Luis Rubio
A diferencia de lo que ocurre en otros países, las campañas presidenciales en México obscurecen más de lo que iluminan. En lugar de ser propositivas y llenas de planteamientos potencialmente novedosos para la transformación del país, éstas tienden a caracterizarse por conflictos y disputas mezquinas. Para muestra ahí están los conflictos por el liderazgo del PRI, la comedia de errores del proceso electoral panista y la candidatura indisputada, pero no unánime, del PRD. Ni una sola propuesta innovadora. Así, mientras las campañas se eternizan, la población vive la jaqueca cotidiana del mundo imposible creado por políticos que, sin recato, buscan llegar al gobierno para después dejar todo igual, cuando no peor.
Los diferendos políticos que distinguen al país son muchos y la mayoría de las veces profundos. Partidos y políticos de todos los signos hablan de “cambio”, “transformación”, “modelo alternativo” o “modernización” sin definir ni precisar sus palabras y mucho menos analizar las implicaciones, viabilidad y consecuencias de sus planteamientos. La retórica ha sido rica en adjetivos, pero escasa en contenidos. En el fondo, lo que queda claro es que la realidad política se ha transformado, pero ese cambio no se ha traducido en capacidad de acción gubernamental o legislativa. El país es indudablemente más libre y el gobierno menos poderoso, circunstancias que la mayoría de la población aplaude, pero seguimos sin contar con una economía en crecimiento o un gobierno que funcione.
Los conflictos políticos han impedido avanzar la agenda gubernamental desde 1997. Pero esa parálisis es un tanto peculiar, puesto que refleja no la democracia de la que se presume en el discurso político, sino a una élite nacional dividida e incapaz de definirse frente a los retos que confronta el país. Y este es quizá el punto nodal: el país lleva 76 años (de 1929 a la fecha) de gobiernos encabezados por una élite que por mucho tiempo fue capaz de arrojar resultados, así fueran insuficientes para resolver todos los problemas en los frentes económico y social, pero que a lo largo de la última década se ha desplomado y ha paralizado los procesos de toma de decisiones, dejando en ascuas a la población.
La disyuntiva hoy consiste en tratar de reconstruir ese mecanismo elitista del pasado o hacer posible un régimen verdaderamente democrático. Quienes prefieren el primer camino hablan de recrear el pacto de élites, desarrollar mecanismos para que los políticos se entiendan y estructurar procedimientos institucionales para hacer funcional el sistema de gobierno actual. En otras palabras, adaptar el viejo mecanismo a la realidad actual. Típicamente, quienes así piensan tienden a inclinarse por una reforma institucional que no altere lo sustantivo del sistema político actual, pero sí genere los incentivos apropiados para que los poderes públicos –sobre todo el ejecutivo y el legislativo- colaboren en lugar de confrontarse.
Muchos otros consideran que ese mecanismo elitista es disfuncional en una sociedad como la mexicana en la actualidad, tanto por su tamaño como por su dispersión geográfica, económica y política. Aunque hay una gran diversidad de posturas y grados de radicalismo en este subconjunto, quienes así ven el mundo tienden a proponer ambiciosas reformas al ejercicio del poder. Algunas se limitan a planteamientos muy concretos (como la reelección de legisladores y presidentes municipales) como medio para crear un equilibrio muy distinto al actual, esencialmente a favor del ciudadano; en tanto que otros plantean una ambiciosísima agenda de reformas que incluirían cambios tales como la incorporación de un primer ministro y la creación de un sistema semi parlamentario en el poder legislativo.
La diferencia entre estas dos visiones es radical. No sólo reflejan una manera dramáticamente distinta de concebir al mundo, y a nuestro país en particular, sino también ambiciones muy distintas sobre lo que el país es capaz de alcanzar (para los primeros existen límites precisos, para los segundos esos límites son ficticios). Frecuentemente unos y otros revelan una profunda ignorancia, y hasta desprecio, por el acontecer cotidiano del ciudadano común.
Aunque es obvio que el país no está funcionando y que se requieren cambios radicales en la forma de operar del sistema gubernamental en su conjunto, los políticos se baten en disputas que tienen poca relevancia para el ciudadano común y corriente. Si bien es posible que, debidamente instrumentada, cualquiera de las dos visiones de organización política y democrática podría destrabar los obstáculos que hoy enfrenta el desarrollo del país, al menos en el corto plazo, no es evidente que los gobernantes, aun contando con una estructura funcional de gobierno, sabrían qué hacer para generar condiciones propicias al desarrollo.
Es decir, tenemos dos problemas distintos: uno es de desarrollo insuficiente que en los últimos años se ha convertido en nulo y que tiene años, si no es que décadas de existir, y otro de organización política. En cuanto al primero, se puede debatir si en tales o cuales años ese desarrollo fue excepcional o si en otras fue francamente patético, pero el hecho indisputable es que llevamos casi un siglo aprovechando magramente el enorme potencial de desarrollo con que cuenta el país, algo que se nos recuerda cada vez que vemos los espectaculares resultados de otros países, sobre todo asiáticos.
El otro problema es de organización política. Para nadie es secreto que el sistema de gobierno que hoy tenemos no funciona. Independientemente de si la culpa es de los legisladores o del ejecutivo, o de ambos, lo cierto es que tenemos una estructura institucional que refleja más al viejo presidencialismo que a la realidad de una población con preferencias partidistas muy claramente diferenciadas, mismas que se reproducen en el congreso y redundan en la parálisis gubernamental.
Estos dos problemas se entrelazan entre sí. Si el problema fuera sólo de organización política, entonces el viejo presidencialismo, el vigente de 1929 a 1997, tendría que haber resuelto todos los problemas del país y arrojado un desarrollo económico sin parangón en el mundo. El problema, es evidente, trasciende el ámbito del poder. Es decir, no bastaría con resolver el problema de organización política pues, aunque necesario, es tan sólo un ingrediente del desarrollo del país. El otro tiene que ver con crear las condiciones para que el desarrollo sea posible al nivel de cada ciudadano.
Lo trágico de nuestra realidad es que, más allá de las “grandes” reformas que se discuten (ignoran es una mejor palabra) respecto a la creación de “motores” de desarrollo internos, los conflictos políticos han hecho imposible atender, inclusive reconocer, los problemas que afectan al ciudadano común y corriente de manera cotidiana y que, irónicamente, podrían ser mucho más trascendentes para el desarrollo, la democracia, el empleo y la reducción de la desigualdad, que muchas de las grandes transformaciones en las que se concentra el discurso partidista.
En todo el mundo, la principal fuente de empleo y, por lo tanto, de oportunidades, reside en las empresas pequeñas y medianas. Muchas de esas empresas cobran forma cuando una persona decide auto emplearse, para luego crecer hasta convertirse en una fuente de riqueza y empleo. Pero, para progresar, esas empresas requieren de condiciones que en México simplemente no existen. Una es un régimen legal y de derechos de propiedad que permita dirimir disputas, hacer efectivo un contrato, poderle cobrar a un cliente, etcétera. Otra, acceso a capital, hoy restringido al crédito bancario o a fuentes privadas por la ausencia de un boyante mercado de capitales; y una más es un entorno burocrático que permita a los mexicanos trabajar. El que la economía informal sea tan atractiva para quienes en otras circunstancias podrían formar pujantes empresas, es revelador de la poca atención que el sistema político le pone al desarrollo económico.
Y peor. Un amable lector, ciudadano que se bate en la complejidad maligna de nuestra realidad cotidiana, plantea sus dificultades de una manera que ningún político parece tener capacidad de comprender. Reproduzco su nota tal cual:
“Hay otro problema que quizá sea igual de pernicioso. Si usted tiene un
pequeño capital y quiere abrir una empresa, tiene tantas trabas y
costos que hacen casi imposible abrirla legalmente (un notario para
que le haga la escritura, un contador para que le haga los trámites de
hacienda (incluyendo declaraciones), establecer un domicilio fiscal,
no digamos si su negocio requiere importar pequeñas cantidades de
algo (registrarse en el padrón de importadores -otro trámite
especializado). Si usted contrata varios empleados, tiene que
considerar que sus costos de mano de obra son casi el doble del sueldo
que le paga, no contando que si el negocio no prospera y tiene que
cerrarlo, entonces tiene que pagarle indemnización. Otro costo oculto:
si tiene un sueldo bajo (digamos unos 3 salarios mínimos o menos) debe
usted darle un subsidio, que en teoría se descuenta del impuesto que
tiene que enterar por el impuesto retenido a los empleados de sueldo
alto (mala suerte si no le alcanzan los impuestos retenidos para
compensar el costo). Otro costo oculto, el empleado se enferma, acude
al Seguro Social el doctor casi automáticamente le da tres días de
incapacidad, pero la obligación de pagar el sueldo completo es del
patrón. Más costos: las declaraciones al SAT se tienen que hacer por
Internet, se necesita una cuenta bancaria, casi cualquier cuenta en un
banco le cuesta por lo menos unos 5,000 pesos anuales.
Como dicen los chinos es la muerte de mil cortes, ninguno es mortal,
pero en conjunto lo desangran y acaban por matarlo. El porcentaje de
negocios que fallan en los primeros cinco años es superior al 80%
(estadística mundial). En México ha de ser mayor. No sólo el negocio
falla, tiene gastos de cierre bastante altos, o se expone a multas.
Desgraciadamente, como en muchas otras cosas, los servicios del
gobierno parecen estar diseñados para explotar y no para dar un
servicio.”
Hasta aquí la cita. Quizá sea tiempo de que los políticos, sus campañas y su óptica se dirijan hacia lo que le importa a la abrumadora mayoría de los mexicanos. Es ahí donde está el futuro.