Luis Rubio
Todo en el país parece diseñado para hacer difícil el progreso. La lucha en torno a la Ley del Mercado de Valores es un buen ejemplo de ello. La ley es un intento por fortalecer lo que se ha dado por llamar el «gobierno corporativo» de las empresas listadas en la bolsa de valores, de tal suerte que quienes inviertan en ellas cuenten con mecanismos que garanticen que sus recursos serán usados de manera adecuada, transparente y profesional. Sin una legislación apropiada para ese propósito y sin los mecanismos idóneos para proteger a los inversionistas, comenzando por los más pequeños y, por ello, más vulnerables, nadie arriesgaría su capital.
El número de empresas listadas en la Bolsa Mexicana es muy pequeño y, de hecho, menor al de hace unos años. Esto plantea un severo dilema para el país, pues para que la economía crezca se requieren mecanismos que faciliten el uso eficiente del capital. Parecería obvio que las políticas y acciones gubernamentales deberían estar orientadas a garantizar que el ahorro fluya hacia las opciones más productivas. Lo interesante es que la oposición a que esto suceda sigue tan viva y activa como siempre.
El crecimiento económico requiere de capital, es decir, de ahorro que se destine a la inversión. Las empresas, grandes y pequeñas, requieren de ese ahorro para financiar la compra de maquinaria, materias primas y otros insumos para poder producir bienes y servicios. La brecha de tiempo entre el momento en que se realiza el gasto de capital y en que se comienza a generar un ingreso por las ventas del producto o servicio, explican la necesidad del financiamiento.
Muchas de las empresas más exitosas del mundo y de México surgieron como producto de la inventiva y de la creatividad. El proceso de convertir esas ideas en actividad productiva requiere de inversiones, con frecuencia masivas. Y para que esas inversiones tengan lugar, se requiere de un sistema financiero eficiente que cuente con la absoluta confianza de los inversionistas. Sin ese sistema financiero y esa confianza, el crecimiento económico resulta imposible.
Convertir el ahorro en inversión es un proceso delicado que no ocurre con facilidad porque el dueño del ahorro, aunque reconoce un riesgo en cualquier inversión, clama por cierta certidumbre: la existencia de reglas del juego que le garanticen seriedad y transparencia en el manejo y uso de sus recursos. Mientras que el ahorro en instrumentos bancarios viene acompañado de reglas muy precisas sobre plazos, pagos y rendimientos, una inversión de capital descansa enteramente en la confianza que el ahorrador deposita en el proyecto y en la empresa. Como su nombre lo indica, una inversión de riesgo implica que la empresa le pagará al inversionista cuando mejor le convenga. Por lo anterior, un ahorrador puede dudar de realizar una inversión de esta naturaleza (aunque implique mejores rendimientos) si las reglas bajo las cuales ésta va a realizarse no son confiables. La Ley del Mercado de Valores que está siendo considerada en el Congreso persigue conferirle una mayor transparencia al inversionista, a quien le otorga derechos que antes no tenía y obliga a la empresa a rendir cuentas. Quizá el avance más importante de la nueva ley reside en que exige que los comités de auditoría de las empresas listadas en bolsa incluyan consejeros independientes, a la vez que fortalece las facultades de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores para investigar a funcionarios de las empresas. Además, hace mucho más sencillo el registro de nuevas empresas en la Bolsa (sobre todo medianas), creando la oportunidad de que crezcan con capital externo.
Idealmente, un sistema financiero eficiente permitiría que el ahorro del señor Juan que vive en Mérida se pudiera utilizar para financiar el proyecto iniciado por el señor Miguel, persona a quien no conoce, en Hermosillo. Pero eso sólo puede tener lugar si Juan cuenta con la certeza de que Miguel no se va a robar su dinero y de que hará todo lo posible por ser exitoso en su empresa, haciéndole ganar a Juan mucho dinero. Estas certezas las dan un buen marco legal o una relación personal. Si Juan y Miguel se conocieran, Juan podría decidir si confía en Miguel lo suficiente como para invertir su dinero en la empresa. Esto ocurre todos los días en nuestro país: si uno lee las páginas financieras encontrará numerosos ejemplos de bancos, inversionistas o personas en lo individual que apoyan a otros para ayudarles a resolver un problema financiero.
Esto, que funciona bien, resuelve el problema de quienes se conocen, pero impide el desarrollo económico, pues sólo unos cuantos empresarios potenciales o personas con excelentes ideas o proyectos conocen a los inversionistas que arriesgarían en su proyecto. Puesto en otros términos, si la intermediación financiera sigue dependiendo de relaciones personales entre empresarios e inversionistas, la economía no podrá crecer y sólo aquellos que ya están establecidos podrán prosperar. Además de injusto porque impide la creación y desarrollo de nuevas empresas, este sistema sólo beneficia a quienes ya gozan de acceso y privilegios.
Una economía prospera cuando se desarrollan múltiples fuentes de crecimiento, cada una fundamentada en la creación de alguna innovación, la fabricación de algún producto o la prestación de un servicio. Idealmente, una economía avanza cuando hay miles de empresas que entran al mercado para ofrecer sus bienes y servicios: algunas serán exitosas y otras menos, pero todas en conjunto se convierten en fuentes de creación de riqueza para beneficio de la sociedad en general. Sin embargo, esto sólo funciona si esas oportunidades cuentan con fuentes de financiamiento confiable. La realidad actual es que es difícil que nuevas empresas acudan al mercado de valores a financiarse, mientras que muchos ahorradores son reacios a invertir por la falta de transparencia de las empresas.
La historia de los mercados de capital es larga y extraordinariamente rica en experiencias positivas en el manejo de los fondos de aquellos que deciden invertir sus ahorros en una determinada empresa. Aunque son inevitables las sorpresas –siempre habrá algún vival que encuentra la manera de estafar a sus inversionistas–, los procedimientos que existen en el mundo son generalmente serios y confiables. Ello se debe a que un basto número de gobiernos ha introducido la legislación y las regulaciones necesarias para asegurar el buen funcionamiento del sistema, la responsabilidad de los empresarios que cotizan sus acciones en la bolsa y la supervisión debida para que no haya abusos. La historia demuestra que los inversionistas están dispuestos a arriesgar su capital sólo cuando existen condiciones de certidumbre y ésta depende en buena medida de dos factores: uno, la existencia de una clara y confiable supervisión gubernamental; y, dos, de mecanismos confiables y predecibles de gobierno interno de la empresa en que se invierten los fondos.
El mercado de valores de México ha sido siempre visto como un club de cuates. Los costos de registrar a una empresa son elevados, la información disponible sobre las empresas listadas es escasa y unos cuantos jugadores dominan todo el mercado. Cuando alguna de esas empresas entra en problemas, otras le ayudan a resolverlos. Todo queda entre amigos. El problema es que un país de más de cien millones de habitantes no puede funcionar con base en amistades personales. ¿Por qué, deberíamos preguntarnos, un país tan pequeño como Hong Kong cuenta con un mercado de valores en el que están registradas más de 3000 empresas mientras que en México hay tan sólo 178?. El número equivalente para Malasia es 1006, Corea 1500 y Shenzhen, un mercado con apenas 15 años de vida, 542. ¿Habrá alguna relación entre el número de empresas listadas y la vitalidad de sus economías?
El hecho tangible es que una empresa localizada en cualquiera de los países citados encuentra capital con mayor celeridad que una en México. Es al menos posible que exista una relación directa entre la fortaleza de esas economías y la de sus mercados accionarios. Por ejemplo, si uno se mete a la página del mercado de valores de Hong Kong, lo primero que destaca es el énfasis que se pone en el gobierno corporativo de las empresas y la fortaleza de la supervisión gubernamental. Esto no es algo meramente casual.
Años de rezago económico deberían enseñarnos que en esto del crecimiento de la economía no hay magia ni obstáculos imposibles de ser remontados. Las economías que crecen con rapidez cuentan con estructuras institucionales y reglas del juego que hacen fácil la inversión, la creación de empleos y la instalación de empresas nuevas, así como el movimiento de activos de una empresa a otra cuando esto es necesario. Cualquiera que se sumerja en la realidad mexicana sabe bien que aquí las cosas parecen diseñadas para hacer difícil todo el proceso de desarrollo económico.
En el caso de los inversionistas, actuales y potenciales, los obstáculos son de dos tipos: uno, la debilidad de la supervisión gubernamental; y, dos, la debilidad del llamado gobierno corporativo. Es decir, el mercado de valores en México es débil precisamente en los dos temas torales que hacen funcionar a los mercados de valores exitosos en el mundo. Aunque tanto la reglamentación como la supervisión gubernamentales han mejorado en los últimos años, todo lo relativo al llamado gobierno corporativo se encuentra estancado.
El concepto de gobierno corporativo se refiere a la protección que reciben los accionistas minoritarios como resultado de la existencia de mecanismos de pesos y contrapesos en los consejos de administración de las empresas, mecanismos que garantizan la transparencia de las decisiones en ese ámbito. La Ley del Mercado de Valores que aprobó el Senado hace unos meses y que ahora se encuentra en la antesala de la Cámara de Diputados le concede especial importancia a la transparencia en los estados financieros y a los mecanismos para impedir conflictos de interés entre los propietarios de una empresa y los accionistas minoritarios. La importancia y trascendencia de la ley es tan evidente que uno se pregunta entonces qué es lo que tratan de proteger quienes se oponen a que se apruebe semejante legislación.