversos lugares geográficos, pero no con un territorio que pudiera llamar propio. En este sentido, la llamada guerra contra el terrorismo lleva a una situación un tanto absurda: cada quien tiene que definir si cree que esa agrupación constituye una amenaza o no. De esa definición depende en mucho la percepción que cada quien tiene del actuar del gobierno estadounidense en la actualidad.

Desde la óptica de Friedman, la campaña de Afganistán tuvo por objeto eliminar al gobierno que le había dado un espacio y tregua a Al Qaeda, lo cual dislocaría sus operaciones, destruiría su base de funcionamiento y crearía un gobierno relativamente fuerte en un país que se había caracterizado por el desorden y el conflicto a lo largo de tres décadas. Nadie en el mundo tuvo dudas de que la campaña de Afganistán tenía una vinculación directa con Al Qaeda. Tan obvia era la relación en el imaginario colectivo y en los órganos de inteligencia de las diversas potencias del mundo, que tanto el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como la OTAN, sancionaron la acción militar estadounidense y muchas de esas naciones participaron activamente en la operación o en su financiamiento.

La campaña de Irak tuvo una dinámica muy distinta. De acuerdo al análisis estadounidense, una vez desplazada de Afganistán, el eslabón débil de Al Qaeda residía en sus mecanismos de financiamiento y apoyo. De acuerdo al texto de Friedman, el plan estadounidense consistió en buscar maneras de cerrar todas las fuentes de financiamiento y apoyo a grupos y actos terroristas, la mayor parte de los cuales provenían de Arabia Saudita, Irán, Siria y Pakistán.

El plan tuvo dos vertientes: por un lado, lograr una victoria aplastante que obligara a toda la población árabe, comenzando por sus gobiernos, a reconocer la nueva determinación estadounidense por actuar. Es decir, se trataba de recobrar la legitimidad como potencia militar. Por otro lado, la segunda vertiente consistió en generar una enorme presión sobre las naciones asociadas con el financiamiento de Al Qaeda para modificar su comportamiento. Irak, como pivote del Medio Oriente, ofrecía la oportunidad de lograr ambos objetivos de una manera simultánea: una victoria avasalladora sobre Hussein generaría un renovado respeto por la superpotencia, en tanto que la presencia de tropas estadounidenses en la región causaría preocupación en todos los afectados. El problema de esta estrategia es que era impresentable. No había manera de convencer a la opinión pública internacional, comenzando por la estadounidense, de semejantes maniobras, pues se estaría utilizando a un país para alcanzar objetivos en contra de otros.

Según Friedman, se justificó la necesidad imperiosa de atacar Irak por el tema de la supuesta existencia de armas nucleares o de destrucción masiva, primero, porque todas las potencias de verdad creían que esas armas existían en algún grado de desarrollo, y segundo, porque era un argumento fácil de explicar y presentar. A ese argumento siguió otro, el de la democratización de Irak, que reforzaba aún más el planteamiento.

El resto, como todos sabemos, es historia: la ocupación de Irak fue un éxito en términos estratégicos, pero un enorme error de cálculo político. Las guerrillas han sido por demás disruptivas y nunca se encontraron armas de destrucción masiva. Queda por determinarse si las elecciones de la semana pasada lograrán el cometido de crear los fundamentos de una sociedad democrática. Como en México, la moneda está en el aire.

Independientemente de lo que pase en Irak en términos de su gobierno, democrático o no, Friedman afirma que el gobierno de Bush acabó confundiéndose a sí mismo. En lugar de seguir sus propios lineamientos estratégicos para hacer de la guerra con Irak un instrumento para lograr una derrota de Al Qaeda, la administración norteamericana acabó confundiendo los medios y los objetivos. En lugar de presionar a las naciones vecinas, remata Friedman, el gobierno de Bush ha estado más entretenido con la democratización política de Irak y, de esta forma, olvida el punto medular de su estrategia original.

 

Todo de nada es nada

Luis Rubio

Nadie puede dejar de estar preocupado ante los acontecimientos que sobrecogen al país. Los narcos le han declarado la guerra al gobierno, guerra que podría ser sangrienta y sin cuartel. Por su parte, la lógica de la sucesión presidencial crea incentivos entre los aspirantes y sus partidos para ahondar las diferencias, exacerbar los conflictos y suponer que el caos resultante será benéfico para su causa. Lo mismo para los gobernadores, que minimizan el problema como si no fuera suyo. En adición a ello, en lugar de una estrategia clara, respuestas contundentes y actos de Estado, el gobierno responde con una caravana de patrullas en tanto que los medios festinan a los narcos y les dan una prominencia inusitada. Los políticos del viejo estilo celebran los problemas del presidente Fox. Alguien debiera recordarles que un país destruido y derrotado no resuelve ningún problema a nadie.

Decir que el control del país ha dejado de estar en manos del gobierno, parece una verdad de Perogrullo a estas alturas. Entre la falta de control y coordinación dentro del propio gobierno y la ausencia de una estrategia, ya no digo de desarrollo sino al menos de seguridad pública, el país comienza a hacer agua. Además de la falta de control, cada una de las entidades gubernamentales responsables, directa o indirectamente, de la seguridad, ha seguido una lógica distinta y contrastante con las otras, frecuentemente en abierto conflicto. Más allá de las intenciones, la evidencia demuestra que cada entidad tiene su propia agenda y objetivos. Nadie las coordina. El embate del narco ha sido tan fuerte como no anticipado. Si se acepta la definición del Estado de Max Weber como aquél que tiene el monopolio del uso de la violencia, nuestra realidad muestra  a un Estado que ha perdido su carácter de tal, al ceder el monopolio de la violencia a grupos de criminales.

Todo esto ocurre en un entorno de extrema fragilidad institucional. Aunque el discurso revolucionario siempre privilegió la noción de que el país contaba con instituciones fuertes e inamovibles, lo cierto es que antes que instituciones, lo que teníamos era un sistema de control y disciplina muy articulado que permitía mantener el orden público y la paz social. En el momento en el que se retiró el perno que constituía el vértice de todo el sistema, el presidencialismo, se vino abajo la estructura de control y, con ello, el orden público y la paz social. En la medida en que el poder ejecutivo fue perdiendo instrumentos y facultades (mucho de ello de manera consciente y voluntaria), la sociedad adquirió nuevas libertades, pero la ausencia de una estructura institucional acorde a esa nueva realidad generó la situación de desorden y caos potencial que hoy nos ha tocado vivir.

La responsabilidad de la situación actual recae en la falta de visión de los presidentes y gobiernos que, a conciencia o no, dieron pasos e hicieron posible, un cambio en el régimen político, sin construir, en forma paralela, nuevas instituciones y formas de hacer política que fuesen compatibles con una democracia emergente. Muchos políticos observan nuestra realidad actual y usualmente de manera burlona afirman que el error estuvo en liberalizar la economía, “ceder” el control de las elecciones a instituciones como el IFE y el TRIFE y, en general, abandonar la política de control que por tantas décadas mantuvo la estabilidad. Se equivocan esos políticos y quienes coinciden con ellos. La liberalización económica y política que ha experimentado el país (insuficiente y, en muchos sentidos, incoherente) fue menos producto de una estrategia de cambio que una reacción (sin estrategia o plan) ante el estancamiento económico y el creciente conflicto político de los setenta y ochenta. La realidad es que el país ha transitado de un mundo de aislamiento y control hacia una situación de desorden porque los sectores duros de gobiernos anteriores impidieron que se desarrollara una estrategia comprensiva de cambio, además de que esos gobiernos fueron incapaces de ver más allá de sus intereses inmediatos y de las circunstancias del momento.

Sea como fuere, el país se enfrenta hoy ante una tesitura por demás grave. Instituciones débiles, discurso político radicalizado, ataques a las instituciones que sí funcionan, autoridades incompetentes y grupos no institucionales deseosos de aprovechar el río revuelto, se han combinado para crear un caldo de cultivo particularmente fértil para el conflicto político y, potencialmente, la erosión de la incipiente democracia. La fragilidad institucional se manifiesta de manera particular en la extraordinaria relevancia que han cobrado personas en lo individual dentro del aparato gubernamental y de las instituciones del Estado: lo importante en este momento de crisis son las personas, no las instituciones. De seguir los golpes ni eso funcionará.

Pero esta transición del mundo autoritario del pasado al desorden del presente ha venido saturada de paradojas. Entre los priístas está de moda emplear el término “orden“ o “desorden” para caracterizar al gobierno federal y a la situación política del país en general, sin jamás reparar en el hecho de que las libertades de que gozan son producto de esa misma realidad. El poder legislativo, un contrapeso del poder ejecutivo en el presente, se recrea en el uso de esas libertades y facultades que antes eran inconcebibles hasta en la retórica. Pero quizá la peor de las paradojas tiene menos que ver con las nuevas (y bienvenidas) libertades (producto del desmantelamiento del viejo orden más que de las acciones del gobierno actual) que con la dinámica de la sucesión presidencial.

La lucha por la sucesión que ahora comienza de manera formal entraña incentivos por demás perturbadores. En su afán por lograr la nominación y, eventualmente, la presidencia, los precandidatos (declarados o no) tienen todos los incentivos para ser absolutamente irresponsables. Festinar los errores y torpezas del gobierno en turno es algo no sólo natural en cualquier juego democrático, sino que constituye un factor esencial para la democracia, pues cumple la función de informar a la ciudadanía sobre la realidad del país a la vez que obliga a proponer opciones. La combinación de quejas, críticas y posturas desde distintos puntos de vista sirve al ciudadano para normar un criterio sobre los partidos y candidatos que tiene frente a sí. Aunque la democracia mexicana es incipiente, no hay razón para pensar que, en una situación normal, el ciudadano es incompetente para decidir con certeza y claridad de propósito.

Pero la realidad actual del país dista mucho de caer en ese supuesto. El gobierno mexicano se encuentra acosado y, fuera de unas cuantas respuestas más o menos certeras, ha sido incapaz de contener el embate del narco. En la lógica de vencidas que ha sostenido con el poder legislativo, el gobierno ha sido incapaz de avanzar su agenda y, en el contexto de la sucesión, su capacidad de acción e influencia desaparece minuto a minuto. Sin embargo, lo impactante de esto es que ninguno de los precandidatos haya cobrado conciencia de la fragilidad del momento actual. Lo de menos es que se critique al gobierno: el verdadero problema, el riesgo de fondo reside en que, de seguir por donde vamos, el país que exista al final de 2006 sea muy distinto al de hoy, es decir, un país sumido en el caos y la violencia.

El radicalismo discursivo parece ser lo de hoy. Los priístas celebran las dificultades del gobierno, suponiendo que la percepción de desorden que se asocia al gobierno del presidente Fox eleva sus bonos y probabilidad de triunfo en las próximas elecciones presidenciales. Los perredistas, sobre todo el jefe del gobierno del Distrito Federal, radicalizan su postura y emplean un discurso de polarización social y lucha de clases para avanzar su posición relativa. Todas estas posturas son razonables bajo una lógica de competencia abierta en un entorno de estabilidad política y social. Sin embargo, dadas las circunstancias del país en la actualidad, ya no es posible dar por segura la estabilidad social o política, razón por la cual las estrategias de los candidatos tienen el efecto de contribuir a minar la estabilidad y agudizar la polarización social que a nadie conviene.

La gran pregunta es si el país tiene salidas al entuerto en que se encuentra. La solución que parece preferir un creciente núcleo de políticos, muchos de ellos precandidatos y gente cercana a ellos, es la de restaurar el viejo sistema o, al menos, los mecanismos de control autoritario. Independientemente de las dificultades inherentes a la instrumentación de semejante estrategia en el entorno nacional e internacional actual, es improbable que rindiera frutos más allá de lograr un control temporal de ciertas instituciones y regiones del país. Baste ver las enormes y crecientes dificultades que enfrenta el gobierno del presidente Putin luego de instrumentar una estrategia semejante para disuadir a cualquiera. En un principio, la idea de re-centralizar el poder e introducir nuevos mecanismos de control parecía promisoria y así fue acogida por buena parte de la clase política y la población rusa; a final de cuentas, años de desorden político y económico habían creado un espacio natural para una alternativa “dura”. Pero, meses después, resulta que el gobierno ha sido incapaz de resolver los problemas fundamentales, lograr un triunfo frente a las guerrillas islámicas o atraer la inversión que será necesaria para el crecimiento económico futuro.

Lo que México necesita es una estrategia de reconstrucción política que goce del apoyo decisivo y generalizado de los precandidatos y los partidos políticos, además de la sociedad en general. El país entero enfrenta un verdadero reto a su estabilidad, situación que debería preocupar a los partidos y políticos por igual. Aunque sería deseable una reforma del Estado y otras transformaciones sectoriales (muchas de las cuales contribuirían a disminuir las tensiones políticas al elevar el ritmo de crecimiento de la economía y avanzar el Estado de derecho), lo imperativo hoy es evitar que el país se destruya en el camino y eso exige una estrategia, primero, de contención y, luego, de reconstrucción. A final de cuentas, todo de nada es nada. Y eso es cierto para todos los partidos y sus potenciales candidatos por igual.

 

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