Luis Rubio
Hay momentos en los que todo en el entorno político clama por un cambio de perspectiva y el actual es sin duda uno de ellos. Luego de años de atestiguar campañas cada vez más abiertas por la presidencia de la república, una novedad para un sistema político ultra rígido en cuanto a sus rituales y procedimientos, hemos llegado a un punto tal de deterioro que el panorama resulta enfermizo: no aparecen por ningún lado los elementos de una competencia sana y saludable para la construcción de un futuro mejor. Aunque cada partido político sigue una dinámica propia y muy distinta a la del resto, lo que es patente desde la perspectiva ciudadana es el desierto electoral y político que caracteriza nuestro entorno. Más allá de los atributos o vicios de cada uno de los precandidatos, ninguno parece entusiasmar a la ciudadanía. La ciudadanía queda huérfana, sin opciones y sufriendo el embate del viejo corporativismo.
Hay dos medidas del descontento ciudadano. La primera se observa en las encuestas. De manera consistente, más del 45% de los ciudadanos manifiestan su disgusto por las precandidaturas que tienen frente a sí y lo que perciben como ausencia de opciones atractivas. Esto quiere decir que una abrumadora mayoría de los votantes no comprometidos con un partido, aun cuando profesen una preferencia, optarían por una alternativa si ésta fuese más atractiva.
La otra medida del descontento ciudadano se observa en el creciente pesimismo que sobrecoge al país. Parte de ese pesimismo emana del propio gobierno y de su incapacidad para resolver problemas de una manera duradera (pues, como ilustra el caso del IMSS, siempre es más fácil evitar el conflicto y pasarle el costo a la próxima administración), y se extrema con el crecimiento de los intereses particulares que se apropian, cada vez más, de los procesos de decisión. El entorno se torna todavía más agobiante por el desorden que caracteriza a los tres principales partidos políticos, mismo que amenaza con convertirse en una verdadera pesadilla para el elector.
Está claro que a los partidos y candidatos no les preocupa mucho el electorado. Sus campañas, igual las incipientes que las que ya están en marcha, están diseñadas menos para convencer al electorado que para satisfacer a sus bases tradicionales, frecuentemente con mecanismos más modernos, pero no más sofisticados que los de antaño. Incluso, algunos partidos están más interesados en promover la abstención que en participar en un proceso democrático moderno, bajo la suposición de que su probabilidad de éxito aumenta en la medida en que la gente se abstiene de votar.
Ni duda cabe que mucho del desasosiego que se percibe en numerosos ámbitos, igual en el interior del país que en las grandes ciudades, entre profesionistas y estudiantes, entre ricos y pobres, tiene que ver con las desventuras de nuestra democracia y la incapacidad de los políticos para transformar el proceso político al punto de convertirlo en fuente de estabilidad, oportunidad y potencial de desarrollo. Claramente, no hay una sola manera de avanzar la democracia o el desarrollo, pero lo que hemos visto en estos años es la ausencia total de esfuerzos dirigidos tras ese propósito. El resultado es parálisis, desasosiego, desánimo y, sobre todo, repudio al statu quo.
Es un hecho que la población está cada vez más enferma de la retórica de algunos candidatos y de los pleitos de otros tantos. La dinámica en cada partido es muy distinta, pero todas se caracterizan más por su patología que por la oportunidad que están construyendo. El PRD, sin duda el partido con la candidatura más consolidada, enfrenta disidencias internas que no acaban de resolverse. El papel del Ingeniero Cárdenas en el proceso partidista y electoral sigue siendo una incógnita que no es bienvenida por el nuevo establishment del partido. Lo mismo se puede decir del Distrito Federal, donde se libra una contienda interna que refleja más las rupturas internas que la visión convergente y unánime que se pretende presentar.
El caso del PAN es más patético, no porque su proceso de nominación sea en sí mismo criticable, sino porque ha llegado a un extremo en que lo lógico y obvio no se percibe como tal por el dogmatismo que profesan tanto el gobierno como el liderazgo partidista. El gobierno, que en los últimos años ha seguido el criterio de que no importa la calidad del individuo siempre y cuando sea azul, ha adoptado una lógica similar en el proceso de nominación del candidato presidencial y ha sido secundado por un liderazgo partidista que, si bien parecía más comprometido con el triunfo en el 2006 que con una agenda ideológica, da muestras de lo contrario al manipular a los candidatos y al proceso en su conjunto. Es tiempo de que el PAN consolide su nominación para que el candidato entre a la cancha y comience a competir, confiadamente contribuyendo a que la del 2006 sea una contienda no sólo limpia y civilizada, sino sobre todo rica en ideas, planteamientos y contrastes.
Si no es por la importancia relativa del PRI, su situación merecería más lágrimas que análisis. El PRI no acaba de encontrar su propio acomodo. Una vez que perdió al dueño que por tantas décadas decidió por la chamacada, los priístas no saben si competir, arreglarse o aguarle la fiesta al otro. O todo eso al mismo tiempo. Su proceso de nominación ha sido mitad farsa y mitad tragedia, en tanto que la contienda interna resulta infantil. Un candidato enfrenta rechifla, tomatazos y huevazos cada que se presenta en público, en tanto que el otro recibe una visita del la Secretaría de Hacienda por presunta evasión fiscal. Por años parecía claro que, a pesar de todos sus avatares, el PRI sobresalía en una cosa: en su capacidad para operar políticamente, construir consensos y resolver entuertos. La evidencia acumulada de los últimos tiempos con la salida de la maestra del Congreso, el relevo de la dirigencia del partido y la convocatoria para elegir candidato a la presidencia, por no tocar los desaciertos en el proceso de desafuero, es patética: el PRI, y muchos de sus personeros, han mostrado una mucho mayor capacidad para crear conflicto que para resolverlo. Esa no es forma de sustentar una candidatura creíble y sostenible.
Mucho peor que la perversa dinámica que sobrecoge a los partidos y sus campañas es el discurso retrógrado, reaccionario y contraproducente que de ellos emana. En lugar de forjar liderazgos capaces de articular el proceso de cambio que le urge al país y que el actual gobierno falló en avanzar, los precandidatos están inmersos en un círculo vicioso que no hace sino afianzar a grupos de interés comprometidos con el statu quo o, peor, con el regreso a ese mundo idílico en el que el desempleo era todavía mayor, el crecimiento económico paupérrimo y las oportunidades inexistentes.
Es revelador observar cómo se van alineando las fuerzas políticas en torno a los procesos electorales: el sindicato de maestros lanza proyectiles (huevazos); el del IMSS destapa la cloaca xenofóbica; otros, de sectores clave, como el de telefonistas, juegan a las coaliciones disidentes mientras se asocia a los pactos sectoriales; y el gobierno trata ya no de hacer una diferencia, un cambio, sino evitar el conflicto a cualquier precio (que siempre acaba siendo monumental). Los intereses creados y comprometidos con que nada cambie toman posiciones, se enconchan y arremeten contra la ciudadanía a través del control de sectores y decisiones estratégicos, sin encontrar nada más que un gobierno débil e incapaz de actuar frente a las crecientes amenazas que éstos representan.
La política mexicana vuelve a su cuna, pero con una diferencia crucial. En cierto sentido, el viejo sistema político era un enorme sistema de administración de intereses que participaban y competían dentro de un esquema de control. Ese control, representado por el presidente y su coalición interna, generalmente limitaba los peores excesos de los grupos internos, fuesen éstos sindicales, corporativistas o políticos. No era un sistema democrático ni una máquina perfecta bajo ninguna óptica, pero sí un efectivo sistema de procesamiento de demandas. Se acabó el sistema de control, pero incólumes quedaron las insaciables organizaciones y grupos internos que no tienen mayor interés que el de preservar y maximizar sus privilegios. La etapa post-priísta de nuestra historia no ha hecho sino afianzar y encumbrar a estos grupos, ya sin límite alguno.
Pero el impacto de estos grupos sobre la vida cotidiana es mucho peor de lo perceptible a primera vista. A diferencia de los ciudadanos, estos grupos cuentan con fuentes casi ilimitadas de recursos, grupos de choque y toda clase de medios de presión. Su capacidad para hacerse presentes, influir en los procesos políticos y, de hecho, imponer sus agendas tanto a partidos como a candidatos y presionar a través de los medios, siempre apelando al nacionalismo y a la protección de los pobres, es casi infinita. Pero su agenda no tiene nada de nacionalista ni de popular: se trata de la protección y legitimación de sus propios intereses y nada más. Sin embargo, su actuar crea hechos políticos porque se presenta como producto del sentir nacional.
A menos que los partidos reculen y replanteen su propia participación y candidaturas, la ciudadanía tendrá que decidir cuál será su rol en el próximo proceso electoral. Privada de instrumentos para hacer valer sus preferencias más allá del sufragio -pues no hay reelección ni mecanismos para acercarse a los representantes o gobernantes-, la ciudadanía tiene que definirse no sólo respecto a las candidaturas, sino también respecto a los planteamientos programáticos de los partidos y candidatos. Hasta hoy, un alto porcentaje más del 50%- del electorado se ha manifestado como voto duro de un partido u otro. Voto duro quiere decir voto automático y, por lo tanto, no razonado. Tal vez sea tiempo que la ciudadanía comience a romper con esas ataduras, defina posiciones propias, haga uso efectivo del voto, ese instrumento excepcional, y encabece la transformación que el país necesita pero que los políticos profesionales, los partidos y sus lastres corporativistas se niegan incluso a reconocer.