Poder vs proceso

Luis Rubio

La crisis económica de los últimos años difícilmente pudo haber llegado en un momento más ominoso para el viejo orden internacional. Las instituciones, prácticas y relaciones de poder que surgieron con el final de la segunda guerra mundial y los acuerdos tomados en Bretton Woods colocaron a EUA en el centro del mundo y a las instituciones que normarían el funcionamiento de los mercados, el comercio y las transacciones financieras como el corazón de la interacción internacional. Sesenta años después las cosas se ven muy distintas. China se ha convertido en un formidable actor internacional, la economía de los llamados países emergentes ha cobrado una importancia inusitada y la mayoría de los desarrollados está en crisis. La vieja pirámide se ha invertido, alterando la realidad política internacional.

Ian Bremmer, autor de El fin del mercado, título un tanto exagerado dado su contenido, dice que el gran cambio se originó en la nueva correlación de fuerzas entre las naciones del orbe, pero responde más que nada a lo que el autor denomina capitalismo de Estado. Según Bremmer, un conjunto de países, la mayoría con gobiernos autoritarios o autocráticos, se ha distanciado de las reglas del mercado en las últimas décadas esencialmente gracias a la activa promoción de sus empresas paraestatales, reglas del juego discriminatorias y fondos soberanos de inversión. Con estos instrumentos, han logrado trastocar las instituciones que modularon las relaciones comerciales y de inversión a partir de los cincuenta y amenazan el funcionamiento del orden económico existente. Algunas de estas naciones, notablemente China, se han distinguido por la forma en que han conducido a sus economías y logrado elevadas tasas de crecimiento económico, en tanto que otras han logrado su poderío gracias a la posesión de amplios yacimientos petroleros, sobre todo Rusia y Arabia Saudita. El autor incluye a naciones tan diversas como Egipto, Brasil, India, Ucrania y Argelia en su argumentación, a lo largo de la cual trata de probar que el mercado ha funcionado muy bien y que el orden internacional corre el riesgo de colapsarse en los años por venir.

La verdadera tesis del libro es que el balance de poder a nivel internacional ha cambiado, que EUA ya no representa el poderío de antaño y que hay otras naciones, particularmente China, que se sienten con el mismo derecho de definir la forma en que debe administrarse la actividad económica. Es decir, que la antigua hegemonía estadounidense se ha venido abajo y que los valores que ese país promovía en la forma de economía de mercado y democracia han perdido legitimidad. La tesis no es novedosa pero no por eso deja de ser relevante.

Si uno analiza el argumento con detenimiento, la verdad es que la contraposición de posturas es interesante pero no siempre veraz. La operación eficiente de una economía no es algo fácil de lograr. Crear instituciones y reglas del juego eficaces para una economía de mercado requiere no sólo convicción sino también un gobierno capaz de hacerlas funcionar y eso, como hemos podido ver en México en los últimos años, no siempre ocurre. En adición a lo anterior, la democracia, complemento necesario de una economía de mercado, requiere en sí misma instituciones e incentivos que la hagan operar. En ausencia de éstos no es posible esperar que así funcione y que los actores políticos se comporten de acuerdo a sus reglas.

En adición a lo anterior, muchas naciones ni siquiera han pretendido construir una economía de mercado o un sistema político democrático. El grupo de naciones que cita el autor difícilmente se ha distinguido por sus intentos de construir una democracia funcional y, cuando lo intentaron, como en el caso de Rusia, el experimento duró apenas unos cuantos años. Es en este sentido que la verdadera tesis del libro resulta relevante porque entraña enseñanzas y consecuencias que no debemos ignorar.

Lo inusitado del ascenso de naciones como China en el concierto internacional no reside en el hecho mismo, pues la historia del mundo se ha caracterizado por transiciones de potencias una y otra vez. Lo interesante del ascenso chino es que se trata de una nación enorme con un gobierno centralizado y con visión estratégica que tiene la capacidad de trastocar no sólo el balance de poder internacional sino la forma misma en que funciona el planeta en ámbitos que van desde la economía hasta la forma de vivir. Otras naciones igualmente grandes, o más, como India quizá acaben teniendo un menor impacto porque se caracterizan por una estructura de poder interno más difusa, independientemente de que tengan la posibilidad de acabar siendo mucho más ricas. Además, y quizá más importante, el gran tema es menos quien asciende y quien desciende que cómo se da la interacción entre las naciones más poderosas.

China y EUA han tenido muchos años de cooperación pero en los últimos tiempos parecen estar avanzando hacia una ruta de colisión. Cuando uno escucha a los funcionarios chinos, el mensaje claro y llano es que no buscan una colisión sino, más bien, una ruta más equitativa en la definición de los principales temas que aquejan y caracterizan al mundo. China, nación orgullosa que se siente con derecho, no ve razón alguna por la cual tenga que sujetarse a las reglas del juego que estableció EUA como potencia dominante hace sesenta años o que su evolución interna, económica y política, tenga que asemejarse a la que se ha supuesto en el mundo occidental.

Por décadas, desde que China se reintegró al mundo y comenzó su apertura económica, la presunción en EUA era que el crecimiento de la economía llevaría a demandas de participación política lo que, a su vez, transformaría a esa nación en una democracia. Ese escenario puede seguir siendo posible, pero al día de hoy no cabe duda que el sistema político centralizado que funciona en torno al Partido Comunista retiene el poder político. Hasta ahora, China ha logrado eso en buena medida gracias a su obsesión por mantener elevados niveles de crecimiento económico y su disposición a cambiar lo que sea necesario, reformar cualquier estructura o institución, con tal de lograr el crecimiento. Esa estrategia, que contrasta dramáticamente con la de nuestros políticos y gobernantes, ha mantenido satisfecha a la población de esa nación.

El actual equilibrio de poder en China y entre China y el resto del mundo dependerá en buena medida de la forma en que EUA negocie y satisfaga a aquel gobierno o lo confronte y amenace. Cualquiera que sea la forma, lo que es indudable es que, como dijo Napoleón, una vez que despertó el gigante asiático, todo será diferente.

 

Progreso…

Luis Rubio

En su discurso al recibir el premio Nobel, Octavio Paz afirmó que el sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es progreso. Lo difícil es precisar cuándo se avanza y cuándo se retrocede: qué es progreso y cuándo se alcanza. Aunque es fácil observar el gran número de instancias en las que el país ha experimentado un sensible avance, la mayor parte de la población percibe retroceso y guarda una sensación de que las cosas están mal y sólo podrían estar peor. Eso ha creado una oposición visceral a cualquier cambio, pero también, y paradójicamente, una simpatía en ocasiones enfermiza con vendedores de milagros, teorías conspiracionistas y otras desviaciones similares. ¿Cómo medir el progreso de una mejor manera?

Las percepciones que se van forjando los ciudadanos responden a eventos, circunstancias y realidades que les van afectando. Una persona o familia puede tener un mucho mejor nivel de vida hoy que hace veinte años, situación que se puede medir de manera objetiva y convincente, y, sin embargo, percibir que su situación es peor. Parte de esto se explica simplemente por la comparación que toda persona inevitablemente realiza con sus pares, parte por situaciones objetivas (puedo estar mejor pero no tengo empleo lo que me hace estar peor) y parte por la sensación de letargo, parálisis e inacción que ha caracterizado al país por décadas. Las cosas pueden mejorar pero la percepción generalizada es que empeoran o, al menos, que no mejoran.

Medir el progreso democrático es todavía más difícil que el material y económico porque no existen indicadores medibles que sean fácilmente asibles. Mientras que uno puede medir el valor de un salario y compararlo, quitando el efecto de la inflación, con el que uno percibía hace veinte años, lo mismo no se puede decir del acceso al poder, la competencia entre partidos o la calidad del gobierno. Algunos de estos factores podrían parecer evidentes (por ejemplo que hay mayor libertad de expresión), pero también es cierto que ahora más periodistas pierden su vida por hacer su chamba, sobre todo en el mundo de la criminalidad. De la misma forma, aunque es evidente que la administración de los procesos electorales ha mejorado dramáticamente, también es evidente que el abuso por parte de los gobernadores decididos a que ganen sus delfines, es cada vez mayor.

Una manera de medir el avance en el terreno político, aunque no sea muy ortodoxa, es observar lo que ha ocurrido en otras sociedades que han pasado por procesos similares. En un libro sobre los archivos soviéticos, Jonathan Brent* describe su odisea al tratar de lograr autorización para publicar fuera de Rusia los documentos (cartas, discursos y escritos) de la era soviética, sobre aquellos de Lenin, Stalin y el Partido Comunista. El relato es mucho más que una historia de los avatares que uno esperaría de un ambicioso editor; es, ante todo, la descripción de un sistema político: lo que ha cambiado, lo que ha permanecido y donde algo que había cambiado muestra señales de retroceso. Mucho de ello parece copiado, toda proporción guardada, de nuestra propia evolución reciente.

Brent comienza describiendo el hedor que se respira en algunos lugares, pero no se refiere exactamente a algo que se huele sino a algo que se percibe: como que algo del viejo sistema nunca desapareció y sigue estando ahí. Aunque hay una gran apertura la gente puede viajar, hay acceso pleno al mundo externo y la libertad de expresión es amplia- la vieja burocracia sigue instalada en su lugar y sigue comportándose como si fuera dueña del mundo en lugar de empleada de la ciudadanía.

La descripción sobre la burocracia es extraordinaria no porque fotografíe el taco, la torta y el cafecito, sino porque se desvive por controlar, imponer requisitos burocráticos, trabajar poco y pretender que es la ley personificada. En su proceder no existe la noción de explicar qué se requiere para aprobar un determinado trámite y los derechos ciudadanos, consagrados en la constitución, no existen para quien tiene el poder de decir sí o no. Punto.

El mensaje general de Brent, y eso es lo que me hizo pensar que el libro se trataba sobre México, es que la cultura es más persistente que las ideas y los regímenes políticos. La gente está acostumbrada a hacer las cosas de una determinada manera y le cuesta mucho trabajo modificar sus patrones de comportamiento. Aunque muchos de los incentivos han cambiado en el caso ruso ya no hay detenciones por parte de la policía secreta a la mitad de la noche- la arbitrariedad sigue siendo la norma: la autoridad judicial decide a quién persigue y a quien libera, qué constituye un crimen, quién es culpable y cómo va a jugar su suerte. En otras palabras, cambió el régimen pero la arbitrariedad judicial sigue siendo la misma. El tema de la cultura es particularmente ominoso porque es uno de los factores centrales en la conformación de la manera como la gente entiende un tema, forja sus respuestas y hasta sus pensamientos.

En el ámbito económico, el ruso sigue viviendo en un mundo en el cual suele ser más fácil ganarse la vida robando que produciendo. La eficiencia es un término inexistente y la productividad todavía más. La legalidad es la que diga la autoridad y el más fuerte, lo que aquí hemos dado por llamar poderes fácticos. En este contexto, no debe sorprender que la corrupción sigue siendo un instrumento del poder aunque, dice Brent, responde ante el hecho de que no existe legalidad.

México nunca fue un estado totalitario como el soviético pero muchas de las cosas que describe Brent resultan reveladoras tanto de lo que hemos avanzado como del enorme trecho que todavía falta por recorrer. Por ejemplo, en el ámbito económico, México va muchísimo más avanzado de lo que describe el autor. Aunque es evidente que al país le falta mucho por recorrer, la economía mexicana parece un reloj suizo comparado con la economía petrolizada rusa de la actualidad. En lo judicial y burocrático, la descripción de Brent casi parece costumbrista mexicana. Pero en términos del poder que ejerce el gobernante, los rusos tienen mucho más que temer a sus gobernantes que los mexicanos. Aquí tenemos un gobierno disfuncional en tanto que allá están experimentando la recentralización del poder, algo que seguro no va a acabar bien. No es que aquí estemos en el Nirvana, pero la comparación deja pensar, o al menos soñar, con que lo nuestro es progreso, algún tipo de progreso, progreso al fin.

 

Forma y legalidad

Luis Rubio

La democracia según Schumpeter es un “método para tomar decisiones”. Esta definición es tan amplia y pragmática que permite muchas formas de instrumentación y entraña un principio clave: lo crucial de la democracia no reside en el cumplimiento de ciertas formas sino en la legitimidad de que goce entre la población. La pregunta que me hago es cómo se puede compatibilizar  este concepto de democracia basada en funcionalidad con la realidad de una sociedad tan dada a las formas por encima de la sustancia como la nuestra.

Las formas en nuestro sistema político son rígidas en parte por el sistema legal heredado del derecho romano, pero también por la naturaleza del régimen político que institucionalizó y estructuró la vida pública. La gran paradoja del sistema político priista residía en la rigidez de las formas, donde las reglas más importantes eran las “no escritas”. Había reglas para todo, todas ellas escritas y codificadas, pero esas no importaban. El sistema funcionaba en torno a las reglas no escritas. Como alguna vez escribió Héctor Aguilar Camín sobre las normas escritas, “se trata de un reglamento típico del leguleyismo mexicano: es exigente, riguroso, intachable e incumplible. Y nadie lo ha leído”. Por supuesto que nadie lo leyó, pues las reglas que realmente valen (¿o valían?) en el país son las que no están escritas. Lo que sí ha cambiado es que en el sistema de antes alguien hacía cumplir las reglas, así fueran no escritas. Cambió el partido en el poder pero el sistema sigue ahí, excepto que nadie tiene el poder, la capacidad o la disposición para hacer cumplir regla alguna.

¿Cómo salir de este laberinto? Si uno observa a los países exitosos, su característica central es la existencia de reglas del juego que son eficaces y creíbles, es decir, que generan legitimidad. Siguiendo a Schumpeter, la clave no es el cartabón del sistema normativo, sino el que la población esté satisfecha, que respete el proceso porque lo considera confiable, justo (como quiera que eso se defina) y que logra el resultado esperado. Las sociedades exitosas difieren en los métodos pero coinciden en que su población las considera legítimas.

Es interesante contrastar tres formas de ser: en Japón, el proceso de decisión de políticas públicas es largo y conflictivo, esencialmente “cerrado”, todo dentro del aparato burocrático y político, pero una vez acordado en ese estadio, su instrumentación es muy rápida. Para muchos, este tipo de proceso sería considerado opaco y no muy democrático porque la población no participa de manera directa. Sin embargo, los japoneses lo ven como representativo: lo importante es la percepción, no el cartabón. En Estados Unidos el proceso tiende a ser más rápido pero luego hay un espacio de discusión amplia. En contraste con Japón, el proceso es abierto, público y conflictivo donde todos los interesados tienen derecho de participar y eso genera legitimidad. En México el proceso ha cambiado. Antes éste era cerrado y la instrumentación rápida. Eso es lo que muchos añoran porque era efectivo y percibido como legítimo. Sin embargo, en las últimas décadas, el diseño de políticas se ha tornado conflictivo e inacabado, hay mucho conflicto para su instrumentación y con frecuencia termina en parálisis, todo lo cual ha generado la percepción de ilegitimidad.

El tema clave es la percepción de legitimidad y ahí es donde entra un tema añejo en la discusión mexicana pero no siempre muy aterrizado. Nuestra devoción por las formas ha llevado a la identificación de  legalidad con cumplimiento formal de las normas. La mayoría de los abogados sostiene esa tesis: si se cumple con la forma es legal. Sin embargo, eso ha llevado a que se cambien las normas para que no se viole la legalidad, situación que es a todas luces contradictoria.

Quizá el punto de controversia más importante es el propósito o razón de ser del Estado de Derecho. Típicamente, a quienes preocupa el cumplimiento (o, en nuestro caso, incumplimiento) de las leyes, lo importante es contar con un instrumental tanto conceptual como físico que permita “hacer cumplir la ley”. Es decir, que existan leyes escritas y codificadas y medios de coerción para hacerlas cumplir. Eso es lo que ocurría en alguna medida bajo el sistema priista: se guardaban las formas y existían cuerpos policiacos y judiciales con capacidad y disposición para hacerlas cumplir. Sin embargo, ese entramado dejaba totalmente desamparado al individuo: se protegía a quienes eran del círculo cercano al gobierno a través de las leyes no escritas y del uso discrecional de la autoridad. Por eso la certidumbre dependía del gobernante, no de la legalidad. Si queremos lograr construir una legitimidad en el contexto de nuestra realidad actual, tendríamos que invertir la ecuación: la ley debe proteger al ciudadano del uso discrecional del gobernante y aplicarse a ambos por parejo: derechos y obligaciones.

En un libro fascinante de reciente aparición, El Estado de Derecho, Tom Bingham afirma que el Estado de Derecho no es un conjunto de leyes sino una serie de principios fundamentales que norman el comportamiento de una sociedad. Entre esos principios se encuentran los siguientes: la ley tiene que ser accesible, inteligible, clara y predecible; los temas de derechos y responsabilidades deben ser resueltos por la aplicación de la ley y no por medio del ejercicio de la discreción; las leyes se deben aplicar de manera uniforme a todos, cualquiera que sea su rango o condición, excepto en los casos en que diferencias objetivas justifiquen una diferenciación; deben proveerse los medios, sin un costo excesivo y sin dilación, para que se resuelvan disputas legítimas entre personas que no puedan resolverlos entre sí. Cada uno de estos principios, y otros más que no incluí en esta lista, tiene una larga historia que les da contenido y sustento. Más importante, le confieren certidumbre a la ciudadanía.

La explicación de Bingham no es muy distinta a la que alguna vez articuló Douglas North, quien escribió que, en esencia, el Estado de derecho implica «que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas y anunciadas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coercibles en determinadas circunstancias». El corazón del asunto es la certidumbre y predictibilidad que, en una sociedad grande, compleja y diversa, “sólo lo puede proveer el Estado de Derecho que, al ser transparente, universal e igual para todos, asegura la adhesión a principios que liberan y protegen”.

La arbitrariedad que nos caracteriza no nos llevará a ninguna parte.

 

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Las buenas noticias: la economía y el caos político

Luis Rubio

La relación entre la dinámica política y la económica en el país está experimentando un cambio fundamental: una se está distanciando cada vez más de la otra. Más específicamente, el gobierno está perdiendo capacidad de afectar, para bien o para mal, a un cada vez mayor númro de mexicanos. Lo mismo ocurre con los partidos políticos y con los políticos en lo individual. Sea por incompetencia, por su descrédito o por el cambio que experimenta la propia sociedad, el hecho es que la política y la economía avanzan en direcciones muy distintas.

Ciertamente, los políticos -de todos sabores y colores- no pretenden disminuir su ámbito de acción, ni aprecian el hecho de que el gobierno pierda capacidad de actuar o de movilizar a la población. Sin embargo, el hecho es que los conflictos políticos se vienen acelerando y profundizando, cada vez más al margen del resto de la población. Esto es particularmente notorio en el ámbito económico, donde el actuar gubernamental y político es cada vez menos relevante y más distante. Esto no implica que la población esté ausente de los procesos políticos o exenta de la manipulación que pudiesen intentar llevar a cabo toda clase de intereses, o que la economía esté liblicará una mucho mayor atención al desarrollo económico local. Sin embargo, el que los gobernadores se estén convirtiendo en factores clave del desarrollo regional puede tener efectos igualmente positivos que negativos.

Ya es lugar común observar que, en términos generales, las estructuras e instituciones del presidencialismo tradicional están siendo rebasadas por un sinnúmero de organizaciones sociales que van a cumplir con la misma función de organización y control social, pero no así con la de interlocución con el gobierno. La existencia de esta diversidad de grupos reduce sensiblemente el riesgo de inestabilidad política; sin embargo, la capacidad de acción del gobierno, que antes se daba a través de las organizaciones patrocinadas, apoyadas o reconocidas por el gobierno federal y por el PRI, está desapareciendo. La conclusión inevitable de todo lo anterior es que estamos presenciando un margen de independencia mucho mayor para todos los actores sociales, empresariales y políticos que en lo individual quieran actuar y que sepan como hacerlo.

De esta forma, lo que muchos lamentan constituye, en relaidad una gran oportunidad.

Lo anterior no disminuye el hecho de que el gobierno sigue manteniendo una gran capacidad de obstrucción, a pesar de que ha perdido la imponente presencia que lo caracterizaba en el pasado. Es decir, cuenta con regulaciones y recursos que fácilmente puede emplear para impedir que ocurran cosas o para obstaculizar acciones privadas: desde la Comisión de Competencia hasta el inspector fiscal o sanitario más mundano.

Pero quizá lo más importante es que la multiplicidad de actores que está emergiendo disminuye el riesgo de erupción política, pero también hace infinitamente más compleja la función de gobierno. Un gobierno acotado tiene menor capacidad de acción efectiva, lo que exige negociaciones, acuerdos y pactos entre los partidos y fuerzas políticas para poder gobernar. Esto que acongoja a muchos, entraña la enorme oportunidad de permitir que el país se desarrolle, de una vez por todas, al margen de las preferencias de la burocracia.

Sin embargo, las lacras burocráticas llevan años de hacer mella en un sector de la economía que crece sin cesar, pero que, al hacerlo limita el potencial de crecimiento del resto de la economía. La informalidad existe porque tanto la burocracia como la acción política han creado vacíos de empleo, de particiáción y de acceso a la economía legítima pagadora de impuestos. En un principio la informalidad surgió en un principio, esencialmente por las barreras de acceso que imponían (e imponen) las regulaciones federales, estatales y municipales, mismas que impiden o desincentivan la creación de nuevas empresas, sobre todo pequeñas. Esto ocurre porque esas trabas hacen sumamente onerosa la vida para las empresas que sí están registradas y que sí pagan impuestos. La informalidad se acentuó en los setenta por el crecimiento en las regulaciones. En los ochenta y noventa el proceso continuó, pero por razones distintas. En los noventa comenzaron a disminuir las regulaciones, pero la reducción no ha sido suficiente como para modificar los incentivos a la informalidad. En términos políticos, la informalidad es, claramente, un colchón contra la inestabilidad política y la descomposición social. Pero también es un impedimento al desarrollo de una economía sana, creciente y funcional, toda vez que emplea recursos de la sociedad (como infraestructura) pero no contribuye a ella a través de impuestos. Quizá más importante, representa un obstáculo porque impide el crecimiento acelerado de la productividad, además de que con su mera existencia, se propicia la ilegalidad.

La conclusión de todo lo anterior es que el país está avanzando por un proceso político que no se conforma con una utopía democrática, pero tampoco implica necesariamente una desarticulación social. Por lo tanto, la economía previsiblemente va a seguir funcionando en todas las instancias en que existan empresarios capaces de hacerlo, lo que arroja una perspectiva mucho más optimista de lo que muchos are de toda obstrucción burocrática, pero sí implica que se trata de dos dinámicas cada vez más diferenciadas.

Por su parte, el hecho de que disminuya el ámbito de acción de la política a nivel nacional no implica que se trate de una situación estática o definitiva. La situación nacional puede cambiar en cualquier momento, como resultado de actos políticos promovidos por el gobierno o por cualquier otro actor, lo que inevitablemente tendría efectos sobre la población, la economía y las empresas. Con todo, es innegable que la política está teniendo un efecto cada vez menor sobre el desenvolvimiento de la economía.

La economía, por su parte, está experimentando un cambio de profundas consecuencias. La economía se ha dividido en dos grupos: las empresas que funcionan y las que no. El primer grupo, probablemente constituido por unas tres o cuatro mil empresas, ha adquirido una dinámica propia que le permite funcionar sin el gobierno: produce, exporta, invierte, se diversifica, etc. El segundo grupo, constituido por las 150,000 empresas restantes, experimenta una agonía gradual, producto esencialmente de la incompetencia de sus propios empresarios. Es decir, la principal diferencia entre el primer grupo y el segundo reside en su capacidad de administración y no en su tamaño o en el sector de la economía en que se ubiquen.

Estos dos procesos arrojan una escena caracterizada por una serie de realidades y circunstancias que hacen sumamente complejo, pero también viable, el futuro mediato del país. El hecho de que el gobierno esté perdiendo capacidad de gestión en todos los niveles trae consecuencias muy importantes en los más diversos ámbitos. Es plausible, por ejemplo, la descentralización del poder y de la capacidad de acción, en todos los niveles, regiones y espacios. Esto es particularmente visible en el ámbito de los estados, donde los gobernadores que han roto con la lógica presidencialista se están fortaleciendo y están aumentando su capacidad de acción independiente. En la mayoría de los casos esto impnticipan.

Pero los riesgos también son importantes. Los perdedores en el proceso de cambio político y económico son muchos y nada deseosos de ceder sus posiciones y privilegios. Además, el choque de expectativas que ocurrió entre 1994 y 1995 ha acelerado la desarticulación del sistema político, lo que se ha traducido en una total incapacidad por parte del gobierno de contener la creciente inseguridad pública. La respuesta ciudadana a estos factores ha sido, ante todo, la incredulidad, seguida del rechazo al PRI en las urnas. Dadas las circunstancias objetivas de los últimos dos años, estas respuestas han sido extraordinariamente civilizadas y, por lo tanto, promisorias.

El aguante de los mexicanos es legendario, pero eso no niega el hecho de que la fibra social se esté deteriorando, sobre todo en los sectores marginales urbanos, pero también en los rurales. organizaciones sociales de todo tipo han impedido que esa patología se extienda al resto de la sociedad, pero eso no quita que sólo la disponibilidad de empleos y la expectativa de una mejoría de ingresos puedan revertir la realidad social actual.

¿A dónde nos lleva todo esto? El cambio político y económico del país es extraordinario y sumamente profundo. La descomposición política y social que se observa en los más diversos ámbitos no se va a ir sola, pero tampoco implica que vaya a desembocar inexorablemente en inestabilidad. Cambiar la realidad objetiva de los mexicanos más pobres y más afectados por tanto golpe de timón, los reales y los figurados, no va a ser fácil, pero la mayoría de las circunstancias que caracterizan al país en la actualidad sugiere que un cambio en las expectativas de los mexicanos -acompañada de un fortalecimiento y transormación de sus capacidades- podría transformar las percepciones y, por lo tanto, las realidades de la población y del país. Lo ideal sería un consenso sobre la política económica. Pero, como sugiere el primer párrafo, dado el hecho de que la economía se distancia cada vez más de la política, la falta de consenso puede obstaculizar muchas cosas, pero difícilmente va a alterar el rumbo que poco a poco, y con muchas penas, le están imprimiendo las empresas exitosas al país.

 

País que ya no es

Luis Rubio

Dice un viejo refrán que la genialidad de la democracia reside en la alternancia en el poder porque obliga a la oposición a ser seria: mientras exista la posibilidad de llegar al poder, ésta tendrá que preocuparse por el futuro. Los mexicanos estamos ante el umbral de una posible nueva alternancia de partidos en el poder, pero no es obvio que los potenciales nuevos inquilinos de la casa presidencial tengan claridad sobre el profundo cambio que ha caracterizado al país.

Hoy, diez años después de la primera alternancia en la presidencia, está de moda despreciar la trascendencia del hecho mismo de que el poder haya cambiado de manos. Muchos recuerdan al PRI con nostalgia y otros gritan que estaríamos mejor con alguien más. Algunos ya declararon fallida la alternancia como fundamento esencial de la democracia y de los derechos ciudadanos. Y, sin duda, si uno se fija exclusivamente en los errores, torpezas e insuficiente capacidad de gestión de los gobernantes panistas, es fácil justificar cualquier prejuicio. Si uno se limita a evaluar la alternancia como un mero cambio de pandillas políticas, es evidente que ésta vale poco.

Nadie puede dudar que el devenir del país en los últimos años deja mucho que desear. Por donde uno le busque, el desempeño económico o la tranquilidad ciudadana han sido pobres, por decir lo menos. Sin embargo, si uno revisa los números para los últimos cuarenta años la situación no es muy diferente. Ciertamente, hay muchas cosas negativas que son atribuibles a las dos administraciones panistas, comenzando por el desperdicio de la gran oportunidad de transformar al sistema político al inicio del gobierno de Fox. Pero las tendencias negativas que experimenta el país se remontan a los sesenta, cuando comenzó el deterioro en la tasa de crecimiento. En los setenta experimentamos una aparente mejora, pero todavía no nos recuperamos de su costo en términos de legitimidad, inflación y deuda. Con Salinas vivimos un aparente renacer que no perduró. Pretender que los problemas del país comenzaron en 2000 es simplemente absurdo.

Igual de absurdo sería suponer que nada cambió a partir del 2000. La forma en que el régimen post revolucionario resolvió los problemas de estabilidad política y del poder fue centralizándolo. Primero a golpes y luego con toda clase de incentivos y controles, el sistema priista concentró el poder con lo que fue capaz de tomar decisiones y hacerlas cumplir. El sistema, cuyo nódulo era la vinculación entre el partido y la presidencia (y el rejuego entre ambos), entrañó todo un entramado de estructuras, organizaciones y mecanismos con tentáculos en todas partes que permitían disciplinar disidencias y someter rebeliones. El sistema se fue debilitando a lo largo del tiempo, pero la concentración del poder siguió siendo su característica principal.

A pesar de las fallas de Fox y de su ceguera ante la oportunidad y urgencia de renegociar las relaciones de poder con el PRI, el hecho mismo de la derrota cambió al país para siempre. Independientemente de sus logros o fracasos, el «divorcio» entre el PRI y la presidencia cambió a México porque desarticuló el pivote que permitía la centralización del poder a partir del control de la población, las empresas, los sindicatos, los partidos, los medios y el país en general. Baste observar la forma en que una infinidad de organizaciones, sindicatos, grupos y empresas se distanciaron del PRI -y se afianzaron como independientes- para ilustrar la profundidad del fenómeno. La aparentemente súbita aparición de los llamados «poderes fácticos» no fue tan súbita: todos esos ya existían, pero también existía algún grado o capacidad de control sobre ellos. La pérdida de la presidencia dejó al PRI más como un partido y menos como el sistema de control de antaño.

Si uno quiere ver al vaso medio vacío, es claro que la desaparición del viejo sistema vino acompañada del fin de la certidumbre que ofrecía el control. Al mismo tiempo, si uno quiere ver al vaso medio lleno, la ciudadanía súbitamente adquirió niveles de libertad de los que nunca, bajo el sistema priista, gozó. Ninguno de los dos es perfecto: hoy tenemos la incertidumbre propia de la democracia pero carecemos de un sentido de rumbo; tenemos amplios márgenes de libertad pero la inseguridad pública no permite ejercerlos.

Además de que es indeseable, lo que es seguro es que sea imposible reproducir el viejo sistema. Primero que nada, es imposible volver a someter a todas las organizaciones dentro de un régimen tipo priista. Segundo, los beneficiarios de la descentralización del poder -gobernadores, líderes partidistas y legislativos y poderes fácticos- difícilmente van a dejarse mangonear. Los gobernadores, que hoy son un microcosmos del viejo presidencialismo, no van a ceder ni un milímetro de su nuevo poder. Tercero, hay un sinnúmero de estructuras legales y financieras que se han empleado para financiar proyectos de desarrollo a nivel estatal que no son susceptibles de control federal. Finalmente, es una falacia suponer que el problema de inseguridad y narcotráfico que hoy padecemos sea producto meramente de la incompetencia gubernamental: el fenómeno es otro. El narcotráfico es un poder fáctico con tentáculos mucho más graves y peligrosos que cualquier otro interés en el país. Los arreglos, entendidos y corruptelas que permitieron que el narcotráfico funcionara hace décadas eran producto de las circunstancias: un gobierno en pleno control pero también un tráfico de estupefacientes cuya negocio era meramente el tránsito de sur a norte. Eso ya cambió y no se puede revertir por más que se quiera, aunque hay que enfrentarlo con inteligencia.

Muchos priistas observan a Putin como un modelo de re-concentración de poder y sometimiento de poderes fácticos a ser imitado. Allá, como acá, muchos políticos piensan que lo peor que le pudo pasar al país fue entrar a una era de juego democrático. Sin embargo, el poder de Putin no es el de Stalin y el antiguo partido comunista es uno de muchos jugadores. Tampoco se puede ignorar que la fortaleza de Putin se debe mucho más a los elevados precios del petróleo que a la fortaleza de su economía o la solvencia de su gobierno.

La pregunta relevante para quien aspire a gobernar a México a partir de 2012 no es la de la concentración del poder, sino la de la construcción de un sistema político capaz de tomar decisiones en un entorno de contrapesos efectivos que resulte en un desempeño económico robusto y sostenido. El viejo sistema debe quedar donde le corresponde: en el pasado. Lo clave hoy es comenzar a construir el futuro porque del pasado ni el PRI puede vivir.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

El sistema y yo

Luis Rubio

La historia cuenta que el Comodoro Perry, héroe de la guerra de 1812, acuñó la frase de que «hemos encontrado al enemigo y es nosotros». Algo similar se podría decir del viejo sistema priista: sigue vivito y coleando porque a todos nos beneficia, o creemos que nos beneficia, de alguna manera. Por más que todos los mexicanos, desde el más modesto hasta el más encumbrado, tengamos aspiraciones de mejorar, el viejo sistema era tan abrumador y omnipresente que se alojó hasta en la grieta más profunda de nuestro ser. El resultado, visible en todos los ámbitos, es que aunque nos consideremos modernos, algo de lo viejo, y de lo que impide cambiar, sigue estando ahí.

Los beneficios y privilegios, chicos o grandes, son siempre atractivos. Podrá molestarnos que un individuo se apropie de la calle y luego la rente como estacionamiento privado, pero es una forma muy conveniente de encontrar un lugar donde dejar un vehículo cuando uno va con prisa al dentista. También es más fácil hablarle a un cuate para que nos facilite un trámite en lugar de tener que hacer una cola. Todos estos pequeños privilegios son en realidad formas de discriminar a todo el resto de la sociedad. Por supuesto, ninguno de estos pecadillos se compara en monto con el abuso que representan las transferencias millonarias que recibe un sindicato del sector público o el monopolio de las comunicaciones, pero en concepto son exactamente lo mismo. Todos son privilegios que funcionan a costa de los demás. La cultura del privilegio, de las influencias y del derecho sin contraprestación constituye una afrenta al desarrollo del país.

La gran pregunta es cómo se le puede dar la vuelta a semejante realidad. Cuenta la historia que cuando los romanos lograron no sólo derrotar sino destruir a los cartagineses, su enemigo más poderoso, pensaron que finalmente su república estaría a salvo. De lo que no se cuidaron fue de sí mismos: tan pronto acabaron con su enemigo externo los propios romanos minaron su república al abandonar sus instituciones, reduciendo su libertad y erosionando su prosperidad, hasta acabar en una guerra civil. Los mexicanos estamos minando nuestra propia viabilidad como sociedad organizada en la medida en que jugamos el juego de los privilegios porque estamos haciendo imposible el funcionamiento de un país competitivo y una sociedad decente en sus formas.

Dejar el pasado es algo fácil en concepto pero difícil en la práctica, sobre todo a nivel individual cuando una persona o familia decide romper con esos modos para intentar vivir en un mundo de igualdad ante la ley. Muchos hemos hecho intentos en este sentido. Recuerdo dos casos específicos: al llegar a renovar su licencia de conducir, una conocida mía se encontró con la recepcionista que de inmediato le preguntó si quería servicio normal o exprés. Ingenua respecto a la naturaleza de la pregunta, mi amiga optó por el servicio normal. Horas más tarde, luego de observar cómo el servicio expedito tomaba unos cuantos minutos, acabó sucumbiendo: ella sola no podía cambiar al sistema. Lo opuesto le ocurrió a un empresario mexicano que intentaba realizar un trámite fiscal en EUA. Su primer instinto, a la mexicana, fue el de buscar algún contacto que le ayudara a hacer más expedito el trámite. Primero habló con un funcionario de la embajada estadounidense, quien le dijo que no podía asistirle pero que fuera directamente a la oficina pertinente. Molesto, colgó el teléfono y comenzó a hablar con otras personas en EUA. Uno de ellos, un abogado, le dijo que no era necesario pedir ayuda pero, más importante, que al hacerlo podía incurrir en un delito. Incrédulo y asustado, fue a la oficina respectiva y en menos de quince minutos, sin ayuda alguna, concluyó el trámite. El contraste entre las dos maneras de funcionar no podía ser mayor. Aquí todo está diseñado para que alguien se beneficie -desde la recepción de una «modesta» gratificación hasta un mercado entero-, mientras que allá el sistema funciona para el usuario y ciudadano.

Una de las paradojas del sistema que heredamos es que se ha vuelto mucho más intrincado desde que el PRI fue derrotado en 2000. Antes existían mecanismos, que no se usaban con frecuencia, para limitar algunos de los peores excesos (como ocurrió con el «quinazo»), pero nunca fueron concebidos para construir un país más equitativo y funcional. Con la dispersión del poder que hemos observado, en las circunstancias actuales no parece haber poder humano que permita limitar el abuso que sufre la ciudadanía por parte de burócratas, políticos, sindicatos, empresarios y otros poderes «fácticos». Entonces, ¿qué hacer? Lo fácil sería buscar culpables -quién hizo, o no hizo qué- pero eso no nos ayuda. Si uno lee las páginas de los periódicos o escucha los noticieros, las culpas vuelan por doquier. El problema es que nada de eso cambia la realidad.

Más útil sería buscar formas de ir erosionando al sistema que permite tanto abuso y exceso. Hay dos grandes líneas que la ciudadanía podría ir articulando en esta dirección: acciones y organización. Por lo que toca a las acciones, podríamos comenzar por decir NO, cada uno a su escala, a ese mundo de privilegios y sus concomitantes abusos. Cosas tan sencillas como pagar una multa en lugar de dar una mordida, estacionarse aunque sea lejos para no propiciar la «renta» de la vía pública, hacer las colas que sea necesario, negarse a aceptar una compra sin IVA. Una actitud quijotesca a todas luces puede sonar ingenua (y en muchos sentidos lo es), excepto si se propaga. Con un sistema tan intrincado y una estructura de beneficiarios tan enmarañada, es difícil creer que una persona o una familia en lo individual podría transformar a un país.

La única manera de provocar un cambio es creando una organización que poco a poco vaya sumando suficiente gente como para crear una masa crítica y convertirse en un factor político al que los poderes reales -igual gubernamentales que «fácticos»- no puedan negarse a atender. Un grupo o familia que logra convocar y sumar a otras familias para realizar actos de «resistencia activa», clamando «basta» a cada rato -no ceder, pagar IVA, exigir derechos- bien podría prender y provocar una marea.

Gandhi inauguró la estrategia de la resistencia pasiva para derrotar al enemigo colonial. En nuestro caso, lo que hace falta es una ciudadanía pujante y vigorosa, dispuesta a cumplir estrictamente con las obligaciones y regulaciones que la vida en sociedad exige. Para los mexicanos la alternativa es esperar que alguien, bondadosamente, cambie las cosas desde arriba, o comenzar a hacerlo por sí mismos cada minuto del día.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Revoluciones

Luis Rubio

El futuro, decía la activista ambiental Dana Meadows, es una elección, no un destino. Ahora que conmemoramos el centenario de la Revolución es un buen momento para reflexionar sobre el futuro. Además de reconcentrar el poder, la revolución de hace cien años causó un enorme número de muertes y vino acompañada de la destrucción física de activos productivos, propiedades e infraestructura. Hoy, con el poder desconcentrado una vez más, el gran reto será darle viabilidad al país. Lo que es claro es que ningún país puede ser exitoso si no cuenta con el aval, y sobre todo la confianza, de su población.

La Revolución Mexicana fue la consecuencia del agotamiento del régimen porfiriano y de la inevitable inflexibilidad que acompaña la edad de un solo personaje. Como escribió hace décadas Roger Hansen en su famoso estudio sobre el PRI, el sistema priísta resolvió ese problema, en las palabras inolvidables de Cosío Villegas, con una estructura monárquica no hereditable. Pero el sistema priísta también se agotó y su caída, aunque sin la destrucción revolucionaria, no resolvió el problema del poder. Hoy el país se encuentra nuevamente a la deriva, sin claridad sobre el futuro o sentido de propósito. Nada es más riesgoso para la estabilidad que un entorno así.

Las revoluciones, decía Jean Francois Revel, concentran el poder o no sirven para nada. La Revolución de 1910 llevó no sólo a la concentración del poder, sino también a la construcción de un sistema que, mientras funcionó, permitió responder a los retos que el país fue enfrentando. Como todas las revoluciones y regímenes que de ellas emanan, la nuestra arrojó toda una parafernalia de mitos, excesos, abusos e intereses. Pero lo interesante, y ese era el punto que Hansen enfatizaba, es que el éxito del régimen revolucionario fue el mismo que el de Porfirio Díaz: la concentración del poder permitió controlar a un país tan diverso y disperso y con una geografía tan cambiante y susceptible a generar feudos políticos por doquier. Díaz sometió a los poderes regionales exactamente de la misma manera en que lo hizo el general Cárdenas. Lo que ninguno de los dos sistemas logró fue darle permanencia institucional al país.

Un país de nuestras características sólo puede ser gobernado de dos maneras: ya sea concentrando el poder o institucionalizándolo. No es casualidad que el común denominador de las dos eras exitosas fue ese: la concentración del poder. A diferencia del porfiriato, el PRI construyó un sistema de inclusión que utilizaba la corrupción y la tolerancia a ésta- como mecanismos de control, ambos elementos inherentes al sistema. Lamentablemente, el fin de esa era no vino acompañado del desarrollo de un mecanismo capaz de resolver los asuntos del poder y, en ausencia de instituciones fuertes que lo contengan, su dispersión se ha traducido en una fuente de permanente inestabilidad, violencia y desencuentros entre gobierno federal y los gobernadores.

La extinción de los viejos mecanismos de concentración del poder, y la inexistencia de instituciones que contengan a quienes lo detentan y ejercen, constituye una amenaza para el desarrollo y es un componente fundamental de la parálisis económica. La población desconfía de los políticos porque no ve en ellos capacidad para decidir y actuar y los políticos reflejan la enorme diversidad que caracteriza a la población, lo que les lleva a paralizarse. El problema no es nuevo: lo que sí es distinto hoy es que no existen mecanismos para resolverlo.

Muchos políticos priístas critican a los gobiernos panistas por su incapacidad de actuar y creen que el problema es de personas, razón por la cual, afirman, el día en que ellos lleguen a gobernar, todo será diferente. De la falta de habilidad para la política y los asuntos de gobierno entre muchos panistas es imposible dudar. Sin embargo, es ilusorio pensar que todo depende de las personas. Irónicamente, fue Fox el presidente que creyó que el problema era de moralidad: entra un presidente probo en lugar de los corruptos del PRI y con eso se resuelve todo. Claramente el asunto era un poco más complejo, máxime que su propia elección implicó la dispersión del poder. El punto central es que no se resolvió el problema del poder, del crecimiento ni mucho menos de la moralidad.

La pregunta de antaño, pues, sigue siendo válida: ¿cómo gobernar a México? La constitución afirma que la solución es el federalismo y eso, en cierta forma, es lo que la derrota del PRI en 2000 nos endilgó. Sólo que nuestro federalismo no entraña una suma de gobiernos eficientes a nivel local, sino de agandalle permanente por parte de los gobernadores. En lugar de un emperador nacional ahora tenemos una multiplicidad de señores feudales a nivel local. El resultado, como muestra el magro crecimiento de la economía, ha sido patético. Desde una perspectiva liberal, la solución tendría que venir de una ciudadanía activa y pujante, dispuesta a hacer valer sus derechos y convertirse en un contrapeso efectivo frente al poder local. Pero nadie puede decretar la existencia de una ciudadanía militante y responsable y su ausencia entraña el riesgo de que alguien intente reimponer el orden por las buenas o por las malas.

La revolución, decía Trotsky, es imposible hasta que se torna inevitable. Ese es nuestro riesgo actual: que un mal manejo de gobernantes benignos, o un intento de reconcentración del poder por parte de otros menos benignos, nos lleve a lo mismo: a que desesperación y temor al caos le haga creer al gobernante que todo es materia de voluntad y de decisión personal.

Efectivamente, México es un país extraordinariamente difícil de gobernar tanto por la diversidad y dispersión como por el desenfado de la población. Como dice mi amiga Claudia Díaz, lo que jode a los países en buena medida es lo que jode a las personas: la inercia, la rigidez, la incapacidad para lograr alianzas saludables, los contrapesos, los delirios (personales y colectivos). La pregunta es cómo romper con esa inercia y con esa rigidez. Quizá la respuesta se pueda encontrar en un liderazgo que, como en Brasil, se aboque a construir las instituciones que son indispensables para el desarrollo. El riesgo sin duda es volver a caer en la dictadura.

Un día Robert Pastor le preguntó a un taxista en el DF si habría una nueva revolución. México, respondió el conductor, ya tuvo una y esa nos enseñó que las revoluciones no mejoran la vida de nadie. Ahora que estamos conmemorando deberíamos concentrarnos en lo que nos falta: instituciones sólidas que encaucen a los políticos y limiten el poder de los intereses particulares pero que a la vez permitan gobernar.

 

El pasado

Luis Rubio

«La vida, decía Kierkergaard, debe entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante». Pero, en nuestro caso, ¿cómo se puede entender el pasado si no estamos dispuestos a vivir hacia adelante y cómo vivimos hacia adelante si no resolvemos el pasado?

México no ha sabido lidiar con su pasado y no me refiero al distante, al de nuestro origen como país. Transitamos de un régimen fundamentado en un partido dominante y una presidencia exacerbada, hacia un paradigma democrático pero carente de reglas y marcos de referencia, lo que produjo el desencuentro que hoy vivimos.

Al inicio de la década, con la derrota del PRI, hubo tres grupos de propuestas sobre cómo lidiar con el pasado: aquellas que reclamaban un recuento retrospectivo y un resarcimiento moral en la forma de comisiones de la verdad orientadas a poner al PRI en evidencia; aquellas que proponían un gran pacto nacional que «pintara una raya» respecto al pasado y construyera los cimientos de una nueva realidad política; y las que planteaban una visión pragmática de entendimiento pari pasu, o sea, «irla llevando». No estoy seguro si en algún momento hubo una decisión expresa al respecto, pero lo evidente es que triunfó un pragmatismo tercermundista que no sentó las bases para el desarrollo futuro ni obligó a la modernización del PRI.

Es decir, se dio un vuelco político dramático pero no hubo conducción alguna: todo se dejó a la buena o, como podemos ver en retrospectiva en muchos ámbitos, a la mala. El gobierno de Zedillo se contentó con la reforma electoral que igualó el terreno de la contienda y dejó que todo el resto de las instituciones se adaptaran así como por arte de magia. Por su parte, Fox llegó sin plan ni programa y se despreocupó de inmediato. No hubo un intento por reformar instituciones y todos los esfuerzos se concentraron en minar y debilitar los antiguos bastiones del PRI en el gobierno, como la Secretaría de Gobernación, sin reparar en que con eso destruía su propia capacidad de acción, además de que, de mucha mayor gravedad, se ignoró la evidencia de un acelerado crecimiento de la criminalidad que ya se comenzaban a vislumbrar. La suma de la falta de visión de Zedillo con la total ausencia de responsabilidad de Fox impidió que el país lograra una transformación política tersa.

El hubiera, dicen los políticos, no existe. El momento en que quizá hubo la oportunidad de replantear el diseño político del país de una manera elegante y prístina quedó en el pasado. Lo que no quedó en el pasado fueron las consecuencias del viejo régimen y el desajuste que éstas representan para la realidad de hoy.

La alternancia de partidos en el poder en 2000 se dio sin complicaciones. El candidato perdedor reconoció la derrota y ambos gobiernos, el entrante y el saliente, cooperaron para asegurar una entrega y recepción profesional. Lo que no fue terso fue el manejo de las consecuencias que esa transición tuvo y que han impedido que el país consolide un régimen democrático estable y la posibilidad de sedimentar su desarrollo.

Hay dos tipos de consecuencias: las que tienen que ver con la gobernabilidad, y las que tienen que ver con la vida cotidiana. Aunque, en cierta forma, se trata de dos lados de una misma moneda, cada una amerita su propio análisis.

Quizá el mayor de los costos del no hacer de Fox se puede observar en el hecho de que todo en la política mexicana sigue siendo como antes, excepto la fortaleza de la presidencia. Es decir, con la separación del PRI de la presidencia, ésta perdió su principal instrumento de control y de acción. Pero todo lo demás siguió igual: el desprecio por la ley, la corrupción gubernamental y policiaca, la impunidad tanto en lo administrativo como en lo criminal. En lugar de gobernante, tuvimos al novelista siciliano Lampedusa orientando el interés público: que todo cambie para que todo siga igual. Seis años después, el país estaba al borde del caos.

Por lo que toca a la gobernabilidad, hay dos elementos centrales: las capacidades de los individuos a cargo y la fortaleza e idoneidad de los instrumentos con que cuenta. La población le dio a Fox el beneficio de la duda en lo primero, reconociendo que por la realidad histórica –no había panistas expertos en el manejo del gobierno- no se le podían pedir peras al olmo. Lo increíble ha sido que diez años después los panistas todavía no hayan sido capaces de generar un contingente de políticos competentes, diestros en estas materias.

Ojalá ese fuera el único problema. El instrumental que existía hace décadas se fue erosionando hasta que resultó inservible. Años antes de la derrota del PRI el país comenzó a observar una gradual descentralización del poder, misma que se precipitó en 2000, con el efecto de que las instituciones de antes dejaron de ser operativas, en tanto que las nuevas nunca se crearon. El caso de la seguridad pública es paradigmático: el gobierno federal fue cediendo poder, mecanismos y dinero, pero ni la federación ni los estados desarrollaron las capacidades concomitantes. Diez años después estamos ante el fenómeno de una delincuencia organizada fortalecida, envalentonada y extraordinariamente armada. Es decir, justo en el momento en el que el país desarticulaba sus capacidades policiacas, así fueran viciadas, el crimen organizado crecía sin impedimento alguno.

Todo esto se traduce en costos crecientes para la sociedad. Las empresas, comenzando por las pequeñas, se han convertido en presa fácil de la extorsión. Aquellas que tienen opciones y escala concentran sus inversiones en lugares distantes, cuando no en el extranjero. La inseguridad ha destruido negocios y oportunidades. La consecuencia evidente es que declina la inversión y, con ello, la creación de empleos. Podemos construir todas las hipótesis que queramos sobre las causas del estancamiento, pero no cabe la menor duda que la inseguridad física y la incertidumbre respecto a las reglas del juego son las dos principales.

Quizá lo más triste es que ahora tenemos todos los males del viejo sistema sin el beneficio de la estabilidad y predictibilidad sexenal. El viejo sistema se carcomía por dentro y eso acabó por destruirlo, circunstancia que ocurrió tiempo antes de la transición. Esto deben entenderlo los priistas que sueñan con la restauración y los panistas que con eso se quieren deslindar de cualquier responsabilidad. El asunto hoy no es de identificar culpables sino entender qué pasó para poder corregir el camino.

Requerimos un país renovado, con instituciones nuevas y capacidades de gobierno derivadas de un gran acuerdo político. Nada menos que eso va a funcionar si es que queremos vivir hacia adelante.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Apostar y perder

Luis Rubio

Decía uno de mis maestros, Roy Macridis, que a las políticas públicas, en particular las relativas a la política exterior, se les debía evaluar no por sus objetivos sino por sus consecuencias. El tema que a él le acongojaba de manera especial era el de la guerra de Vietnam, sobre la que su afirmación lapidaria era que Estados Unidos había logrado exactamente lo opuesto a lo que se había propuesto. Todos los gobiernos enfrentan situaciones similares: cada programa, estrategia, discurso o decisión se contempla a la luz de la información disponible, los prejuicios del grupo que participa o asesora y los objetivos que se persiguen. Una vez tomada la decisión de qué hacer y cómo hacerlo, lo que queda es lidiar con las consecuencias.

La visita del presidente Calderón a Washington hace unos meses tuvo lugar en el contexto de un profundo conflicto en la sociedad norteamericana sobre su futuro. En aquella ocasión, el presidente fue severo en sus juicios respecto a los dos asuntos más candentes de la relación bilateral: la migración y la venta de armas a las mafias de narcos en México. En ambos temas, no se limitó a la perspectiva mexicana, sino que se embarcó en una fuerte crítica a la forma de ser de los norteamericanos. En el tema de migración, propuso la necesidad de una solución conjunta pero, luego de afirmar su respeto por las leyes de aquel país, se dedicó a criticarlas. En el tema de las armas tampoco se limitó a exigir que el gobierno estadounidense se dedique a impedir la exportación de armas hacia México, sino que les advirtió del riesgo para ellos de continuar vendiendo armas de alto calibre para consumo en aquella nación.

Es difícil comprender la motivación de rebasar la línea entre lo que es la política exterior de lo que constituye una intromisión en los asuntos de política interior de otro país. Independientemente de lo que diga la ley, un extranjero debe ser siempre cauto respecto a externar sus opiniones respecto a la política interna de otra nación y, mucho más, si se trata de un presidente. Yo supongo que hay dos posibles explicaciones para este lapsus: una, que se trató de una decisión consciente, con pleno conocimiento de las consecuencias potenciales; la otra, que éstas nunca se imaginaron o midieron. Ahora, con los resultados electorales de esta semana en aquel país, es posible comenzar a vislumbrar los costos.

Especulando sobre el modo de proceder, éste pudo derivarse de una postura moral maximalista donde el objetivo era hacer sentir el peso de las implicaciones de las políticas estadounidenses sobre México o, quizá de manera más simple, el verdadero auditorio al que se dirigían los discursos era la galería en nuestro país. En cualquiera de los casos, la pregunta es para qué: cuál es el posible beneficio de ir hasta allá para alienar a la mitad de los anfitriones a los que, además, se les estaba proponiendo una sociedad de largo plazo, máxime ante la no remota posibilidad de que los republicanos pudieran llegar a tener un mucho mayor peso en las decisiones.

Independientemente de si la estrategia gubernamental consistía en intencionalmente causar una animadversión especialmente por parte del los legisladores republicanos y el movimiento del tea party o si se trató de una profunda incomprensión de la forma en que ha evolucionado ese país en los últimos años, el hecho tangible es que, a varios meses de aquel momento, la estrategia que se adoptó entonces fue errada. Lo que interesa a México es tener una relación con el gobierno y sociedad estadounidenses para poder resolver los complejos problemas que se derivan de la vecindad. Nada se logra alienando a los votantes o a los políticos en ascenso.

El movimiento del «tea party» comenzó a despegar a principios de este año, justo cuando la visita del presidente Calderón. Sus discursos le dieron instrumentos electorales a muchos de los candidatos: en un impactante número de anuncios, videos en YouTube y discursos de las campañas, se emplearon las palabras, imágenes y hasta la voz del presidente mexicano como medio para golpear a sus rivales y, de paso, al presidente Obama. Como dice un analista, los demócratas en el congreso le dieron una ovación, pero a nivel del estadounidense común y corriente las palabras del presidente mexicano sonaron a predicador frío, ingrato e hipócrita que estaba regañando a su congregación. En otras palabras, justificadamente o no, hizo enojar a los americanos.

Como diría mi maestro, es tiempo de lidiar con las consecuencias. Cualquiera que haya sido el objetivo que se perseguía con aquella visita, las consecuencias ya han sido extraordinariamente costosas y podrían serlo aún más, sobre todo porque han afianzado la noción de que México es un tema de política interior en aquel país, lo que lleva a justificar que nuestros connacionales son causantes de muchos de los males que los aquejan.

Como dice el viejo dicho chino, las crisis también son momentos de oportunidad. México se ha vuelto el malo de la película en EUA, circunstancia que afecta todas las facetas de nuestra interacción con aquel país. De no revertirse este camino, los costos se irán apilando en formas muy específicas, sobre todo en acciones mucho más duras a lo largo de la frontera, y en el rechazo a una nueva legislación migratoria o, mucho peor, en la adopción de una legislación tan restrictiva que acabaría cerrándole puertas no sólo a futuros migrantes sino sobre todo a quienes ya están allá. Es tiempo de lanzar una estrategia de conquista de las mentes de los norteamericanos.

Lo que México tiene que hacer en EUA es bastante evidente desde hace mucho tiempo. México ha sido un socio serio y responsable, se ha dedicado a enfrentar temas y problemas que afectan a las dos naciones vecinas y ha propuesto contribuir a resolver problemas comunes en formas que hace años eran herejía pura en nuestro país. Hoy, sin embargo, las circunstancias demandan un activismo decidido, una decisión de lanzar una estrategia de legitimación de México y lo mexicano. Con gran visión, Luis de la Calle ha hablado de posibilidades como la de colocar a un actor mexicano como médico en alguno de los programas más vistos de la televisión estadounidense o de promover que un par de ciudades, como San Diego y Tijuana, organicen conjuntamente los juegos olímpicos. El punto es cambiar el imaginario colectivo estadounidense para que la imagen del mexicano sea la de una persona trabajadora y responsable que quiere vivir mejor. Mejor esa imagen verídica que un proceso contestatario interminable.

 

Cambio de régimen

Luis Rubio

Mark Twain decía que «la primera mitad de la vida consiste en la capacidad de disfrutarla sin tener la posibilidad de hacerlo, en tanto que en la última hay la posibilidad sin la capacidad». Lo mismo es cierto de los gobiernos. En 2000 se dio la primera alternancia de partidos en el gobierno pero no hubo cambio en las estructuras institucionales del país. En términos técnicos, no hubo cambio de régimen. Ese fue el mayor error de Vicente Fox y la principal causa de la persistencia de las viejas estructuras políticas, los vicios y los fardos para el desarrollo. Ahora se da algo así como una segunda oportunidad, esta vez en Oaxaca y Puebla. Lo que  hagan los nuevos gobernadores podría transformar al país.

Cuando Fox llegó a Los Pinos, el PRI era componente inherente al sistema presidencial. Las organizaciones que lo integraban funcionaban en coordinación con la presidencia y servían de mecanismo de transmisión y de control. Los intereses ahí insertos contaban con vehículos para influir y presionar. El sistema era corrupto, autoritario y con frecuencia conflictivo, pero también funcional: permitía el control, mantenía una semblanza de orden y limitaba (casi siempre) los peores excesos, al menos dentro de la normalidad que establecían las reglas «no escritas».

La llegada de Fox alteró la ecuación medular del sistema: al perder el control de la presidencia, el PRI se quedó huérfano y comenzó a experimentar distintos grados de convulsión. El «divorcio», por así llamarle, entre el PRI y la presidencia cambió la realidad del poder político en el país y desató fuerzas que no se habían visto desde antes de la Revolución. El poder fluyó de la presidencia hacia los gobernadores y los partidos. Al mismo tiempo, muchas de las organizaciones que, con mayor o menor cercanía o sincronía, funcionaban en torno al PRI, adquirieron vida propia, convirtiéndose en factores de poder autónomos, ya sin amarras institucionales que, para bien o para mal, habían operado como contrapeso. Así surgen los llamados «poderes fácticos», cuyo único interés es el propio. A la vez, desapareció el recurso para disciplinar a esos poderes sin cambiar al sistema, cuyo ejemplo paradigmático  fue el «quinazo».

A su llegada, Fox tuvo la oportunidad, al menos hipotética, de negociar un acuerdo con los priistas, acuerdo que pudo haberse traducido en una nueva estructura institucional. Antes de que los beneficiarios del cambio político se percataran de las implicaciones del mismo, los priistas estaban aterrados de que pudieran ser enviados a la cárcel, al viejo estilo del sistema. Temían que el gobierno recurriera a tácticas autoritarias para tomar control del aparato gubernamental y se comportara como cualquiera de los anteriores. De haber previsto el efecto de la pérdida de poder del ejecutivo, el flamante gobierno panista pudo haber negociado desde una posición de fuerza: apalancándose en el temor de los priistas, redefinir la naturaleza de las instituciones políticas y cambiar el destino del país.

Lo que ocurrió es historia. Ante todo, el nuevo gobierno (2000) no tuvo la perspicacia ni una comprensión cabal de las fuerzas que había desatado. En segundo lugar, las posturas dentro del gabinete respecto a cómo proceder fluctuaban entre las jacobinas de quienes proponían comisiones de la verdad orientadas a juzgar (y, sin duda condenar) al viejo régimen, y quienes abogaban por mantener el statu quo. Lamentablemente no hubo una visión de Estado que trascendiera la coyuntura para aprovecharla de manera excepcional.

Los nuevos gobernadores de Puebla y Oaxaca no pueden ignorar la experiencia de Fox y el costo que ésta ha significado pero, al mismo tiempo, pueden aprovecharla para bien de sus estados y del país. Al asumir sus funciones se encontrarán con una fotografía no muy distinta a la que recibió a Fox: un PRI encumbrado, saturado de intereses que abusan de manera sistemática y una historia de corrupción inconmensurable. Algunos de los integrantes de las administraciones salientes se sentirán atemorizados (como ilustra la súbita búsqueda de impunidad a través del fuero del secretario de finanzas de Oaxaca), pero muchos ya vieron la forma en que todo vestigio de institucionalidad se colapsó con la llegada de Fox, lo que los ha envalentonado.

La situación crea la extraordinaria oportunidad de redefinir la naturaleza de la política en dos de los estados más rezagados y corruptos del país. Los nuevos gobernadores podrían plantear disyuntivas precisas y absolutas a quienes tienen cuentas pendientes, pero no a la usanza del viejo PRI que, a pesar de los años, nunca dejó de ser el partido obregonista: «nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos», o sea, la corrupción permanente. En vez de intentar comprar la paz, los nuevos gobernadores podrían plantear una nueva institucionalidad y abrir brecha para el resto del país: nuevas reglas a las que todos se someten a cambio de pintar una raya respecto al pasado.

Las opciones, al menos conceptuales, para los nuevos gobernadores son muy simples: comprar la paz y pretender que la suya fue una elección tradicional (como el PRI de siempre); tratar de mantener el bote andando (como Fox); o replantear el arreglo institucional. Nadie en el país ha intentado esto último, pero eso es lo que el país requiere: reglas nuevas y un gobierno capaz y dispuesto a hacerlas cumplir. Muchos reclamarán justicia revolucionaria («meter a los corruptos al tambo»), pero para eso se requeriría un sistema judicial creíble que no existe; en las condiciones actuales, ese camino llevaría a un «michoacanazo»: puro show sin final feliz, perdiéndose la gran oportunidad de transformación.

La verdadera alternativa es replantear las reglas del juego y comunicarlas bien: establecer un marco institucional nuevo -fundamentado en la ciudadanía y no en las corporaciones y organizaciones partidistas- y un marco legal idóneo para una sociedad que se propone transformarse. El intercambio dependería de la disposición de los poderes reales de la actualidad: si aceptan las nuevas reglas y se someten a ellas, su pasado quedaría libre; si no, se les aplicaría la ley y la fuerza sin miramiento. Mientras tanto, el nuevo gobernador mantendría una espada de Damocles, susceptible de utilizarse a la menor provocación.

Los nuevos gobernadores arriban a sus estados con un sinnúmero de deudas hacia quienes los apoyaron. Harían bien en recordar la forma en que Fiorino Laguardia rompió con todos ellos el día en que tomó posesión como alcalde de Nueva York: «mi primera calificación para esta gran función es mi monumental ingratitud». Por algún lado es imperativo comenzar.

 

www.cidac.org